AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Éloi Montaudouin
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Éloi Montaudouin
Éloi Montaudouin
17 años Humano / Hechicero Clase Alta Homosexual Nantes, Loire-Atlantique, Francia |
Personalidad
Éloi es una persona seria y de, en general, pocas palabras. Suele ser tajante y directo, muchas veces cargando sus intervenciones de sarcasmo. No le gusta repetir lo que dice y, a su parecer, cuando alguien no entiende sus indirectas o tan sólo puede entrever las segundas intenciones detrás de sus acusaciones, es debido al reducido nivel intelectual de éstos y, por lo tanto, no merecen mayores explicaciones. A pesar de ello y debido a su educación trata a la gente con cierto respeto, aunque en muchas ocasiones dicho formalismo suena con irónica hipocresía.
La desconfianza le caracteriza y rara vez se espera algo bueno de alguien, inclusive cuando no manifiestan malas intenciones, ya que una motivación moralmente justificada puede resultar igualmente en su perjuicio, afirmación que ya le ha tocado sufrir.
No sabe si creer en Dios o no, dado que, aunque haya sido criado como cristiano, jamás ha tenido pruebas de su existencia, y los últimos años de su vida nunca ha recibido la compasión que se supone que le caracterizaba. En el monasterio terminó de perder su fe al, en vez de salvación, obtener fanatismo.
En lo respectivo a sus poderes, o esa extraña afección que posee, es consciente de que necesita ayuda. Desde la última desgracia, cuando su ánimo se altera su temperatura asciende, por lo que tiene que controlarse por la posibilidad de volver a salir ardiendo. Le gustaría encontrar a alguien que le enseñara a dominar su talento, pero tampoco es como si pudiera ir preguntando a la gente sobre brujería.
La desconfianza le caracteriza y rara vez se espera algo bueno de alguien, inclusive cuando no manifiestan malas intenciones, ya que una motivación moralmente justificada puede resultar igualmente en su perjuicio, afirmación que ya le ha tocado sufrir.
No sabe si creer en Dios o no, dado que, aunque haya sido criado como cristiano, jamás ha tenido pruebas de su existencia, y los últimos años de su vida nunca ha recibido la compasión que se supone que le caracterizaba. En el monasterio terminó de perder su fe al, en vez de salvación, obtener fanatismo.
En lo respectivo a sus poderes, o esa extraña afección que posee, es consciente de que necesita ayuda. Desde la última desgracia, cuando su ánimo se altera su temperatura asciende, por lo que tiene que controlarse por la posibilidad de volver a salir ardiendo. Le gustaría encontrar a alguien que le enseñara a dominar su talento, pero tampoco es como si pudiera ir preguntando a la gente sobre brujería.
Poderes • Nigromancia • • Titiritero • • Alt. de la Apariencia • |
Historia
Fue la llama lo primero que vio la partera cuando su madre lo trajo al mundo, un encarnado que acompañaba al correspondiente griterío que evidenciaba que, como todos esperaban, el niño no era nonato. Una noticia que agrió la felicidad de ese día, ya que el recién llegado vino con una maldición que había achacado a algunos miembros de su familia paterna desde que tenía uso de memoria: nació pelirrojo.
Según el pensamiento de la época, aquel tono de cabello venía atado a una cierta inmoralidad y la historia de los Montaudouin reafirmaba dicha hipótesis. Desde que se tenía constancia del hecho, aquellos que poseían el perverso atributo, bien habían supuesto una desgracia para su nombre, bien habían tenido un trágico final. Y, generalmente, ambos posibles finales habían ido de la mano. Él no fue una excepción.
El niño se llamaría Éloi y pertenecía a un linaje de comerciantes afincados en Nantes cuyo gran crecimiento había venido de la mano del ser la familia más importante del tráfico de esclavos africanos en la ciudad que controlaba más de tres cuartas partes de ese sector en el mercado francés. Por lo tanto, nunca le debió faltar de nada, ni alimento, ni educación, ni tan siquiera diversión. Tan sólo podría haberse quejado de cierta carencia de comprensión hacia su extraña dolencia, pero ésta no se comenzaría a manifestar hasta que contase con trece años de edad.
