Sin Misericordia, ni piedad... en nombre de Dios - Libre

Sus pasos resonaban en las baldosas de mármol del Palacio Inquisitorial, en los estados Pontificios, cerca de su Roma natal. Apretado a su pecho llevaba el informe de los cuatro meses de trabajo. Le habían asignado espiar a una pareja de cambiantes . Grande fe su sorpresa cuando descubrió que no estaban solos, una pequeña camada acompañaba a los lobos. Era verdad que los padres habían cometido algunos, destrozos, vandalismos, llegando a herir a campesinos de la zona, ¿pero que otro remedio podían encontrar si debían alimentar a sus hijos y tratar de mantenerse alejados de las poblaciones humanas? Ahora ella debía traicionar a una familia de Cánidos. Peligrosos lobos que aterraban las inmediaciones del medio día Francés, - pero acaso, ¿no es culpa del humano que cometan aquellas acciones? Es el hombre quien les ha quitado sus territorios de caza? No todos los cambiantes eligen vivir camuflados entre los humanos, porque el hombre es traicionero, ruin y despiadado - caviló mientras se acercaba más a la sala de inquisidores donde tendría que entregar los informes.

No le preocupaba los cambiantes adultos, los había observado luchar con algunos granjeros y hasta herir y casi matar a uno por disparar sobre sus crías con sus mosquetes, - Pero los pequeños, son demasiado indefensos –, se detuvo frente a la gruesa puerta de roble que la separaba del Salón de los Arcángeles, golpeó suavemente para después entrar. Sus ojos por un segundo se volvieron del color de los del águila, inspeccionando el recinto, deseaba sentirse segura aunque ese lugar le provocara siempre malestar. Aquel cambió casi imperceptible pero muy útil para una espía como ella, solo había durado un instante, nadie hubiera podido notar la variación de sus ojos, a menos de ser un cambiante como ella, un sobrenatural o uno de los humanos inquisidores más experimentados. Pero para su suerte, el gran salón de los Arcángeles se encontraba vacío a esa hora.

Sus pasos la acercaron a la imponente chimenea que en días de invierno se mantenía encendida. Tembló, no hacía frió en el exterior, tampoco era un día de invierno, pero el verano estaba siendo demasiado extraño, con días frescos, lluviosos y ese lugar, cargado de dolor, resentimiento, muerte, odio, desprecio por el prójimo, el frío se apoderaba de sus huesos, turbándola. Se sentó en un sillón, mirando un fuego crepitante inexistente. Pero ella veía en su mente, aquel que había estado encendido, el día en que la trajeron ante el supremo inquisidor, quien decidió entre su vida o su muerte, entre ser libre aunque su vida terminara o vivir como lo que ahora era, una condenada, un soldado del Dios, sin misericordia, a quien debía obedecer. Aquel recuerdo la mantuvo silenciosa, separada del presente. Una lágrima rodó por su mejilla, nada en el mundo deseaba más que huir, salir por la puerta entreabierta que daba a los jardines del Palacio y volar lo más lejos posible, perderse en la inmensidad de los Apeninos. Pero de su fidelidad a la orden dependía la vida de sus seres amados. Por eso se quedó allí, silenciosa, estática, como una escultura más, esperando que llegara su turno para entregar el informe y marcar el destino de un grupo de cambiantes, - traidora – resonó en su cabeza – traidora -.