AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Llamarada /privado
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Llamarada /privado
Oh Dios, que por la gracia de la adopción,
quisiste que yo fuera hijo de la luz,
te pido que me concedas
no verme envuelto en las tinieblas de los demonios
sino que pueda por siempre permanecer plenamente
en el esplendor de la libertad recibida de ti.
quisiste que yo fuera hijo de la luz,
te pido que me concedas
no verme envuelto en las tinieblas de los demonios
sino que pueda por siempre permanecer plenamente
en el esplendor de la libertad recibida de ti.
Mi fiel criado me recibió en la puerta de entrada como tantas otras veces, ya de madrugada. Bajé de mi montura, le entregué las riendas de mi caballo, y sin decir una sola palabra, penetré a mi hogar. Tomé un candelabro apostado encima de una mesita en el recibidor principal para obtener luz de él, y guiarme por las angostas y oscuras escaleras que bajaban hacia el sótano. Necesitaba con urgencia proveerme de mis tan preciadas pócimas y ungüentos regenerativos. La redada de ésta noche había sido una de las más escalofriantes y sangrientas en la cual había participado. Enfrentarme con una vampiresa y un brujo mermó mis fuerzas a tal grado, que pensé moriría. Afortunadamente Dios se apiadó de mi alma y logré salir avante de la misión. Sin embargo, había daño. Daño en mi mente, y en mi cuerpo. La lucha fue de poder a poder, codo a codo y de no haber sido por otro compañero inquisidor, muy probablemente estaría rindiendo cuentas al creador. Fue una estupidez haberme fiado de aquella manera, fue un error tremendamente estúpido. Un descuido que casi me cuesta la vida. ¿Cómo pude ser tan necio y fiarme únicamente de mis habilidades como hechicero?
Mi mano tambaleante alcanzó un pequeño estante apostado en una de las paredes de mi pequeño laboratorio de experimentos. De ahí saqué dos pequeños frascos: Un brebaje y una pomada. La pomada serviría para mitigar el dolor y escozor que me producía un par de rasguños en la espalda y en el abdomen, que de no ser atendidos con prontitud, indudablemente terminarían por infectarme, ocasionándome fiebres muy altas. La bebida era un poderoso neutralizador del dolor que a su vez haría el efecto de somnífero, sin tumbarme directo a mi tan ansiada cama; simplemente me dejaría adormilado y lo suficientemente tranquilo para hacer más llevaderas mis heridas. Entre las dos me ayudarían a tranquilizarme, porque me esperaba una noche de muchos sin sabores por delante. Así es la vida de un Inquisidor que trabaja en cubierto. Puedes sentir morir por dentro, pero por fuera debes lucir radiante, fingir que nada pasa y regalar la mejor de tus sonrisas sarcásticas a todo aquel que diga o piense lo contrario.
Me quité mi camisa ensangrentada y la arrojé directamente a la chimenea. Una evidencia más de la cual deshacerse. Lavé mis heridas con agua limpia, esparcí el viscoso ungüento por las heridas y luego apliqué un par de vendoletes que servirían para ayudar a una mejor cicatrización. Lo hice con mucho cuidado porque las heridas eran profundas y me dolían demasiado. Un simple roce era suficiente para hacerme aullar de dolor. Tomé una de las batas limpias que siempre tengo preparadas para tales menesteres, en otro armario más empotrado en la pared y me abrigué. El frío en el sótano era mucho mayor a la parte de arriba de la casa. Había humedad y agua colándose por algún resquicio, pero no había mejor lugar que aquel para tales fines. Observé mi rostro sudoroso cubierto por tierra en el espejo del pequeño baño. Lucía demacrado, cansado; toda una visión. Lo lavé, lo sequé y de inmediato, las ganas de tomarme una copa de ron no se hicieron esperar y salí de ahí con el candelabro en mano.
Pasando cerca de la capilla me santigüé. No quise entrar para hacer una pequeña oración, porque me sentía sucio por dentro incapaz de mirar a los ojos a aquel cristo redentor. Lo que había hecho aquella noche me hacía sentir más vil, más pecador que otras veces. Encontraría la paz en un confesionario, y que el padre me otorgara el perdón de viva voz, pero era demasiado tarde para ir a buscarle y levantarlo, sólo porque me sentía el ser más miserable y vil sobre la faz de la tierra. Pero todo era en favor del señor y sus designios. ¡Todo debía serme perdonado con justa razón y medida! Únicamente actuaba como espada y llama purificadora en su nombre para eliminar a todas aquellas aberraciones demoníacas que atentaban con envenenar la tierra.
En pocas horas el alba despuntaría y con ello un nuevo día para comenzar desde cero. Un nuevo día para reivindicarse, pero mientras eso sucedía necesitaba el trago con urgencia. Me dirigí hacia mi despacho que a su vez como una pequeña sala que anteriormente había fungido como una pequeña biblioteca, en la cual todavía conservaba algunos libros para goce y disfrute particular. Mi rincón literario, el que me arrancaba la fatiga y la falta de sueño, donde me sentía yo mismo, sin nada ni nadie que me molestase. Giré la manilla del a puerta, entré y cerré detrás de mí. Dejé con sumo cuidado el candelabro sobre la cubierta de madera de mi fino escritorio y me di la vuelta para servirme el tan ansiado y esperado trago.
Fue en ese preciso momento en el que una visión inundó mis ojos. Sentado en mi sillón predilecto, abrazado a un libro que, seguramente, Morfeo impidió que terminara de leer se encontraba una criatura cuyo rostro y aura yo conocía. –No puede ser.- dije apenas en un susurro y, creyendo que aquello no era más que una tentación del maligno, salí del estudio rápidamente. Cerré la pesada puerta tras de mí con un poco de esfuerzo que me provocó una mueca de dolor y me santigüé tres veces. El maligno siempre atacaba a las mentes débiles y, aunque me costara aceptarlo, en estos momentos yo era una de esas. ––Mi señor, líbrame del influjo del maligno.- Pronuncié mirando hacia arriba en tono de súplica. Lucifer quería tentarme, había invadido mi mente y había recreado ante mis ojos a aquel hombre que hacía tiempo no veía. No estaba allí, no era real, era obra del maléfico.
Lleno de fuerza y repitiendo en mi cabeza que mi mansión era morada del señor y ningún demonio entraría en ella, abrí nuevamente la puerta e ingresé al estudio dando cortos pasos. Esta vez me quedé completamente mudo porque aquel hombre de cabellera larga no había desaparecido a pesar de mis oraciones: Él era real. –Yranné.- Pronuncié con prolongadas sílabas, como si hubiese esperado demasiado para decir nuevamente su nombre y no quería que el momento terminase. Proseguí con aquel lento y pesado caminar hasta ubicarme frente al gato que dormía apaciblemente y con el rostro tan sereno, que me hacía preguntar cómo lo conseguía en tiempos tan difíciles como los que estábamos viviendo. Ahora que le veía de cerca e iluminado escuetamente por las velas del candelabro, mi mente recordó aquel momento en el que cruzamos miradas por vez primera en una acolarada persecución de la cual también salí por puro milagro. Si ése felino desgobernado no hubiera hecho acto de aparición inesperadamente… ¡Rayos! ¿Cómo es que había dado con mi paradero? Me lo imaginaba más no estaba seguro, de cualquier modo ahora estaba ahí durmiendo plácidamente como el dueño y señor de la casa. Gruñí sintiendo mi valioso espacio invadido.
