AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Calpurnia Jean-Sébastien
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Calpurnia Jean-Sébastien
Calpurnia Jean-Sébastien
N. Completo: Calpurnia Caliola Jean-Sébastien
Edad: 19 años
Ocupación: Ladrona
Especie: Humana
Clase: Baja
Nacionalidad: Francesa
Orientación Sexual: Heterosexual
PB: Josefine Svenningsen
Descripción Física
Altura: 1.81 m
Busto: 81 cm
Cintura: 65 cm
Caderas: 90 cm
Color de ojos: Azules
Color de cabello: Marrón
Descripción Psicológica
En las calles se acoge una mísera muchacha al abandono de la vida. Calpurnia no halla en el mundo asilo. Para dormir se lleva ambas manos al pecho temblando de susto y de frío, pero sobretodo de sueños. Aunque casi no duerma, sueña toda una vida con el aliento que le falta. Quién oyera sus suspiros, quién enjugase su llanto, quién la llamara su hija. Hay veces en que cree que no tiene más protector que el cielo, ni más padre que Dios mismo; únicamente Dios abre su mano a este pajarillo.
Valiente sobre todas las cosas, entrometida, testaruda, y luchadora. No obstante, a veces recurre a la manipulación cuando la situación se pone crítica. De todos modos, si muere, el orgullo morirá con ella. Todos tienen herramientas, y ella la propia. Es una mujer de disposición jocosa y que ama una "buena risa".
En cuanto el tema sexual no tiene idea alguna. Los recuerdos que insinúan hechos de esa índole los ha bloqueado por los traumas de la niñez. No se ha hecho la clásica pregunta de dónde vienen los bebés porque no quiere saber nada de ellos. Hasta nacer fue algo traumático para ella porque fue como si no hubiera tenido destino al venir a la tierra, como si se tratase de una broma. No pudo echar raíces porque no tenía familia, así que no es un tema que le interese. Hasta le da algo de pánico.
Siente un enorme hueco en su pecho que no logra llenar. Es que ha pasado toda su vida sin amor, sin ese abrigo y cobijo que solamente puede dar una familia. Es por esto que anhela con toda su alma dar con su hermano perdido. La gente que la conoce dice que está loca si pretende buscar una aguja en un pajar, pero ella insiste. Es su razón de vivir.
A pesar de ser fuerte e independiente, no está orgullosa de eso, porque no es algo que haya elegido, sino que le tocó vivir. Le hace falta ese nido. Es por esto que tiene dificultades para tomar las decisiones sin un excesivo aconsejamiento y reafirmación por parte de los demás y se siente incómoda cuando está sola frente a lo que teme. Intenta no hacer demasiados lazos porque está preocupada por el miedo al abandono. Cuidar de sí misma ha sido el mayor reto, porque cuando se limpia una herida o roba para comer sabe que algún día su cuerpo dejará de ser joven y que la debilidad la matará por no tener vigor ya para luchar.
No comparte su comida salvo cuando se trata de hermanos. Es algo que toca una fibra sensible dentro de su corazón porque le gustaría tener un lazo así de seguro que le hiciera ver que no todo es tan malo, que hay esperanza. Le recuerda su meta constante de que nada le impida ser feliz.
Historia
En una noche amarga, una solemne figura transitaba entre los rincones olvidados de París. Joseph Ducreux se llamaba el individuo, un noble interesado en expandir el rango de las expresiones faciales más allá de las utilizadas en retratos oficiales. Ah, cómo olvidar sus días como retratista exitoso en la corte de Luis XVI. Pero su carrera se vio decapitada casi al mismo tiempo que la cabeza del difunto monarca. No obstante la truncada ocupación, la pasión persistía. Ahora mismo se dirigía a una casucha perdida de París que muy bien conocía, pues era donde trabajaba su golfa favorita. No era la más hermosa ni la más diablesa en la cama, pero cómo gesticulaba cuando su éxtasis alcanzaba. Era como si se contrajesen todas sus emociones en un instante y se le escapasen por la garganta. Y como últimamente sus más extremos sentimientos —sobre todo los de supervivencia— se habían multiplicado, cada vez era más exquisito llevarla al límite.
Pero Joseph sabía que ese estilo de vida tenía consecuencias. Caliola de hombre en hombre, con enfermedades y su propio hijo al acecho o eso le contaba, aunque nunca s explayaba demasiado. Se ofreció a llevarla fuera de ese lugar adonde no pudiera ser encontrada, algún lugar donde viviera modestamente como lavandera o costurera para dejar el comercio sexual, pero cada vez que se lo proponía, ella temblaba. Daba la sensación de que una sombra la persiguiera desde dentro hacia fuera.
Llegó a la paupérrima edificación y allí la vio, desangrándose en el piso pestilente. Joseph arrugó la nariz por el desagradable olor, pero no la compadeció. La vio como a una de sus pinturas: dramática, mas carente de vida.
