AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Entre líneas y cipreses | Christopher Marlowe
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Entre líneas y cipreses | Christopher Marlowe
París oscurecía de extraño luto. En el cielo no titilaban las estrellas, sino que cubría aquel negro vacío un manto gris como el humo. A los pies de los franceses se extendía también una extraña bruma neblinosa, que se colaba entre los callejones oscuros del centro de la ciudad, y hasta en los palacios de grandes jardines, como el de Luxemburgo, donde aquella noche se celebraba el sesenta cumpleaños del Mariscal de Francia, Michel Ney. Los más importantes de la sociedad, realeza y aristocracia se reunían en aquella gran construcción, con una historia de tantos siglos como intrigas.
Élodie había sido invitada personalmente por Michel, como el resto de sus congéneres de alta cuna. Su propio protocolo le impedía asistir a una celebración como aquella si la invitación se realizaba mediante correo convencional. Nuestra baronesa era orgullosa, como todos los Fouché, y se consideraba importante no por su estatus social, sino porque inevitablemente había algo que la diferenciaba de aquella jauría de hienas hambrientas de cotilleos: ella se preocupaba verdaderamente por los asuntos que concernían a su país, que poco a poco veía más hundido en la miseria, fruto del afán del movimiento industrial. Si la Revolución Francesa había luchado por la libertad, esta le había sido ahora arrebatada al populacho por un par de señores, que parecían —junto a la nobleza— mover los hilos de la ciudad en lo alto de sus fábricas de algodón o lino.
— Aseguraros de volver antes de las doce. Dudo que esta farsa se alargue hasta el amanecer— le dijo al cochero, que estiró el brazo para ayudar a la joven Élodie a bajar del carruaje. La muchacha miró a su alrededor y sintió cierta pesadumbre en el cuerpo. Detestaba aquellas reuniones sociales tanto como había detestado a Ricardo, asiduo a ellas.
— ¿Algo más que necesite la señora?— preguntó Arnold, el viejo de barba gris, que antaño había servido a los Fouché como mayordomo, y que ahora se encargaba de tareas más ligeras, a voluntad de la noble baronesa.
— Rezad por mi pobre alma, que está por descender a los infiernos y codearse con estos demonios de dos caras.
— No se preocupe, mi señora. La he visto engatusar al diablo antes, estos hombres son tan inofensivos como lo parecen.
— ¡Si tan solo sus bocas no pronunciasen las necedades que a veces pronuncian! — Se quejó la muchacha, estirando con sus finos dedos el vestido granate con el que había decidido ataviarse aquella noche. Apenas contaba este con volantes, y ni joyas o demás frivolidades adornaban su cuello o busto. Su cabello, del color del fuego, caía como una cascada sobre sus hombros. Y si su querido tío, Rousseau, la hubiese visto en aquel instante, habría dicho: “Qué belleza la vuestra, mi querida niña. Que en vuestro poder tendréis siempre riquezas, porque esos dos ojos brillan más que muchas de las joyas de la colección de la Reina”. Élodie sonrió. El recuerdo de su tío la acompañaba siempre.
Tras la recepción, un sinfín de saludos, falsedades y miradas clandestinas, Élodie tomó una copa de champagne y recorrió el palacete hasta la entrada a los jardines, buscando algo de aire fresco. La música, los violines y el piano entonaban una bella y frívola canción de fondo, y al son de aquella melodía, algunas mujeres danzaban en la pista de baile, de un lado para otro. A Élodie se le antojaron como cisnes cojos, con dos o tres plumas y más de una cabeza.
Le dio un sorbo a su copa y se apoyó contra el muro de piedra, con los ojos clavados en el laberinto de cipreses frente a ella. Entre ellos danzaba una neblina misteriosa y solitaria, que parecía disgustada ante el ritmo frenético de la música. La Fouché sonrió y entrecerró los ojos, saboreando el alcohol en el paladar, que parecía deshacer poco a poco su antipatía.
Élodie había sido invitada personalmente por Michel, como el resto de sus congéneres de alta cuna. Su propio protocolo le impedía asistir a una celebración como aquella si la invitación se realizaba mediante correo convencional. Nuestra baronesa era orgullosa, como todos los Fouché, y se consideraba importante no por su estatus social, sino porque inevitablemente había algo que la diferenciaba de aquella jauría de hienas hambrientas de cotilleos: ella se preocupaba verdaderamente por los asuntos que concernían a su país, que poco a poco veía más hundido en la miseria, fruto del afán del movimiento industrial. Si la Revolución Francesa había luchado por la libertad, esta le había sido ahora arrebatada al populacho por un par de señores, que parecían —junto a la nobleza— mover los hilos de la ciudad en lo alto de sus fábricas de algodón o lino.
