Nox vindicta ( priv)

por **Brönte d'Auxerre** Vie Abr 24, 2015 7:55 pm

“Me basta con mi pena.
Ella me ayuda a vivir estos amaneceres blancos
Estas noches desiertas
Esta cuenta incesante de las pérdidas.”

Su cabello oscuro se revolvió con el viento que soplaba sobre los tejados de aquella zona recientemente construida en París. Una gran cicatriz abierta en la tierra de la que surgían edificios enormes destinados a la producción de todos aquellos instrumentos necesarios para facilitar las tareas cotidianas. Objetos extraños, o a veces, meros alimentos procesados en todas aquellas terroríficas maquinarias hechas de hierro. Fábricas devora hombres. Así las llamaba él.

De pie sobre el tejado de uno de aquellos edificios, podía ver las silentes callejuelas que se dibujaban a sus pies, creando un mapa sinuoso destinado al entretenimiento de una mente tan hirsuta como la suya. Le parecía increíble el imaginar que tan solo unas noches atrás, él y su hermano, Dorian, hubiesen mantenido una conversación ante uno de esos nuevos edificios.

Aquel vampiro, como de costumbre, se burló de él por sus locos comentarios. Estaba acostumbrado al carácter jovial de Dorian y a su loable intento de llegar a comprenderle. A veces había observado una mirada de sorpresa en él, como si no llegara a entender el porqué todos no lo tomaban en serio. Pero entonces, como casi siempre, le mostraba una parte de su locura, para que su hermano no profundizase demasiado en su verdadero carácter. No quería que nadie llegase al verdadero Brönte, ni siquiera podría hacerlo él mismo aunque quisiera, pues se había encerrado bajo llave hacía mucho tiempo. Y la llave estaba en uno de los salones abandonados de su mente, lo cual, ya era bastante preocupante, pues no era el mejor lugar donde alguien quisiese realmente adentrarse.

Desaparecido. Dorian se había esfumado en la noche como lo hizo Adriel. Nadie sabía nada de su hermano, ni a dónde habría ido, ni si podría seguir vivo. Esto, junto a la huida de Sébastiane y Denisse, solo mermaba al Clan D’Auxerre. El silencio en la mansión era tal, que apenas lo podía soportar. Lo cual era absurdo, ya que él amaba esa nada suspendida en el aire, la ausencia de todo ruido le era sumamente placentero. Pero ahora solo era sinónimo de muerte y desolación. La soledad jamás había sido mejor interpretada que con aquella nota muda en la que parecía haberse convertido su hogar.

Quizás por eso estaba allí, en la parte más alejada de la ciudad, de pie sobre uno de los tejados de las fábricas en las que había invertido una pequeña fortuna para así poder obtener en el futuro un ingreso mayor al que había dado en el comienzo. Su estado de ánimo, al borde del estallido de furia, del abrazo de su locura, se expresaba en su aspecto. Su cuerpo, siempre envuelto en lujosas prendas, limpias, meticulosamente colocadas sobre él en forma de capas, mantenían su imagen de caballero prolijamente vestido. Pero hoy, sólo portaba un pantalón oscuro de equitación, con sus botas del mismo color sobre el mismo, acentuando así su gran altura. Sobre la cintura de su pantalón, bailaba el borde de su camiseta blanca, mostrando parte de su abdomen cada vez que el viento agitaba aquella prenda que colgaba libre de las ataduras del pantalón o el chaleco y la chaqueta que solía llevar. Sin sombrero, corbata u abrigo, se erguía imponente como un guardián ajeno al frío que dejaba la caricia de la brisa nocturna sobre su piel. Sus ojos llenos de dolor, escrutaban todo aquello que se movía a sus pies, expectante, buscando una figura familiar que sabía que no iba a encontrar, pues Dorian no estaría allí. Su poder de rastreo se lo decía.

Abrió sus brazos al viento y se balanceó suavemente entre el vacío y el borde del tejado de aquel edificio, convirtiéndose en un símil viviente de la situación en la que se encontraba su familia. Sabía que la desaparición de Dorian no los llevaría al exterminio, pero su corazón no estaba preparado para más ausencias. Sentía el peso de su inmortalidad sobre los huesos, solo ahora comprendía la intensidad con la que vivían los humanos, pues solo cuando eras consciente de la rapidez con la que tus seres queridos desaparecían a tu alrededor sin que siquiera pudieses hacer nada para evitarlo, llegabas a comprender que la muerte siempre acechaba; ni pobre ni rico se libraría, ni vampiro o humano. Todos morían, dejando solo el más silencioso vacío.