Mi mano tambaleante alcanzó un pequeño estante apostado en una de las paredes de mi pequeño laboratorio de experimentos. De ahí saqué dos pequeños frascos: Un brebaje y una pomada. La pomada serviría para mitigar el dolor y escozor que me producía un par de rasguños en la espalda y en el abdomen, que de no ser atendidos con prontitud, indudablemente terminarían por infectarme, ocasionándome fiebres muy altas. La bebida era un poderoso neutralizador del dolor que a su vez haría el efecto de somnífero, sin tumbarme directo a mi tan ansiada cama; simplemente me dejaría adormilado y lo suficientemente tranquilo para hacer más llevaderas mis heridas. Entre las dos me ayudarían a tranquilizarme, porque me esperaba una noche de muchos sin sabores por delante. Así es la vida de un Inquisidor que trabaja en cubierto. Puedes sentir morir por dentro, pero por fuera debes lucir radiante, fingir que nada pasa y regalar la mejor de tus sonrisas sarcásticas a todo aquel que diga o piense lo contrario.
Me quité mi camisa ensangrentada y la arrojé directamente a la chimenea. Una evidencia más de la cual deshacerse. Lavé mis heridas con agua limpia, esparcí el viscoso ungüento por las heridas y luego apliqué un par de vendoletes que servirían para ayudar a una mejor cicatrización. Lo hice con mucho cuidado porque las heridas eran profundas y me dolían demasiado. Un simple roce era suficiente para hacerme aullar de dolor. Tomé una de las batas limpias que siempre tengo preparadas para tales menesteres, en otro armario más empotrado en la pared y me abrigué. El frío en el sótano era mucho mayor a la parte de arriba de la casa. Había humedad y agua colándose por algún resquicio, pero no había mejor lugar que aquel para tales fines. Observé mi rostro sudoroso cubierto por tierra en el espejo del pequeño baño. Lucía demacrado, cansado; toda una visión. Lo lavé, lo sequé y de inmediato, las ganas de tomarme una copa de ron no se hicieron esperar y salí de ahí con el candelabro en mano.
Pasando cerca de la capilla me santigüé. No quise entrar para hacer una pequeña oración, porque me sentía sucio por dentro incapaz de mirar a los ojos a aquel cristo redentor. Lo que había hecho aquella noche me hacía sentir más vil, más pecador que otras veces. Encontraría la paz en un confesionario, y que el padre me otorgara el perdón de viva voz, pero era demasiado tarde para ir a buscarle y levantarlo, sólo porque me sentía el ser más miserable y vil sobre la faz de la tierra. Pero todo era en favor del señor y sus designios. ¡Todo debía serme perdonado con justa razón y medida! Únicamente actuaba como espada y llama purificadora en su nombre para eliminar a todas aquellas aberraciones demoníacas que atentaban con envenenar la tierra.
En pocas horas el alba despuntaría y con ello un nuevo día para comenzar desde cero. Un nuevo día para reivindicarse, pero mientras eso sucedía necesitaba el trago con urgencia. Me dirigí hacia mi despacho que a su vez como una pequeña sala que anteriormente había fungido como una pequeña biblioteca, en la cual todavía conservaba algunos libros para goce y disfrute particular. Mi rincón literario, el que me arrancaba la fatiga y la falta de sueño, donde me sentía yo mismo, sin nada ni nadie que me molestase. Giré la manilla del a puerta, entré y cerré detrás de mí. Dejé con sumo cuidado el candelabro sobre la cubierta de madera de mi fino escritorio y me di la vuelta para servirme el tan ansiado y esperado trago.
Fue en ese preciso momento en el que una visión inundó mis ojos. Sentado en mi sillón predilecto, abrazado a un libro que, seguramente, Morfeo impidió que terminara de leer se encontraba una criatura cuyo rostro y aura yo conocía. –No puede ser.- dije apenas en un susurro y, creyendo que aquello no era más que una tentación del maligno, salí del estudio rápidamente. Cerré la pesada puerta tras de mí con un poco de esfuerzo que me provocó una mueca de dolor y me santigüé tres veces. El maligno siempre atacaba a las mentes débiles y, aunque me costara aceptarlo, en estos momentos yo era una de esas. ––Mi señor, líbrame del influjo del maligno.- Pronuncié mirando hacia arriba en tono de súplica. Lucifer quería tentarme, había invadido mi mente y había recreado ante mis ojos a aquel hombre que hacía tiempo no veía. No estaba allí, no era real, era obra del maléfico.
Lleno de fuerza y repitiendo en mi cabeza que mi mansión era morada del señor y ningún demonio entraría en ella, abrí nuevamente la puerta e ingresé al estudio dando cortos pasos. Esta vez me quedé completamente mudo porque aquel hombre de cabellera larga no había desaparecido a pesar de mis oraciones: Él era real. –Yranné.- Pronuncié con prolongadas sílabas, como si hubiese esperado demasiado para decir nuevamente su nombre y no quería que el momento terminase. Proseguí con aquel lento y pesado caminar hasta ubicarme frente al gato que dormía apaciblemente y con el rostro tan sereno, que me hacía preguntar cómo lo conseguía en tiempos tan difíciles como los que estábamos viviendo. Ahora que le veía de cerca e iluminado escuetamente por las velas del candelabro, mi mente recordó aquel momento en el que cruzamos miradas por vez primera en una acolarada persecución de la cual también salí por puro milagro. Si ése felino desgobernado no hubiera hecho acto de aparición inesperadamente… ¡Rayos! ¿Cómo es que había dado con mi paradero? Me lo imaginaba más no estaba seguro, de cualquier modo ahora estaba ahí durmiendo plácidamente como el dueño y señor de la casa. Gruñí sintiendo mi valioso espacio invadido.
Antonio de Carvajal- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 04/07/2011
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Re: Llamarada /privado
No había sido un acto pensante, pese a lo mucho que se jactaba de ser uno de los pocos que en su forma animal mantenía plena conciencia de sí mismo y de su entorno. Nada se desfiguraba, nada perdía su tinte, todo era calculado y puesto en balanza en segundos, siempre antes de actuar. Pero no puede decir lo mismo de esa ocasión, esa ocasión que lo llevo a estar a altas horas de la noche esperando en una casa ajena a que la ilusión o se destruya o se vuelva realidad. Malditos espejismos nocturnos, malditos sueños incongruentes que no le dejan en paz. Recuerda el olor de su sangre, la mirada. Esa mirada que cruzaron en menos de un instante. Recuerda lo que hizo, como se interpuso. Como lo salvó sin pensarlo. Estúpido, estúpido gato que hace una actuación enfrente de sus verdugos.
Pero no hay heridas, no. Sólo las de antes, esas marcas en su cadera y en su muslo aferrándose a no desvanecerse, a quedarse allí y marcarle el cuerpo antes perfecto. Salió ileso su cuerpo pero su cabeza no ha sido la misma desde entonces. No. Así que tuvo que buscar, poco a poco, sin apresurarse pero sin olvidar. Extrañamente, resultó de lo más sencillo encontrarle. Fue la primera vez que explotó sus sentidos con el único objetivo de encontrar a alguien. Antonio. Antonio el inquisidor. Sus garras estaban rascando demasiada tierra floja con veneno, pero no quiso detenerse allí. Una nube angosta pero larga de satisfacción se cernió sobre él tras el peligroso descubrimiento y le permitió disponer de tiempo para sus negocios sin perder el tiempo en aquella espinita suya que no se iba.