Todo comenzó una mañana en la que, repentinamente, una fuerte fiebre se había apoderado de él. La garganta y los labios resecos acompañaban a esa mirada cansada que transmitía un sufrimiento interno mientras apenas era capaz de moverse en las sábanas empapadas en sudor. Los criados corrieron a avisar a los señores de la casa y, a continuación, alguien corrió a buscar un doctor. Éloi nunca supo el tiempo que tardara éste en llegar, dado que en su estado el tiempo no era más que una sucesión de difusos e interminables instantes cargados de un soporífero y abrasador sufrimiento. Con dificultad, logró comunicar al físico que aquel ardor surgía de su pecho y se extendía por todo el cuerpo a ráfagas que acompañaban el compás de su corazón, que sus pulmones se quejaban de cada vez que respiraba y que sus párpados le pesaban por el adormecimiento. El entendido quiso ver que aquello no era más que una extraña clase de influenza que, por alguna razón, había llegado en mayo y, para ayudar, recetó tomar dos baños de agua helada al día. Pero la situación no era tan sencilla, ya que la primera vez que la desnuda y lechosa piel del joven tocó el líquido congelado, éste comenzó a bullir. El alarido que soltó por el fuerte contraste entre la temperatura de su cuerpo y la gelidez fue eclipsado por el fuerte rugir del vapor huyendo del contacto hasta el punto de terminar el convaleciente tumbado en una vacía bañera ante la atónita mirada de los lacayos. Así pasó casi medio año, con la mitad de su familia preocupada por él y la otra mitad consciente de que aquel era el inevitable destino que se le tenía reservado, día tras día cual moribundo y noche tras noche acosado por los delirios. Sin embargo, un buen día, así como la afección llegó, así hubo de desaparecer. Sin embargo, Éloi nunca llegaría a ser el mismo. Su personalidad parecía no haber cambiado, pero lo cierto era que la semilla que hubiera portado consigo había comenzado a germinar.
Un par de semanas después, se despertó en medio de la noche sintiendo un terrible frío. La ventana estaba cerrada y no había razón aparente para que las ascuas de la chimenea no calentaran un mínimo aquella estancia. Y no es que éstas no expelieran calor, sino que era otro el origen de la falta del mismo. De pronto, esta causa se le presentó, portando un largo vestido cuya apariencia etérea le petrificó y le impidió tan siquiera pestañear cuando la mujer se fue acercando. Al encontrarse ésta a apenas unos palmos de él, le comunicó claramente que iba a morir por ser una abominación, tras lo cual el joven dio el grito que hizo esfumarse a la aparición y que provocó que su hermana mayor fuera a ver qué le sucedía. Tras la reticencia inicial, contó lo sucedido tan sólo para que le tranquilizaran intentando que se diera cuenta de que lo había soñado. Pero él sabía que no había sido un sueño.
Las visitas comenzaron a ser más frecuentes y, aunque en un principio tan sólo resultaban una terrorífica molestia, terminaron por representar una amenaza para su integridad. Ningún ataque fue directo, pero Éloi sabía que aquellos pequeños accidentes no podían ser una casualidad, como la vez que la silla de su caballo se desató, haciéndole caer al suelo para romperse una pierna, o cuando la viga que no podía haberse deteriorado tanto cedió y el techo se le precipitó encima, tan sólo salvándose de ser aplastado porque un criado tuvo los suficientes reflejos como para evitar la catástrofe. Pero no tenía evidencias de la implicación de la mujer y, aunque las hubiera conseguido, nadie hubiera creído que se trataba de un fantasma. Además, por aquel entonces el muchacho comenzó a sentir recaídas en aquella extraña enfermedad, aunque generalmente no fuera más que una inusual subida de su temperatura corporal, jamás volviendo a dejarle convaleciente en la cama. Sin embargo, en determinado momento, ese mal mutó y en su ropa empezó a aparecer pequeñas manchas amarronadas, prueba de una incipiente combustión. En ese punto, sus padres comenzaron a preocuparse de nuevo, incluso no habiendo llegado a observar las pequeñas llamas que de vez en cuando afloraban de la piel del joven.
