Fue maltratada y abandonada por su hermano Calígula. Creció creyendo que el incesto y el asesinato son la norma y está dispuesta a usarlo para lograr lo que quiere.
Superstición, inmoralidad, arrogancia, debilidades o impredecibles estrategias para hacerse con el poder. Las múltiples facetas de su personalidad la podían presentar como princesa destinada a gobernar, mujer abnegada, ramera lasciva, asesina inflexible o mujer envidiosa y resentida. Agripina considera la regencia imperial como un don heredado de los dioses, y más seductor que el efímero placer sexual que pueda proporcionarle cualquier mortal. Fue una emperatriz que corroboró el popular adagio que dice: “el afrodisíaco más excitante es el poder”.
Insensible ante la desgracia de los suyos, amante desmesurada del dinero, es considerada por muchos como un monstruo lascivo y cruel. Su fuerza es impulsada por un resentimiento profundo y una sed de reconocimiento que alimentó su soberbia. La férrea voluntad de esta mujer buscó recuperar la dignidad que su familia había perdido tras la muerte de su padre y la hostilidad del emperador Tiberio, su tío abuelo.
Taimada como es, esta hábil mujer procura aparentar que no desea el poder por sus placeres y ventajas y trata de mantener en secreto la profunda satisfacción que le produce el sentirse superior a todos. Considera que las leyes no están hechas para ella. Le parece, como heredera del divino Augusto y superviviente de la antigua gens Julia, conservar el rango que le ha asignado la divinidad, argumentando para sí misma y para los demás que eso es importante para el bienestar general.
Mujer de fuerte carácter y decisión, Agripina la Menor mancha sus manos de sangre para conseguir lo que desea. Cueste lo que cueste, incluso su propia vida.
Nació el 7 de noviembre de 15 DC, Roma.
Durante su infancia fue reconocida en toda Roma por ser hija del magnífico Germánico, quien según muchos estaba destinado por los dioses a regir los destinos del Imperio. Pero los hilos que teje la diosa Fortuna son inescrutables, y no llevaron al glorioso Germánico a ser emperador. Sería su hijo Cayo, popularmente conocido como Calígula, quien dirigiría de manera sangrienta el destino de Roma como sucesor del taciturno Tiberio.
A pesar del aparente dechado de virtudes que eran sus padres, una atmósfera malsana reinaba en la casa de Agripina desde su infancia. Calígula, un niño tres años mayor que su hermana, disfrutaba atormentando a la niña con historias cargadas de intriga y lujuria sobre su familia. Se regodeaba en las escenas de sexo y depravación protagonizadas por sus propios bisabuelos, Octavio y Livia. El pequeño contaba irreverentes anécdotas, sin aclarar su procedencia, según las cuales su bisabuela Livia disfrutaba haciendo entrar a ciertas exóticas sirvientas a la alcoba del abuelo Augusto. Calígula disfrutaba contándole los pormenores de los encuentros del emperador con esas jóvenes. Además, Calígula le decía a su hermanita que la madre de ambos era producto del incesto entre el emperador y su hija. Cuando Calígula lograba ver en los ojos de Agripina su morbosa estupefacción, le sonreía diciendo que el incesto era común entre los dioses, y que el mismísimo Júpiter había desposado a su hermana Juno.
La muerte de Germánico, su padre, estuvo envuelta en un halo de misterio y rumores de maleficio. Agripina se acostumbró a consultar tanto el porvenir como el pasado; todo, creía, estaba escrito en el cielo. No obstante, era una mujer culta. Su madre le procuró una buena educación a pesar de las múltiples dificultades que tuvo tras la muerte de Germánico.
- 1. Los hombres de mi juventud:
Tras la muerte de Livia, Antonia pasó a ser la dueña de la casa del Palatino, donde había vivido tanto tiempo junto a su suegra y donde, como he dicho, había acogido a Cayo, y también a nuestras dos hermanas, Drusila y Livila. No resulta difícil creer que Cayo tuviera en poco aprecio la disciplina que Antonia mantenía en torno a ella. A él le consideraban un niño aún. Aunque iba a cumplir diecinueve años, seguía sin recibir la toga viril: por orden y por deseo de Tiberio. El emperador procuraba así retardar lo más posible el comienzo de su carrera. Antonia lo trataba, pues, como a un niño y no le permitía casi nada. Cayo, según su costumbre, se mostraba con ella complaciente y cariñoso y perfectamente obediente. Lo cual encantaba a la anciana. Hasta el día en que le sorprendió muy poco vestido y abrazado a su hermana Drusila, que estaba menos vestida aún. No cabía ninguna duda: Cayo acababa de hacer con su hermana lo que Júpiter había hecho con Juno. ¡Se había puesto a la altura del dios! Unos días más tarde Cayo me contó la escena, sin ningún pudor. Había ocurrido en una sala retirada de la casa del Palatino, por donde Antonia aparecía muy pocas veces; pero quiso el azar que ese día, buscando a una sirvienta, entrara allí en un momento muy poco apropiado. Estupefacta cuando los vio así a los dos, enlazados, montó en cólera, primero contra Drusila, a la que trató de desvergonzada y amenazó con los peores castigos. Con su nieto fue menos severa. Cayo logró calmarla y le hizo prometer que guardaría el secreto. Lo que ella, de todas maneras, estaba decidida a hacer.