— Aseguraros de volver antes de las doce. Dudo que esta farsa se alargue hasta el amanecer— le dijo al cochero, que estiró el brazo para ayudar a la joven Élodie a bajar del carruaje. La muchacha miró a su alrededor y sintió cierta pesadumbre en el cuerpo. Detestaba aquellas reuniones sociales tanto como había detestado a Ricardo, asiduo a ellas.
— ¿Algo más que necesite la señora?— preguntó Arnold, el viejo de barba gris, que antaño había servido a los Fouché como mayordomo, y que ahora se encargaba de tareas más ligeras, a voluntad de la noble baronesa.
— Rezad por mi pobre alma, que está por descender a los infiernos y codearse con estos demonios de dos caras.
— No se preocupe, mi señora. La he visto engatusar al diablo antes, estos hombres son tan inofensivos como lo parecen.
— ¡Si tan solo sus bocas no pronunciasen las necedades que a veces pronuncian! — Se quejó la muchacha, estirando con sus finos dedos el vestido granate con el que había decidido ataviarse aquella noche. Apenas contaba este con volantes, y ni joyas o demás frivolidades adornaban su cuello o busto. Su cabello, del color del fuego, caía como una cascada sobre sus hombros. Y si su querido tío, Rousseau, la hubiese visto en aquel instante, habría dicho: “Qué belleza la vuestra, mi querida niña. Que en vuestro poder tendréis siempre riquezas, porque esos dos ojos brillan más que muchas de las joyas de la colección de la Reina”. Élodie sonrió. El recuerdo de su tío la acompañaba siempre.
Tras la recepción, un sinfín de saludos, falsedades y miradas clandestinas, Élodie tomó una copa de champagne y recorrió el palacete hasta la entrada a los jardines, buscando algo de aire fresco. La música, los violines y el piano entonaban una bella y frívola canción de fondo, y al son de aquella melodía, algunas mujeres danzaban en la pista de baile, de un lado para otro. A Élodie se le antojaron como cisnes cojos, con dos o tres plumas y más de una cabeza.
Le dio un sorbo a su copa y se apoyó contra el muro de piedra, con los ojos clavados en el laberinto de cipreses frente a ella. Entre ellos danzaba una neblina misteriosa y solitaria, que parecía disgustada ante el ritmo frenético de la música. La Fouché sonrió y entrecerró los ojos, saboreando el alcohol en el paladar, que parecía deshacer poco a poco su antipatía.
Última edición por Élodie Poingdestre el Vie Feb 20, 2015 10:35 am, editado 1 vez
Élodie Poingdestre- Realeza Francesa
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Re: Entre líneas y cipreses | Christopher Marlowe
Una vez al mes, el escritor Christopher Marlowe hacía una pequeña visita a su casa. La gente normal suele vivir en ellas y visitar otros sitios, pero el hombre no. Prefería vivir suspendido en una habitación de una pensión de mala muerte en el centro de París. Su inspiración a la hora de escribir se negaba a aparecer cuando estaba rodeado de lujos y si el dramaturgo pretendía tener a ésta como amante, más le valía deshacerse de todas aquellas comodidades. Sin embargo, desde luego que no pensaba vender su hacienda. Lamentaba que hubiera pobreza en el mundo, que un sinfín de vagabundos no pudieran contar con un techo ni comida, pero el vampiro no pensaba ceder su casa a nadie en absoluto. ¡Que trabajen! pensaba Eh aquí yo, haciendo todo lo que está en mi mano para no desfallecer. Mordido años ha por un siervo del demonio con el único propósito de poder seguir adelante con mi trabajo –oficio y amor-. Que tomen mi ejemplo, pero que no empañen mi nombre y menos ninguna de mis viviendas.
El motivo por el cual éste arribaba en su hacienda de vez en cuando radicaba en el correo que sus sirvientes amontonaban en una de las mesitas del despacho perteneciente al vampiro. Sí, también seguía derrochando dinero en pagar a unos sirvientes que no servían a nadie.
Cartas de admiradores, cartas de personas que le detestaban –las mejores, sin duda-, y entre tanto odio y besos lanzados al aire, la invitación a un curioso evento. El cumpleaños del viejo Mariscal de Francia estaba por celebrarse. Interesante... pensó el vampiro con sarcasmo antes de tirar al suelo la invitación.