Los días pasaron lentamente y de pronto… ¿Qué es lo que hacía frente a su casa? Casualmente, estaba improvisando de nuevo, con un motivo tan irracional como desconcertante pero que lo había llevado a esto. Presentarse, hablar sobre quién era y dar un motivo de cierta urgencia para ver al señor de la casa no fueron cosas difíciles. Su labia y buen porte, sus ropas presentables y bien llevadas y su apellido le abrieron las puertas a la mansión. ¿Qué si deseaba esperar por el señor? Sí, sería un placer. Sin embargo no entró demasiado en la mansión, no al principio. Bebió un poco de lo que le ofrecieron, sólo una copa, no iba a abusar de su amabilidad aunque amaba el vino tinto. Después, el criado pareció nervioso. Había pasado un rato, le informó que no estaba seguro de si su amo volvería. Pero el necesitaba esperar, tenía que verlo de una vez por todas y logró quedarse.
Las puertas se cerraron y subió a lo que parecía ser una biblioteca que no llegó a concretarse, o bien que estaba desapareciendo en aras de una función más útil. Un lugar agradable que le hizo recordar a su propio hogar. Poseía una biblioteca amplia y extensa, tapizada con madera hasta el techo. En su mansión, era el único que podía oler aquella esencia a madera cuando se tendía en el diván en una silenciosa tranquilidad y pasaba las páginas de algún texto romano o alguna obra de época lentamente. Se sintió a gusto de inmediato. No pidió nada y le indico al criado que era mejor que estuviera al pendiente del regreso de su señor. A solas, recorrió el lugar con un andar silencioso, hasta detenerse en la estantería que poseía el título que llamó su atención. Podía leer mientras esperaba. Meditabundo, tomó el libro y lo desplegó sobre su brazo con un movimiento de su mano. Conocía la historia pero igualmente llamó poderosamente su atención. La siguiente vez que llegó el criado lo encontró sentado en un cómodo sofá, a la luz de una vela que casi se extinguía. Tuvo que carraspear para llamar su atención. Seguiría esperando, buenas noches.
No supo advertir el momento en que se quedó dormido. Una terrible falta de respeto para el dueño mismo en un acto que no pudo evitar. Soñó con los mares descritos en el libro, con las danzas que la gente de la plaza de Tertre hacía al son de su violín. Soñó con los ojos fieros que conoció en un tormentoso momento. Lo que parecieron segundos después, escucho una voz llamándolo, una voz que era tan desconocida como familiar. Un momento que no tuvo sentido. Despertó bajo ese murmullo, lentamente, culpando en su mente a la copa de vino. Vio sus caderas y sus muslos y lentamente levantó la cabeza a su rostro. Al moverse, el libro se corrió en su regazo, lo retuvo y satisfecho de que no tuviera ninguna hoja doblada, lo cerró y lo colocó a un lado. Y allí estaba, en el lugar que deseaba y frente a la persona que deseaba ver.
— Buenas noches Antonio… — Voz pastosa por el sueño, pero clara y suave a la vez. ¿Qué más podía decir? No había pensado que esta noche tendría tanta suerte o desgracia. Un candelabro le daba un ligero toque de luz a la antigua biblioteca y le ayudaba a perfilar sus rasgos cansados entre las sombras. Por lo regular veía bien, pero no estaba seguro de como esclarecer esta situación.
Pero no hay heridas, no. Sólo las de antes, esas marcas en su cadera y en su muslo aferrándose a no desvanecerse, a quedarse allí y marcarle el cuerpo antes perfecto. Salió ileso su cuerpo pero su cabeza no ha sido la misma desde entonces. No. Así que tuvo que buscar, poco a poco, sin apresurarse pero sin olvidar. Extrañamente, resultó de lo más sencillo encontrarle. Fue la primera vez que explotó sus sentidos con el único objetivo de encontrar a alguien. Antonio. Antonio el inquisidor. Sus garras estaban rascando demasiada tierra floja con veneno, pero no quiso detenerse allí. Una nube angosta pero larga de satisfacción se cernió sobre él tras el peligroso descubrimiento y le permitió disponer de tiempo para sus negocios sin perder el tiempo en aquella espinita suya que no se iba.
Los días pasaron lentamente y de pronto… ¿Qué es lo que hacía frente a su casa? Casualmente, estaba improvisando de nuevo, con un motivo tan irracional como desconcertante pero que lo había llevado a esto. Presentarse, hablar sobre quién era y dar un motivo de cierta urgencia para ver al señor de la casa no fueron cosas difíciles. Su labia y buen porte, sus ropas presentables y bien llevadas y su apellido le abrieron las puertas a la mansión. ¿Qué si deseaba esperar por el señor? Sí, sería un placer. Sin embargo no entró demasiado en la mansión, no al principio. Bebió un poco de lo que le ofrecieron, sólo una copa, no iba a abusar de su amabilidad aunque amaba el vino tinto. Después, el criado pareció nervioso. Había pasado un rato, le informó que no estaba seguro de si su amo volvería. Pero el necesitaba esperar, tenía que verlo de una vez por todas y logró quedarse.
Las puertas se cerraron y subió a lo que parecía ser una biblioteca que no llegó a concretarse, o bien que estaba desapareciendo en aras de una función más útil. Un lugar agradable que le hizo recordar a su propio hogar. Poseía una biblioteca amplia y extensa, tapizada con madera hasta el techo. En su mansión, era el único que podía oler aquella esencia a madera cuando se tendía en el diván en una silenciosa tranquilidad y pasaba las páginas de algún texto romano o alguna obra de época lentamente. Se sintió a gusto de inmediato. No pidió nada y le indico al criado que era mejor que estuviera al pendiente del regreso de su señor. A solas, recorrió el lugar con un andar silencioso, hasta detenerse en la estantería que poseía el título que llamó su atención. Podía leer mientras esperaba. Meditabundo, tomó el libro y lo desplegó sobre su brazo con un movimiento de su mano. Conocía la historia pero igualmente llamó poderosamente su atención. La siguiente vez que llegó el criado lo encontró sentado en un cómodo sofá, a la luz de una vela que casi se extinguía. Tuvo que carraspear para llamar su atención. Seguiría esperando, buenas noches.
No supo advertir el momento en que se quedó dormido. Una terrible falta de respeto para el dueño mismo en un acto que no pudo evitar. Soñó con los mares descritos en el libro, con las danzas que la gente de la plaza de Tertre hacía al son de su violín. Soñó con los ojos fieros que conoció en un tormentoso momento. Lo que parecieron segundos después, escucho una voz llamándolo, una voz que era tan desconocida como familiar. Un momento que no tuvo sentido. Despertó bajo ese murmullo, lentamente, culpando en su mente a la copa de vino. Vio sus caderas y sus muslos y lentamente levantó la cabeza a su rostro. Al moverse, el libro se corrió en su regazo, lo retuvo y satisfecho de que no tuviera ninguna hoja doblada, lo cerró y lo colocó a un lado. Y allí estaba, en el lugar que deseaba y frente a la persona que deseaba ver.
— Buenas noches Antonio… — Voz pastosa por el sueño, pero clara y suave a la vez. ¿Qué más podía decir? No había pensado que esta noche tendría tanta suerte o desgracia. Un candelabro le daba un ligero toque de luz a la antigua biblioteca y le ayudaba a perfilar sus rasgos cansados entre las sombras. Por lo regular veía bien, pero no estaba seguro de como esclarecer esta situación.