—¿No pensarás —dijo—, que voy a decirle a todo el mundo que mis nietos se conducen de esa manera? Vuestra ignominia debe quedar oculta. ¡Los dioses saben que, en nuestra familia, hay otras! ¡Que esa, al menos, no aparezca a la vista de todos!
Así, por razón de Estado, el incesto de Cayo y de Drusila no salió a la luz. Al menos de momento. Más tarde, sus amores alcanzaron notoriedad pública, y el propio Cayo no dejaba pasar ocasión de manifestar el cariño que siempre sintió por ella. A mi parecer, esa pasión fue uno de los mejores sentimientos que tuvo en su vida. Cuando Cayo la hizo mujer, Drusila tenía sólo doce años. Casi había alcanzado la edad de contraer matrimonio y el juego amoroso no parecía desagradarle. Me pregunté entonces qué tenía de tan terrible el incesto. Recordé que cuando viajamos a Egipto, Cayo descubrió que entre los reyes y entre los dioses existían tales cosas. Recordé también que tal descubrimiento le impresionó mucho. Nuestra familia era la familia de un dios y en ella no faltaban los reyes, cualquiera que fuere el nombre que se daba al príncipe. ¿Por qué iba a estar prohibido para nosotros el incesto?
En el año 28 d.C, con tan sólo 13 años, me casé por primera vez con el cónsul romano Enobarbo.
Yo no quería admitir que también sentía atracción, fascinación, por Cayo, si bien es cierto que hasta entonces yo había permanecido fiel a Domicio, de quien deseaba ardientemente tener un hijo, y eso yo no podía comprometerlo entregándome a otros amores. Recordé lo que decía nuestra abuela Julia, una frase muy comentada en Roma. Madre de numerosos hijos, cuya legitimidad era incontestable, respondía a quien se asombraba de ello, en vista de los numerosos amantes a que se entregaba, que ella «sólo tomaba pasajeros cuando el barco estaba cargado». Yo pensaba hacer lo mismo. Pero había que esperar. De momento, la cala del buque estaba vacía. Tiberio no había muerto y Domicio no quería arriesgarse a contravenir la orden recibida.
En aquella época, mis relaciones con Domicio se volvían más y más difíciles. Tenía celos de Cayo, porque adivinaba la atracción que ejercía sobre mí. Eso no me lo decía abiertamente, pero me criticaba con cualquier pretexto. Me reprochaba la insensibilidad con que había aceptado la muerte de mis hermanos y de mi madre. Mis menores actos provocaban sus sarcasmos. Pensaba que yo gastaba demasiado en mi adorno personal. Su avaricia le llevaba a lamentar la pérdida de cualquier sextercio empleado en mi persona, aunque ese dinero proviniera de la fortuna heredada de mi familia. Perspicaz como era, conocía perfectamente las ambiciones que anidaban en mí, que me poseían toda entera, y sabía que yo le despreciaba a él por no tenerlas. Sabía también que, para satisfacer yo las mías, no vacilaría ante ningún obstáculo. No es que me dijera todo eso expresamente, a veces hasta fingía cariño, pero yo no me dejaba engañar y si continuaba viviendo con él como si nada ocurriese, era porque conservaba la esperanza de que me diera el hijo que yo tanto deseaba y que sólo podía ser el suyo. Pero para eso había que esperar a que muriese Tiberio, independientemente del sucesor que designase. Naturalmente, yo deseaba ardientemente que fuese Cayo. Estaba convencida de que, una vez que yo fuese la hermana del emperador, mi influencia sería grande en la corte, donde brillaría por mi belleza; ante mi puerta se reunirían innumerables pretendientes y mi nombre sería célebre hasta en las ciudades más lejanas del Imperio. Y mis sueños iban aún más lejos: el hijo que yo diera a luz, si tuviese la dicha de que fuese varón, recibiría un día el poder, o, gracias a mí, se haría con él: me proponía firmemente encargarme de que así fuese.