Tonto de él, una vez de nuevo en el cuchitril que llamaba hogar, se percató de lo que significaba aquella invitación. No estaba asistiendo a un cumpleaños, sino a un encuentro. Un encuentro entre la nobleza. Nobleza que incluía a la Baronesa Poingdestre y todo lo que ésta implicaba: una noche para el recuerdo.
Suspiró apesadumbrado, puso los ojos en blanco y regresó a su casa. La más acomodada de las dos. Media hora de viaje, arriba y abajo. Esperaba que aquel encuentro mereciera la pena.
Una vez enviada la susodicha respuesta con un rotundo sí en alguna parte de la misiva y sucedidos los días correspondientes, Christopher Marlowe ya estaba listo para hacer acto de presencia en aquel lugar. Como siempre, su armario se decantaba por los colores oscuros y aun así un granate chaleco bordado con flores asomaba de vez en cuando. Una prenda de ropa tan desenfadada como él, entre unos ropajes tan oscuros como lo era la vida de éste.
Miraba su reloj de bolsillo constantemente y batía sus dedos a compás sobre el reposabrazos del sofá en el que se encontraba sentado. A punto ya de desesperar, observó a alguien que le resultó más o menos familiar. En su rostro se aposentó una sonrisa que le seguiría hasta los jardines hacia los que se dirigían tanto él como la mujer.
Una vez ésta hubo detenido su paseo, apoyado contra la pared y sus ojos se debatían entre estar abiertos o cerrados mientras saboreaban el vino, el vampiro intervino:
- Mi querida señora Desdén, ¿vivís aún? – Mucho ruido y pocas nueces, acto I, escena I. Diálogo entre el galante Benedicto y la deslenguada Beatriz. Palabras que William Shakespeare pusiera en boca de sus personajes hacía años ya y que Marlowe, como buen admirador y amante –no sólo de sus escritos, sino del dramaturgo mismo-, sabía de memoria. ¿Para qué pensar, cuando todo en la literatura estaba ya dicho?
Christopher Marlowe- Vampiro Clase Alta
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Re: Entre líneas y cipreses | Christopher Marlowe
Élodie cerró los ojos. Allí estaba a salvo de la conversación insustancial, pues la brisa helaba los huesos y erizaba los sentidos. La muchacha se lamía los labios, humedecidos en champagne cuando una sombra osó perturbar su soledad. Y antes siquiera de que la baronesa pudiese despertar de sus ensoñaciones, el extrañó habló, imitando a Benedicto, con el mismo tono que muchos actores le habrían dado a aquellas líneas. Sorprendida, Élodie prefirió alargar su ceguera.
— ¿Es posible que muera el Desdén, cuando puede cebarse en tan buen pasto como el signior Benedicto? La propia galantería se trocara en desdén si estuvierais vos en su presencia—pronunció, con el orgullo que Beatriz siempre demostraba, y que sin duda se asemejaba al de nuestra baronesa.
Lo que hacía Benedicto allí era toda una incógnita. ¿Acaso la neblina entre los cipreses lo había arrastrado desde Mesina hasta París? Si así era, de qué forma más caprichosa actuaba el destino, al encontrarse aquel extraño con una mujer que como Beatriz lo rechazaría, hiriendo su carismática galantería. Al pensar semejantes pensamientos, una sonrisa escapó de los labios de la baronesa, que parecía divertida con aquella escenificación.
— Decidme, Benedicto, ¿quién sois?—preguntó, presa de la curiosidad— Si abriera los ojos, ¿me encontraría con un mancebo, o con un hombre?
Cuán cómica era aquella escena, pues frente a ella, no se hallaba otro que Charles Murdock, a quién Élodie le había dedicado la siguiente carta semanas antes:
Élodie publicaba para el periódico local, en su mayoría críticas sobre la sociedad parisina y el nuevo orden industrial. De alguna forma, Murdock conseguía siempre refutar todas sus teorías y criticar cada uno de sus ideales. Así había aprendido a detestarlo, entre líneas. Y una noche, cansada de aquel ególatra, había enviado a uno de sus sirvientes a la residencia del escritor, para entregarle aquella singular declaración de guerra. Pero desde entonces, no había recibido respuesta alguna de aquel necio. Quizás porque Charles se preparaba para una ofensiva digna de comedia.
— ¿Es posible que muera el Desdén, cuando puede cebarse en tan buen pasto como el signior Benedicto? La propia galantería se trocara en desdén si estuvierais vos en su presencia—pronunció, con el orgullo que Beatriz siempre demostraba, y que sin duda se asemejaba al de nuestra baronesa.
