AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El plato de la venganza... [Loghain Theirin]
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El plato de la venganza... [Loghain Theirin]
“La ira es como el fuego; no se puede apagar sino al primer chispazo. Después es tarde.”
Giovanni Papini.
Giovanni Papini.
Habían pasado tres meses.
Y habían sido tres meses muy largos.
Si ella aún vivía, había sido exclusivamente gracias a Valentino y Charles. Y, a menudo, ella había pensado que la rescataron de la muerte sólo para hacerla sufrir más.
Durante días gritó, suplicando que la matasen, que la entregaran a la Inquisición, que la dejasen morir. Y cada una de esas veces, Valentino la había contenido de atentar contra su vida y Charles había agitado las cenizas de su odio, volviendo a encenderlo en una hoguera mucho más grande y mucho más peligrosa.
Así fue como Jîldael volvió a sobrevivir y aprendió a vivir sin Demian. Pero también cambió y, muy probablemente, no era lo que Charles o Valentino esperarían de ella; sin embargo, estaba en ese momento de su vida en que la opinión de otras personas no podía importarle menos. Estaba rota y llena de un dolor que no la dejaba respirar, así que encontró una manera de seguir adelante, sin sentir que se moría.
Se había vuelto cazadora de cazadores. No salía todas las noches, pero cuando salía, dedicaba todas sus energías en atrapar a cazadores e inquisidores imprudentes o novatos que pretendían, una vez más, llenarse de gloria a costa de la Pantera Inmortal. Su fama había crecido conforme crecía el odio de la Iglesia por ella. Jîldael sonreía: el sentimiento era mutuo, con la diferencia de que ella seguía viva y la Iglesia perdía a cada súbdito que intentaba atraparla. Astor le había dado una tremenda lección de humildad, pero también le había quitado lo que más amaba. Si un día podía vengarse de él, se daría por pagada. Mientras, consideraba las vidas tomadas como una pequeña cuota de la gran deuda que sus enemigos sostenían con ella.
Al principio, les hería gravemente, o les mutilaba algún miembro, pues algo de ética le quedaba. Cada amanecer retornaba a su hogar con la culpa de la sangre derramada y en cada ocasión el abrazo silencioso de Charles (que parecía saberlo todo siempre) la rescataba de sí misma. Pero entonces se volvió más osada y mató al primero una noche de luna llena; era un sobrenatural, como ella, traidor de su gente, vendido a los Hombres que temían todo lo que no podían controlar. Ese Inquisidor (un Cambiante Canino) debía ser un aliado, pero era un enemigo. Y entonces recordó en él al asesino de su hijo y al asesino de su padre. Jean y Demian no descansarían en paz si ella no encontraba la paz. No pudo perdonarle a ese extraño haber traicionado a su gente y, poseída por una fuerza superior, lo mató sin piedad ni demora.
Aquella madrugada, había vuelto totalmente abatida y, por primera vez en mucho tiempo, fue Valentino quien se quedó a su lado, tan paciente como su Mayordomo; y Jîld le agradeció que no dijera nada.
Pasaron entonces otras cuantas semanas antes de volver a salir; era como si la Felina hubiera recaído en ese dolor sobrehumano que la consumía; parecía que iba a perderse en la nostalgia y la locura y que nada ni nadie podría rescatarla. Y entonces el odio volvió aún con más fuerzas.
Y ella volvió a salir.
Fue así cómo se topó con él. Era alto, fuerte y veloz. Su ausencia de olor o temperatura le reveló en apenas unos segundos de quién se trataba.
Pero fueron sus ropajes lo que le dio a ella el dato más importante: era un Inmortal Condenado, siervo de la Iglesia.
Se plantó frente a él, a unos dos metros de distancia, en medio de ese callejón inmundo a donde habían ido a coincidir. Jîldael vestía ropas masculinas, botas altas, cabello trenzado y una conveniente capa que ocultaba su sexo y sus armas; de seguro, él ya sabía que ella era una hembra, pero no le importó. Ella no era una florecita desvalida.
— ¡¿Así que traicionáis a vuestra gente vendiendo la vida de inocentes?! — le preguntó a gritos — ¡Será mejor que recéis, si es que podéis pronunciar palabras sagradas sin arder; porque esta noche os toca rendir cuentas a la Madre Justicia! — agregó, pálida de la ira, al tiempo que desenfundaba a Phaedra, la espada que el primer Señor Del Balzo había blandido un milenio atrás, cuando el mundo era joven y los Sobrenaturales no tenían temor de los Hombres.