El día de su decimoquinto cumpleaños el destino quiso dar un nuevo revés a su vida. Aquella noche, cuando todo el mundo hubo de haberse quedado dormido, se le apareció otro de aquellos fantasmas que le visitaban. Sin embargo, a éste nunca le había visto con anterioridad. Como de costumbre, Éloi se dio media vuelta y se tapó con las sábanas hasta la cabeza, rezando porque el difunto decidiese ir a molestar a otro. Sin intención de hacerle caso, el espíritu se acercó a él y comenzó a hablarle al oído, apenas en susurros, para que nadie más, vivo o muerto, pudiera escucharle. Le habló de su maldición, de cómo muchos de sus antepasados la habían presentado y que, lejos de ser algo negativo, era una bendición. Le habló de personajes extraordinarios, de las infinitas posibilidades. En definitiva, le explicó que la magia existía y que él había sido un elegido para dominarla. El interés comenzó a aflorar en Éloi, así como un leve temor y respeto. ¿No era aquella una dote de Lucifer? ¿No eran merecedores de la condena eterna sus practicantes? Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en el infierno. Pero también le habló de aquella mujer que pretendía acabar con su vida, de cómo era una molestia y de cómo se interponía en su camino. Y le ofreció deshacerse de ella, lo único que debía hacer era dejarle entrar dentro de él para, así, uniendo la vida con la muerte, poder vencerla. Pese a la inseguridad, el deseo por acabar con una de sus preocupaciones logró que el joven accediera a ser poseido. Entonces, el mundo se volvió negro y él perdió la consciencia. Al despertar, se encontró tumbado de nuevo en la cama, pero rodeado de una docena de ojos que no apartaban la vista de él. Le preguntaron si recordaba algo y, al recibir una respuesta negativa, le informaron de que había intentado asfixiar a una de las gemelas. En un principio no lo quiso creer, pero la furia que transmitía el primogénito de los Mountaudouin cuando se refería a él no le dejó más remedio que aceptar la realidad. Su padre quería contactar con las autoridades eclesiásticas para someter al hijo a un ritual de exorcismo, pero su madre logró frenarlo con otra opción. El joven sería enviado a Normandía, donde vivía un primo de la mujer, fraile que tenía la teoría de que un poseído que aún conservaba periodos de lucidez podía ser liberado del mal gracias a un intenso ayuno y a un exhaustivo rezo. Éloi no quería irse del hogar que siempre había conocido a ponerse en manos de personas a las que no conocía, pero no tenía otro remedio. Momentos antes de partir, el joven preguntó a su madre si estaba condenado, obteniendo la obvia respuesta que pudiera dar, que no, que él no era malvado, que podía salvarse. Pero sus ojos carecían de la seguridad con la que ella quiso maquillar sus palabras y Éloi notó cómo la duda le desgarraba el alma, siendo consciente del abismo que se había abierto entre él y los suyos. Algo en él le dijo que, aunque físicamente se marchaba en ese momento, hacía tiempo que se había vuelto un extraño entre aquellos muros.
Su nuevo hogar, o el lugar en el que residiría a partir de aquel momento, era un monasterio en Caen. Bernard, un hombre alto, de cabello oscuro y mirada penetrante, le recibió con los brazos abiertos tan sólo para, pronto, descubrirse como un guardián recto y serio. Era de los de la opinión de que había que amar al prójimo, pero también de que tan sólo la firmeza y un talante fuerte podían salvar un alma. Pronto sometió a Éloi a un profundo ayuno del que tan sólo se libraba dos veces por semana y le aisló del resto de monjes para que pudiera “estar a solas con Dios”. El debilitamiento de su cuerpo no tardó en hacerse evidente y, con él, llegó la fiebre. Lejos de preocuparse, su tío segundo vio en aquella reacción la manifestación del demonio que se debía de haber refugiado en el interior del joven y que ahora estaba siendo forzado a salir. Según él, la expulsión quedaba cerca. Pero la temperatura siguió ascendiendo hasta el punto de que cualquiera que se acercara a él se extrañaba de que ésta no hubiera acabado con su vida. Y entonces se le revelaron. Nadie a parte de él podía notar su presencia, pero su lecho se hallaba rodeado de esas figuras espectrales, esta vez cubiertas con un hábito. Eran monjes, los monjes muertos desde hacía los suficientes años como para que hubieran olvidado la duración de su existencia. En esta ocasión no resultaron hostiles, pero su mera compañía le alteraba en los escasos momentos en los que recuperaba la consciencia. Pasó así un mes y, debido a la falta de avances, Bernard decidió cortar por completo el suministro de alimentos y comenzó a rezar a su lado para ayudar en su curación. Éloi intentó evitarlo, sabía que se estaba muriendo de inanición por la obsesión de su cuidador de probar su teoría, pero nadie le hizo caso.