Lo que hacía Benedicto allí era toda una incógnita. ¿Acaso la neblina entre los cipreses lo había arrastrado desde Mesina hasta París? Si así era, de qué forma más caprichosa actuaba el destino, al encontrarse aquel extraño con una mujer que como Beatriz lo rechazaría, hiriendo su carismática galantería. Al pensar semejantes pensamientos, una sonrisa escapó de los labios de la baronesa, que parecía divertida con aquella escenificación.
— Decidme, Benedicto, ¿quién sois?—preguntó, presa de la curiosidad— Si abriera los ojos, ¿me encontraría con un mancebo, o con un hombre?
Cuán cómica era aquella escena, pues frente a ella, no se hallaba otro que Charles Murdock, a quién Élodie le había dedicado la siguiente carta semanas antes:
“Mi no tan estimado señor Murdock:
He de decir que sus palabras solo denotan una gran ignorancia. ¿Es capaz usted de caber en sí mismo con ese ego suyo? Dudo mucho que estas gentes de París — de baja o alta cuna— sean capaces de mantener una conversación civilizada con usted. ¿Por eso escribe, cierto? Cuando lo leo, tengo la sensación de estar leyendo a una bestia, y me siento disgustadamente extrañado, porque hasta dónde yo sé, las bestias no conocen el lenguaje, ni son capaces de sostener una pluma. Es usted ordinario en la cortesía, pero tiene gran mérito, porque ningún escritor que haya leído antes me ha causado tales agruras en el estómago. Me pregunto si todo esto ha sido a propósito, o fruto de su necedad.
Ahora debo dejarlo, en mi poder no está sacarlo a usted de su ignorancia. Quizás sea esto trabajo de la ciencia.
Atentamente,
Alain de la Rue.”
He de decir que sus palabras solo denotan una gran ignorancia. ¿Es capaz usted de caber en sí mismo con ese ego suyo? Dudo mucho que estas gentes de París — de baja o alta cuna— sean capaces de mantener una conversación civilizada con usted. ¿Por eso escribe, cierto? Cuando lo leo, tengo la sensación de estar leyendo a una bestia, y me siento disgustadamente extrañado, porque hasta dónde yo sé, las bestias no conocen el lenguaje, ni son capaces de sostener una pluma. Es usted ordinario en la cortesía, pero tiene gran mérito, porque ningún escritor que haya leído antes me ha causado tales agruras en el estómago. Me pregunto si todo esto ha sido a propósito, o fruto de su necedad.
Ahora debo dejarlo, en mi poder no está sacarlo a usted de su ignorancia. Quizás sea esto trabajo de la ciencia.
Atentamente,
Alain de la Rue.”
Élodie publicaba para el periódico local, en su mayoría críticas sobre la sociedad parisina y el nuevo orden industrial. De alguna forma, Murdock conseguía siempre refutar todas sus teorías y criticar cada uno de sus ideales. Así había aprendido a detestarlo, entre líneas. Y una noche, cansada de aquel ególatra, había enviado a uno de sus sirvientes a la residencia del escritor, para entregarle aquella singular declaración de guerra. Pero desde entonces, no había recibido respuesta alguna de aquel necio. Quizás porque Charles se preparaba para una ofensiva digna de comedia.
Élodie Poingdestre- Realeza Francesa
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Fecha de inscripción : 17/02/2015
Re: Entre líneas y cipreses | Christopher Marlowe
Sonrió al escuchar la respuesta de aquella mujer que en lugar de preguntarse quién era el hombre que se atrevía a molestarla con tonterías –pues la mayoría solía desconocer las palabras que el escritor recitaba, ya fueran de sus propios escritos o de los de sus congéneres, y para éstos no eran más que tonterías de un loco-, contestó como todos los espectadores de la obra que acontecía esa noche hubieran esperado, con las palabras de la avispada Beatriz. ¿Aquello pues le convertía a él en su rival y más tarde en su amante como lo hubo sido el caballero Benedicto? Aunque Marlowe estaba seguro de que tanto odio exacerbado venía ya de mucho antes y que ambos habían compartido la peor de las relaciones, la que deja un terrible regusto en uno de los dos a causa de los actos del otro. En el caso específico de la pareja y teniendo en cuenta las características del venido de Mesina, probablemente hubiera sido la mujer la que hubo de cargar con el título de víctima de traición mientras éste, como hombre inmaduro que era todavía, en absoluto se hacía cargo de sus actos. El dramaturgo y creador de ambos y de la obra en si, le decía a Marlowe constantemente que se equivocaba, que entre Beatriz y Benedicto nunca sucedió nada positivo que los vinculara en el pasado. Sin embargo… ¿cómo iba el vampiro a creer a alguien que le había asegurado por activa y pasiva que entre ellos dos nunca volvería a haber nada y que al final ambos siempre acababan buscando los brazos del otro? Alguien así pierde toda credibilidad al instante.
