AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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(Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
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(Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
“El futuro vendrá de un largo dolor y un largo silencio.”
Cesare Pavese
Cesare Pavese
Oslo, Noruega.
Otoño del año 1047
Aquel día otoñal había sido, en contra de sus gustos y mañas, completamente de locos. Habiéndose quedado despierto hasta tarde con su esposa la noche anterior, para la hora en que debió haberse levantado, seguía dormido; y así fue hasta que unos fuertes golpes en su puerta le hicieron despertar, siendo anunciado que debía apurarse o el grupo de caza se iría sin él. Se levantó y arregló con toda la rapidez que pudo y antes de salir, se despidió de su esposa con un beso fugaz, sin saber que luego se arrepentiría. Pronto cabalgaba junto a su rey hacia los bosques en las afueras de Oslo, acompañados de un grupo de nobles y unos cuantos soldados, el mismo grupo que les solía acompañar cuando salían a cazar cada otoño. Y es que era crucial cazar varias veces antes de que llegara el invierno, para poder hacer charqui y tener alimento durante el invierno. Otoño del año 1047
Para su suerte, Odín había estado con ellos, y habían logrado atrapar unos cuantos venados y zorros, pero les había tomado más tiempo de lo normal y, con la carreta con tanto peso, se demorarían aún más en volver, por lo que el camino de vuelta se había convertido en una pesadilla. Si había algo que detestara más, era ser forzado a socializar y no tener forma alguna de evitarlo, por lo que en esos momentos en que cabalgaban de vuelta al pueblo, los nobles que iban con ellos se habían puesto a hablar de tantas cosas tan insignificantes, que le tenían ya de mal humor, al punto que suspiraba pesadamente cada cierto rato, y se limitaba a contestar todo con un sí, no o un ‘mh-hm’.
Al rato aquello había vuelto un viaje bastante agotador, tanto física como emocionalmente, y lamentablemente ni idea tenía de que se volvería peor. La noche cayó rápido sobre ellos, haciéndoles encender las antorchas; pero para su consuelo, sobre ellos también había aparecido la aurora boreal, por lo que en lugar de seguir prestando atención a las trivialidades de los demás, se quedó observando el cielo nocturno, y dentro de unos minutos había logrado bloquear el sonido de las voces a su alrededor que tanto molestaba a su audición hipersensible. Ah, la paz; así estaba mucho mejor.
Con los minutos pasando a una lentitud tortuosa, se quedó ensimismado en sus intentos de aislarse hasta que un sonido en particular lo distrajo. Una rama, un arbusto y luego el sonido asustado de un animal pequeño, posiblemente un conejo. Miró a su alrededor con la guardia en alto, y en algún momento frunció el ceño ante la incertidumbre de qué era lo que había allí afuera, pues sabía que a esas horas las manadas de lobos comenzaban a moverse. Pero no había escuchado aullidos ni ladridos, por lo que en el momento en que pensó en aquello, supuso que estaban siendo observados. Mantuvo las riendas bien apretadas con una mano mientras que llevaba la otra a tomar el mango de su hacha, y antes de que pudiera hacer algo más o alertar a sus camaradas, el infierno cayó sobre ellos.
Svein Yngling- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/06/2013
Localización : París, francia
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Re: (Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
Si alguien me hubiera dicho hacía siglos que terminaría siendo un mercenario, mi orgullo de rey espartano y guerrero victorioso por la gloria de mi polis se habría escandalizado tanto que ni hubiera considerado siquiera la posibilidad de hacerlo. Una reacción similar me habría provocado que algún oráculo, como el de Delfos, pudiera decirme que terminaría convirtiéndome en una criatura bebedora de sangre y devoradora de carne, pero suponía que eso se trataba simplemente de la ignorancia que hasta yo había poseído una vez hacía muchos, muchísimos siglos. Ya no cometería ese error porque era incapaz de hacerlo, y tampoco desdeñaría la posibilidad de convertirme en un asesino por dinero porque, para mí, no era una cuestión pecuniaria, sino una oportunidad maravillosa.
Nadie juzga la mente de los mercenarios, ni tampoco nadie los ataca, por miedo al derramamiento de sangre que pueden provocar. Tampoco resulta extraño que elijan las noches para tender sus emboscadas y atrapar a los pobres desgraciados que se convertirían en sus presas, de nuevo el terror impedía que se hiciera o dijera nada al respecto. Para una criatura como yo, que me había convertido en incapaz de tolerar el sol, era la profesión más apropiada a excepción claro está de la de soldado, y por eso cuando tenía la oportunidad la disfrutaba, vaya si lo hacía.
Había matado bajo las órdenes de reyes, nobles, burgueses e incluso campesinos acomodados que podían permitirse pagarme. Había abierto carótidas, destrozado intestinos, esparcido miembros y manchado la tierra de sangre a lo largo y ancho de toda la tierra conocida, sin reconocer a más dios y rey que a mí mismo pese a que nominalmente obedeciera órdenes. ¡Pobres desgraciados aquellos que se lo creían! Y sobre todo aquellos que habían sido capaces de pretender pensar que me dominarían; mi venganza, en esos casos, siempre había sido terrible, y me había otorgado una fama de mercenario implacable y sediento de sangre que hasta a los nórdicos, célebres guerreros según tenían a bien considerar sus compatriotas, había atraído.
Poco me importaba si se trataba de una riña entre nobles, de alguien que tenía demasiado poder y por eso debía ser eliminado o simplemente un lío de faldas en el que era demasiado importante para meterme. Lo que me importaba era una nueva posibilidad de alimentarme de una manera que no llamara la atención de aquellos humanos deseosos de poner mi cuerpo en una pira y que, además, me permitiera defenderme con la espada... pero no con aquella que había usado en Platea, desde luego que no. Ese filo permanecía bien cuidado bajo mi custodia, era mi bien más preciado y jamás lo pondría en peligro, ni siquiera por alimentarme. Aun así, cuando me llamaron en Oslo, atraídos por mi fama, respondí como el mercenario que estaba fingiendo ser, y cuando me encargaron una emboscada con un pequeño batallón a mi mando... bueno, evidentemente acepté.
Los bosques se convirtieron en nuestros aliados mientras observábamos y vigilábamos la batida de caza que estaba teniendo lugar, ignorante del desastre que íbamos a desencadenar sobre ellos. Aguardamos, con paciencia propia de un animal salvaje en busca de su presa, a que todos se relajaran y embriagaran, y cuando la calma era la auténtica reina del campamento, y no el humano que absurdamente se había designado con tal título, hice un gesto a los guerreros para que se dirigieran hacia el improvisado campamento de campaña. El ataque había comenzado.
Primero fuimos silenciosos, apenas pisadas rozadas sobre el suelo y ningún sonido que pudiera delatarnos. Después, cuando ya estuvimos encima de los guerreros, fue cuando empezamos a derramar su sangre, yo por encima de todos los demás –simples mortales– que me acompañaban. La diferencia entre ellos y yo, aparte de evidente, fue convirtiéndose en demasiado acusada a medida que los guerreros a los que habíamos emboscado reaccionaban con celeridad y se iban defendiendo. Pronto las vidas de los que me acompañaban fueron apagándose a mi alrededor, al tiempo (en un delicado equilibrio, ¡qué obra de arte estaba componiendo!) que yo me deshacía de las vidas de aquellos que se cruzaban en mi camino.
Sin embargo, pronto resultó evidente que me estaba quedando solo y que hasta los humanos podían suponer una amenaza cuando atacaban formando una agrupación apiñada. Por ello, me aseguré de atraer la atención del objetivo, el humano por quien me habían pagado para eliminar aunque yo me hubiera olvidado voluntariamente en pos de mi sangriento frenesí, para que no fuera capaz de apartar la vista de mí. ¡Como si la imagen de la pura perfección fuera capaz de olvidarse! Y él no fue una excepción; rápidamente, noté que su vista se posaba sobre mí, y en ese instante fue cuando puse en marcha la segunda parte de mi plan.
Era un buen estratega, lo había sido siempre y mi inteligencia natural no había hecho sino fomentar aquella habilidad que ya me caracterizaba. Se me daba bien diseñar un plan de batalla en medio justo del conflicto, y ese era el motivo por el que había sido capaz de derrotar a los medos en Platea... ese y, por supuesto, mi talento innato en el arte de la muerte. Sin embargo, el que puse en práctica entonces fue mi rapidez de reflejos para captar el momento exacto en el que decidió ir a por mí y usarlo para dirigirme hacia el bosque, como si estuviera huyendo, cuando en realidad lo estaba atrapando.
Eso era lo que el humano no sospechaba: yo era el cazador, no él. Me escondí tras un árbol, con mis huellas debidamente ocultas para distraerlo cuando ya habíamos recorrido un buen trecho de bosque, y esperé sin hacer un ruido, abrazado por la penumbra de la noche eterna en la que me movía sin descanso. Aguardé, y esperé, con la paciencia que me daba la inmortalidad, hasta que el sonido de pisadas camufladas me indicó la cercanía de aquel objetivo importante y, entonces, yo salí de mi escondrijo y me abalancé sobre él. Fue entonces cuando, dijera lo que dijese la sangre sobre mi armadura, comenzó la auténtica batalla.