La desgracia llegó apenas unos días después. Las únicas fuerzas que conservaba se centraban en pedir algo que llevarse a la boca, rogativas cuya única respuesta eran más oraciones que tan sólo lograban crisparle. Y, en determinado momento, no pudo aguantarlo más, pidiendo que, si debía morir por culpa de aquellos fanáticos, ellos debían irse con él. En tan sólo un instante su piel se cubrió de llamas y la cama sobre la que estaba tumbado se convirtió en cenizas y carbón. Las personas que se encontraban a su alrededor quedaron fulminadas y el fuego pronto comenzó a roer la estructura de madera del edificio. Cuando recuperó el conocimiento se encontró desnudo en medio de unas ardientes ruinas. El cómo no había muerto era un misterio para él, dado que, pese a que pudiera ser inmune a su propio fuego, el techo debiera de haberle aplastado. Sea como fuere, el hecho es que estaba vivo y libre de aquella ataduras que su familia le había impuesto. Sabía que no podía regresar con ellos, no sólo porque la vergüenza que pudiera causarle reconocer ante ellos el evento que acababa de acaecer, sino también porque era consciente de que ellos no podían ayudarle. No, tenía que aprovechar la oportunidad que le brindaba el hecho de que su familia, con suerte, pensaría que estaba muerto, y hacer su camino él solo. También conocedor de la realidad materialista de este mundo, procedió a buscar entre los escombros algo que pudiera resultarle de utilidad. No era tan iluso como para esperar que algún atuendo no hubiera sido calcinado, pero sí se hizo con unos cuantos francos cuyo metal le quemó al recogerlos. Se quejó por el dolor, pero no le quedaba otro remedio que soportarlo.
Tras llegar a una localidad cercana, mintió acerca de lo sucedido y fingió haber sido asaltado como explicación de su falta de ropas. Compró algo con lo que vestirse y algo que comer, y contrató a un muchacho para que hiciera llegar a París una misiva. En ella pedía ayuda y cobijo a un viejo amigo. La respuesta tardó en llegar un par de semanas y, aunque en ella le comunicaba que no podía hacerse cargo de él, sí que le daba una solución: dos conocidos suyos, hermanos, podían acogerle. Sin demorarse más, puso rumbo a la capital del Sena.
Según el pensamiento de la época, aquel tono de cabello venía atado a una cierta inmoralidad y la historia de los Montaudouin reafirmaba dicha hipótesis. Desde que se tenía constancia del hecho, aquellos que poseían el perverso atributo, bien habían supuesto una desgracia para su nombre, bien habían tenido un trágico final. Y, generalmente, ambos posibles finales habían ido de la mano. Él no fue una excepción.
El niño se llamaría Éloi y pertenecía a un linaje de comerciantes afincados en Nantes cuyo gran crecimiento había venido de la mano del ser la familia más importante del tráfico de esclavos africanos en la ciudad que controlaba más de tres cuartas partes de ese sector en el mercado francés. Por lo tanto, nunca le debió faltar de nada, ni alimento, ni educación, ni tan siquiera diversión. Tan sólo podría haberse quejado de cierta carencia de comprensión hacia su extraña dolencia, pero ésta no se comenzaría a manifestar hasta que contase con trece años de edad.