La miró desde arriba y le habló:
—Ay, Caliola, ¿por qué tuviste que hacerlo tan difícil? —pudo ver que intentó infructuosamente expulsar palabras, pero sólo salía sangre— Ah, ah. Ni una palabra, que el Diablo las arranca personalmente allá abajo, adonde tú vas.
Una tos, luego dos, hasta que la vida de Caliola pereció. Su malogrado amante se acercó, pero no la abrazó. En lugar de eso tomó el colgante de plata con rubí rojo que le pendía del cuello como un reembolso por la decepción y le dio la espalda. Joseph ya se había puesto nuevamente el sombrero para largarse tal cual había entrado cuando ocurrió lo impensado: la expulsión postmortem del bebé. El retratista se volvió algo fastidiado al recién nacido, pero más con curiosidad que con otra cosa. Más como un lamento que como un anuncio de llegada al mundo, la criatura comenzó a sollozar con fuerza. Joseph la tomó en brazos, verificando su sexo, y la envolvió con su capa para brindarle calor. Daba lástima. Pobre rata que parió la tierra.
—Supongo que te toca pagar los pecados de tu zorra madre. —caminó fuera del lugar con la niña en brazos— Sigue llorando. Quiero que sufras, así que vas a vivir. Porque nacer en esta pocilga es nacer agonizando, acostumbrarse rápido al espanto. Es resignarse al estrangulamiento de esta quimera que te irá matando.
Razones que le hicieran sentido de por qué salvó a la pequeña no encontró, pero lo más cercano a una fue que quería que la hija continuase el legado de la madre de penurias y tragedia. Así el podría ser el espectador. Así podría retratarla a ella un buen día. Pero al ser audiencia no podía ser partícipe, así que decidió dejarla en las puertas de un orfanato en donde los insectos no fueran más grandes que los lactantes. Lo único que dejó con ella fueron veinte francos y una nota con su apellido y el nombre que le había puesto con el afán de no perderle el rastro.
—Lucha. Lucha Calpurnia y reza por que el siguiente que te encuentre no sea él.
Ella debió haber muerto esa noche, pero sangraría el resto de su vida, comenzando por el orfanato. Su prisión, su némesis. El ambiente fue la peor parte: Maltrato psicológico, castigos inapropiados como encierros en lugares oscuros, amenazas y apremios de diversa índole, nula capacitación de los funcionarios que trabajaban en ese centro y que trataban a diario con menores que presentaban cuadros psicológicos extremadamente complejos, los cuales se explicaban por abuso de drogas o alcohol de sus padres, violencia intrafamiliar, abuso sexual, hijos de padres con problemas de delincuencia; entre otros problemas que los aquejaban.
El primer concepto que aprendió Calpurnia apenas tuvo uso de razón fue la jerarquización entre los internos, muy similar a la que se daba en los recintos carcelarios adultos. Había muy malos tratos entre los mismos niños, pero en especial con ella. Era fácil darle una paliza a esa niña callada y esmirriada. Sabía que si no hablaba la castigarían sus similares, pero si lo hacía, quienes le reventarían serían los adultos. La única vez en que replicó fue cuando los encargados la obligaron a comer comida descompuesta; «sabe horrible» dijo, y eso fue suficiente para encerrarla en un cuarto estrecho y oscuro como sanción.
Pero lo que más le afectaba a Calpurnia era lo que observaba. Era testigo de cómo el hecho de vulnerar aún más a estos menores hacía que salieran de los hogares con un grado de rabia y resentimiento que los convertía en un peligro para la sociedad. Otros, además, pasaban a integrar un círculo vicioso de personas que nunca superaban las situaciones de abuso y maltrato tanto en sus hogares como en estos centros. Niños que vivieron toda su vida en el orfanato y que luego completaron el “recorrido” con penas de prisión y condenas por delitos violentos, sin poder superar jamás las situaciones que vivieron en su infancia. «Así que estoy en un nido de producción y cultivo de delincuentes. Si a eso han llegado los otros niños, ¿qué me espera a mí?» Se preguntaba.
Mas no alcanzó a llegar a tanto. Antes de eso, fue vendida junto con una niña del mismo establecimiento llamada Quitterie a una familia de noble cuna a sus doce años. El hombre que vino a buscarlas se llamaba Charles de Villette, marqués de la región del mismo apellido. Aquel senil señor les prometió una servidumbre menos dura que las demás. «Nada de andar con los pies desnudos ni oler a drenaje» les decía camino a su imponente mansión. No se les explicó qué tendrían que hacer, aunque Calpurnia ya imaginaba por qué habían comprado a Quitterie: era la niña más bonita del orfelinato; tenían que tener a esa moza pelirroja de manos regordetas y rostro redondeado adornando las salas. ¿Pero ella? ¿Qué hacía ella ahí? Cada vez que preguntaba, su amo respondía que pronto lo descubriría. Tarde supo la pequeña de ojos tan mortalmente oceánicos como los de su madre de la reputación de libertino que tenía el marqués.
