Corazón de fiera

Para las criaturas de la noche no hay otro destino más certero que la desgracia de permanecer en las sombras. Bueno, desgracia o suerte. Todo depende del alma que las habite. Vagan por las calles vacías durante la medianoche buscando alguna presa fácil que sirva de cena y un refugio seguro para cuando el sol vuelva a hacer presencia.
Ethel es la hija de todos los pecados que alguna vez el hombre conoció, y de los que aún no han sido descubiertos. ¿Cómo puede ser posible que de tanto mal, haya nacido una criatura tan hermosa como ella lo es? No cabe duda que su apariencia es solo una trampa para los transeúntes que se atreven a mirarla. Hombres casados o solteros, muchachos de bien y muchachos de mal; nadie puede ignorar el aura misteriosa y sensual que ella desprende.
Nadie sabe con certeza de dónde proviene la muchacha que roba miradas y corazones. Algunos comentan que ella es la  hija menor de una de las familias de comerciantes más importantes del norte de Inglaterra, quienes la adoptaron apenas siendo una pequeña, y le brindaron no solo la mejor educación sino un armario con los vestidos más hermosos que cualquier dama quisiera tener. Aún así, teniendo todas las comodidades, ella viajó a la capital francesa en busca de mayor libertad y, porqué no, un marido.
Pero otros, las lenguas más rastreras, comentan que sus vestidos de satén y los tacones decorados con piedras preciosas no son más que ostentaciones. Decían que debajo de la inocencia de sus mejillas teñidas con tonos rosa, se extendía una sonrisa maliciosa que hacía temblar las piernas del hombre más valiente. Su mirada no era inocente, como ella solía mostrar cuando algún joven descuidado se le acercaba, sino fría y calculadora. Los ojos de alguien que busca. Los ojos de una ladrona.
Los rumores crecían desmesuradamente. Su verdad, la historia que da origen a la muchacha que hoy en día es, probablemente, a muchos no les parezca otra cosa que un relato de terror.
Lo cierto es que la pequeña no nació entre sabanas bordadas de oro. Creció revolviendo la basura de los callejones de la capital inglesa en busca de comida y abrigo. Cuando era pequeña tenía la cara manchada de tierra y mugre, tanto, que la gente que pasaba creía que los bultos de barro que se habían acumulado en su rostro no eran otra cosa que deformaciones.
Estiraba su flacucha mano a las personas que pasaban por donde ella estuviese, con la esperanza de que alguien tuviera el corazón noble, y le regalara una o dos monedas. Pocas veces esto ocurría, por lo que frecuentaba más el basurero que las calles.
Ella no era la única niña que mendigaba en harapos. Todos los niños callejeros vivían en una pequeña comunidad escondida en los callejones de la ciudad, protegida por la oscuridad y el miedo que la noche le provocaba a los humanos. Aunque muchas de las criaturas tuvieran un odio natural entre ellas, ya sea por su raza o carácter, la necesidad de la protección de un grupo los obligaba a mantener un mínimo de respeto. Juntos huían de las autoridades, quienes los buscaban incansablemente para llevarlos al orfanato o a las minas para que trabajaran. Otros, los entendidos, los cazaban por su condición sobrenatural.
Quizá gracias a la suerte, o la velocidad con la que Ethel podía escapar, logró sobrevivir en las calles hasta ya entrada la adolescencia. Pronto dejó de recibir la ayuda del grupo, puesto que la mayoría de los niños con los que había trabado una amistad, ya se encontraban muertos o en orfanatos. Los demás le corrían la cara y se volvieron egoísta cuando los residentes de la ciudad comenzaron a tomar medidas contra los ladrones de basura. Y ella, con el pelo hecho un estropajo y la piel curtida, se llenó de rabia y abandonó el grupo de salvajes que hasta entonces había frecuentado.
La naturaleza de Ethel comenzó a rebelarse. Para los cambiantes, controlar a las bestias que viven en su interior puede ser doloroso, un desafío de por vida, y ella no fue la excepción a la regla. Algunas veces bastaba respirar hondo para poder calmar el ardor que le generaban los instintos animales, que se acumulaban en su cerebro como una droga, y le nublaban el juicio.
Una tarde se encontraba caminando por la calle comercial, cubierta con una capa de piel de venado, cuando un grito de horror la congeló en el lugar. Creyó, debido a la costumbre, que alguien se había asustado ante su descuidada apariencia pero se sorprendió cuando nadie la estaba mirando. Algo le golpeó en el hombro, cayendo de bruces al suelo.