Todo comenzó una mañana en la que, repentinamente, una fuerte fiebre se había apoderado de él. La garganta y los labios resecos acompañaban a esa mirada cansada que transmitía un sufrimiento interno mientras apenas era capaz de moverse en las sábanas empapadas en sudor. Los criados corrieron a avisar a los señores de la casa y, a continuación, alguien corrió a buscar un doctor. Éloi nunca supo el tiempo que tardara éste en llegar, dado que en su estado el tiempo no era más que una sucesión de difusos e interminables instantes cargados de un soporífero y abrasador sufrimiento. Con dificultad, logró comunicar al físico que aquel ardor surgía de su pecho y se extendía por todo el cuerpo a ráfagas que acompañaban el compás de su corazón, que sus pulmones se quejaban de cada vez que respiraba y que sus párpados le pesaban por el adormecimiento. El entendido quiso ver que aquello no era más que una extraña clase de influenza que, por alguna razón, había llegado en mayo y, para ayudar, recetó tomar dos baños de agua helada al día. Pero la situación no era tan sencilla, ya que la primera vez que la desnuda y lechosa piel del joven tocó el líquido congelado, éste comenzó a bullir. El alarido que soltó por el fuerte contraste entre la temperatura de su cuerpo y la gelidez fue eclipsado por el fuerte rugir del vapor huyendo del contacto hasta el punto de terminar el convaleciente tumbado en una vacía bañera ante la atónita mirada de los lacayos. Así pasó casi medio año, con la mitad de su familia preocupada por él y la otra mitad consciente de que aquel era el inevitable destino que se le tenía reservado, día tras día cual moribundo y noche tras noche acosado por los delirios. Sin embargo, un buen día, así como la afección llegó, así hubo de desaparecer. Sin embargo, Éloi nunca llegaría a ser el mismo. Su personalidad parecía no haber cambiado, pero lo cierto era que la semilla que hubiera portado consigo había comenzado a germinar.
Un par de semanas después, se despertó en medio de la noche sintiendo un terrible frío. La ventana estaba cerrada y no había razón aparente para que las ascuas de la chimenea no calentaran un mínimo aquella estancia. Y no es que éstas no expelieran calor, sino que era otro el origen de la falta del mismo. De pronto, esta causa se le presentó, portando un largo vestido cuya apariencia etérea le petrificó y le impidió tan siquiera pestañear cuando la mujer se fue acercando. Al encontrarse ésta a apenas unos palmos de él, le comunicó claramente que iba a morir por ser una abominación, tras lo cual el joven dio el grito que hizo esfumarse a la aparición y que provocó que su hermana mayor fuera a ver qué le sucedía. Tras la reticencia inicial, contó lo sucedido tan sólo para que le tranquilizaran intentando que se diera cuenta de que lo había soñado. Pero él sabía que no había sido un sueño.
Las visitas comenzaron a ser más frecuentes y, aunque en un principio tan sólo resultaban una terrorífica molestia, terminaron por representar una amenaza para su integridad. Ningún ataque fue directo, pero Éloi sabía que aquellos pequeños accidentes no podían ser una casualidad, como la vez que la silla de su caballo se desató, haciéndole caer al suelo para romperse una pierna, o cuando la viga que no podía haberse deteriorado tanto cedió y el techo se le precipitó encima, tan sólo salvándose de ser aplastado porque un criado tuvo los suficientes reflejos como para evitar la catástrofe. Pero no tenía evidencias de la implicación de la mujer y, aunque las hubiera conseguido, nadie hubiera creído que se trataba de un fantasma. Además, por aquel entonces el muchacho comenzó a sentir recaídas en aquella extraña enfermedad, aunque generalmente no fuera más que una inusual subida de su temperatura corporal, jamás volviendo a dejarle convaleciente en la cama. Sin embargo, en determinado momento, ese mal mutó y en su ropa empezó a aparecer pequeñas manchas amarronadas, prueba de una incipiente combustión. En ese punto, sus padres comenzaron a preocuparse de nuevo, incluso no habiendo llegado a observar las pequeñas llamas que de vez en cuando afloraban de la piel del joven.