Nadie juzga la mente de los mercenarios, ni tampoco nadie los ataca, por miedo al derramamiento de sangre que pueden provocar. Tampoco resulta extraño que elijan las noches para tender sus emboscadas y atrapar a los pobres desgraciados que se convertirían en sus presas, de nuevo el terror impedía que se hiciera o dijera nada al respecto. Para una criatura como yo, que me había convertido en incapaz de tolerar el sol, era la profesión más apropiada a excepción claro está de la de soldado, y por eso cuando tenía la oportunidad la disfrutaba, vaya si lo hacía.
Había matado bajo las órdenes de reyes, nobles, burgueses e incluso campesinos acomodados que podían permitirse pagarme. Había abierto carótidas, destrozado intestinos, esparcido miembros y manchado la tierra de sangre a lo largo y ancho de toda la tierra conocida, sin reconocer a más dios y rey que a mí mismo pese a que nominalmente obedeciera órdenes. ¡Pobres desgraciados aquellos que se lo creían! Y sobre todo aquellos que habían sido capaces de pretender pensar que me dominarían; mi venganza, en esos casos, siempre había sido terrible, y me había otorgado una fama de mercenario implacable y sediento de sangre que hasta a los nórdicos, célebres guerreros según tenían a bien considerar sus compatriotas, había atraído.
Poco me importaba si se trataba de una riña entre nobles, de alguien que tenía demasiado poder y por eso debía ser eliminado o simplemente un lío de faldas en el que era demasiado importante para meterme. Lo que me importaba era una nueva posibilidad de alimentarme de una manera que no llamara la atención de aquellos humanos deseosos de poner mi cuerpo en una pira y que, además, me permitiera defenderme con la espada... pero no con aquella que había usado en Platea, desde luego que no. Ese filo permanecía bien cuidado bajo mi custodia, era mi bien más preciado y jamás lo pondría en peligro, ni siquiera por alimentarme. Aun así, cuando me llamaron en Oslo, atraídos por mi fama, respondí como el mercenario que estaba fingiendo ser, y cuando me encargaron una emboscada con un pequeño batallón a mi mando... bueno, evidentemente acepté.
Los bosques se convirtieron en nuestros aliados mientras observábamos y vigilábamos la batida de caza que estaba teniendo lugar, ignorante del desastre que íbamos a desencadenar sobre ellos. Aguardamos, con paciencia propia de un animal salvaje en busca de su presa, a que todos se relajaran y embriagaran, y cuando la calma era la auténtica reina del campamento, y no el humano que absurdamente se había designado con tal título, hice un gesto a los guerreros para que se dirigieran hacia el improvisado campamento de campaña. El ataque había comenzado.
Primero fuimos silenciosos, apenas pisadas rozadas sobre el suelo y ningún sonido que pudiera delatarnos. Después, cuando ya estuvimos encima de los guerreros, fue cuando empezamos a derramar su sangre, yo por encima de todos los demás –simples mortales– que me acompañaban. La diferencia entre ellos y yo, aparte de evidente, fue convirtiéndose en demasiado acusada a medida que los guerreros a los que habíamos emboscado reaccionaban con celeridad y se iban defendiendo. Pronto las vidas de los que me acompañaban fueron apagándose a mi alrededor, al tiempo (en un delicado equilibrio, ¡qué obra de arte estaba componiendo!) que yo me deshacía de las vidas de aquellos que se cruzaban en mi camino.
Sin embargo, pronto resultó evidente que me estaba quedando solo y que hasta los humanos podían suponer una amenaza cuando atacaban formando una agrupación apiñada. Por ello, me aseguré de atraer la atención del objetivo, el humano por quien me habían pagado para eliminar aunque yo me hubiera olvidado voluntariamente en pos de mi sangriento frenesí, para que no fuera capaz de apartar la vista de mí. ¡Como si la imagen de la pura perfección fuera capaz de olvidarse! Y él no fue una excepción; rápidamente, noté que su vista se posaba sobre mí, y en ese instante fue cuando puse en marcha la segunda parte de mi plan.
Era un buen estratega, lo había sido siempre y mi inteligencia natural no había hecho sino fomentar aquella habilidad que ya me caracterizaba. Se me daba bien diseñar un plan de batalla en medio justo del conflicto, y ese era el motivo por el que había sido capaz de derrotar a los medos en Platea... ese y, por supuesto, mi talento innato en el arte de la muerte. Sin embargo, el que puse en práctica entonces fue mi rapidez de reflejos para captar el momento exacto en el que decidió ir a por mí y usarlo para dirigirme hacia el bosque, como si estuviera huyendo, cuando en realidad lo estaba atrapando.
Eso era lo que el humano no sospechaba: yo era el cazador, no él. Me escondí tras un árbol, con mis huellas debidamente ocultas para distraerlo cuando ya habíamos recorrido un buen trecho de bosque, y esperé sin hacer un ruido, abrazado por la penumbra de la noche eterna en la que me movía sin descanso. Aguardé, y esperé, con la paciencia que me daba la inmortalidad, hasta que el sonido de pisadas camufladas me indicó la cercanía de aquel objetivo importante y, entonces, yo salí de mi escondrijo y me abalancé sobre él. Fue entonces cuando, dijera lo que dijese la sangre sobre mi armadura, comenzó la auténtica batalla.
Invitado- Invitado
Re: (Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
Era en momentos como ese, de vida o muerte, cuando más podía estar agradecido y dar cuenta del entrenamiento militar que recibí en Rus de Kiev y en Bizancio, pues en términos simples, había sido educado justamente para ser mariscal. Alcancé a sacar mi hacha de guerra y detener al primer hombre que se avalanzó contra mí, enterrándosela en la cara y pateando su arma para que no me hiriera a mí ni a mi caballo. Entonces, rápidamente y en cuestión de segundos, me bajé del equino dando un salto, antes de que se encabritara por la avalancha de guerreros que se lanzaban contra nuestro grupo. Estando ya de pie sobre la húmeda tierra, solté las riendas del caballo y lo golpeé en los cuartos traseros para que escapara y corriera lejos, donde no estorbara ni donde lo lastimaran. Si tenía suerte, lo llamaría luego para volver al pueblo, pero por ahora, debía concentrarme en lo que acontecía en aquellos momentos.
Alcé entonces mi hacha, dispuesto a dar la vida por proteger a Haraldr, el rey a quien había jurado lealtad desde antes que pensara incluso en reclamar el trono que le correspondía por derecho. Desenvainé también la daga que mantenía siempre amarrada en mi cinturón, adentrándome en aquel combate mientras que usaba ambas armas, con el cuidado de que nadie lograra llegar a mí con ninguna de sus espadas, y a cada cual que se le ocurriera atacarme, simplemente recurrí a la más básica de las estrategias: desviarle el ataque torciéndole el brazo y apresurar el filo de una de mis armas hacia la garganta con un corte rápido y certero. De esa forma, con dos movimientos los corría de mi camino mientras que me aseguraba de que aquellos bastardos no llegaran al rey tan fácilmente, mientras que ellos se desangraban y agonizaban en el suelo, sin siquiera ser capaces de gritar su agonía.
Pronto nuestras armas comenzaron a triunfar por sobre los movimientos enemigos, y cuando quedaban apenas unos cuantos, las órdenes de Haraldr se escucharon por sobre el ruido de los metales al chocar. ‘¡Quiero a todos estos bastardos muertos o tras las rejas de mis calabozos!’, había dicho, sin dar cabida a que escaparan, y yo me había propuesto cumplir, pero los pocos hombres que quedaban ya habían caído o habían comenzado a huir. Me fijé entonces en quien parecía ser el líder. Era, por mucho, más alto que yo, y sus ojos azules brillaban tanto o más que los míos cuando la luz apuntaba en el ángulo correcto. Le miré entonces con la furia y sequedad de quien se proponía atacar para matar, y entonces vi esos ojos desaparecer, huyendo entre los arbustos y las sombras del bosque. Dejé salir entonces un resoplo de molestia mientras que empuñaba con fuerzas el hacha y la alzaba para lanzársela, esperando poder darle en la espalda mientras que huía, pero para mi sorpresa, aquel misterioso individuo era más rápido de lo que me pude haber imaginado, y el hacha solo logró clavarse en la madera de un árbol, segundos después de que él hubiese pasado por el costado. Gruñí al tiempo que apuré los pasos para seguirle, no sin antes desclavar el hacha de aquel tronco.
Me adentré al helado y húmedo bosque, dando órdenes de que nadie me siguiera, pues bien sabía que los nobles con los que estábamos en realidad no tenían mucha habilidad marcial, y le perseguí con la confianza de que aquellos eran los mismos cerros y colinas por los que corría de niño, los mismos que me sabía de memoria; aún así, me preocupé de mantener cierta distancia, curioso de hasta dónde más querría escapar aquel maldito idiota que osaba de atacar al último rey vikingo que le quedaba a Noruega, curioso porque mientras más avanzaran, más cerca de Oslo estarían, y si es que las patrullas nocturnas alcanzaban a verle, era solo cuestión de entretener al enemigo mientras que llegaban los refuerzos. Pero no fue así; estábamos aún a distancia del pueblo cuando de pronto, aquel hombre de extraña e inusual apariencia se apareció por detrás de unos árboles.