- 2. Mi Embarazo:
Durante, a mis 21 años, los meses que siguieron me atormentó la inquietud. Luego, una mañana, sentí dentro de mí un extraño movimiento que no controlaba. Algo se desplazaba en mi seno. Y, de pronto, mi angustia se calmó. A partir de aquel momento, era cierto que iba a ser madre. Domicio había cumplido lo que quería la naturaleza. Podía desaparecer de mi vida. Pasé todo el tiempo del embarazo, ora en Roma, ora en nuestra villa de Antium, donde la brisa del mar me ayudó mucho a superar un verano tórrido, casi imposible de soportar en mi estado. Llegado el otoño, no tuve ánimos para regresar a la Ciudad y fue en Antium donde, el decimosexto día antes de las calendas de enero, nació mi hijo. El parto fue doloroso en extremo. Al igual que su bisabuelo Agripa, quien, como es sabido, debía tal nombre a su presentación, muy penosa para la madre y de mal presagio para el niño, el futuro dueño del mundo se presentó con los pies por delante.
El parto fue extraordinariamente largo. Duró toda la noche y yo sufrí mucho. Estuve asistida de nuestro médico, Jenofonte, y nos hallábamos en el aposento más alto de la torre que se alza en el ángulo de la villa. En el preciso momento en que Jenofonte cogió entre sus manos al niño que salía de mi vientre, el primer rayo de sol surgió del mar, en el horizonte, y vino a iluminar a mi hijo ya antes de tocar la tierra. Qué presagio sería aquél: pues yo no dudaba que, de esa manera, los dioses habían querido revelarnos algo del porvenir que esperaba a ese hijo. Recordé entonces lo que me había dicho Queremón cuando me mostró imágenes esculpidas en los muros de un templo, durante nuestro viaje por el sur del país. Se veía allí al rey que recibía también el primer rayo de sol, y Queremón me había indicado lo que significaba tal imagen. Me dijo que, en determinadas fechas, el rey recobraba la fuerza que tenía de su padre, el Sol. Así, el primer instante vivido por mi hijo le destinaba a reinar. Para estar totalmente segura, pregunté a Balbilo, el hijo de Trasilo, lo que pensaba de aquello. Balbilo no era menos versado que su padre en la ciencia de los astros. Era también, como Queremón, muy sabio en todo lo que tocaba a la religión de los egipcios. Se hallaba entonces cerca de mí, en Antium, y tengo la sospecha de que me había pedido hospitalidad para ser uno de los primeros en conocer el horóscopo del niño que estaba a punto de nacer. Antes de responderme, Balbilo observó largo tiempo el cielo, en el curso de la noche siguiente. Luego reflexionó, mientras con la punta de una varita trazaba figuras en la arena. Al final, me dijo que ese hijo sería rey, en efecto, pero que mataría a su madre. Desde entonces, ese oráculo no ha dejado de obsesionarme. Como ya he dicho, respondí impulsivamente a Balbilo: «¡Que me mate, con tal de que reine!» Y, en aquel momento, lo pensaba de verdad. Sólo veía el comienzo de la predicción, y ningún sacrificio, ni siquiera el de la vida, me parecía demasiado oneroso, si era el precio a pagar para que mi hijo fuese emperador. Si hoy se me diese la posibilidad de elegir, tal vez lo hiciese de otra manera. No es que mi amor a Nerón sea menor, pero ¿no fui víctima de una ilusión al aceptar la muerte para asegurarle un poder que, al parecer, no iba a emplear bien sino mal, contra mí y quizá incluso contra sí mismo? Ese negocio engañoso ya no puedo deshacerlo. Soy prisionera de mis promesas de entonces. Yo misma sellé mi destino, en un rapto impulsivo. Pero, y esto me lo repito sin cesar, ¿tuve la libertad de obrar de otra manera?
Cuando Domicio, que se había quedado en la Ciudad donde iban a dar comienzo las Saturnales, supo que era padre de un hijo varón, se limitó a responder al mensajero que se lo anunciaba: «No es posible que nazca nada bueno de mí y de esa mujer». Tal frase no presagiaba, en verdad, nada bueno. Quizá porque adelantaba el futuro, como muchas veces ocurre, que sea premonitoria una frase dicha a la ligera, puesto que son los dioses quienes la han provocado. Quizás también porque expresaba el hondo sentir de ese marido hostil, de ese padre que renegaba así de su hijo. Yo no podía creer aún en la perversidad del niño que había salido de mi seno, pero me hería hondamente el cinismo de Domicio.