El día de su decimoquinto cumpleaños el destino quiso dar un nuevo revés a su vida. Aquella noche, cuando todo el mundo hubo de haberse quedado dormido, se le apareció otro de aquellos fantasmas que le visitaban. Sin embargo, a éste nunca le había visto con anterioridad. Como de costumbre, Éloi se dio media vuelta y se tapó con las sábanas hasta la cabeza, rezando porque el difunto decidiese ir a molestar a otro. Sin intención de hacerle caso, el espíritu se acercó a él y comenzó a hablarle al oído, apenas en susurros, para que nadie más, vivo o muerto, pudiera escucharle. Le habló de su maldición, de cómo muchos de sus antepasados la habían presentado y que, lejos de ser algo negativo, era una bendición. Le habló de personajes extraordinarios, de las infinitas posibilidades. En definitiva, le explicó que la magia existía y que él había sido un elegido para dominarla. El interés comenzó a aflorar en Éloi, así como un leve temor y respeto. ¿No era aquella una dote de Lucifer? ¿No eran merecedores de la condena eterna sus practicantes? Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en el infierno. Pero también le habló de aquella mujer que pretendía acabar con su vida, de cómo era una molestia y de cómo se interponía en su camino. Y le ofreció deshacerse de ella, lo único que debía hacer era dejarle entrar dentro de él para, así, uniendo la vida con la muerte, poder vencerla. Pese a la inseguridad, el deseo por acabar con una de sus preocupaciones logró que el joven accediera a ser poseido. Entonces, el mundo se volvió negro y él perdió la consciencia. Al despertar, se encontró tumbado de nuevo en la cama, pero rodeado de una docena de ojos que no apartaban la vista de él. Le preguntaron si recordaba algo y, al recibir una respuesta negativa, le informaron de que había intentado asfixiar a una de las gemelas. En un principio no lo quiso creer, pero la furia que transmitía el primogénito de los Mountaudouin cuando se refería a él no le dejó más remedio que aceptar la realidad. Su padre quería contactar con las autoridades eclesiásticas para someter al hijo a un ritual de exorcismo, pero su madre logró frenarlo con otra opción. El joven sería enviado a Normandía, donde vivía un primo de la mujer, fraile que tenía la teoría de que un poseído que aún conservaba periodos de lucidez podía ser liberado del mal gracias a un intenso ayuno y a un exhaustivo rezo. Éloi no quería irse del hogar que siempre había conocido a ponerse en manos de personas a las que no conocía, pero no tenía otro remedio. Momentos antes de partir, el joven preguntó a su madre si estaba condenado, obteniendo la obvia respuesta que pudiera dar, que no, que él no era malvado, que podía salvarse. Pero sus ojos carecían de la seguridad con la que ella quiso maquillar sus palabras y Éloi notó cómo la duda le desgarraba el alma, siendo consciente del abismo que se había abierto entre él y los suyos. Algo en él le dijo que, aunque físicamente se marchaba en ese momento, hacía tiempo que se había vuelto un extraño entre aquellos muros.
Su nuevo hogar, o el lugar en el que residiría a partir de aquel momento, era un monasterio en Caen. Bernard, un hombre alto, de cabello oscuro y mirada penetrante, le recibió con los brazos abiertos tan sólo para, pronto, descubrirse como un guardián recto y serio. Era de los de la opinión de que había que amar al prójimo, pero también de que tan sólo la firmeza y un talante fuerte podían salvar un alma. Pronto sometió a Éloi a un profundo ayuno del que tan sólo se libraba dos veces por semana y le aisló del resto de monjes para que pudiera “estar a solas con Dios”. El debilitamiento de su cuerpo no tardó en hacerse evidente y, con él, llegó la fiebre. Lejos de preocuparse, su tío segundo vio en aquella reacción la manifestación del demonio que se debía de haber refugiado en el interior del joven y que ahora estaba siendo forzado a salir. Según él, la expulsión quedaba cerca. Pero la temperatura siguió ascendiendo hasta el punto de que cualquiera que se acercara a él se extrañaba de que ésta no hubiera acabado con su vida. Y entonces se le revelaron. Nadie a parte de él podía notar su presencia, pero su lecho se hallaba rodeado de esas figuras espectrales, esta vez cubiertas con un hábito. Eran monjes, los monjes muertos desde hacía los suficientes años como para que hubieran olvidado la duración de su existencia. En esta ocasión no resultaron hostiles, pero su mera compañía le alteraba en los escasos momentos en los que recuperaba la consciencia. Pasó así un mes y, debido a la falta de avances, Bernard decidió cortar por completo el suministro de alimentos y comenzó a rezar a su lado para ayudar en su curación. Éloi intentó evitarlo, sabía que se estaba muriendo de inanición por la obsesión de su cuidador de probar su teoría, pero nadie le hizo caso.