Le esquivé inicialmente con rapidez, tanteando en persona qué tan rápido podía llegar a ser el otro; y mientras que medía mis movimientos con la mente fría, di unos cuantos pasos hacia atrás, defendiéndome de sus ataques y desviándolos, intentando estudiar su modo de combate al tiempo que atacaba de forma medida cuando encontraba la oportunidad, aquella fracción de segundo en que lograba ver el punto ciego de sus movimientos. Sin embargo, pronto me di cuenta de que en realidad el único modo en el que parecía actuar era el de una bestia desatada, pero no era precisamente un berserker. Era sin duda un oponente completamente distinto a todos los que me había enfrentado antes, y a pesar de que su forma de pelear era bastante agresiva y peligrosa, lo que en realidad me preocupaba era su porte. Si quería derrotarle, no solo tendría que recurrir en la fuerza, sino también en la astucia, por lo que me sonreí, dejándole bien claro que asustado no estaba. Al contrario, podríamos enfrentarnos toda la noche y yo estaría feliz de hacerlo, independientemente de quién ganara, pues de todas formas saldría victorioso: si ganaba, la victoria era mía en Midgard, y si no, la victoria seguiría siendo mía cuando subiera a Valhalla, ¿verdad?
Alcé entonces mi hacha, dispuesto a dar la vida por proteger a Haraldr, el rey a quien había jurado lealtad desde antes que pensara incluso en reclamar el trono que le correspondía por derecho. Desenvainé también la daga que mantenía siempre amarrada en mi cinturón, adentrándome en aquel combate mientras que usaba ambas armas, con el cuidado de que nadie lograra llegar a mí con ninguna de sus espadas, y a cada cual que se le ocurriera atacarme, simplemente recurrí a la más básica de las estrategias: desviarle el ataque torciéndole el brazo y apresurar el filo de una de mis armas hacia la garganta con un corte rápido y certero. De esa forma, con dos movimientos los corría de mi camino mientras que me aseguraba de que aquellos bastardos no llegaran al rey tan fácilmente, mientras que ellos se desangraban y agonizaban en el suelo, sin siquiera ser capaces de gritar su agonía.
Pronto nuestras armas comenzaron a triunfar por sobre los movimientos enemigos, y cuando quedaban apenas unos cuantos, las órdenes de Haraldr se escucharon por sobre el ruido de los metales al chocar. ‘¡Quiero a todos estos bastardos muertos o tras las rejas de mis calabozos!’, había dicho, sin dar cabida a que escaparan, y yo me había propuesto cumplir, pero los pocos hombres que quedaban ya habían caído o habían comenzado a huir. Me fijé entonces en quien parecía ser el líder. Era, por mucho, más alto que yo, y sus ojos azules brillaban tanto o más que los míos cuando la luz apuntaba en el ángulo correcto. Le miré entonces con la furia y sequedad de quien se proponía atacar para matar, y entonces vi esos ojos desaparecer, huyendo entre los arbustos y las sombras del bosque. Dejé salir entonces un resoplo de molestia mientras que empuñaba con fuerzas el hacha y la alzaba para lanzársela, esperando poder darle en la espalda mientras que huía, pero para mi sorpresa, aquel misterioso individuo era más rápido de lo que me pude haber imaginado, y el hacha solo logró clavarse en la madera de un árbol, segundos después de que él hubiese pasado por el costado. Gruñí al tiempo que apuré los pasos para seguirle, no sin antes desclavar el hacha de aquel tronco.
Me adentré al helado y húmedo bosque, dando órdenes de que nadie me siguiera, pues bien sabía que los nobles con los que estábamos en realidad no tenían mucha habilidad marcial, y le perseguí con la confianza de que aquellos eran los mismos cerros y colinas por los que corría de niño, los mismos que me sabía de memoria; aún así, me preocupé de mantener cierta distancia, curioso de hasta dónde más querría escapar aquel maldito idiota que osaba de atacar al último rey vikingo que le quedaba a Noruega, curioso porque mientras más avanzaran, más cerca de Oslo estarían, y si es que las patrullas nocturnas alcanzaban a verle, era solo cuestión de entretener al enemigo mientras que llegaban los refuerzos. Pero no fue así; estábamos aún a distancia del pueblo cuando de pronto, aquel hombre de extraña e inusual apariencia se apareció por detrás de unos árboles.
Le esquivé inicialmente con rapidez, tanteando en persona qué tan rápido podía llegar a ser el otro; y mientras que medía mis movimientos con la mente fría, di unos cuantos pasos hacia atrás, defendiéndome de sus ataques y desviándolos, intentando estudiar su modo de combate al tiempo que atacaba de forma medida cuando encontraba la oportunidad, aquella fracción de segundo en que lograba ver el punto ciego de sus movimientos. Sin embargo, pronto me di cuenta de que en realidad el único modo en el que parecía actuar era el de una bestia desatada, pero no era precisamente un berserker. Era sin duda un oponente completamente distinto a todos los que me había enfrentado antes, y a pesar de que su forma de pelear era bastante agresiva y peligrosa, lo que en realidad me preocupaba era su porte. Si quería derrotarle, no solo tendría que recurrir en la fuerza, sino también en la astucia, por lo que me sonreí, dejándole bien claro que asustado no estaba. Al contrario, podríamos enfrentarnos toda la noche y yo estaría feliz de hacerlo, independientemente de quién ganara, pues de todas formas saldría victorioso: si ganaba, la victoria era mía en Midgard, y si no, la victoria seguiría siendo mía cuando subiera a Valhalla, ¿verdad?
Svein Yngling- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/06/2013
Localización : París, francia
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Re: (Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
Hacía siglos, literalmente hablando, que no tenía un rival que pudiera igualárseme en el manejo de un arma con filo, fuera una espada o una simple guadaña desafilada que cualquier campesino guardara para ocuparse de sus cultivos. Aunque no tenía ni la más remota esperanza de que aquel nórdico pudiera siquiera equipararme (¡ni siquiera cuando yo era humano lo habría conseguido!), al menos había sido lo suficientemente inteligente para no caer de lleno en mi trampa, sólo lo suficiente para garantizarme un combate que duraría algo más de veinte latidos de su corazón humano. No estaba nada mal, teniendo en cuenta que la mayoría de mis oponentes, fuera como guerrero o como mercenario al mejor postor, no solían aguantar ni siquiera tres latidos.
¿Qué podía decir? Era demasiado buen guerrero para unos humanos que sólo podían soñar con tener las habilidades que a mí me habían venido naturalmente, antes incluso de que un vampiro antiguo decidiera clavarme los colmillos en el cuello para librarme del patético castigo de los que hasta ese momento habían sido mis compatriotas, pero que se habían convertido en mis ejecutores. Ah, si pudieran verme ahora... Clío, la musa de la historia, podía haber permanecido callada acerca de ellos y sus destinos, e incluso podía haber elucubrado acerca de mi muerte, pero el hecho que permanecía era que yo estaba todavía pisando el mundo mientras que ellos, mis casi ejecutores, hacía siglos que se habían convertido en polvo sobre las ruinas de Esparta.
Igual que en polvo también se convertiría mi rival. Reconocía que no le faltaba arrojo ni tampoco técnica, algo que ya no se solía ver en los mortales porque luchaban cada vez peor, pero no podía siquiera compararse conmigo ni aunque yo me esforzara por aparentar que era un animal, no un guerrero curtido en batallas contra ejércitos que él ni siquiera podía soñar. Y eso que, como todo lo que hacía, lograba parecer a la perfección un oso salvaje atacándolo sin pausa, sin control y sin dejarle un segundo de respiro para que pudiera siquiera alzar la espalda y pensar en defenderse. Ah, hacía mucho tiempo que una batalla no me divertía tanto...
– ¿Qué te pasa? ¿Ya te has cansado? – me mofé, en un momento en el que terminé apoyado contra un árbol mientras él recuperaba la respiración en un momento de gracia que le había decidido otorgar. Hablaba su lengua a las mil maravillas, algo evidente porque se trataba de mí de quien hablábamos, pero no había intentado siquiera disimular que mi entonación con sus palabras no era de aquellas tierras tan norteñas. Sonaba, como siempre, lejano y antiguo, quizá exótico si aún quedaba alguien que no hubiera fantaseado todavía con el resto de mi aspecto, pero era lo que me pasaba siempre que hablaba en una lengua que no era la mía humana.
Había dejado la espada con la que lo estaba atacando a un lado, en un acto que a muchos les podría parecer impulsivo pero que yo sabía que era absolutamente necesario para terminar de jugar a la partida que él había empezado. Estaba tan lejos que no la recuperaría lo suficientemente rápido para defenderme de uno de sus ataques, y entre eso y mi posición repantigada contra el árbol, hasta con una sonrisa bien amplia en los labios, era el blanco perfecto para un ataque, daba igual la cultura en la que se hubiera entrenado mi atacante. Él, como era de esperar, lo interpretó así, y yo lo vi venir desde que su mente decidió hacer el movimiento hasta que lo ejecutó y se lanzó contra el árbol al que, por supuesto, ni siquiera llegó.
Rápido como un animal, una vez más, me abalancé sobre él y atrapé la espada entre mis dos manos, con el filo cortándome pero no atravesándome y mucho menos arrebatándome la posibilidad de usar mis extremidades. Esas heridas no eran nada, absolutamente nada que me importara lo más mínimo, especialmente teniendo en cuenta su expresión sorprendida porque no se esperaba un movimiento tan aparentemente suicida por parte de un mercenario como lo era yo. Nominalmente, al menos.