Cuando su hermano Calígula se convirtió en emperador, ella y sus dos hermanas empezaron a gozar de ciertos privilegios que tan sólo podía tener la familia imperial. Aún estando casada con Enobarbo, Agripina mantuvo relaciones sexuales con su hermano, al igual que hacían sus hermanas, y se prostituyó con miembros de la corte, como sus hermanas Drusila y Livila, que también estaban casadas.
Los privilegios de los que disfrutaba Agripina empezaron a desaparecer tras la muerte de la hermana preferida de Calígula, Drusila. Tras este acontecimiento, el emperador empezó a sufrir una enfermedad mental que provocó que Agripina perdiera el favor de su hermano.
Ambiciosa como su madre, Agripina quería continuar con esos privilegios que ahora su hermano no le ofrecía. Por ello junto a su amante Tigelino, Getulio Léntulo, su hermana pequeña Livila y el amante de ambas y cuñado viudo Lépido planeaban derrocar a Calígula. Al descubrir el complot, el emperador ordenó la muerte de Lépido y Getulio, y el exilio, previo juicio, de Livia y Tigelino.
Y en cuanto a Agripina, a ésta tampoco le fue bien.
- 3. Mi Ajusticiamiento:
—Agripina.
—Calígula.
—Qué cara tan horrible llevas. ¿Qué te ha sucedido? —no dejó que respondiera. En cambio, se paseó por la mesa de comida— Pareces hambrienta, ¿quieres comer?
Silencio.
—¿No quieres nada? Qué raro. Ayer podrías haber podido devorar el imperio de un solo bocado y seguir teniendo hambre. Tal vez los gustos de mi querida hermana han cambiado. Déjame sugerirte un plato más refinado.
Sin cuidado, le mostró a su hermana la cabeza de su difunto marido. Tampoco le importó que estuviera el pequeño Nerón presenciando el hecho.
—¿Sabías lo que estaba tramando tu marido? Es obvio que no. Me lo habrías advertido. Después de todo lo que hemos pasado juntos. Hermano, hermana. La misma sangre, la misma carne. La misma cama.
Ante la negativa de Agripina a hablar, tomó a Nerón consigo y amenazó con cortarle la garganta. Múltiples suspiros de asombro se escucharon en la estancia.
—Te lo pregunto otra vez: ¿lo sabías? —miró hacia sus otros parientes presentes— ¿Tío Claudio, tu esposa Mesalina?
—¡No! —gritó sin pensarlo Agripina. Pero a los segundos recapacitó en la verdad— Sí. Perdónale la vida, ¡te lo suplico, hermano!
De mala gana arrojó al niño a los pies de su hermana, quien a pesar de su fortaleza no pudo evitar quebrar en llanto apegada a la cabeza de su niño. Calígula continuó.
—Traición. Muchos de ustedes serían culpables de traición si tuvieran su valor. Entonces, ¿cuál será su castigo? ¿La vendemos con su hijo como esclavos y retenemos su patrimonio? Podríamos meterla dentro de un saco con un mono, un gallo, un perro y una víbora, y después lanzarlos al Tíbet. —se detuvo frente a la viuda con aires de superioridad— Levántate, Agripina. Te condeno al exilio por haber conspirado contra mí. Acabarás tus días en una isla perdida, tan sola que ningún ser humano tendrá que soportar el olor de tus huesos putrefactos descarnados por los buitres. Y da gracias porque te perdono la vida.
Estaba dispuesta a aceptar el exilio. Sólo le preocupaba su hijo. Pero no alcanzó a planear qué harían allí los dos solos. Su hermano no se detenía.
—¡Espera! Tu hijo será confiado a su tía Domicia, que lo educará en el respeto a Roma y a sus emperadores.
Separada de su hijo, el cual se quedó en Roma al cuidado de su tía paterna, Agripina inició su exilio con la humillación pública de transportar las cenizas de uno de sus amantes. Fue así como puso rumbo a la isla de Pandataria.
El asesinato de Calígula y el nombramiento como emperador de su tío Claudio, comportó la vuelta a Roma de Agripina y su hermana. Tras reencontrarse con su hijo, Agripina se casó con Cayo Salustio Pasieno Crispo, su antiguo cuñado y cónsul entre 27 y 44 d. C. Cuando este murió, antes de 47 d. C., se rumoreó que había sido envenenado.
Cada vez más, Agripina fue teniendo una relación más íntima con su tío, el emperador. Este, tras descubrir que su esposa Mesalina, madre de su hijo e hija, le era infiel, decidió ejecutarla. Pero su sobrina no se detendría allí.