La desgracia llegó apenas unos días después. Las únicas fuerzas que conservaba se centraban en pedir algo que llevarse a la boca, rogativas cuya única respuesta eran más oraciones que tan sólo lograban crisparle. Y, en determinado momento, no pudo aguantarlo más, pidiendo que, si debía morir por culpa de aquellos fanáticos, ellos debían irse con él. En tan sólo un instante su piel se cubrió de llamas y la cama sobre la que estaba tumbado se convirtió en cenizas y carbón. Las personas que se encontraban a su alrededor quedaron fulminadas y el fuego pronto comenzó a roer la estructura de madera del edificio. Cuando recuperó el conocimiento se encontró desnudo en medio de unas ardientes ruinas. El cómo no había muerto era un misterio para él, dado que, pese a que pudiera ser inmune a su propio fuego, el techo debiera de haberle aplastado. Sea como fuere, el hecho es que estaba vivo y libre de aquella ataduras que su familia le había impuesto. Sabía que no podía regresar con ellos, no sólo porque la vergüenza que pudiera causarle reconocer ante ellos el evento que acababa de acaecer, sino también porque era consciente de que ellos no podían ayudarle. No, tenía que aprovechar la oportunidad que le brindaba el hecho de que su familia, con suerte, pensaría que estaba muerto, y hacer su camino él solo. También conocedor de la realidad materialista de este mundo, procedió a buscar entre los escombros algo que pudiera resultarle de utilidad. No era tan iluso como para esperar que algún atuendo no hubiera sido calcinado, pero sí se hizo con unos cuantos francos cuyo metal le quemó al recogerlos. Se quejó por el dolor, pero no le quedaba otro remedio que soportarlo.
Tras llegar a una localidad cercana, mintió acerca de lo sucedido y fingió haber sido asaltado como explicación de su falta de ropas. Compró algo con lo que vestirse y algo que comer, y contrató a un muchacho para que hiciera llegar a París una misiva. En ella pedía ayuda y cobijo a un viejo amigo. La respuesta tardó en llegar un par de semanas y, aunque en ella le comunicaba que no podía hacerse cargo de él, sí que le daba una solución: dos conocidos suyos, hermanos, podían acogerle. Sin demorarse más, puso rumbo a la capital del Sena.
hecho por tiika © matryoshka
Última edición por Éloi Montaudouin el Mar Mayo 19, 2015 1:27 pm, editado 5 veces
Éloi Montaudouin- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 10
Fecha de inscripción : 10/05/2015
Re: Éloi Montaudouin
FICHA EN PROCESO
incompleta
TU FICHA ESTÁ INCOMPLETA. CUANDO HAYAS TERMINADO, POR FAVOR POSTEA A CONTINUACIÓN EN ESTE MISMO TEMA PARA QUE UN MIEMBRO DEL STAFF PASE A REVISARLA Y TE DE COLOR Y RANGO SI TODO ESTÁ EN ORDEN.
NO OLVIDES QUE PARA PODER ACEPTARLA ES NECESARIO QUE PRIMERO HAYAS REALIZADO LOS REGISTROS OBLIGATORIOS EN ESTE APARTADO Y QUE CUMPLAS CON LO QUE PEDIMOS EN EL ESQUELETO DE LA FICHA, INFORMACIÓN QUE PUEDES VER AQUÍ.
GRACIAS.
CODE BY NIGEL QUARTERMANE
Nigel Quartermane- Vampiro/Realeza [Admin]
- Mensajes : 10717
Fecha de inscripción : 11/01/2010
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: Éloi Montaudouin
~ Ficha Terminada ~
Éloi Montaudouin- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 10
Fecha de inscripción : 10/05/2015
Re: Éloi Montaudouin
FICHA APROBADA
bienvenido/a a victorian vampires
¡ENHORABUENA! YA ERES PARTE DE VICTORIAN VAMPIRES Y TE DAMOS LA MÁS CORDIAL BIENVENIDA.
ANTES DE HACER CUALQUIER OTRA COSA, TE INVITO A LEER LAS NORMAS QUE TENEMOS EN EL FORO PARA QUE ESTÉS BIEN ENTERADO/A DE CÓMO MANEJAMOS TODO EN ESTE SITIO Y ASÍ EVITARTE FUTUROS MALOS ENTENDIDOS. A CONTINUACIÓN TE DEJO LOS LINKS MÁS IMPORTANTES PARA QUE PUEDAS CONOCER LA INFORMACIÓN, Y SI DESPUÉS DE LEER SIGUES TENIENDO ALGUNA DUDA, PUEDES CONTACTARME A MÍ O A OTRO DE LOS ADMINISTRADORES; ESTAMOS PARA SERVIRTE.
¡QUE TE DIVIERTAS!
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