– No, no, si yo tiro la espada eso significa que tú lo haces también. ¿Dónde está tu espíritu guerrero? Vamos, luchemos en igualdad de condiciones, veremos qué tal lo haces entonces. – provoqué, sonriendo aún más, y le di un rodillazo en el pecho que lo echó hacia atrás, por la fuerza del golpe, al menos medio metro. También, por cierto, perdió el aliento y seguramente se quebró una costilla o quizá dos, pero eso eran las consecuencias del golpe que acababa de recibir por mi parte como pago por la sangre, mi sangre, que me había obligado a derramar. Hablando de eso, pronto rasgué mis vestiduras, indiferente por completo al frío, y envolví los cortes de mis dos palmas para que la sangre dejara de teñir el suelo a mi alrededor. Sólo entonces volví a dedicarle parte de mi atención y alcé una ceja, esperando a que decidiera dar el primer golpe... o, de lo contrario, lo daría yo.
¿Qué podía decir? Era demasiado buen guerrero para unos humanos que sólo podían soñar con tener las habilidades que a mí me habían venido naturalmente, antes incluso de que un vampiro antiguo decidiera clavarme los colmillos en el cuello para librarme del patético castigo de los que hasta ese momento habían sido mis compatriotas, pero que se habían convertido en mis ejecutores. Ah, si pudieran verme ahora... Clío, la musa de la historia, podía haber permanecido callada acerca de ellos y sus destinos, e incluso podía haber elucubrado acerca de mi muerte, pero el hecho que permanecía era que yo estaba todavía pisando el mundo mientras que ellos, mis casi ejecutores, hacía siglos que se habían convertido en polvo sobre las ruinas de Esparta.
Igual que en polvo también se convertiría mi rival. Reconocía que no le faltaba arrojo ni tampoco técnica, algo que ya no se solía ver en los mortales porque luchaban cada vez peor, pero no podía siquiera compararse conmigo ni aunque yo me esforzara por aparentar que era un animal, no un guerrero curtido en batallas contra ejércitos que él ni siquiera podía soñar. Y eso que, como todo lo que hacía, lograba parecer a la perfección un oso salvaje atacándolo sin pausa, sin control y sin dejarle un segundo de respiro para que pudiera siquiera alzar la espalda y pensar en defenderse. Ah, hacía mucho tiempo que una batalla no me divertía tanto...
– ¿Qué te pasa? ¿Ya te has cansado? – me mofé, en un momento en el que terminé apoyado contra un árbol mientras él recuperaba la respiración en un momento de gracia que le había decidido otorgar. Hablaba su lengua a las mil maravillas, algo evidente porque se trataba de mí de quien hablábamos, pero no había intentado siquiera disimular que mi entonación con sus palabras no era de aquellas tierras tan norteñas. Sonaba, como siempre, lejano y antiguo, quizá exótico si aún quedaba alguien que no hubiera fantaseado todavía con el resto de mi aspecto, pero era lo que me pasaba siempre que hablaba en una lengua que no era la mía humana.
Había dejado la espada con la que lo estaba atacando a un lado, en un acto que a muchos les podría parecer impulsivo pero que yo sabía que era absolutamente necesario para terminar de jugar a la partida que él había empezado. Estaba tan lejos que no la recuperaría lo suficientemente rápido para defenderme de uno de sus ataques, y entre eso y mi posición repantigada contra el árbol, hasta con una sonrisa bien amplia en los labios, era el blanco perfecto para un ataque, daba igual la cultura en la que se hubiera entrenado mi atacante. Él, como era de esperar, lo interpretó así, y yo lo vi venir desde que su mente decidió hacer el movimiento hasta que lo ejecutó y se lanzó contra el árbol al que, por supuesto, ni siquiera llegó.
Rápido como un animal, una vez más, me abalancé sobre él y atrapé la espada entre mis dos manos, con el filo cortándome pero no atravesándome y mucho menos arrebatándome la posibilidad de usar mis extremidades. Esas heridas no eran nada, absolutamente nada que me importara lo más mínimo, especialmente teniendo en cuenta su expresión sorprendida porque no se esperaba un movimiento tan aparentemente suicida por parte de un mercenario como lo era yo. Nominalmente, al menos.
– No, no, si yo tiro la espada eso significa que tú lo haces también. ¿Dónde está tu espíritu guerrero? Vamos, luchemos en igualdad de condiciones, veremos qué tal lo haces entonces. – provoqué, sonriendo aún más, y le di un rodillazo en el pecho que lo echó hacia atrás, por la fuerza del golpe, al menos medio metro. También, por cierto, perdió el aliento y seguramente se quebró una costilla o quizá dos, pero eso eran las consecuencias del golpe que acababa de recibir por mi parte como pago por la sangre, mi sangre, que me había obligado a derramar. Hablando de eso, pronto rasgué mis vestiduras, indiferente por completo al frío, y envolví los cortes de mis dos palmas para que la sangre dejara de teñir el suelo a mi alrededor. Sólo entonces volví a dedicarle parte de mi atención y alcé una ceja, esperando a que decidiera dar el primer golpe... o, de lo contrario, lo daría yo.
Invitado- Invitado
Re: (Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
Segundo que pasaba era un segundo más de gloria, una mísera fracción de los años que había vivido pero que demostraba que mi tiempo no había sido perdido. Era cierto que al comienzo, cuando recién enfoqué mi mente en convertirme un guerrero, mi pequeño cuerpo infantil apenas y podía con el peso de una espada o un hacha: pero con el tiempo había demostrado que el talento sí se podía pulir y hacer crecer con tiempo y esfuerzo y, la verdad, a mí me había resultado de maravilla. Seguro cualquier otro guerrero hubiera perecido ya bajo el filo de espada de mi contrincante o bajo uno de los golpes de sus pesadas manos. Yo, en cambio, si bien no había logrado aún hacerle daño alguno, seguía en pie y con el orgullo bien en alto, flameante como el guerrero vikingo que era, esquivando con rapidez felina sus ataques -una rapidez que me costaba admitir lamentablemente no superaba la ajena, pero era lo suficientemente buena como para sobrevivir hasta aquel punto.
Sin embargo, poco a poco aquel juego de ataques y esquivos había comenzado a jugar pasada a mi cuerpo, haciendo que el cansancio comenzara a notarse en mi agitada respiración; y su burla solo hizo que mi mente volviera a tener una recarga de moral en lugar de sentirse devastada, como seguramente él esperaba. Al contrario, a pesar del desgaste muscular y el sudor frío que cubría mi piel -porque a cada minuto la temperatura bajaba aún más en aquellas colinas frondosas de Noruega-, mi rostro mostraba una sonrisa que no me podría arrebatar ni aunque me matase.- Me he cansado de ti. -Contesté con rapidez y con una risa burlesca, casi como riéndome de él tanto como él se había mofado de mí, mientras que mi acento Noruego se escuchaba tosco y poco amigable. Considerando que él se apoyaba ahora en un árbol, me erguí todo lo que pude y estiré por completo mi columna, liberando de ella la tensión y cansancio que me había provocado hasta ese entonces la pelea, alzando de paso mi cuello y mi mirada. En momentos así, solo en momentos como aquel en que el lenguaje del guerrero triunfaba por sobre todas las lenguas, podía ver en su mirada la soberbia que sus ojos guardaban; pero seguramente, al mismo tiempo, él podía ver en mis ojos la convicción y el orgullo de alguien que no le teme a la muerte, ni mucho menos a él.
Los pocos segundos siguientes los pasé haciéndome la idea de que, en realidad, por más astuto o ágil que fuera, yo no tenía forma de ganar aquella batalla. Él me había demostrado ya, mientras que yo le analizaba al batallar, que era infinitamente más fuerte y rápido que yo, de una forma que no lograba explicarme, pero no por eso iba a desistir y rechazar aquel desafío. “No hay que temer, pues si vivo o muero esta noche se encuentra ya en la voluntad de los Dioses; ellos ya saben si beberé y festejaré con ellos en Valhalla”, pensé mientras que una sonrisa se formaba en mi rostro y mi mano apretaba fuertemente el hacha que alzaba en contra de mi enemigo, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos de forma malévola mientras que pretendía lanzar mi arma contra él que se encontraba pegado a un árbol. Pero lo que vino, hizo que se me fuera el aliento. Mis ojos no alcanzaron a seguir la rapidez de su silueta cuando se abalanzó contra mí y, aunque no lo creyera, tomó el filo del hacha con sus propias manos.
Una risa tosca y sin aliento se escapó de mis labios, reflejo de la molestia que aquellos movimientos me habían causado y, antes de alcanzar a contestarle la pesadez que vino a mi mente, conseguí llevarme un rodillazo en el pecho, por distraído. El impacto de aquel golpe me hizo dar un par de pasos hacia atrás y, antes de que me diera cuenta, estaba ahora yo con un árbol pegado a mi espalda, lo que hizo que cayera y quedara con un pie y con una de mis rodillas en la tierra, sujetándome con una mano para no caer hacia los costados. Subí la mirada y le llené de todo mi odio y rencor, sintiendo el sabor de mi propia sangre en la boca y el dolor de aquel golpe.- ¿Igualdad de condiciones, dices? -Carraspeé con dificultad para respirar, pero siendo lo suficientemente terco como para ponerme lentamente de pie de inmediato. Solté la daga que tenía en mi mano izquierda y la llevé a mi pecho, a modo de hacer el intento de apaciguar el dolor que sentía.