- 4. Mi tío y esposo Claudio:
Adiviné que deseaba más que nunca regresar a Roma y me prometí que le daría satisfacción tan pronto me casara con Claudio. Ese matrimonio debía ser la siguiente etapa en mi camino hacia el poder. Claudio no podía seguir sin mujer. Él no soportaba la vida solitaria. Claro es que no le faltaban concubinas, pero el placer ocasional que éstas le procuraban no le satisfacía. Le gustaba aparecer en público con una esposa a su lado. Por todas esas razones, hacía falta una esposa al lado de Claudio. Había que reemplazar a Mesalina. Todos los miembros de la casa imperial convenían en esa necesidad. ¿Pero a quién elegir? Debía ser una mujer noble y bella, joven aún y, a ser posible, poco dispuesta a renovar los excesos de la difunta emperatriz.
Claudio, a quien nada complacía tanto como resucitar ritos ya olvidados, ordenó que se celebrasen en el bosque de Diana, en Nemi, el santuario de la diosa casta por excelencia, sacrificios expiatorios para desviar la maldición provocada por el incesto y que amenazaba a todo el pueblo romano. Había hallado la fórmula correspondiente en una vieja colección de fórmulas, un libro con varios siglos de antigüedad y que sólo o casi sólo él era capaz de descifrar. Así, en el momento mismo en que él hacía frente a las consecuencias que podría acarrear nuestro propio matrimonio, no dudaba en castigar de manera ejemplar un crimen muy semejante al que nosotros cometíamos, y mucha gente del pueblo no dejó de burlarse de aquello. Yo, por mi parte, me sentía ahora segura por lo que me parecía ser la aprobación de los dioses, y ni sentía temor ni recelaba el menor castigo. Nuestro matrimonio se celebró cuatro días después de las calendas de enero, con gran solemnidad y, como cabía esperar tratándose de Claudio, de forma absolutamente tradicional. Como si yo fuese una joven desposada, vino personalmente a buscarme a la casa del Palatino para conducirme a su hogar, al palacio. No era largo el trayecto. A ambos lados del camino había un gran número de hombres y mujeres que nos aclamaban al príncipe y a mí. «Io Himeneo, io himeneo», gritaban, y largo tiempo me persiguieron aquellas voces que nos deseaban muchos años de vida y numerosos hijos, pero, en ese punto, yo estaba completamente decidida a que no se cumplieran tales deseos, y sabía que Claudio tenía tan pocas ganas de hijos como yo. Si yo tenía a Nerón, él tenía a Británico y Octavia.
Fue así que Claudio decidió casarse con su sobrina, a pesar de que el matrimonio de tíos y sobrinas era ilegal e incestuoso. El tema se resolvió mediante un acuerdo especial del Senado.
Con 34 años Agripina se casó por tercera y última vez con su tío, el emperador Claudio. Además, aconsejó a su hijo que se casara con su nueva hermanastra, Octavia. Una vez obtenido el título de emperatriz y Augusta, la primera después de Livia, y de haber obtenido honores y privilegios extraordinarios, Agripina convenció a su marido de que adoptara como heredero a Nerón, hijo de ella, en vez de al hijo biológico de él. Y así sucedió. Una vez conseguido su propósito, se dijo que había ordenado que envenenaran a su marido con hongos. Tácito y Suetonio decían que Agripina quería matar a su esposo. Era casi imposible envenenar la comida de un emperador, pero ella lo logró. El emperador Claudio murió en un banquete tras ingerir un plato de hongos envenenados.
A los 16 años, Nerón fue nombrado emperador, para júbilo de su madre. Se cumplía poco a poco la profecía.
- 5. Mi hijo Nerón:
Cuando estuvimos solos, Séneca, el tutor que había elegido para mi hijo, me dijo: —Tú triunfas, Agripina. Has dado el poder a la verdadera sangre del divino Augusto, a la sangre que corre por tus venas. Has devuelto a los tuyos el rango que fue el de tu padre, y más aún. Ahora ya no tienes que luchar para conquistar. Mas quizás tengas que librar otros combates para que tu obra sea durable. ¡Plegue a los dioses que tu hijo se acuerde de que te lo debe todo y que se muestre digno de lo que tú le has dado! Creo conocer ahora mejor a ese hijo. Sé que es frágil aún, dominado por los impulsos de su corazón. Sé que siente por ti un amor profundo. No le escatimes el tuyo. Y date cuenta de que tú, que le has llevado al rango supremo, vas a desempeñar desde ahora otro papel en su vida, un papel distinto pero no menor. Nerón tiene necesidad de tu afecto, de tu comprensión. La suerte de Roma depende de vuestro mutuo entendimiento.