Las cosas comenzaron a ponerse turbias cuando el marqués comenzó a aumentar las porciones de comida de Calpurnia mientras que Quitterie continuaba con la misma cantidad de siempre. Le preguntó a la cocinera la razón de esto y le contestó que Quitterie no lo necesitaba porque tenía carne en los huesos a diferencia de ella. Aquella respuesta le bastó, pero definitivamente no la salvó de la verdad.
Una noche Calpurnia se levantó de su cama después de una pesadilla para enjuagarse el rostro y volver a dormir, pero en mitad del pasillo vio una inusual escena que no terminó de calzarle: Charles caminando de la mano con Quitterie. El marqués dijo que quería convertirla al cristianismo y que le enseñaría a cómo orar y leer la Biblia; sin embargo, cuando las puertas se cerraron, los gritos no se hicieron esperar. Cuando Quitterie salió, ya no era la misma. Ella no le dijo nada a Calpurnia, pero cuando ésta le preguntó si le había hecho daño, respondió llevándose las manos encima de la zona púbica y el busto. «No dejes que te toque ahí» susurró. Calpurnia no supo explicar qué tenía de malo dentro de su inocencia, pero por el tono de su compañera supo que no estaba bromeando. Lo que no sabía era que el marqués todavía no la tocaba porque antes pretendía engordarla. Sin embargo, cuando en una ocasión la muchacha sintió que la manoseaban en su cama, se paralizó por completo. Le hacía cosquillas, pero eran un tanto bruscas para serlo. Cuando las caricias cesaron supo que era el momento de huir.
Los perros casi le impidieron un exitoso escape, pero su deseo de no ser como uno de los malogrados niños del orfanato la impulsó a seguir adelante y a no quejarse del dolor de la mordida en su tobillo por uno de los canes. Se volvería grandiosa. Después de todo, más pequeña no podía ser. Había oído historias de criaturas marinas que eran diminutas al nacer y que se tornaban tan grandes como el océano mismo. ¿Por qué no podía ser ella una más?
Así empezó su vida por las calles, vagando y suplicando por un alimento que le negaron. Y lo peor de todo era que las energías escaseaban, pero el hambre aumentaba. ¿Qué hacer? «No voy a morir. No voy a…» fue lo último que pensó antes de desmayarse en plena calle. Cuando despertó, afortunadamente no lo hizo en el otro mundo. En lugar de eso, le dieron la bienvenida unas cómodas sábanas y el paño húmedo que una señora de mala cara pero exquisitas manos le pasaba por la frente. Calpurnia se esforzó en ponerse de pié apenas recuperó el aliento, pero la detuvieron en el acto «Quieta, niña. Por poco y no lo cuentas. Será mejor que descanses. Te pagaron un solo día en mi posada; no lo desperdicies.» ¿Quién podría haberla ayudado? La posadera le trajo un paquete que habían dejado a su nombre y le leyó la carta que venía aparejada. Una carta de parte de Joseph Ducreux.
Te escribe el hombre que dejó morir a tu madre cuando tuvo la oportunidad de salvarla. Ahora he salvado tu vida. No hay deuda pendiente. Calpurnia, hija de Caliola, debes saber que no hay ningún error; reconocería esos ojos en cualquier lugar de esta árida tierra a la que tuya llamarás. Usa bien tus herramientas. Todos tenemos una, aunque a otras son un regalo. Y te pediré que no busques a tu hermano.
J. Ducreux.
Dentro del envoltorio había dos objetos: el colgante de plata con rubí rojo de su madre y un cuchillo de fino filo. El primero lo ocultó entre sus nacientes pechos, temiendo que si alguien lo viese en su cuello no dudase en partirlo en dos para hacerse con la joya, y el segundo dentro de su manga. Esa sería su herramienta para hacerse lugar en la vida. Dios, ahora sabía que tenía un hermano, ¿qué mejor noticia que esa? Pero... el hombre que la salvó le pidió que no lo buscara. ¿Cómo podía pedirle eso, si ahora tenía una razón para vivir? Decidió no escuchar esa voz que le advirtió. Se hallaría con su sangre.
Desde ese día que, como sol radiante que entra por la ventana, como brisa tenue que llega sin avisar, sin tocar la puerta y muy por la noche, entra sigilosa por las residencias para robar cual ladrona que recoge todo lo que puede sin medir. Dice que es así como logra que sientan el agujero que ella mantiene en su pecho por la falta de amor. Pero es ambiciosa, quiere salir de allí. Aún cree que puede crecer y ser feliz. Hallar el amor que su madre no le dio y que, ella desconoce, no tuvo la más mínima intención de brindarle aún antes de parir. Tal vez su hermano perdido sí la pueda amar.
«Ten cuidado, dulce emperatriz. No vaya a ser que el amor que buscas para hacerte feliz sea el mismo que te haga morir»
Calpurnia Jean-Sébastien- Humano Clase Baja
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Re: Calpurnia Jean-Sébastien
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