Última edición por Yranné Salvin el Mar Jul 28, 2015 8:04 pm, editado 1 vez
Yranné Salvin- Cambiante Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
Lo miré directamente a los ojos y pareció como si el tiempo no hubiese pasado pasado para nosotros. Cuando me dirigió la palabra, dejé de lado mis pensamientos y me dediqué a escucharlo. Estiré mi brazo muy despacio para no lastimar más las heridas que mi abrigo cubría y devolví el libro que había estado leyendo hasta antes de quedarse dormido. Estar de pie me estaba resultando un tanto incómodo por el dolor en mi torso así que, mientras esperaba que me diera una explicación del porqué estaba allí en mi estudio sin autorización, yo me dediqué a buscar algún asiento cómodo en el cual pudiera reposar. Realmente necesitaba sentarme.
Un comodísimo asiento de madera de roble, recubierto de plumas de ganso y seda era lo mejor que había a mi disposición y hubiese sido perfecto si no fuese por el detalle de que se encontraba demasiado lejos de mi ubicación. Con una creciente desesperación mis ojos siguieron sopesando opciones, pero mi subconsciente me traicionó haciéndome imposible ocultar más mi malestar. Una mueca de dolor se dibujó en mi rostro, que esperaba fervientemente no hubiese detectada por el cambiaformas. Odiaba con toda el alma sentirme vulnerable. Yranné había escogido una mala noche para decidir colarse en mi residencia.
Haciendo gala de orgullo más que de fuerza, caminé hacia el asiento de roble con un pesado andar. El silencio reinaba en mi estudio, era casi la medianoche y únicamente se escuchaban mis pasos y la respiración de mi "invitado" incómodo. Con dificultad me acomodé en aquel suave almohadón de seda y relleno de plumas, cerré los ojos y respiré suavemente. Esto era precisamente lo que había estado necesitando desde que puse pie en casa.
Con mi mano derecha y de muy mala gana, señalé un asiento más pequeño pero igual de cómodo para que el hombre se sentara también y pudiéramos seguir platicando, porque todavía esperaba una buena explicación para tal acto imperdonable. Regularmente no solía ser tan cordial con los intrusos, pero no estaba en condiciones de comenzar una reyerta. Debía ser inteligente, cauteloso y fuerte. No quería darle por enterado de que me estaba muriendo - literalmente hablando - por el dolor. Ni siquiera estaba en condiciones de hacer llamar a algún criado. Todos sabían a la perfección que cuando salía de noche no se me molestase en dado caso de que volviera a la mansión. Así pues, me encontraba completamente solo por el momento.
-¿QUÉ HACES AQUÍ?- Lancé la primera pregunta en tono autoritario y en voz alta alzando una ceja, mirándole fijamente a los ojos- -¿Acaso no sabes que es de mala educación el presentarse ante mí sin haber sido invitado? -apreté con fuerza el candelabro que aún sostenía en mi mano, y al cuál me aferraba como si en ello me fuese la vida.
Antonio de Carvajal- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
Decir que lo observaba no sería del todo correcto, se trataba más bien de que, en principio, no le apetecía apartar la mirada de aquel hombre. Era irritante, hasta cierto punto, reconocer lo mucho que había pensado en él sin darse cuenta. Cerca de ambos, la cera de las velas del candelabro opacaba por completo la esencia misma del inquisidor y la suya propia. Yranné lo observó mientras tomaba el libro y su ceño se frunció en concentración al percibir un tenue aroma que conocía bien y no tenía que ver con el sudor en su epidermis. Sus ojos viajaron concentrados en la figura, en el movimiento tenso de su cuerpo mientras realizaba aquella tarea inútil.
Se ladeó, hasta que la parte superior del respaldo del sofá dio cobijo a su sien. No deseaba guardar la apariencia de caballero recto en ese momento, no cuando se sentía cansado y adormilado, pero entre todo, excitado. Había visto una mueca en su rostro y fue como si ese gesto borrara por completo el olor de la cera que rondaba a Antonio. La sangre, fresca, llegó a sus fosas nasales y lo hicieron ahogar un suspiro. Lo que le hacía sentir era muy extraño; completamente diferente a lo que sentía con una presa o a la sangre de otro humano. Era como su sello personal ya guardado en su cerebro. La primera vez que se vieron, también sangró, ambos sangraron.
Desde aquella distancia sus ojos pudieron pasearse nuevamente por su cuerpo, cubierto, sí, pero no lo suficiente para sus sentidos. Parpadeó lentamente al ver la señal con su mano derecha y sin más remedio accedió a moverse del cómodo sofá. Apagó la vela que tenía junto a él con un leve soplo de sus labios. No fue consciente del gesto sutil y felino con el que se puso de pie, pero avanzó como de costumbre, sin hacer ruido, controlando el choque de sus pies dentro de los zapatos y de la suela de estos contra el suelo. Cruzó la habitación y se sentó en el lugar que le indican. Su ceño se frunció de nuevo cuando e aroma de la sangre entró directo a su nariz gracias a la cercanía. Trato de desviar su atención, concentrándose en las preguntas.
— Por supuesto, deseaba verte. — Concedió con un tono de voz controlado mientras cruzaba una de sus piernas sobre la otra y entrelazaba sus manos sobre su muslo. Su tono de voz no lo amedrentó pues el olor de la sangre lo tenía ligeramente embotado. Enarcó una ceja y suspiró. — Cierto que lo sé, pero no me pareció que tú fueras a invitarme, por lo que, he debido de venir yo… — Lo miró a los ojos y desvió el rostro, un poco más afectado. Casi desesperado. El olor a sangre parecía atraerlo de una forma que no tenía explicación. — Puedo olerlo hasta aquí… Casi desde que entraste. La sangre. Y un ciego hubiera visto lo mal que estás… — Hizo una pausa para volver a mirarle, pensativo. — ¿Es el motivo por el cual no debí venir a verte está noche? — Preguntó en voz baja, casi sintiendo su tensión.
Se ladeó, hasta que la parte superior del respaldo del sofá dio cobijo a su sien. No deseaba guardar la apariencia de caballero recto en ese momento, no cuando se sentía cansado y adormilado, pero entre todo, excitado. Había visto una mueca en su rostro y fue como si ese gesto borrara por completo el olor de la cera que rondaba a Antonio. La sangre, fresca, llegó a sus fosas nasales y lo hicieron ahogar un suspiro. Lo que le hacía sentir era muy extraño; completamente diferente a lo que sentía con una presa o a la sangre de otro humano. Era como su sello personal ya guardado en su cerebro. La primera vez que se vieron, también sangró, ambos sangraron.
Desde aquella distancia sus ojos pudieron pasearse nuevamente por su cuerpo, cubierto, sí, pero no lo suficiente para sus sentidos. Parpadeó lentamente al ver la señal con su mano derecha y sin más remedio accedió a moverse del cómodo sofá. Apagó la vela que tenía junto a él con un leve soplo de sus labios. No fue consciente del gesto sutil y felino con el que se puso de pie, pero avanzó como de costumbre, sin hacer ruido, controlando el choque de sus pies dentro de los zapatos y de la suela de estos contra el suelo. Cruzó la habitación y se sentó en el lugar que le indican. Su ceño se frunció de nuevo cuando e aroma de la sangre entró directo a su nariz gracias a la cercanía. Trato de desviar su atención, concentrándose en las preguntas.