No seas hipócrita. -Me quejé con voz ronca, llena de enojo e indignación, ignorando el hecho de que su ego estaba demasiado ocupado rasgando sus ropas. ¿Qué se creía? Yo nada más me limité a mirarle con odio.- No soy idiota. Ambos sabemos que no estamos en igualdad de condiciones; ni aunque te enfrentes desarmado con mi hacha lo estamos, ¿y se te ocurre hablar de espíritu guerrero? Me haces reír. -Pronuncié con tono agresivo y grosero, levantando el rostro lo suficiente como para escupirle con todo el desprecio que pudiera expresarle, manchando su pecho con mi sucia sangre de plebeyo, quien fuera un hijo bastardo. Aquella era una movida bastante baja, lo sabía, pero en mi mente lo consideraba a él mucho más bajo que un gesto provincial como ese.- Ojalá algún día pueda ver cómo te encuentras con alguien más grande y poderoso que tú, solo para ver cómo te patea como me pateas a mí. -Volví a hablar de la misma forma que la anterior, dejando caer mi hacha a un costado mientras que me quitaba la mano del pecho, dispuesto a continuar nuestro enfrentamiento.
¿Quieres que te muestre un verdadero espíritu guerrero? Pues venga, mátame con tu fuerza superior a la mía si quieres, pero aún así moriré con más gloria con la que ganarás tú esta pelea. -Gruñí sonriente. Él iba a llevarme a mi fin y, aún así, abrazaría a la muerte con tanto gozo como con el que abrazaba a mi esposa en vida. Pasé una de mis muñecas por la comisura de mis labios para limpiar el hilo de sangre que me había quedado luego de escupirle y, sin esperar un segundo más, dejé atrás mis dolores, los ignoré por completo mientras que me abalanzaba nuevamente contra él con la intención de mostrarle, en gloria y majestad, qué tan guerrero podía yo llegar a ser en un combate cuerpo a cuerpo; pues sin importar mis dolencias físicas, el orgullo de un guerrero como yo no podía desalentarse y, ante el desafío que él me presentaba, yo no veía más opción que cargar contra él con toda mi fuerza humana.
Sin embargo, poco a poco aquel juego de ataques y esquivos había comenzado a jugar pasada a mi cuerpo, haciendo que el cansancio comenzara a notarse en mi agitada respiración; y su burla solo hizo que mi mente volviera a tener una recarga de moral en lugar de sentirse devastada, como seguramente él esperaba. Al contrario, a pesar del desgaste muscular y el sudor frío que cubría mi piel -porque a cada minuto la temperatura bajaba aún más en aquellas colinas frondosas de Noruega-, mi rostro mostraba una sonrisa que no me podría arrebatar ni aunque me matase.- Me he cansado de ti. -Contesté con rapidez y con una risa burlesca, casi como riéndome de él tanto como él se había mofado de mí, mientras que mi acento Noruego se escuchaba tosco y poco amigable. Considerando que él se apoyaba ahora en un árbol, me erguí todo lo que pude y estiré por completo mi columna, liberando de ella la tensión y cansancio que me había provocado hasta ese entonces la pelea, alzando de paso mi cuello y mi mirada. En momentos así, solo en momentos como aquel en que el lenguaje del guerrero triunfaba por sobre todas las lenguas, podía ver en su mirada la soberbia que sus ojos guardaban; pero seguramente, al mismo tiempo, él podía ver en mis ojos la convicción y el orgullo de alguien que no le teme a la muerte, ni mucho menos a él.
Los pocos segundos siguientes los pasé haciéndome la idea de que, en realidad, por más astuto o ágil que fuera, yo no tenía forma de ganar aquella batalla. Él me había demostrado ya, mientras que yo le analizaba al batallar, que era infinitamente más fuerte y rápido que yo, de una forma que no lograba explicarme, pero no por eso iba a desistir y rechazar aquel desafío. “No hay que temer, pues si vivo o muero esta noche se encuentra ya en la voluntad de los Dioses; ellos ya saben si beberé y festejaré con ellos en Valhalla”, pensé mientras que una sonrisa se formaba en mi rostro y mi mano apretaba fuertemente el hacha que alzaba en contra de mi enemigo, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos de forma malévola mientras que pretendía lanzar mi arma contra él que se encontraba pegado a un árbol. Pero lo que vino, hizo que se me fuera el aliento. Mis ojos no alcanzaron a seguir la rapidez de su silueta cuando se abalanzó contra mí y, aunque no lo creyera, tomó el filo del hacha con sus propias manos.
Una risa tosca y sin aliento se escapó de mis labios, reflejo de la molestia que aquellos movimientos me habían causado y, antes de alcanzar a contestarle la pesadez que vino a mi mente, conseguí llevarme un rodillazo en el pecho, por distraído. El impacto de aquel golpe me hizo dar un par de pasos hacia atrás y, antes de que me diera cuenta, estaba ahora yo con un árbol pegado a mi espalda, lo que hizo que cayera y quedara con un pie y con una de mis rodillas en la tierra, sujetándome con una mano para no caer hacia los costados. Subí la mirada y le llené de todo mi odio y rencor, sintiendo el sabor de mi propia sangre en la boca y el dolor de aquel golpe.- ¿Igualdad de condiciones, dices? -Carraspeé con dificultad para respirar, pero siendo lo suficientemente terco como para ponerme lentamente de pie de inmediato. Solté la daga que tenía en mi mano izquierda y la llevé a mi pecho, a modo de hacer el intento de apaciguar el dolor que sentía.
No seas hipócrita. -Me quejé con voz ronca, llena de enojo e indignación, ignorando el hecho de que su ego estaba demasiado ocupado rasgando sus ropas. ¿Qué se creía? Yo nada más me limité a mirarle con odio.- No soy idiota. Ambos sabemos que no estamos en igualdad de condiciones; ni aunque te enfrentes desarmado con mi hacha lo estamos, ¿y se te ocurre hablar de espíritu guerrero? Me haces reír. -Pronuncié con tono agresivo y grosero, levantando el rostro lo suficiente como para escupirle con todo el desprecio que pudiera expresarle, manchando su pecho con mi sucia sangre de plebeyo, quien fuera un hijo bastardo. Aquella era una movida bastante baja, lo sabía, pero en mi mente lo consideraba a él mucho más bajo que un gesto provincial como ese.- Ojalá algún día pueda ver cómo te encuentras con alguien más grande y poderoso que tú, solo para ver cómo te patea como me pateas a mí. -Volví a hablar de la misma forma que la anterior, dejando caer mi hacha a un costado mientras que me quitaba la mano del pecho, dispuesto a continuar nuestro enfrentamiento.
¿Quieres que te muestre un verdadero espíritu guerrero? Pues venga, mátame con tu fuerza superior a la mía si quieres, pero aún así moriré con más gloria con la que ganarás tú esta pelea. -Gruñí sonriente. Él iba a llevarme a mi fin y, aún así, abrazaría a la muerte con tanto gozo como con el que abrazaba a mi esposa en vida. Pasé una de mis muñecas por la comisura de mis labios para limpiar el hilo de sangre que me había quedado luego de escupirle y, sin esperar un segundo más, dejé atrás mis dolores, los ignoré por completo mientras que me abalanzaba nuevamente contra él con la intención de mostrarle, en gloria y majestad, qué tan guerrero podía yo llegar a ser en un combate cuerpo a cuerpo; pues sin importar mis dolencias físicas, el orgullo de un guerrero como yo no podía desalentarse y, ante el desafío que él me presentaba, yo no veía más opción que cargar contra él con toda mi fuerza humana.
- Spoiler:
- Mil disculpas por la demora.
Svein Yngling- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 182
Fecha de inscripción : 16/06/2013
Localización : París, francia
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Re: (Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
Ah, gloria, qué iluso por su parte pensar que tras la muerte venía el Valhalla y todas aquellas tonterías que los nórdicos parecían pensar en serio. Me recordaban tanto a los ilusos que, en mi propio tiempo, habían creído las historias de que en el Monte Olimpo se encontraba un puñado de dioses a los que había que tener contentos porque no tenían nada mejor que hacer que meterse en las vidas de los humanos... Y, por supuesto, los respetaba igual que había respetado a los míos: nada en absoluto. El único dios que existía y que él llegaría a conocer era yo, ¿de verdad necesitaba ir más allá e imaginar a deidades martilleantes o fértiles? Por favor.
– Gloria... Qué concepto más sobrevalorado. ¿Realmente tienes la menor idea de lo que significa o de con quién estás hablando? La gloria es como una ramera, la catas una noche y a la mañana siguiente ya se ha esfumado porque la luz del día la ha espantado lejos de tu compañía... – ironicé, aunque realmente tenía razón (como siempre) y yo lo había catado en mis propias carnes. Al menos, la gloria de la que él estaba hablando, que no tenía nada que ver con la que se alcanzaba una vez el corazón dejaba de latir y la muerte se apoderaba del cuerpo y de la vida. Esa sí que era la auténtica... una esposa amante, no una furcia que desaparecía al instante siguiente.
