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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Remo Miér Jul 08, 2015 11:57 am

Si algo le otorgaba plenitud a Remo, eran las peleas. Viviendo toda la vida rodeado de todo lo que se le antojara y más, ningún capricho podía satisfacer realmente sus necesidades, porque según él, sólo los retos podían hacerle temblar de anticipación, preocuparse por el desarrollo de los acontecimientos o ansiar que llegase el final. Era por aquellos motivos y muchos más, que los miércoles, a altas horas ya de la noche, cuando los ciudadanos de París yacían dormidos plácidamente en sus camas, se convertían en su momento favorito de la semana. Porque en aquellos instantes, en el lugar menos pensado, la Catedral, tenían lugar unos encuentros clandestinos muy interesantes, cargados de golpes, sudor, lágrimas y sangre.

Aquel día, si todo salía como había previsto, tendría un añadido a la suma explosiva que con tanta impaciencia aguardaba semanalmente. Si nada se torcía y había logrado picar la curiosidad con suficiente arte, un espectador especial haría aparición en la iglesia. Conociendo lo poco que sabía del susodicho, seguramente llegaría tarde, porque habría dudado de la palabra del menor de los gemelos. Si de algo presumía Remo, era de su sinceridad, pero al mismo tiempo, poca gente le creía. Era irónico, tanto, que le parecía de lo más divertido decir verdades y que todos le tomaran por mentiroso, como a su hermano Rómulo. Aquel sí que era un auténtico canalla, un Casanovas, un embaucador de primera. Utilizaba palabras hermosas, frases decoradas con ademanes ilustres, pero a fin de cuentas, no eran más que una sarta de mentiras encadenadas por bonitos eslabones de hojalata.

Ahora se encontraba en la sacristía, mas no se estaba santiguando ni mucho menos. Una risa escapó de su garganta al pensar si quiera en el hecho de creer en Dios. Para él, no existía nada que no pudiera ser tocado, visto, olido o saboreado. Se ajustó el vendaje alrededor de los nudillos de la mano derecha y, con ayuda de los dientes, lo apretó del todo al anudar. Separó las piernas, haciendo un par de ejercicios de amortiguación y probó su juego de pies. Todo estaba listo, al menos para él. Fue directo hacia la puerta que llevaba al sótano, una de las dos que había, la privada, por decirlo de alguna manera, y descendió los escalones hasta las amplias catacumbas que ejercerían de ring para la pelea. Ya había bastante gente allí concentrada, entre ellos su contrincante, un tipo grande, fornido y por los rasgos físicos más destacables, procedente seguramente de algún país del nordeste. Le sacaba una cabeza a Remo y posiblemente era el doble que él, o al menos casi. Sin embargo, el cambiante no se amedrentaba con nada. Sonrió ladinamente ante un gruñido del adversario y se aproximó al círculo dibujado con carbón en el suelo blanquecino.

Un tipo de mediana estatura, panzudo y con un bigote retorcido, se colocó en el centro de la pista y dio un par de palmadas al aire para llamar la atención de todos los presentes.

-Las apuestas están tres a uno a favor de Björn. Les recordamos que una vez iniciada la pelea, no se aceptarán más aportaciones. Y que, bajo ningún concepto, se harán devoluciones de dinero una vez depositado en la gorra.

El murmullo de la gente era algo que encendía la sangre del pelirrojo. Le encantaba pelear, pero si había testigos, todo se volvía mucho más entretenido. Los dos luchadores fueron llamados al centro del ring y el resto de la gente se apartó. El gemelo no dejaba de sonreír, observando cada movimiento del contrario, examinándole, estudiando sus gestos, intentando adivinar cuál sería su siguiente paso. Solía ganar con bastante facilidad, en realidad mucha menos de la que realmente sería lógica, pero le gustaba jugar con la comida, como diría su madre. Sonó la pequeña campanilla que anunciaba el inicio del asalto y permitió que el grandullón, atacara primero, dejándose golpear en la mandíbula. Dolió, el tipo daba fuerte, se le resintieron un par de muelas y se le partió el labio. Escupió a un lado del suelo, dejando una mancha medio rojiza y amplió su sonrisa al tiempo que estrechaba la mirada.