— Por supuesto, deseaba verte. — Concedió con un tono de voz controlado mientras cruzaba una de sus piernas sobre la otra y entrelazaba sus manos sobre su muslo. Su tono de voz no lo amedrentó pues el olor de la sangre lo tenía ligeramente embotado. Enarcó una ceja y suspiró. — Cierto que lo sé, pero no me pareció que tú fueras a invitarme, por lo que, he debido de venir yo… — Lo miró a los ojos y desvió el rostro, un poco más afectado. Casi desesperado. El olor a sangre parecía atraerlo de una forma que no tenía explicación. — Puedo olerlo hasta aquí… Casi desde que entraste. La sangre. Y un ciego hubiera visto lo mal que estás… — Hizo una pausa para volver a mirarle, pensativo. — ¿Es el motivo por el cual no debí venir a verte está noche? — Preguntó en voz baja, casi sintiendo su tensión.
Yranné Salvin- Cambiante Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
Fruncí el ceño. Así que ya estaba enterado de mi pequeño gran secreto. Lo miré desafiante unos minutos antes de estallar en una carcajada. Claro, por supuesto que lo sabía. ¡A un cambiaformas felino no puedes ocultarle algo tan obvio como el olor de la sangre! Bien, ahora Yranné tenía el sartén por el mango y sentado ahí con tal desparpajo como si fuera el dueño y señor de la casa, me preguntaba cuál sería la situación que más me desagradaba en aquel instante: El que me viera indefenso o el que estuviese ahí observándome como si nada ocurriera, sentado en uno de mis sillones preferidos.
-¿Soy difícil de olvidar, no? – Pregunté para molestarlo un poco- Has tenido suerte esta vez. Si otras fueran las circunstancias, ahora mismo estaría recogiendo trozos de ti, e inclusive tu cabeza colgar en alguna de las paredes de mi casa como trofeo. Serías un buen espécimen, que me hiciera recordar el por qué sirvo fielmente a la iglesia.
La sonrisa burlona se borró de mis labios. A pesar de que me encontraba en desventaja, ofrecería buena pelea en dado caso de que hubiere llegado tratando de aprovechar el momento para aniquilarme, a menos que sus intenciones no fueran otras más que cobrarse aquel favor no solicitado, la noche que nuestros caminos se cruzaron por primera vez.
-¿Es dinero lo que buscas? puedo darte una buena suma para que olvides que has estado aquí, que te olvides de que existo. Yo a cambio puedo dejarte ir en libertad por ésta única ocasión; borrar de mi memoria tu rostro un par de meses. Piénsalo, es una buena oferta… No suelo ser tan generoso. - Alcé una ceja, esperando que la oferta fuese lo suficientemente tentadora como para que se largase de una maldita vez, ya que mis ojos se negaban a permanecer abiertos, más allá de algunos minutos –. No eres… bienvenido en ésta casa.
Con esfuerzo sobre humano, logré incorporarme de la silla, soportando mi peso sobre los nudillos de ambas manos. La cubierta de caoba de mi escritorio, no me parecía tan acogedora y suave al tacto como en algunas otras ocasiones en las que alardeaba de lo fino y costoso que había sido adquirirlo meses atrás.
-¡Vete! – En lugar de un gato, ahora habían dos… Dos Yrannés. Parpadeé. Más la visión poco a poco se iba volviendo nublada. ¿Era la vela que estaba apagándose poco a poco o… era yo?
-¿Soy difícil de olvidar, no? – Pregunté para molestarlo un poco- Has tenido suerte esta vez. Si otras fueran las circunstancias, ahora mismo estaría recogiendo trozos de ti, e inclusive tu cabeza colgar en alguna de las paredes de mi casa como trofeo. Serías un buen espécimen, que me hiciera recordar el por qué sirvo fielmente a la iglesia.
La sonrisa burlona se borró de mis labios. A pesar de que me encontraba en desventaja, ofrecería buena pelea en dado caso de que hubiere llegado tratando de aprovechar el momento para aniquilarme, a menos que sus intenciones no fueran otras más que cobrarse aquel favor no solicitado, la noche que nuestros caminos se cruzaron por primera vez.
-¿Es dinero lo que buscas? puedo darte una buena suma para que olvides que has estado aquí, que te olvides de que existo. Yo a cambio puedo dejarte ir en libertad por ésta única ocasión; borrar de mi memoria tu rostro un par de meses. Piénsalo, es una buena oferta… No suelo ser tan generoso. - Alcé una ceja, esperando que la oferta fuese lo suficientemente tentadora como para que se largase de una maldita vez, ya que mis ojos se negaban a permanecer abiertos, más allá de algunos minutos –. No eres… bienvenido en ésta casa.
Con esfuerzo sobre humano, logré incorporarme de la silla, soportando mi peso sobre los nudillos de ambas manos. La cubierta de caoba de mi escritorio, no me parecía tan acogedora y suave al tacto como en algunas otras ocasiones en las que alardeaba de lo fino y costoso que había sido adquirirlo meses atrás.
-¡Vete! – En lugar de un gato, ahora habían dos… Dos Yrannés. Parpadeé. Más la visión poco a poco se iba volviendo nublada. ¿Era la vela que estaba apagándose poco a poco o… era yo?
Antonio de Carvajal- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
El olor de sangre lo embrutecía, lo ponía a un límite de raciocinio que nunca había sentido antes. Su tigre interno deseaba darle un buen mordisco allí donde la sangre despedía su más potente aroma, en su abdomen. Empero, había un sentimiento más fuerte que parecía arder dentro de él y opacar el deseo de la bestia. Morderlo parecía tan tentado ahora como golpear su ceño fruncido. Inclinó la cabeza ligeramente, observando sus dientes mientras se reía; no lo siguió, no consideraba que estoy fuera gracioso para nada. Gruñó ronco y suave, cediendo un segundo ante el felino. Sí, la sangre olía demasiado bien.
—Sí, lo eres. Pero no por los motivos que te gustaría creer. — Respondió con frialdad, la voz baja, murmurada entre dientes pero clara. — No, Antonio. Si otras fueran las circunstancias ni siquiera me habrías conocido, porque estarías muerto. — Respondió prepotente, ácido. De pronto, soltó una carcajada corta y negó. — La iglesia, una sociedad construida a base de mentiras y justificaciones. Si, que bien les hace tu servicio.
Le devolvió la mirada, serio, molesto, con el ceño fruncido pero el cuerpo acomodado a gusto en aquella silla. Cierto, la iglesia no le gustaba. Los cazaban porque tenían… ¿Qué? ¿Miedo a lo desconocido? Si la gente puede juntarse para ser estúpida y seguir los ideales enfermos de uno o pocos, entonces la iglesia podía existir. Cierto, a Yranné no le gustaba la iglesia, pero igual había salvado a este poco humilde siervo que parecía buscar como ofenderlo constantemente. Deslizó sus dedos por sus labios, humedeciéndoos con la punta de la lengua, conteniéndose. Cuando se carcajeó de nuevo lo hizo con completo cinismo.
— Dinero, ¿Quieres ofenderme? O ¿Estás hablando en serio? — Tuvo que preguntar, aunque fue una completa retorica al respecto. Si había algo que si estaba logrando era hacer que se preguntara cual era el motivo real, detrás de su propia farsa, por la que había venido a verlo. — Olvídalo. No estás en posición de chantajearme cuando estás aquí gracias a mi intervención. No te burles de mí, inquisidor. – De pronto se encontraba inclinado hacia adelante, con sus manos como garras sujetando los reposa brazos de la silla.