Levantó la cabeza, con la mejilla magullada y roja, para ver, solamente, una figura alta y negra que huía rápidamente del lugar. Detrás del sujeto misterioso, dos oficiales le ordenaban que se detuviera. Una mujer mayor lloraba desconsolada.
--¡Me robaron! ¡Me robaron! --balbuceó mientras caía de espaldas inconsciente. Algunos de los observadores, que habían presenciado la situación, se acercaron enseguida para levantar a la mujer. Pero ninguno ayudó a Ethel.
La misma se levantó, sintiendo como le ardía la cara. Observó su reflejo en la vidriera de un comercio, para ver como la piel perdía el tono carmesí y volvía a recuperar el color natural que usualmente tenía. Se cubrió con la capa, echando un vistazo para comprobar que nadie la estuviera observando, y siguió su camino mientras una retorcida idea tomaba cuerpo dentro de su mente.
Esa noche se refugió en un callejón. Aunque intentó dormir, cubierta por periódicos viejos, no logró conciliar el sueño. Por primera vez en su vida tuvo esperanza de poder escapar de la prisión que conllevaba ser una escoria para la sociedad. Vio con sus propios ojos la alternativa que estuvo esperando toda su vida.
Ethel se convirtió entonces en "La Gata". Para las personas que transitaban por las calles, La Gata se convirtió en el mayor temor que podían tener. Y para la policía, la mayor ladrona de joyas a las que Londres tuvo que enfrentar. Comenzó hurtando comida y ropa de las tiendas, con la cara siempre cubierta por una máscara victoriana, y finalmente logró dominar el arte de robar piedras preciosas, piezas de arte y miles de libras en cajas fuertes.
La única pista que esta misteriosa ladrona dejaba en la escena del crimen era su silenciosa presencia.
Aunque había encontrado, al fin, algo en lo que podía destacar y sacar provecho, no se dejó nublar por la ambición que un par de joyas podrían crear en cualquiera. Su objetivo era otro muy diferente. Ella deseaba ser aceptada en la sociedad, que las personas ya no miraran con repugnancia su piel marcada por el frío y las riñas. Más que nada, deseaba volver a empezar.
Juntó todos los trofeos que había logrado recaudar luego de cinco años y los cambió por miles de libras. Aunque ya tenía el dinero suficiente como para permitirse comenzar con su plan, sabía que un paso en falso la llevaría a la ruina, y decidió permanecer escondida lejos de la capital inglesa. Invirtió en latifundios y una mansión de renombre, adquirió esclavos y sirvientes, y respaldó un negocio de diseño textil, el cual le llevó al bolsillo más ingresos económicos.
Perdió las manchas que el frío le había provocado, luciendo una piel suave y brillosa como las mismísimas perlas. Su cabello se volvió la envidia de las damas de sociedad, que le dedicaban miradas cuando ella caminaba por las calles luciendo sus nuevos vestidos de seda. El andar de Ethel se volvió pausado y elegante, siempre con la barbilla en alto, y sonriendo con la delicadeza que solo una dama instruida podría mostrar.
Aprendió a tocar el piano y a bordar, aunque esto último se lo encargaba a la modista, que le confeccionaba vestidos y capas en las telas más caras. Lucía piedras preciosas sin recato alguno.
Lo más curioso, es que todos se preguntaban quién era ella. Nadie asoció a aquella bella muchacha que comenzaba a frecuentar Londres con la niña flacucha y hambrienta que alguna vez fue. Porque, para la sociedad, era imposible que aquella criatura pobre fuera Ethel Breckenridge.
Recibía invitaciones a numerosas fiestas, incluso las más extrañas y secretas, pero ella las despachaba con la mayor de las cortesías. Aunque logró prosperar y cumplir su sueño de libertad, el miedo de ser descubierta la perseguía en las noches de sueño. Debía escapar de allí.
En su cumpleaños número cuarenta, Ethel Breckenridge, con la misma juventud que provocaba envidia en las demás damas, empacó todas sus pertenencias y partió a la capital francesa.
París era su nueva oportunidad. Allí estaría más segura, y podría realmente comenzar de nuevo con la certeza de que llevaría años, al menos, que la descubrieran como la ladrona que revolucionó Londres décadas atrás.