Séneca había llegado a este punto de su alocución cuando llegó un servidor a anunciarnos que había llegado el príncipe y que deseaba verme. Antes de que yo pudiese responder, Nerón estaba delante de mí, vestido no con el manto del imperator, sino con la toga blanca, que estuviera tan orgulloso de recibir. Me parecía que aquella ceremonia, que marcó la ventaja definitiva que él tomaba frente a Británico, había tenido lugar ayer, y he aquí que, ante mí, yo tenía al dueño del mundo. En la mirada que intercambiamos había, de su parte como de la mía, tanta ternura como orgullo. Avancé hacia él. Entonces se lanzó a mis brazos, como el niño que seguía siendo, y me besó.
—Madre —me dijo—, a tus pies quiero poner esta omnipotencia que a ti te debo. Te prometo ser siempre el mejor de los hijos. —Luego, volviéndose hacia Séneca—: Y a ti, Séneca, te prometo ser el mejor de los príncipes. Si llego a conseguirlo, y me empeñaré en ello, el mundo tendrá que atribuir el mérito a ti y a tus enseñanzas, que espero que no me escatimes. Las seguiré necesitando largo tiempo.
¡Mi hijo! ¿Lo era todavía? ¿No se vería pronto arrastrado lejos de mí, en virtud de la lógica irresistible de esa elección de que había sido objeto por parte de los dioses, para que fuese su representante entre los mortales? Las palabras que Séneca acababa de pronunciar, para convencerme de que aceptase un nuevo papel ¿no contenían una amenaza, un presagio? En todo caso, una advertencia, que yo me proponía tener en cuenta... si me era posible.
Sin Claudio, Nerón es coronado emperador, lo que lo convierte en el hombre más poderoso del mundo; sin embargo, Agripina es quien puede manipular el poder. Incluso las monedas del inicio del imperio de Nerón daban cuenta de ellos, porque se veía a madre e hijo juntos impresos, algo muy inusual. Eso implica el poder que tenía sobre Nerón Agripina, además de que manifestaba algo muy especial sobre esta relación madre e hijo. ¿Qué tan especial? En realidad reinaban conjuntamente, pero peleaban por un motivo común y corriente: una mujer.
Era el año 55 DC. Nerón, de 18 años, se enamoró profundamente de una ex esclava, una liberta llamada Actea. Agripina se disgustó profundamente, pues esa situación podía quitarle su poder; intentó separarlos, pero Nerón se aferraba a ella. El control que ejercía su hijo sobre Roma no estaba asegurado, porque Claudio tuvo un hijo natural llamado Británico (hermanastro de Nerón). Agripina utilizó a su hijo, con el que se dice que mantenía relaciones sexuales, para gobernar Roma. Suetonio explica que Nerón soportaba cada vez menos a su madre, amenazándola con abdicar y exiliarse a Rodas. Ella le dio motivos, aproximándose a su hijastro Británico. Tras el asesinato de éste durante un banquete, su influencia disminuyó notablemente y fue invitada a abandonar el palacio imperial. Entonces Agripina amenaza a Nerón para reemplazarlo con Británico. Graves consecuencias tendría aquello.
- 6. La muerte de Británico:
Diario de Agripina: Británico ha muerto. Ha muerto esta misma noche, durante la cena que clausuraba los Juegos. Yo lo vi, estaba sentado con los otros jóvenes y con las mujeres, muy cerca de mí. Pidió de beber. No sé exactamente lo que sucedió. Se llevó una copa a la boca, luego la rechazó. Un servidor, uno nuevo que yo no conocía, acudió presuroso con una aguadera, vertió agua en la copa, y Británico, por fin, bebió. Al punto, su cuerpo se tensó. Yo creí que iba a levantarse, pero no terminó de hacerlo. Volvió a caer, sin fuerzas ya y sin conocimiento. Los que estaban a su alrededor parecían tener mucha prisa. Una mirada de Nerón, más imperiosa que una orden, inmovilizó a todos. Dos de los servidores personales de Británico se adelantaron y, con el consentimiento del príncipe, que se lo dio con un gesto, se llevaron lo que ya no era sino un cadáver. Nerón, al fin, rompió el silencio para recordar que su hermano sufría accesos de epilepsia, que en tales casos perdía el conocimiento, como esta noche, pero que no tardaba en volver en sí. Esa misma enfermedad, añadió, no le había impedido a Claudio, su padre, vivir hasta una edad bien avanzada. Vi entonces que su mirada me rozaba un breve instante, y comprendí. Sabía que Británico había muerto. Nerón nunca pensó que yo me dejaría engañar. Y me hacía una advertencia. La alusión a la muerte de Claudio era clara. Británico también había sido envenenado. Si yo había matado al padre, ¿no tenía derecho Nerón a eliminar al hijo? Lo que estaba en juego era lo mismo. Tomar o conservar el poder, ese poder omnímodo que había pertenecido a Claudio, que pertenecía ahora a Nerón y que yo, su madre, a quien él se lo debía, podía disputarle.