No le importaba, ciertamente, ser ahora un grosero o un entrometido. Yranné era un caballero donde fuera, sobretodo enfrente de las damas, pero en este momento esa educación impuesta por cuarenta años parecía deslavada gracias a aquél hombre, como si le impusiera una droga que lo hiciera ser como en realidad era. Lo observó levantarse, tratando de ocultar el dolor que su cuerpo reflejaba.
Fue como si aquella orden nunca hubiera sido dicha. Ni siquiera recayó en esta cuando se puso de pie, ágil y rápidamente y le sostuvo del brazo. Era un hombre fuerte y alto, que lucía joven pero no lo era. El peso de Antonio se distribuyó en su cuerpo y pareció desvanecerse dentro de él. Su olor lo impregnó por completo cuando lo sostuvo. Qué deliciosa, estúpida y obstinada criatura eres.
Lo recostó en el sofá en dónde había estado durmiendo, murmurando en voz baja lo absurdo de todo esto.
—Sí, lo eres. Pero no por los motivos que te gustaría creer. — Respondió con frialdad, la voz baja, murmurada entre dientes pero clara. — No, Antonio. Si otras fueran las circunstancias ni siquiera me habrías conocido, porque estarías muerto. — Respondió prepotente, ácido. De pronto, soltó una carcajada corta y negó. — La iglesia, una sociedad construida a base de mentiras y justificaciones. Si, que bien les hace tu servicio.
Le devolvió la mirada, serio, molesto, con el ceño fruncido pero el cuerpo acomodado a gusto en aquella silla. Cierto, la iglesia no le gustaba. Los cazaban porque tenían… ¿Qué? ¿Miedo a lo desconocido? Si la gente puede juntarse para ser estúpida y seguir los ideales enfermos de uno o pocos, entonces la iglesia podía existir. Cierto, a Yranné no le gustaba la iglesia, pero igual había salvado a este poco humilde siervo que parecía buscar como ofenderlo constantemente. Deslizó sus dedos por sus labios, humedeciéndoos con la punta de la lengua, conteniéndose. Cuando se carcajeó de nuevo lo hizo con completo cinismo.
— Dinero, ¿Quieres ofenderme? O ¿Estás hablando en serio? — Tuvo que preguntar, aunque fue una completa retorica al respecto. Si había algo que si estaba logrando era hacer que se preguntara cual era el motivo real, detrás de su propia farsa, por la que había venido a verlo. — Olvídalo. No estás en posición de chantajearme cuando estás aquí gracias a mi intervención. No te burles de mí, inquisidor. – De pronto se encontraba inclinado hacia adelante, con sus manos como garras sujetando los reposa brazos de la silla.
No le importaba, ciertamente, ser ahora un grosero o un entrometido. Yranné era un caballero donde fuera, sobretodo enfrente de las damas, pero en este momento esa educación impuesta por cuarenta años parecía deslavada gracias a aquél hombre, como si le impusiera una droga que lo hiciera ser como en realidad era. Lo observó levantarse, tratando de ocultar el dolor que su cuerpo reflejaba.
Fue como si aquella orden nunca hubiera sido dicha. Ni siquiera recayó en esta cuando se puso de pie, ágil y rápidamente y le sostuvo del brazo. Era un hombre fuerte y alto, que lucía joven pero no lo era. El peso de Antonio se distribuyó en su cuerpo y pareció desvanecerse dentro de él. Su olor lo impregnó por completo cuando lo sostuvo. Qué deliciosa, estúpida y obstinada criatura eres.
Lo recostó en el sofá en dónde había estado durmiendo, murmurando en voz baja lo absurdo de todo esto.
Yranné Salvin- Cambiante Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
No tenía cabeza para pensar en ese tipo de detalles (como el dejarme tocar por él) las pociones y los ungüentos que solía tener en mis mazmorras - y que eran de propia invención- tenían el poder de sanar pero con un alto precio, sentía un dolor extremadamente insoportable en cada una de mis extremidades; no había parte de mi cuerpo que no me doliese, pero más que dolía el haberles dejado con vida. ¿Cómo había sido posible el haber fallado? ¿en que me equivoqué? Mis manos se sujetaron con fuerza al sofá donde Yranné me recostó, evitando soltar un gemido de coraje y odio contra mi mismo.
Le miré por breves instantes para cerrar nuevamente los ojos, me sentía febril e incapaz de moverme por mi propia cuenta. Necesitaba con urgencia dirigirme hacia mis aposentos para darle un merecido descanso mi cuerpo, pero el orgullo me lo impedía, no quería que me viese derrumbado de tal forma; que ante sus ojos se desvaneciera la figura que es siempre había representado para todos en general. Una figura orgullosa, autoritaria e invencible. Odié que hubiese llegado justo esta noche. Lo odié con todas las fuerzas que me quedaban; había sido la última persona que hubiese querido que me observara prácticamente derrotado.
Una nueva pulsada inmenso dolor me arrancó un gemido, incapaz de contenerlo por más tiempo. Era el preámbulo a lo que acontecería las próximas horas, mientras mi cuerpo intentaba regenerar la salud y la energía perdida en la reyerta con esos malditos brujos. ¡Nunca antes como ahora, había sentido esto, que era nuevo para mí! esos malditos infelices habían logrado lastimarme como ningún otro.
Con mucho dolor saqué un pañuelo de mi bolsillo, secando el sudor de mi frente.
-Estarás satisfecho Yranné. Ahora podrás contarle a todos lo que has visto. - volví a gruñir sumamente molesto por no poder defenderme de su escrutinio. Sin embargo no tenía fuerzas suficientes para hacer llamar a mi servidumbre y lo echaran de mi propiedad-. -Dame el tiro de gracia...Vamos ¿Qué esperas? Seguro estoy que vas a disfrutarlo...
Antonio de Carvajal- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
Se hincó, apoyando su peso en la punta de sus pies y su codo en el sofá, justo al lado de la cadera del dueño de la mansión. Su ceño estaba ligeramente fruncido, observando las facciones tensas y doloridas de Carvajal mientras yacía sobre el mueble mullido como si estuviera descansando sobre piedras afiladas. Le dio la impresión de que todo lo que le tocaba le provocaba un diferente tipo de dolor, pero sólo por las muecas que hacía y por la tensión que podía sentir de su cuerpo. El olor de su sangre se había grabado en su cerebro y las ansias se habían calmado, pasado a un segundo plano que su natural curiosidad por su estado, suprimió.
Lentamente su mirada viajó por su cuerpo, moviéndose poco a poco hasta sus pies y volviendo a subir hasta su cabeza, recorriendo cada centímetro con un escrutinio algo obsceno. Se detuvo en su rostro a tiempo para encontrarse con su mirada dolorida, pero plagada de rencor y algo más en lo que no deseo detenerse. Arqueó una ceja pero mantuvo su postura y la mirada en él, sin buscar irritarlo, pese a que pareciera todo lo contrario. Era, morbosamente divertido ver sus intentos por mantener una dignidad que a él no podía importarle menos. Retrocedió un poco cuando lo escuchó gemir, tomado por sorpresa por aquella extraña pero deseosa voz. Por instinto, su mirada viajó a la herida en su tórax, de dónde provenía el aroma a sangre que antes lo había aturdido.