Sin embargo, como él exigía gloria y yo me sentía magnánimo, gloria le ofrecí al darle la posibilidad de continuar nuestro extraño encuentro, tanto para él como para mí. Demonios, ¡cuántos siglos hacía que no me divertía tanto! Tal vez fuera una hipocresía por mi parte pretender que no era el mejor guerrero que Gea había parido en toda su larga existencia, pero eso al final era una mera cuestión semántica, nada más. A la hora de la verdad, ¿para qué eran necesarias las palabras cuando existían los actos para demostrar las ideas? Y si había algo realmente que hablara por mí, eso era mi espada; si no mi espada, mi cuerpo moviéndose como el guerrero que había sido, era, sería, etcétera.
– ¿Cuánto querrías ver a alguien mejor que yo destrozándome? Porque ni siquiera con varias vidas eternas te alcanzaría para tratar de presenciar tal imposible: no existe ni existirá un guerrero más diestro que yo. ¿Piensas que eres el único que sabe de gloria, Svein? Tal vez mi Valhalla no recibiera ese nombre, pero todos hemos sido alimentados por la cornucopia de la fantasía de la eterna gloria... Llámala así, llámala Olimpo, ¿qué demonios más da? Tú beberás hidromiel y yo habría bebido néctar y ambrosía, todos los guerreros piensan que el choque de los filos significa algo cuando el cuerpo muere, pero ¿quieres saber algo? No es cierto. La gloria no es como te la imaginas. – afirmé, sonriendo, y me limpié los restos de su escupitajo con desprecio.
Él empezó a atacar, y yo, perezosamente, lo esquivé con toda la tranquilidad que mis buenos reflejos me permitían. Ahí se planteaba un interesante debate, uno que me daría bastante que pensar si de hecho me dedicara a hacerlo: ¿provenía de las habilidades que había obtenido al ser devorado por un chupasangres o de mi entrenamiento castrense desde antes de que pudiera andar? Tal vez fuera una mezcla de ambos, que había dado como resultado el elixir de más pura perfección que cualquier viandante del trozo de tierra donde nos encontrábamos pudiera encontrarse. Tal vez fuera la bendición de uno de esos dioses en los que no creía o, quizá, que yo era la reencarnación de Thor, en el que el guerrero con el que luchaba tanto parecía creer.
– ¿No te preguntas por qué sé tu nombre? Vaya... Normalmente todo el mundo quiere saberlo. – inquirí, decepcionado sólo en apariencia, y continué al instante siguiente de volver a apretar los labios con mi monotonía recién inaugurada de esquivarlo sin atacarlo con el único objetivo de que se cansara. La furia guerrera estaba bien, y también la obsesión con derrotar a un enemigo o luchar hasta el último aliento, pero la primera norma de la estrategia es que nunca se ha de ser un mártir y siempre se han de valorar las propias fuerzas. Así es como se conservaba el cuello, y no lanzándose a tontas y a locas contra un enemigo claramente superior.
¿Le habría el hidromiel nublado el juicio tanto que ni discernía entre lo que debía y no debía hacer o se trataba simplemente de llevar al extremo la estúpida idea del Valhalla? Personalmente me inclinaba por la segunda opción (ergo, como yo soy perfecto, era la correcta), y en consecuencia continué esquivándolo y mermando sus fuerzas sin hacer apenas mella en las mías hasta que el cansancio pudo con él e hizo que se tropezara y cayera al suelo. Ahí, rápido como un animal en plena cacería, inmovilicé sus brazos con las rodillas y permanecí inclinado sobre él, mirándolo a los ojos con los míos entrecerrados.
– ¿Tanto quieres morir? Eso es típico de alguien como tú... Los que vivís aquí, tan al norte, no habéis aprendido nada de los animales, no valoráis vuestros pellejos porque creéis que lo que viene después es mejor que lo que tenéis ahora. ¿Y sabes qué? No lo es... No cuando se trata de simples mortales. – sonreí, enseñándole con el gesto los colmillos en toda su magnitud, y en ese instante la luna hizo acto de presencia sobre mi cara, dándome seguramente el aspecto que en su cabeza pertenecía al lobo Fenrir, hijo del engañoso Loki. – Sólo yo estoy por encima de esas tonterías. Sólo yo conozco la auténtica gloria. Y tú, guerrero, no estás nada cerca de conseguirla. – sentencié, sólo para bajar rápidamente a su cuello, rasgar su piel y liberar el torrente de sangre del que bebí hasta que él quedó moribundo, no aún muerto, y yo saciado.
– Gloria... Qué concepto más sobrevalorado. ¿Realmente tienes la menor idea de lo que significa o de con quién estás hablando? La gloria es como una ramera, la catas una noche y a la mañana siguiente ya se ha esfumado porque la luz del día la ha espantado lejos de tu compañía... – ironicé, aunque realmente tenía razón (como siempre) y yo lo había catado en mis propias carnes. Al menos, la gloria de la que él estaba hablando, que no tenía nada que ver con la que se alcanzaba una vez el corazón dejaba de latir y la muerte se apoderaba del cuerpo y de la vida. Esa sí que era la auténtica... una esposa amante, no una furcia que desaparecía al instante siguiente.
Sin embargo, como él exigía gloria y yo me sentía magnánimo, gloria le ofrecí al darle la posibilidad de continuar nuestro extraño encuentro, tanto para él como para mí. Demonios, ¡cuántos siglos hacía que no me divertía tanto! Tal vez fuera una hipocresía por mi parte pretender que no era el mejor guerrero que Gea había parido en toda su larga existencia, pero eso al final era una mera cuestión semántica, nada más. A la hora de la verdad, ¿para qué eran necesarias las palabras cuando existían los actos para demostrar las ideas? Y si había algo realmente que hablara por mí, eso era mi espada; si no mi espada, mi cuerpo moviéndose como el guerrero que había sido, era, sería, etcétera.
– ¿Cuánto querrías ver a alguien mejor que yo destrozándome? Porque ni siquiera con varias vidas eternas te alcanzaría para tratar de presenciar tal imposible: no existe ni existirá un guerrero más diestro que yo. ¿Piensas que eres el único que sabe de gloria, Svein? Tal vez mi Valhalla no recibiera ese nombre, pero todos hemos sido alimentados por la cornucopia de la fantasía de la eterna gloria... Llámala así, llámala Olimpo, ¿qué demonios más da? Tú beberás hidromiel y yo habría bebido néctar y ambrosía, todos los guerreros piensan que el choque de los filos significa algo cuando el cuerpo muere, pero ¿quieres saber algo? No es cierto. La gloria no es como te la imaginas. – afirmé, sonriendo, y me limpié los restos de su escupitajo con desprecio.
Él empezó a atacar, y yo, perezosamente, lo esquivé con toda la tranquilidad que mis buenos reflejos me permitían. Ahí se planteaba un interesante debate, uno que me daría bastante que pensar si de hecho me dedicara a hacerlo: ¿provenía de las habilidades que había obtenido al ser devorado por un chupasangres o de mi entrenamiento castrense desde antes de que pudiera andar? Tal vez fuera una mezcla de ambos, que había dado como resultado el elixir de más pura perfección que cualquier viandante del trozo de tierra donde nos encontrábamos pudiera encontrarse. Tal vez fuera la bendición de uno de esos dioses en los que no creía o, quizá, que yo era la reencarnación de Thor, en el que el guerrero con el que luchaba tanto parecía creer.
– ¿No te preguntas por qué sé tu nombre? Vaya... Normalmente todo el mundo quiere saberlo. – inquirí, decepcionado sólo en apariencia, y continué al instante siguiente de volver a apretar los labios con mi monotonía recién inaugurada de esquivarlo sin atacarlo con el único objetivo de que se cansara. La furia guerrera estaba bien, y también la obsesión con derrotar a un enemigo o luchar hasta el último aliento, pero la primera norma de la estrategia es que nunca se ha de ser un mártir y siempre se han de valorar las propias fuerzas. Así es como se conservaba el cuello, y no lanzándose a tontas y a locas contra un enemigo claramente superior.
¿Le habría el hidromiel nublado el juicio tanto que ni discernía entre lo que debía y no debía hacer o se trataba simplemente de llevar al extremo la estúpida idea del Valhalla? Personalmente me inclinaba por la segunda opción (ergo, como yo soy perfecto, era la correcta), y en consecuencia continué esquivándolo y mermando sus fuerzas sin hacer apenas mella en las mías hasta que el cansancio pudo con él e hizo que se tropezara y cayera al suelo. Ahí, rápido como un animal en plena cacería, inmovilicé sus brazos con las rodillas y permanecí inclinado sobre él, mirándolo a los ojos con los míos entrecerrados.
– ¿Tanto quieres morir? Eso es típico de alguien como tú... Los que vivís aquí, tan al norte, no habéis aprendido nada de los animales, no valoráis vuestros pellejos porque creéis que lo que viene después es mejor que lo que tenéis ahora. ¿Y sabes qué? No lo es... No cuando se trata de simples mortales. – sonreí, enseñándole con el gesto los colmillos en toda su magnitud, y en ese instante la luna hizo acto de presencia sobre mi cara, dándome seguramente el aspecto que en su cabeza pertenecía al lobo Fenrir, hijo del engañoso Loki. – Sólo yo estoy por encima de esas tonterías. Sólo yo conozco la auténtica gloria. Y tú, guerrero, no estás nada cerca de conseguirla. – sentencié, sólo para bajar rápidamente a su cuello, rasgar su piel y liberar el torrente de sangre del que bebí hasta que él quedó moribundo, no aún muerto, y yo saciado.