- Fuera entonces la galantería una renegada. Pero lo cierto es que… no conozco el continuar de la obra –mentía descaradamente. Cada palabra, cada coma, grabadas a fuego-, así que espero me disculpe por no ser el Benedicto que busca, sino parecerme más al hermano bastardo del Príncipe.
Éste volvió a sonreír, pues la pregunta de la mujer incitaba al hombre a continuar recitando la obra: “Quien tiene barba es más que un mancebo, y el que carece de ella menos que un hombre. Si es más que mancebo es mucho hombre para mí, y si es menos que hombre, soy yo mucha mujer para él.” eran las palabras de Beatriz a las que la baronesa ahora estaba haciendo referencia en busca de la contestación del vampiro.
- ¿Me valoraríais como mancebo u hombre por el simple hecho de carecer o no de barba como lo hacía nuestra amiga Beatriz, o haríais gala de la evolución sufrida por el hombre a lo largo de estos 200, 300 años, y veríais con mayor simpatía mis conocimientos y aptitudes antes que mi físico para pensar siquiera la idea de aceptar mantener una conversación conmigo? Si la respuesta es no, deciros que soy el hombre más atractivo de cuantos conoceréis, pero que no abráis los ojos por si acaso.
Era una lástima que la historia se repitiera, pero que en el caso de ambos estuviera ya predestinada al fracaso más como unos Romeo y Julieta modernos que como los Beatriz y Benedicto de final feliz –duro y complicado final feliz que nada tuvo que ver con el de la dulce Hero y el Conde Claudio, pero ese es otro tema-.
La misiva recibida días antes por el vampiro había suscitado en él tanta intriga que no dudó un segundo en seguir al encargado de entregar ésta hasta el domicilio al que pertenecía y así, poder vislumbrar realmente quien era el autor de ésta –y autor también de los escritos en el periódico que competían con los de Marlowe-. Para sorpresa de éste, el lugar al que regresó el sirviente en cuestión poseía unos cuantos metros más de los que el escritor pensaba tendría. En resumidas cuentas, se trataba de alguien perteneciente a la realeza. Aunque Marlowe deshechó esta opción primeramente y llegó a pensar que era alguien del mismo servicio que había leído más de un libro de su dueño a escondidas, pero pronto observó tras los cristales de aquella casa, aquella mansión, palacio –no sabía como describirlo-, que se trataba de una mujer y que sus ropajes aseguraban que no pertenecía al servicio. ¿¡Cómo no!? pensó. Sólo una mujer podía enviarle una carta impregnada de tanta fiereza. ¿Qué era sino la rabia y pasión femeninas propias de una mujer harta de amoldarse y aceptar su estado de sumisión propio del género? Estaba bien. Era divertido. Una mujer luchando por ser más que un hombre cuando ni muchos hombres sabían realmente representar su propio género. Curioso.
Christopher Marlowe estaba convencido de que las mujeres y los hombres eran como los perros y los gatos. Un perro no era mejor que un gato ni viceversa. Sin embargo, eran dos tipos de animales completamente diferentes. Lo gracioso era como se las habían apañado a lo largo de los años para repetir la misma historia de siempre. Ya sabéis, el chico conoce a chica, repoblar el mundo y esas cosas. A Marlowe le gustaban los dos, desde luego. Ya no hablando de perros y gatos, sino de géneros. Veía al masculino más cercano, con pensamientos y comportamientos más similares –aquellos que merecían la pena, desde luego. No la podredumbre de la sociedad en cuanto a posesiones o pensamiento-, y sin embargo al femenino tan misterioso… que mientras uno se le hacía sencillo, el otro terriblemente complicado e interesante. De esa manera, los dos llamaban su interés ya fuera por unos motivos u otros, y en ningún momento consideraba a ninguno por debajo o por encima. Todo dependía de la capacidad de una persona para sobreponerse.
En fin, toda una curiosidad aquella mujer, de los pies a la cabeza.
Christopher Marlowe- Vampiro Clase Alta
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