Pero antes de darle su apoyo, Británico bebió un poco de vino, tuvo unas cuantas convulsiones, echó espuma por la boca y murió. De este modo Nerón supera a su madre Agripina, quien le enseñó bien la lección. Ahora nada podía detenerlo.
La llegada de Popea Sabina a la corte imperial como pareja de su hijo fue el final de Agripina. Popea no tardó en darse cuenta de que su futura suegra influía sobre su hijo para satisfacer sus necesidades. Sabiendo que no era bien recibida por ella, Popea convenció a Nerón para que matara a su madre. Año 59 DC. Con 5 años en el poder, el emperador Nerón de 25 años toma una decisión trascendental: asesinar a su madre. Agripina es el único obstáculo entre él y el poder absoluto.
En primer lugar intentó envenenarla varias veces. Después ideó derribar su habitación mientras ella estuviera durmiendo dentro, pero descubrió el plan y se enfureció con su hijo. Aprovechando la mala relación existente entre él y su madre, Nerón la invitó a un barco para reconciliarse. Ella, que aceptó, no imaginaba que la intención de su hijo era hundirlo con ella dentro. Él no podía ser sospechoso, así que hizo que todo pareciera un accidente. Una trampa. En la bahía de Nápoles Nerón invitó a su madre a las fiestas de Minerva. La recibió con mucha pompa en la ciudad de Bayas. La subió a un barco supuestamente para que pudiera ver las fiestas desde allí. De nuevo, Agripina descubrió los planes y huyó a nado. Desesperado, el emperador acusó a su madre de ser miembro de una conjuración ficticia y fue ejecutada. Lo último que dijo antes de ser apuñalada fue: «Atraviesa el vientre que lo engendró.»
El asesinato de Agripina estuvo siempre presente en la mente de su hijo, el cual dijo ver su espíritu y también a las furias agitando látigos vengadores y antorchas encendidas. Nerón tuvo razón en que asesinaron a su madre, pero erró en una cosa: no murió.
- 7. La Conversión:
Después de tantos forcejeos y ruido de pasos entrando estrepitosamente a mi morada, sólo pude seguir oyendo un sonido: el de mi sangre corriendo por el piso. Mi vientre vaciándose, la vida esfumándose. Moriría lentamente, como castigo de los dioses, para que supiera antes de perder la conciencia que ellos habían cumplido con su voluntad. Pero no me iría. No se me concedería ese deseo. De pronto ya no fueron solamente mis latidos extinguiéndose lo que oí, sino otros mortales pasos que jamás olvidaría. Enfoqué la vista y me di cuenta con terror de quien me observaba:
—C-Calígula…
No lo creí. Él debía estar muerto. Pero entonces, cuando vi su retorcida sonrisa viéndome burlona recordé que él nunca fue de los que cumplían con el deber.
—¿Sorprendida, hermana? Yo no. Muchos me querían muerto, incluyéndote, ¿no es así? Pero debo decírtelo, otros me querían vivo. ¿Quién diría que tendría entre mis súbditos un siervo tan fiel que me entregaría este don?
Él abrió la boca y vi brillar en sus dientes unos filos que juraba, no eran los de mi hermano. Se veía cadavérico, mortal. Un demonio.
—N-No. Estoy alucinando. Tú estás muerto y yo lo estaré también. Por eso es que te veo.
Escuché su risa atronadora apagar el aceite que encendía el fuego de mi vivienda. No sé por qué no me desmayé ahí mismo.
—¿Cuándo lo entenderás, Agripina? ¡Yo pertenezco a los dioses! —mi terror se volvió pavor cuando se inclinó junto a mí. Yo ya estaba tosiendo, rogando que la muerte acabara con mi existencia, pero Calígula se adelantó— Como un dios, haré mi voluntad. Tú… saliste del exilio al cual te mandé. ¿Pero sabes una cosa? Todavía puedo regresarte. Te enviaré eternamente a un vacío en caída libre a través de los años. Vivirás como un parásito, aunque siempre lo fuiste, pero nunca será más humillante. Tomaré lo que queda de tu alma y en cambio te dejaré una bolsa de aire adentro que nunca saciarás. Esa es mi condena. Eso y que te juro que aunque me busques por los siglos, jamás volverás a saber de mí.