— ¿Contarle? —Frunció el ceño de nuevo y suspiró, demostrando con poca galantería la poca paciencia que tenía a estás alturas. — ¿Crees que tengo un gremio de cambiantes y voy a contarles que un inquisidor cualquiera está herido en su casa? — Bufó, negando. — Estás delirando ya, y de una manera lamentable, Antonio. — Se puso de pie lentamente, pensando en lo último dicho. Observó la habitación y fue a las puertas de entrada, que abrió sin hacer ruido. Al volver con Antonio, apoyó su rodilla en el sofá. — ¿Por qué no? Ya me falta muy poco para echarme a reír a carcajadas.
Opacó su tono ácido al inclinarse y pasar su brazo por su espalda y le otro por la corva de sus rodillas. Como sucediera antes, pero ahora con una mayor intensidad, pudo sentir el peso del inquisidor distribuido contra el suyo, como si fuera una parte más de su piel. Lo levantó, apoyándolo contra su pecho y salió silencioso, del pequeño estudio biblioteca. Lo recibió la oscuridad del pasillo, por lo que tuvo que esperar un momento para que sus ojos se adecuaran a la oscuridad antes de caminar seguro.
No le importó si se quejaba o se movía poco o mucho, al final, el único herido sería él. En pocos minutos encontró la alcoba, cosa que no fue muy difícil pues conocía bien el tipo de divisiones que una casa de esta magnitud podía tener. La alcoba, por supuesto, no le envidiaba nada a la suya, pero no se detuvo a mirarla. Avanzó hasta la cama y recostó a Antonio allí, tomándose unos momentos antes de separarse de su cuerpo. No había venido para ser un niñero, pero no tenía intención de marcharse aún.
Lentamente su mirada viajó por su cuerpo, moviéndose poco a poco hasta sus pies y volviendo a subir hasta su cabeza, recorriendo cada centímetro con un escrutinio algo obsceno. Se detuvo en su rostro a tiempo para encontrarse con su mirada dolorida, pero plagada de rencor y algo más en lo que no deseo detenerse. Arqueó una ceja pero mantuvo su postura y la mirada en él, sin buscar irritarlo, pese a que pareciera todo lo contrario. Era, morbosamente divertido ver sus intentos por mantener una dignidad que a él no podía importarle menos. Retrocedió un poco cuando lo escuchó gemir, tomado por sorpresa por aquella extraña pero deseosa voz. Por instinto, su mirada viajó a la herida en su tórax, de dónde provenía el aroma a sangre que antes lo había aturdido.
— ¿Contarle? —Frunció el ceño de nuevo y suspiró, demostrando con poca galantería la poca paciencia que tenía a estás alturas. — ¿Crees que tengo un gremio de cambiantes y voy a contarles que un inquisidor cualquiera está herido en su casa? — Bufó, negando. — Estás delirando ya, y de una manera lamentable, Antonio. — Se puso de pie lentamente, pensando en lo último dicho. Observó la habitación y fue a las puertas de entrada, que abrió sin hacer ruido. Al volver con Antonio, apoyó su rodilla en el sofá. — ¿Por qué no? Ya me falta muy poco para echarme a reír a carcajadas.
Opacó su tono ácido al inclinarse y pasar su brazo por su espalda y le otro por la corva de sus rodillas. Como sucediera antes, pero ahora con una mayor intensidad, pudo sentir el peso del inquisidor distribuido contra el suyo, como si fuera una parte más de su piel. Lo levantó, apoyándolo contra su pecho y salió silencioso, del pequeño estudio biblioteca. Lo recibió la oscuridad del pasillo, por lo que tuvo que esperar un momento para que sus ojos se adecuaran a la oscuridad antes de caminar seguro.
No le importó si se quejaba o se movía poco o mucho, al final, el único herido sería él. En pocos minutos encontró la alcoba, cosa que no fue muy difícil pues conocía bien el tipo de divisiones que una casa de esta magnitud podía tener. La alcoba, por supuesto, no le envidiaba nada a la suya, pero no se detuvo a mirarla. Avanzó hasta la cama y recostó a Antonio allí, tomándose unos momentos antes de separarse de su cuerpo. No había venido para ser un niñero, pero no tenía intención de marcharse aún.
Yranné Salvin- Cambiante Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
Estaba endemoniadamente furioso. No le había bastado con colarse sin permiso a mi residencia, sino que estaba traspasando todas esas barreras que odiaba en una persona. ¡Había usado tocarme sin mi permiso, y me había levantado en vilo entre sus brazos haciéndome sentir miserable y débil! ¿Quién diablos se habìa creído ese maldito bastardo? El hecho de salvarme la vida no le daba poder sobre mí.
Lancé y vociferé uno y mi improperios hacia su persona, inclusive traté de darle un buen puñetazo en el rostro, pero las fuerzas iban abandonándome poco a poco. Los párpados me pesaban como si de yunques se tratasen. Estaba convirtiéndome en un despojo humano frente a un completo extraño. ¡Maldita sea la hora en que le había conocido! Más me habría valido muerto aquel día, y no recibir ésta clase de humillaciön.
-¡Yo no pedí tu maldita ayuda, bájame ahora mismo! ¡Que me bajes te digo!
Más nada de lo que yo dijese habría cesado en su empeño por darme el tiro de gracia. Estaba seguro que en el fondo Yranné lo estaba disfrutando como un completo condenado; doblegándome a tal grado, que yo mismo me daba asco; me sentía sucio y herido en mi orgullo de hombre e inquisidor. El gato había roto varias reglas más al llevarme directamente hacia mi habitación. ¿Acaso no tenía límites? ahora pisaba el suelo sagrado de mis aposentos con tal cinismo, que cada segundo que pasaba le odiaba más. ¡Le haría pagar con creces a la primera oportunidad!
Sentí el mullido colchón sobre mi espalda. Intenté estirar el brazo y de ésta forma abrir el cajón de la mesita de noche para hacerme con algún artilugio, más nada pasaba. Ninguna de las artimañas mágicas de las que me sentía orgulloso, acudían a mi llamado desesperado. Ya la fiebre se había apoderado de mí, ganándome una pequeña batalla. Era cuestión de minutos nada más y dejaría de tener control sobre mi conciencia.
-Necesito estar solo-. Dije ya en un un vano intento por deshacerme de él. Algo me decía que no se iría. -Déjame morir en paz. Al menos dame ése gusto.- Cerré los ojos, pues sombras deformes comenzaban a rodear la cama. ¿Serían los demonios queriendo apoderarse de mi alma? ¿Era el fin? ¿Así se sentía descarnarse? No quería reconocerlo, pero por primera vez en mucho tiempo, tenía miedo. Miedo a lo desconocido, a enfrentarme a ése paso al cuál tarde que temprano todos y cada uno de nosotros llegaríamos. Las sombras se abalanzaban sobre mí, me tocaban ¡Yo no las quería cerca! Manoteaba para quitármelas de encima, pero al momento de hacer contacto se desvanecían como el humo.
Lancé y vociferé uno y mi improperios hacia su persona, inclusive traté de darle un buen puñetazo en el rostro, pero las fuerzas iban abandonándome poco a poco. Los párpados me pesaban como si de yunques se tratasen. Estaba convirtiéndome en un despojo humano frente a un completo extraño. ¡Maldita sea la hora en que le había conocido! Más me habría valido muerto aquel día, y no recibir ésta clase de humillaciön.