-¿Ese es tu mejor golpe?

Provocar al adversario era una de las partes más divertidas, no cabía duda, y el bovino era todo en experto en sacar a cualquiera de sus casillas, sino que se lo preguntaran a su hermano, al cual tenía hastiado de sus estupideces e incitaciones a la violencia.
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Mensaje por Éloi Montaudouin Jue Jul 09, 2015 10:42 am

Los dedos de Éloi se debatían entre si terminar de desabrochar o volver a abotonarse la camisa. No avanzaban, mas no retrocedían, encasillados en el dintel, sin dejar salir el tercer botón, ni querer volverlo a enganchar en el ojal. Así se hallaba desde hacía unos cinco minutos, casi inmóvil y con la mirada fija en el mismo tramo de la junta formada por dos de los tablones del entarimado. Al final, soltó un gruñido fruto de la indecisión, y cesó de sentarse en la cama para ponerse en pie y volver a vestirse por completo.

La duda que había rondado por su cabeza era si aceptar o no la invitación que el menor de sus anfitriones le había propuesto: una visita a la catedral parisina a esas altas horas de la noche para descubrir "cosas interesantes". Como resulta obvio, el joven no se esperaba un encuentro cuyo fin fuera orar, conociendo por poco que fuera lo que conocía a Remo eso sería lo último que le aguardaba, pero la incógnita le hacía desconfiar y, por lo tanto, le resultaba poco agradable. Y, sin embargo, a su vez era irresistiblemente tentadora. Su personalidad recelosa le inducía a apartarse de él, pero la curiosidad con la que le embaucaba la incógnita tenía demasiado peso. Así, como el minino al que un desconocido enseña un pedazo de comida, Éloi había terminado cayendo en la tentación. Pero a diferencia de estos felinos, él había terminado tomando la decisión de un golpe y esa sería la fuerza que su ánimo iba a conservar a partir de tal momento.

Se precipitó a la calle y comenzó a andar a buen ritmo. Cualquiera que lo observase pensaría que el asunto que le ocupara debiera de ser sumamente importante, o sino no tendría tanta prisa. Pero lo cierto era que su celeridad tan sólo se debía al repentino mal humor que le ocasionaba el ceder a deseos más ajenos que propios. Así, con el ceño fruncido y mascullando improperios, atravesó varias calles y cruzó uno de los puentes del Sena, oculto entre las sombras para evitar tanto a delincuentes como a borrachos, hasta al final llegar a la plaza en la que se alzaba el gran monumento. En el instante en el que éste se descubrió ante sus ojos, frenó en seco.

Notre Dame, la gran joya del gótico –con perdón a la cercana Sainte Chapelle-. Un edificio que imponía un solemne respeto y ante el cual era imposible sobrecogerse. Pero Éloi no sabía si dicho sobrecogimiento venía de la supuesta divinidad que consagraba la piedra o simplemente era a causa de ser no menos que una mole, con la consiguiente diferencia de tamaños. Lo que sí tenía claro era que se trataba del primer espacio religioso que pisaba desde que abandonara el monasterio en el que su tío le había tenido preso. O, más concretamente, las ruinas del mismo. ¿Le guardaría Dios rencor por haber quemado hasta los cimientos el santo lugar? ¿Le dejaría entrar de nuevo en su casa? ”Para empezar, tendría que haber algún Dios” se dijo en pensamiento. Y, sin embargo, pese al cínico raciocinio en el que se escudaba, una parte de su corazón se negaba a dejar de sentir temor. De una u otra forma, Éloi no era de los que se dejaba amedrentar, así que retomó el rumbo hacia la entrada principal.

Se acercó a la puerta que le quedaban más cerca, la de la izquierda, tan bien conocida como la de la Virgen por la imagen que presidía la escena desde el parteluz. Pero lo que le molestó no fue esa única escultura, sino la sobrecarga de rostros que surgían tanto del dintel como de las arquivoltas. A medida que se acercaba, casi parecían cobrar vida, vigilando los pasos del intruso que se atrevía a mancillar el suelo sacro de la gran iglesia, hasta el punto de que, hallándose bajo ellos, tuvo que centrar su vista en la superficie de madera frente a él para intentar ignorar las pétreas miradas. Por suerte, la hoja no estaba atrancada y cedió sin demasiada dificultad ante su intención de entrar.