Y entonces sus colmillos se clavaron en mí. Me quedé en una especie de transe cuyo dolor era tan grande que no daba lugar a los llantos, sino a unos ojos inyectados. Recuerdo luego haber sentido un metálico sabor en mis labios, nada parecido a cualquier cosa que hubiera probado antes. Era el sabor de engañar al orden natural. Adiós a la vida. Hola a la no-muerte.
Dormí. No sé por cuánto, pero lo hice. Para cuando desperté, Calígula ya no estaba. Mi travesía empezaba. Huí de Roma, entre llamas.
- 8. Edad Media:
Sobreviví al catolicismo de esa época, trasladándome a Francia. Me refugiaba en monasterios y en conventos. Eran los que caían más fácilmente, confundidos por mi voz. Aseguraban que se trataba de la virgen, ¡oh, esos eran los más inocentes y de venas más tiernas! Repetí una y otra vez el mismo ritual que hizo mi hermano conmigo, sólo que no convertí a nadie. No, a nadie. No quería compartir el poder. Gasté toda mi capacidad de empatía y amor con mi hijo Nerón y no me quedaba más para compartir.
Fue mi época más oscura, una bestia de sangre. Bebía y asesinaba porque podía hacerlo, sin motivo aparente. Quería descubrir cada uno de los rincones secretos de pertenecer a esta especie. Me miraba al espejo cuando me alimentaba, sonriéndome de que siempre me vería así de poderosa, así de joven. Desafiaba a otros vampiros por deporte, a los más jóvenes. De alguna manera tenía dentro de mí una especie de intuición que me indicaba cuándo un vampiro era más fuerte que yo. Al que era más débil lo eliminaba porque no quería compartir. ¿Y al que más potencia guardaba dentro de sí? Lo manipulaba, le ofrecía mi piel. Oh, sí, mi lujuria creció enormemente entre las hipócritas mentes en todos los sentidos, no sólo de sangre.
Más civilización había en una hiena.
- 9. Edad Moderna:
Aquí aprendí mi lección. Mi dosis letal de realidad. Una noche entré a un orfanato, sólo porque podía hacerlo, y me quedé viendo a los niños. Ninguno se veía tan adorable como mi Nerón cuando era bebé. Me produjeron rabia y celos. Rabia porque se creían indefensos y hermosos en esas pieles de retoños cuando ninguno superaba a mi hijo. ¡Nunca serían como él, ilusos! Y celos porque ellos sí estaban ahí, soñando con tener una madre, cuando mi propia sangre fue la que me mandó a matar. Los dejé, pero sólo para volver a la noche siguiente.
Había decidido asesinarlos a todos, que fuera un gran charco de sangre para que los bastardos vinieran a adoptarlos con sus pelucas empolvadas. Pero era una trampa: la inquisición en las sombras aguardaba. Días y noches me torturaron con sus métodos. Ninguno mataba, pero sí que humillaba. Pero ellos no entendían que yo ya lo había perdido todo. Jamás sabrían de mi dolor de ser traicionada por mi hijo. Tontos.
Estuvieron apunto de asesinarme y debieron haberlo hecho; habrían salvado miles de vidas con sólo tener mi cabeza, pero uno de ellos cometió un error al acercarse demasiado. Bebí de él, o de eso, más bien. Me dio las fuerzas que necesitaba para librarme y recuperarme. El escape fue glorioso. Recuerdo que hasta hice sonar las campanas de Notre Dame para celebrarlo.
Pero no salí completamente ilesa. Aprendí la lección del sigilo si quería continuar «viviendo» como vampiresa.
- 10. Actualidad:
Los hogares no me gustan. ¿Para qué habitar una casa, si perece? Yo no lo hago; no me sirve. Si quiero ir a algún lado, lo hago. Y no hay raíces que me detengan. Si quiero entrar a un palacio, tomo la vida de alguien y ocupo sus trastos. No hay modales que no haya aprendido, ni nuevos ni antiguos. La sabiduría es infinita, aunque admito que no la necesito tanto. Después de todo, el ser humano es finito, pero curiosamente repite algo a través de los siglos: lo predecible que es el tontito. Cómo los compadezco; yo también fui como ellos. Pero me libré de esa maldición.
¿Sobre Calígula? No lo he vuelto a ver jamás. Imagino que estará por ahí, buscando a mi hermana Drusila, aun estando ella muerta. O quizás me ve desde afuera y se burla de mí. No importa. Le agradezco, en parte, este don con aroma a maldición.
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