-¡Yo no pedí tu maldita ayuda, bájame ahora mismo! ¡Que me bajes te digo!
Más nada de lo que yo dijese habría cesado en su empeño por darme el tiro de gracia. Estaba seguro que en el fondo Yranné lo estaba disfrutando como un completo condenado; doblegándome a tal grado, que yo mismo me daba asco; me sentía sucio y herido en mi orgullo de hombre e inquisidor. El gato había roto varias reglas más al llevarme directamente hacia mi habitación. ¿Acaso no tenía límites? ahora pisaba el suelo sagrado de mis aposentos con tal cinismo, que cada segundo que pasaba le odiaba más. ¡Le haría pagar con creces a la primera oportunidad!
Sentí el mullido colchón sobre mi espalda. Intenté estirar el brazo y de ésta forma abrir el cajón de la mesita de noche para hacerme con algún artilugio, más nada pasaba. Ninguna de las artimañas mágicas de las que me sentía orgulloso, acudían a mi llamado desesperado. Ya la fiebre se había apoderado de mí, ganándome una pequeña batalla. Era cuestión de minutos nada más y dejaría de tener control sobre mi conciencia.
-Necesito estar solo-. Dije ya en un un vano intento por deshacerme de él. Algo me decía que no se iría. -Déjame morir en paz. Al menos dame ése gusto.- Cerré los ojos, pues sombras deformes comenzaban a rodear la cama. ¿Serían los demonios queriendo apoderarse de mi alma? ¿Era el fin? ¿Así se sentía descarnarse? No quería reconocerlo, pero por primera vez en mucho tiempo, tenía miedo. Miedo a lo desconocido, a enfrentarme a ése paso al cuál tarde que temprano todos y cada uno de nosotros llegaríamos. Las sombras se abalanzaban sobre mí, me tocaban ¡Yo no las quería cerca! Manoteaba para quitármelas de encima, pero al momento de hacer contacto se desvanecían como el humo.
Antonio de Carvajal- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Re: Llamarada /privado
Pero entonces ¿a qué había venido? Pese a tener una repuesta clara aún le faltaba el trasfondo de la misma, como si, por si acaso, se hubiera creado una pantalla con el único fin de desviar la importancia de una decisión que a primeras parecía tan sencilla. Sus vociferaciones, quejidos, gruñidos e improperios no valieron de nada. Incluso ese intento de golpe, resultó tan pobre, débil, que por poco le da un vuelco al corazón. No, no era fuerte en absoluto y, sin embargo ¿lo había sido en algún momento? No estaba seguro al respecto de ello.
Lo observó, de pie, apenas sus manos se separaron de aquel calor afiebrado que le recorría. Se dice que cuando salvas una vida, está te pertenece, y es tu deber y/o obligación, cuidar de ella. Más allá de los improperios, que, de pronto, no le interesaban en absoluto, le preocupaba un poco la fiebre que en lugar de ceder iba en aumento, aunque eso era culpa del inquisidor y no suya. Volvió a pasar de él, ignorando sus movimientos y sus gruñidos, observando ligeramente a su alrededor, como si buscará algo. A su espalda, la puerta estaba abierta y sintió una fuerte necesidad de cerrarla de un golpe.
Cuando habló buscó sus ojos en la oscuridad y entrecerró los propios, frunciendo el ceño ligeramente en una nueva mueca de disgusto.
—¿Morir? —su voz brotó cínica, burlona, completamente ajena a sus pensamientos internos. —Sí, probablemente te mueras un rato… —retrocedió un paso, giró entonces y salió de la habitación sin producir prácticamente ningún tipo de sonido. Pero no se marchó.
Se apoyó a un lado de la puerta, la espalda alta descansando en la pared, arrugando sus finas ropas mientras hundía las manos en los bolsillos del pantalón de fino corte. Cerró los ojos y poco a poco lo invadió una pesadez parecida a la duermevela. Una donde el tiempo transcurría lentamente y al mismo tiempo con una velocidad que hacía difícil poder contar los segundos. En su propio mundo, dentro de su mente, todo era silencio. Ni siquiera el ruido de los insectos lo perturbó.
Y de pronto abrió los ojos y, cerró la puerta, misma que hizo un ligero clic al embonar en el marco cuando se separó de la pared. Si la salvas, la vida te pertenece. ¿Qué clase de imbécil había dicho tal cosa? La frase le daba vueltas en la cabeza, irritándolo. Se fue al baño, una puerta que no le costó mucho encontrar y encontró el bol con agua para la mañana, que usaría ahora, y una pequeña toalla para el rostro que se hecho al hombro.
—Esto es tú culpa, ¿entiendes? —aplicó su peso en la cama, dejando el bol con agua en el buró. Hundió la toalla en el agua y la sacó enseguida, exprimiéndola un poco antes de colocarla en su frente. —Tuya y sólo tuya. —observó el trapo en su frente, como si esperara que se lo quitara de encima. Casi retándolo a que lo intentara.
Lo observó, de pie, apenas sus manos se separaron de aquel calor afiebrado que le recorría. Se dice que cuando salvas una vida, está te pertenece, y es tu deber y/o obligación, cuidar de ella. Más allá de los improperios, que, de pronto, no le interesaban en absoluto, le preocupaba un poco la fiebre que en lugar de ceder iba en aumento, aunque eso era culpa del inquisidor y no suya. Volvió a pasar de él, ignorando sus movimientos y sus gruñidos, observando ligeramente a su alrededor, como si buscará algo. A su espalda, la puerta estaba abierta y sintió una fuerte necesidad de cerrarla de un golpe.
Cuando habló buscó sus ojos en la oscuridad y entrecerró los propios, frunciendo el ceño ligeramente en una nueva mueca de disgusto.
—¿Morir? —su voz brotó cínica, burlona, completamente ajena a sus pensamientos internos. —Sí, probablemente te mueras un rato… —retrocedió un paso, giró entonces y salió de la habitación sin producir prácticamente ningún tipo de sonido. Pero no se marchó.
Se apoyó a un lado de la puerta, la espalda alta descansando en la pared, arrugando sus finas ropas mientras hundía las manos en los bolsillos del pantalón de fino corte. Cerró los ojos y poco a poco lo invadió una pesadez parecida a la duermevela. Una donde el tiempo transcurría lentamente y al mismo tiempo con una velocidad que hacía difícil poder contar los segundos. En su propio mundo, dentro de su mente, todo era silencio. Ni siquiera el ruido de los insectos lo perturbó.
Y de pronto abrió los ojos y, cerró la puerta, misma que hizo un ligero clic al embonar en el marco cuando se separó de la pared. Si la salvas, la vida te pertenece. ¿Qué clase de imbécil había dicho tal cosa? La frase le daba vueltas en la cabeza, irritándolo. Se fue al baño, una puerta que no le costó mucho encontrar y encontró el bol con agua para la mañana, que usaría ahora, y una pequeña toalla para el rostro que se hecho al hombro.
—Esto es tú culpa, ¿entiendes? —aplicó su peso en la cama, dejando el bol con agua en el buró. Hundió la toalla en el agua y la sacó enseguida, exprimiéndola un poco antes de colocarla en su frente. —Tuya y sólo tuya. —observó el trapo en su frente, como si esperara que se lo quitara de encima. Casi retándolo a que lo intentara.
Yranné Salvin- Cambiante Clase Alta
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