El interior le recibió casi con su máximo esplendor. Yendo a parar a una de las naves laterales, la magnífica vista que la central otorgaba le fue vedada como primera impresión. Pero él agradeció esto. Ya tenía suficientes problemas teológicos como para que una obra del hombre le confundiese en su debate interno sobre ”el de arriba”.

- Bien, ¿y ahora qué, Remo? – lo cierto era que no tenía muy claro si tenía que aguardar a que su amigo se dignase a buscarle o si, por el contrario, era él el que tenía que revolver la estructura hasta dar con él. Sinceramente, esperaba que fuera la primera opción, pues pequeña, lo que se dice pequeña, precisamente no era.

Comenzó a deambular por aquel lateral, observando sin real interés las capillas que iban apareciendo a medida que avanzaba. La decoración era fastuosa, como cabría esperar de cualquier templo católico, tan cargante que la mirada del muchacho rechazaba enfocar nada para no perderse en la excesiva cantidad de detalles. De pronto, algo detuvo su avance. Una traviesa risotada se proyectó rebotando en contra de los altos muros, proviniendo de todos los ángulos y de ninguno a la vez. Buscó su origen, pero no fue capaz de hallarlo. De lo que sí se dio cuenta fue de que las casi ninguna persona que había allí, no parecían escuchar el sonido, algo que pudo constatar cuando volvió a ocurrir. En esta ocasión, Éloi pudo deducir que procedía del otro lado de la catedral, por lo que, fingiendo una tranquilidad de la que carecía, se dirigió hacia allí. Siguió el, a la vez alegre y turbante sonido, a través de una puerta que, para su sorpresa, se encontraba abierta. Y de allí, pasando por alto el relicario, dejó atrás otra. Antes incluso de descender las escaleras, ya escuchó el alboroto de decenas de voces entrecruzándose, solapándose las unas a las otras, en una contienda que sólo ocasionaba una pérdida de sentido. El sentido común le exigía prudencia, pero no había ido hasta allí para ahora amedrentarse, por lo que comenzó a bajar los peldaños.

Lo que se le desveló, le dejó a cuadros. En aquel sótano, bajo la escasa luz de las antorchas, un corro de gente se arremolinaba en torno a dos hombres, el uno frente al otro, con los puños preparados para enfrentarse al contrario. De pronto, el que era más alto de los dos, se precipitó contra el otro, propiciándole un fuerte golpe a un lado del rostro. Y aquel que lo recibió era Remo.

Se quedó ahí, quieto en el último tramo de la bajada, observando impasible la escena. Impasible, sin transmitir ninguna emoción, porque tampoco sabía a qué sentimiento acogerse. ¿Por qué narices le había traído allí, a un lugar donde la violencia física primaba sobre todo lo demás, a él, que evidentemente no tenía un cuerpo preparado para aquellas cosas? Éloi no lo entendía y tampoco sabía si quería llegar a entenderlo.

- ¿Por quién apuestas? – la voz que surgió de pronto a su lado, cuyo timbre guardaba cierto parecido con la risa de antes, le sobresaltó, haciéndole girarse rápidamente hacia allí. Cuando lo hizo, esperaba que nadie se hubiera percatado de que, por un instante, se había asustado. No sólo era el que le pudieran ver bajar la guardia, sino además el hecho de que aquel ente era evidentemente etéreo, lo cual le sugería que nadie en aquella estancia salvo él podría ser consciente de su presencia.

- Por ninguno. Esto es un juego de bárbaros – contestó entre dientes. Sin embargo, volvió la vista a la escena y rechazó el irse de allí. Y , aunque no lo dijera, internamente esperaba que ganara su conocido, aunque se engañara también a sí mismo con la excusa de que  tan sólo fuera para no tener que arrastrarlo de vuelta a casa.



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