Ahora, ella la blandiría con la misma decisión, para purgar al mundo de los traidores y encontrar la paz en la venganza.
Pero, ¿era la venganza su camino a la paz? ¿O a la muerte?
***
Y habían sido tres meses muy largos.
Si ella aún vivía, había sido exclusivamente gracias a Valentino y Charles. Y, a menudo, ella había pensado que la rescataron de la muerte sólo para hacerla sufrir más.
Durante días gritó, suplicando que la matasen, que la entregaran a la Inquisición, que la dejasen morir. Y cada una de esas veces, Valentino la había contenido de atentar contra su vida y Charles había agitado las cenizas de su odio, volviendo a encenderlo en una hoguera mucho más grande y mucho más peligrosa.
Así fue como Jîldael volvió a sobrevivir y aprendió a vivir sin Demian. Pero también cambió y, muy probablemente, no era lo que Charles o Valentino esperarían de ella; sin embargo, estaba en ese momento de su vida en que la opinión de otras personas no podía importarle menos. Estaba rota y llena de un dolor que no la dejaba respirar, así que encontró una manera de seguir adelante, sin sentir que se moría.
Se había vuelto cazadora de cazadores. No salía todas las noches, pero cuando salía, dedicaba todas sus energías en atrapar a cazadores e inquisidores imprudentes o novatos que pretendían, una vez más, llenarse de gloria a costa de la Pantera Inmortal. Su fama había crecido conforme crecía el odio de la Iglesia por ella. Jîldael sonreía: el sentimiento era mutuo, con la diferencia de que ella seguía viva y la Iglesia perdía a cada súbdito que intentaba atraparla. Astor le había dado una tremenda lección de humildad, pero también le había quitado lo que más amaba. Si un día podía vengarse de él, se daría por pagada. Mientras, consideraba las vidas tomadas como una pequeña cuota de la gran deuda que sus enemigos sostenían con ella.
Al principio, les hería gravemente, o les mutilaba algún miembro, pues algo de ética le quedaba. Cada amanecer retornaba a su hogar con la culpa de la sangre derramada y en cada ocasión el abrazo silencioso de Charles (que parecía saberlo todo siempre) la rescataba de sí misma. Pero entonces se volvió más osada y mató al primero una noche de luna llena; era un sobrenatural, como ella, traidor de su gente, vendido a los Hombres que temían todo lo que no podían controlar. Ese Inquisidor (un Cambiante Canino) debía ser un aliado, pero era un enemigo. Y entonces recordó en él al asesino de su hijo y al asesino de su padre. Jean y Demian no descansarían en paz si ella no encontraba la paz. No pudo perdonarle a ese extraño haber traicionado a su gente y, poseída por una fuerza superior, lo mató sin piedad ni demora.
Aquella madrugada, había vuelto totalmente abatida y, por primera vez en mucho tiempo, fue Valentino quien se quedó a su lado, tan paciente como su Mayordomo; y Jîld le agradeció que no dijera nada.
Pasaron entonces otras cuantas semanas antes de volver a salir; era como si la Felina hubiera recaído en ese dolor sobrehumano que la consumía; parecía que iba a perderse en la nostalgia y la locura y que nada ni nadie podría rescatarla. Y entonces el odio volvió aún con más fuerzas.
Y ella volvió a salir.
Fue así cómo se topó con él. Era alto, fuerte y veloz. Su ausencia de olor o temperatura le reveló en apenas unos segundos de quién se trataba.
Pero fueron sus ropajes lo que le dio a ella el dato más importante: era un Inmortal Condenado, siervo de la Iglesia.
Se plantó frente a él, a unos dos metros de distancia, en medio de ese callejón inmundo a donde habían ido a coincidir. Jîldael vestía ropas masculinas, botas altas, cabello trenzado y una conveniente capa que ocultaba su sexo y sus armas; de seguro, él ya sabía que ella era una hembra, pero no le importó. Ella no era una florecita desvalida.
— ¡¿Así que traicionáis a vuestra gente vendiendo la vida de inocentes?! — le preguntó a gritos — ¡Será mejor que recéis, si es que podéis pronunciar palabras sagradas sin arder; porque esta noche os toca rendir cuentas a la Madre Justicia! — agregó, pálida de la ira, al tiempo que desenfundaba a Phaedra, la espada que el primer Señor Del Balzo había blandido un milenio atrás, cuando el mundo era joven y los Sobrenaturales no tenían temor de los Hombres.
Ahora, ella la blandiría con la misma decisión, para purgar al mundo de los traidores y encontrar la paz en la venganza.
Pero, ¿era la venganza su camino a la paz? ¿O a la muerte?
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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