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Re: (Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
Tarde o temprano, el más ligero de los errores te lleva a la muerte. En mi caso, no fue el haber caído al suelo a causa del dolor de la costilla rota, sino más bien haber creído en un principio que podría derrotarlo y haber ido tras de él. Sin embargo, a pesar de reconocer aquello y de que ahora él se subía sobre mí como una bestia, no significaba que le haría fácil las cosas, porque fuera lo que fuera que planeaba hacer, ya sea matarme o torturarme, iba a dar la pelea hasta el último aliento. Por ello es que aunque sus rodillas estuviesen inmovilizando mis brazos, me removí lo más que pude con intenciones de soltarme, ignorando lo que fuese que tuviese por decir. Yo entendía muy bien que me había metido en una pelea que no podría ganar; también sabía que escapar e intentar sobrevivir no era una opción, ya sea porque no había forma de que lograra escapar más rápido de lo que mi enemigo podría atraparme, como también porque en mí el rendirse no existía. Por otro lado, me había quedado muy en claro que la razón por la que venía a atacar era solo para divertirse matándome, pues si tuviera en realidad otras intenciones u otra misión, de seguro no se estaría entreteniendo conmigo ni estaría vanagloriándose a sí mismo, como si en realidad supiera mejor hablar durante una batalla que batallar en sí.
Era aburrido, era tedioso; jamás se callaba y solo hablaba mierdas que en realidad no me interesaban. ¿Qué sabía él de gloria, en realidad? Yo había crecido siendo un marginado social de quien todos se burlaban, el niño raro que nadie creyó capaz de vivir más de 10 años; y todos los esfuerzos que hice, los hice para poder saborear la gloria y la satisfacción de poder callar esas bocas juzgadoras. Por eso cuando él intentaba burlarse de mi, yo solo sonreía.- Todos en estas tierras saben mi nombre. -Le contesté con aspereza y con un tono al hablar que le trataba de tonto. Entre nosotros, él no era el único con ego de sobra; y además, lo que decía era verdad. Al fin y al cabo, yo era el mariscal del rey, yo tenía bajo mi cargo todas las tropas del reino y todos los drakkares; no era cualquier persona. Por eso tampoco me sorprendía que haya querido venir a matarme. La única pregunta era, ¿con qué propósito? Aún así, no importaba. Yo ganaba tiempo a sabiendas de que para ese entonces, el rey estaría ya a salvo en su villa y que yo era reemplazable en su corte. Al final, el daño era mínimo.
Un grito ahogado salió de mi garganta en cuanto la bestia sobre mi mordió mi cuello, reacción tanto del dolor que aquello me provocaba como también de la cólera que me daba el darme cuenta de a qué me enfrentaba en realidad: un bebedor de sangre. Lo sabía porque en Bizancio se hablaba mucho de ellos, mucha gente les temía. Y por supuesto, claro, ahora todo tenía sentido. Por eso daba su charla de superioridad, por eso no podía estar a su altura; si hubiese sido un humano, de seguro le hubiera pateado el trasero sin problemas y hubiera aplastado su ego con el mío, así como él intentaba conmigo.- Maldito bastardo… -Mascullé entre dientes. Me hubiera gustado poder gritárselo debidamente con todo mi odio y desprecio, y quizá escupirlo de nuevo, pero la falta de sangre me pasaba la cuenta. Comencé a sentirme cansado y con sueño, a pesar de la adrenalina que mi cuerpo alzaba con el intento de compensar, pero la rapidez con la que el idiota se bebía mi sangre hacía que el cuerpo comenzara a pesarme, ya casi sin poder tener control sobre él. Me quedé inmóvil, con la mirada pegada en él mientras que sentía cómo mi corazón comenzaba a latir más despacio. A ese punto, llegué a tiritar de la frustración de no poder cortarle la cabeza ahí mismo, o algo así, y más frustración me dio cuando una segunda oleada de adrenalina me permitió moverme de nuevo, pero sin poder librarme de su agarre. Dejé salir el aire que tenía en los pulmones, sin poder respirar ya; para ese entonces me era difícil mantenerme despierto y lúcido, me ardían los pulmones y todos los órganos, al mismo tiempo que me dolía la cabeza como nunca antes, cualquier intento de moverme me causaba dolor y perdía los sentidos con rapidez. Los ojos no se me cerraron por completo, sino que quedaron ligeramente abiertos, pero aún así no veía nada más que las alucinaciones que comenzaba a tener, y en ellas, Odín se negaba a venir por mí. Lo veía de pie observándonos, con cuervos volando y chillando a su alrededor. En algún momento sentí al bebedor de sangre alejarse de mi cuello, pero yo ya no podía moverme ni seguir despierto, y lentamente caí inconsciente.
Era aburrido, era tedioso; jamás se callaba y solo hablaba mierdas que en realidad no me interesaban. ¿Qué sabía él de gloria, en realidad? Yo había crecido siendo un marginado social de quien todos se burlaban, el niño raro que nadie creyó capaz de vivir más de 10 años; y todos los esfuerzos que hice, los hice para poder saborear la gloria y la satisfacción de poder callar esas bocas juzgadoras. Por eso cuando él intentaba burlarse de mi, yo solo sonreía.- Todos en estas tierras saben mi nombre. -Le contesté con aspereza y con un tono al hablar que le trataba de tonto. Entre nosotros, él no era el único con ego de sobra; y además, lo que decía era verdad. Al fin y al cabo, yo era el mariscal del rey, yo tenía bajo mi cargo todas las tropas del reino y todos los drakkares; no era cualquier persona. Por eso tampoco me sorprendía que haya querido venir a matarme. La única pregunta era, ¿con qué propósito? Aún así, no importaba. Yo ganaba tiempo a sabiendas de que para ese entonces, el rey estaría ya a salvo en su villa y que yo era reemplazable en su corte. Al final, el daño era mínimo.
Un grito ahogado salió de mi garganta en cuanto la bestia sobre mi mordió mi cuello, reacción tanto del dolor que aquello me provocaba como también de la cólera que me daba el darme cuenta de a qué me enfrentaba en realidad: un bebedor de sangre. Lo sabía porque en Bizancio se hablaba mucho de ellos, mucha gente les temía. Y por supuesto, claro, ahora todo tenía sentido. Por eso daba su charla de superioridad, por eso no podía estar a su altura; si hubiese sido un humano, de seguro le hubiera pateado el trasero sin problemas y hubiera aplastado su ego con el mío, así como él intentaba conmigo.- Maldito bastardo… -Mascullé entre dientes. Me hubiera gustado poder gritárselo debidamente con todo mi odio y desprecio, y quizá escupirlo de nuevo, pero la falta de sangre me pasaba la cuenta. Comencé a sentirme cansado y con sueño, a pesar de la adrenalina que mi cuerpo alzaba con el intento de compensar, pero la rapidez con la que el idiota se bebía mi sangre hacía que el cuerpo comenzara a pesarme, ya casi sin poder tener control sobre él. Me quedé inmóvil, con la mirada pegada en él mientras que sentía cómo mi corazón comenzaba a latir más despacio. A ese punto, llegué a tiritar de la frustración de no poder cortarle la cabeza ahí mismo, o algo así, y más frustración me dio cuando una segunda oleada de adrenalina me permitió moverme de nuevo, pero sin poder librarme de su agarre. Dejé salir el aire que tenía en los pulmones, sin poder respirar ya; para ese entonces me era difícil mantenerme despierto y lúcido, me ardían los pulmones y todos los órganos, al mismo tiempo que me dolía la cabeza como nunca antes, cualquier intento de moverme me causaba dolor y perdía los sentidos con rapidez. Los ojos no se me cerraron por completo, sino que quedaron ligeramente abiertos, pero aún así no veía nada más que las alucinaciones que comenzaba a tener, y en ellas, Odín se negaba a venir por mí. Lo veía de pie observándonos, con cuervos volando y chillando a su alrededor. En algún momento sentí al bebedor de sangre alejarse de mi cuello, pero yo ya no podía moverme ni seguir despierto, y lentamente caí inconsciente.
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Re: (Flashback) Cuando las espadas chocan, la fuerza agotan ♦ Ciro
La sangre del guerrero que corría por mi garganta y se me escurría por las comisuras de los labios sabía, precisamente, a guerra, en consonancia con el hombre al que me había enfrentado y que había demostrado ser, en parte, merecedor de mi tiempo. ¿Por qué, si no, me habría rebajado a batirme con un humano? Había visto algo en él, seguramente la chispa que había visto en algunos de los guerreros bajo mi mando durante el tiempo que yo mismo había batallado en Platea, que lo había hecho superior al resto, aunque inferior a mí. Por descontado, en ningún momento ascendería a mi nivel, pero ese algo que había visto podía tener la clave de lo que iba a ser de su vida.
Llegado a ese punto, conmigo embriagándome de sangre y perdiendo casi el sentido por el líquido carmesí que él encerraba en sus venas, tenía tres opciones: la primera, matarlo; la segunda, debilitarlo lo suficiente para que muriera y el rey se quedara sin mariscal. En cuanto a la tercera... Hasta entonces no me lo había planteado, no como una opción seria, pero tal y como estaba, bebiendo de su vida hasta que me quedara saciado y no anhelara más sangre, la idea se me presentó con la misma fuerza que el Eureka! de Arquímedes, un antiguo compatriota mío. ¿Y si lo hacía...?
Convertirlo no supondría mucho: lo había hecho otras veces, conocía el proceso, sabía perfectamente lo que dolía porque yo era un vampiro y me importaba lo suficientemente poco lo que le pasara como para que la idea tuviera fuerza. Sin embargo, quedaba la eterna duda: ¿qué demonios lo hacía merecedor de que yo malgastara mi tiempo dándole una segunda oportunidad? Claro que me había presentado batalla, eso era evidente, pero seguramente todos los humanos de su compañía lo habrían hecho, con más o con menos pericia. Era parte de su cultura, igual que lo había sido de la mía enfrentarme a los medos aunque yo me hubiera rebelado bastante contra la idea. Entonces ¿qué lo hacía especial?
Reflexioné un tanto, todo lo que podía (mucho, obviamente, incluso dadas las circunstancias) mientras me alimentaba, y lo examiné en un instante en el que me separé de la herida abierta y sangrante de su cuello. Cavilando aún, me pasé el dorso de la mano por la boca para limpiar los restos sanguinarios de mis labios, y después, cuando mis ojos volvieron a clavarse en el moribundo, lamí de manera distraída la sangre que mejor me había sabido en una larga temporada. Eureka! Eso era, definitivamente, lo que lo hacía merecedor de mí: su sangre.
La mayoría de los animales (o humanos, lo mismo daba, pues a la hora de la verdad poco diferenciaba a los puercos de los mortales) tenían un sabor vulgar, nada que se pudiera recordar una vez asesinada la persona. En cuanto el corazón dejaba de latir, pasaban algunas horas en las que la saciedad daba lugar al hambre, y vuelta a comenzar el eterno ciclo que había seguido desde mi propia conversión, medio muerto por la inanición de una condena de la que me había reído en la cara de los espartiatas. Sin embargo, el regusto de su sangre aún me duraba en la boca pese a que el corazón del guerrero estuviera dejando poco a poco de latir, y esa era la señal que necesitaba para saber que quería mantener esa deliciosa sangre disponible para mí durante el tiempo que durara su vida.
Así, sin pensarlo, lo golpeé para que volviera en sí y captara mi mirada, a la que, estaba seguro, llegaba la sonrisa que tenía grabada en los labios. Taponé la herida de su cuello un instante, lo suficiente para que la sangre dejara de manar y recuperara algo la consciencia, y en su idioma natal, que dominaba como había llegado a dominar el mío propio, me dirigí a él cuando ni siquiera tenía por qué hacerlo. Y aún no apreciaría el tamaño favor que le estaba haciendo...
– Maldito sí, pero pronto vas a estarlo tú también y sabrás lo que significa. Bastardo, ya, no tanto... Tengo muy claro de qué seres vengo porque me encargué a su debido tiempo de hacer que ellos, junto al resto de mi polis, jalearan mi nombre como el de uno de los dioses. ¿Harás tú lo mismo con esta oportunidad que te doy...? Ya me lo contarás cuando pasen los siglos, entonces comprenderás por qué me aburría tanto que he aceptado convertirme en un mercenario. Harás lo que sea por recordar la lucha, te lo aseguro... Pero, insisto, pronto lo descubrirás. Ahora de momento sólo sufrirás. – murmuré, jovial, y rasgué una de mis muñecas, la de la mano libre, con los colmillos para provocar una pequeña hemorragia.
Destaponé su herida para abrirle la boca y que la sangre que brotaba de mi otra mano cayera entre sus labios, que estaban cercanos a exhalar el último aliento. No le había avisado de que dolería, pero a esas alturas dudaba siquiera que fuera a sentirlo; es más, ni siquiera pensaba que fuera a sobrevivir. Si realmente lo hacía o no me la traía sin cuidado, igual que también lo hacía no haber terminado la misión por la que me habían pagado. El dinero mortal hacía tiempo que carecía de importancia para mí, especialmente por las riquezas que había amasado con el tiempo, así que, con aquellos pensamientos en mente, me incorporé cuando él ya terminó de beber de mí y me empecé a alejar de allí. Tal vez sobreviviría, tal vez no; fuera cual fuese el resultado, yo ya no estaría allí para verlo.
Llegado a ese punto, conmigo embriagándome de sangre y perdiendo casi el sentido por el líquido carmesí que él encerraba en sus venas, tenía tres opciones: la primera, matarlo; la segunda, debilitarlo lo suficiente para que muriera y el rey se quedara sin mariscal. En cuanto a la tercera... Hasta entonces no me lo había planteado, no como una opción seria, pero tal y como estaba, bebiendo de su vida hasta que me quedara saciado y no anhelara más sangre, la idea se me presentó con la misma fuerza que el Eureka! de Arquímedes, un antiguo compatriota mío. ¿Y si lo hacía...?
Convertirlo no supondría mucho: lo había hecho otras veces, conocía el proceso, sabía perfectamente lo que dolía porque yo era un vampiro y me importaba lo suficientemente poco lo que le pasara como para que la idea tuviera fuerza. Sin embargo, quedaba la eterna duda: ¿qué demonios lo hacía merecedor de que yo malgastara mi tiempo dándole una segunda oportunidad? Claro que me había presentado batalla, eso era evidente, pero seguramente todos los humanos de su compañía lo habrían hecho, con más o con menos pericia. Era parte de su cultura, igual que lo había sido de la mía enfrentarme a los medos aunque yo me hubiera rebelado bastante contra la idea. Entonces ¿qué lo hacía especial?
Reflexioné un tanto, todo lo que podía (mucho, obviamente, incluso dadas las circunstancias) mientras me alimentaba, y lo examiné en un instante en el que me separé de la herida abierta y sangrante de su cuello. Cavilando aún, me pasé el dorso de la mano por la boca para limpiar los restos sanguinarios de mis labios, y después, cuando mis ojos volvieron a clavarse en el moribundo, lamí de manera distraída la sangre que mejor me había sabido en una larga temporada. Eureka! Eso era, definitivamente, lo que lo hacía merecedor de mí: su sangre.
La mayoría de los animales (o humanos, lo mismo daba, pues a la hora de la verdad poco diferenciaba a los puercos de los mortales) tenían un sabor vulgar, nada que se pudiera recordar una vez asesinada la persona. En cuanto el corazón dejaba de latir, pasaban algunas horas en las que la saciedad daba lugar al hambre, y vuelta a comenzar el eterno ciclo que había seguido desde mi propia conversión, medio muerto por la inanición de una condena de la que me había reído en la cara de los espartiatas. Sin embargo, el regusto de su sangre aún me duraba en la boca pese a que el corazón del guerrero estuviera dejando poco a poco de latir, y esa era la señal que necesitaba para saber que quería mantener esa deliciosa sangre disponible para mí durante el tiempo que durara su vida.
Así, sin pensarlo, lo golpeé para que volviera en sí y captara mi mirada, a la que, estaba seguro, llegaba la sonrisa que tenía grabada en los labios. Taponé la herida de su cuello un instante, lo suficiente para que la sangre dejara de manar y recuperara algo la consciencia, y en su idioma natal, que dominaba como había llegado a dominar el mío propio, me dirigí a él cuando ni siquiera tenía por qué hacerlo. Y aún no apreciaría el tamaño favor que le estaba haciendo...
– Maldito sí, pero pronto vas a estarlo tú también y sabrás lo que significa. Bastardo, ya, no tanto... Tengo muy claro de qué seres vengo porque me encargué a su debido tiempo de hacer que ellos, junto al resto de mi polis, jalearan mi nombre como el de uno de los dioses. ¿Harás tú lo mismo con esta oportunidad que te doy...? Ya me lo contarás cuando pasen los siglos, entonces comprenderás por qué me aburría tanto que he aceptado convertirme en un mercenario. Harás lo que sea por recordar la lucha, te lo aseguro... Pero, insisto, pronto lo descubrirás. Ahora de momento sólo sufrirás. – murmuré, jovial, y rasgué una de mis muñecas, la de la mano libre, con los colmillos para provocar una pequeña hemorragia.
Destaponé su herida para abrirle la boca y que la sangre que brotaba de mi otra mano cayera entre sus labios, que estaban cercanos a exhalar el último aliento. No le había avisado de que dolería, pero a esas alturas dudaba siquiera que fuera a sentirlo; es más, ni siquiera pensaba que fuera a sobrevivir. Si realmente lo hacía o no me la traía sin cuidado, igual que también lo hacía no haber terminado la misión por la que me habían pagado. El dinero mortal hacía tiempo que carecía de importancia para mí, especialmente por las riquezas que había amasado con el tiempo, así que, con aquellos pensamientos en mente, me incorporé cuando él ya terminó de beber de mí y me empecé a alejar de allí. Tal vez sobreviviría, tal vez no; fuera cual fuese el resultado, yo ya no estaría allí para verlo.
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