Infant soul {Privado}

por **Éline Rimbaud** Dom Ago 02, 2015 11:35 am

En una mansión muy, muy lejana...

Plin. Plin. Plin. Delicados, delicados diamantes rubíes. Caían en cascada por sus ensangrentados muslos. Un río finísimo de rojo dolor, que marcaba el condenado camino hacia la intemporal mansión de unos lores del pasado. "Es la lava del Estigia", le dijo Éline a su imaginario compañero. La sangre salía de su cuerpo y manchaba la apergaminada hierba del bosque. El ruiseñor se acomodó su monóculo y observó el líquido escarlata.
"¿No te duele?"
"Ah, ¡no! Las mordeduras de la Víbora hace tiempo que no me molestan"
El Señor Maspero no parecía muy convencido, pero entonces se dio cuenta:
"Forman un camino. ¡Síguelo, síguelo!"

Y así hizo Éline. Atravesó pantanos, riachuelos. Las astillas de los zarzales rasgaban su andrajoso vestido, mas ella seguía, seguía y seguía hacia adelante. La sangre que empapaba su atrofiada piel se había secado ya.

Apartó con mano decidida la rama última que tapaba su visión, y se descubrió ella misma frente a un inmenso muro rodeado de salvajes y dañinas espinas. Se apartó hacia atrás con un paso tintineante. Plin. Plin. Ahogó un grito de sorpresa y duda.
"Los espinos ocultan algo, ¿no es así, Señor Maspero?"
"¿Qué hay siempre detrás del dolor?"
"Llanto."

En su telaraña mental, carcomida por los gusanos de la locura, se perfilaban estridentes notas que hacían huir a los bichos del cerebro. Llanto. Un llanto agudo, irregular en su cabeza. No era un llanto comedido, como el de los adultos cuando tratan de ocultar la garra que pulveriza el corazón. Eran lágrimas desconsoladas, pronunciadas desde lo más profundo del pecho. Ensordecían los oídos de Éline, que se colocó las manos sobre ellos y cerró los ojos con fuerza.

"¡Que pare, que pare ya!", le pedía al personaje de su mente. Se le encogieron las entrañas por culpa del sonido relampagueante."No puedo soportar ese llanto descorazonador. Duele mucho", su voz entrecortada a punto de echarse a llorar también.

"Tienes que seguir, pequeña. Sigue el llanto"
Éline no quería. Prefería volver atrás, al castillo de la serpiente, y pintar alacranes con los labios, mas sabía que cuando ignoraba al Señor Maspero pasaban cosas horribles.

Así que cruzó el bosque de zarzas, que no desaprovecharon la ocasión de marcar a la pelirroja ellas también, hasta que una Éline victoriosa, casi sin aire y cubierta de heridas de guerra, se presentó ante una abandonada mansión. El llanto atronador se escuchaba más fuerte.

Entró en la derruida estructura. Olor a fantasmas. El polvo la hizo toser. La sangre comenzó a manar y sus huellas marcaron otra vez el sendero.
"Te están llamando a ti, la del velo". El velo entre lo real y lo imaginario. Lo trágico y lo bello. Lo destrozado y lo sabio. La vida y la muerte. Éline era esa delgada línea de toda antítesis.

Subió las escaleras de caracol. Crac. Crac. Crac. Llora. Llora. Llora. "No puedo hacerlo, Señor Maspero. Duele mucho su llanto", repitió con un nudo en la garganta.
"Eres todo lo que tiene ahora".

El lloro provenía de una entornada habitación hacia la derecha. Aspiró el aire maldito. "¿Y si están vivos? Los vivos son crueles con la gente atrofiada como yo".
"Chsss. Calla y entra."

Entró finalmente. Se trataba de una antigua sala de juegos. Las muñecas de porcelana estaban unidos por un hilo de telaraña brillante y hermoso. Un trenecito se encontraba volcado del revés sobre el suelo. El gimoteo era más intenso que nunca. Éline recorrió la habitación hasta que sus ojos se posaron en un arcón gigantesco de madera, situado bajo la ventana. Instintivamente, se decidió a abrirlo. La tumba que guarda las almas infantiles.

Cuando pudo ver la demente lo que el arcón guardaba sus ojos se cubrieron de lágrimas. Dos cadáveres, ya negros y putrefactos, de una madre y un bebé. Todavía se adivinaban sus ropas por debajo de las capas de polvo. Éline los imaginaba rosados, y bonitos, y vivos. Y le acongojaba más todavía esa belleza muerta.

La pelirroja se inclinó con ternura sobre el baúl y besó ambos cuerpos. Al niño en la frente, a la madre, en los labios.
"Una duerme".
Echó la tapa del baúl sobre el suelo. En la madera, las marcas de desesperación de los que habían estado vivos y ya no. Éline tomó al cadáver del bebé en brazos y lo acunó como si fuera suyo propio. El niño. Era el niño.

Aún seguía llorando y ella sintió la suprema necesidad de hacer que se callara de una vez.
"Shhh... Ya está. No llores más. Dios te tocará con su dedo y pasará todo".
¿Cuánto tiempo llevaría esa criatura llorando? Probablemente, nadie le había llegado a explicar qué era realmente morir y por ello estaba tremendamente asustado, queriendo encontrar el camino hacia su madre.

Algo le atenazó el bajo vientre, haciéndola temblar, como si una culebra quisiese devorar sus entrañas. En ese momento, en medio de la oscuridad, pasos se avecinaban por el crujir de la madera. La demente alzó la cabeza, decidida a salvar al espíritu del niño al que nadie había explicado qué era la muerte ni cómo era morir.

por **Líderc Arsenics** Mar Sep 08, 2015 10:41 pm

Un rostro cadavérico se asomó por el pútrido cristal de una mansión añeja. En donde debieran estar las hermosas pupilas negras, sólo se encontró un par de cuencas ya vacías. Donde alguna vez rebozó la sonrisa perfecta, se perfilo con saña la media luna de escabrosas alimañas.

Un cuerpo decrépito, bañado en yagas y podredumbre, se alzó por encima de la fría piedra enmohecida; su repugnante apariencia no podía ser llamada perfección sino por un demente, y eso era él. Un hombre acabado y sometido por su propio pensamiento que le arrastraba a la miseria idealizada como la cúspide de lo sublime.

Los alargados y huesudos dedos de sus manos, desgarraron las cortinas grisáceas del lugar; intentaba ponerse de pie y apenas si podía sostener los párpados arriba. Pese a la contradicción y la enfermedad, al espectro le fascinaba la inmersión en este estado, pues la debilidad acarreada y la pérdida total de consciencia, sólo le demostraban que su hipótesis no estaba tan errada. En medio de aquella decadencia, él era Dios.

Los tropezones continuaron, su agonía se extendió a tal punto, en que podía percibir como su garganta ardía cual mismo infierno, como sus entrañas eran reducidas a polvo, como él era arrancado de la inmortalidad hacia el fallecimiento. Y, ahí en el último de los suspiros, la besó.
Se embriagó con su presencia y con la mortuoria fragancia que despedía por cada espasmo punzante, se embelesó con el sabor dulce de la lujuria y el amargo desquicio de su ofrenda. Y, a punto de la expiación, una gota escarlata, le trae a la vida.

Nunca estuvo tan cercano a ella, nunca antes había alcanzado a rosar sus labios como lo había hecho en medio de aquella jodida escena; si había algo que debía agradecer, era al esclavo que había conseguido para que le acompañase. Lástima que para él las personas no sean cómplices, tan sólo recipientes y, una vez vaciado todo el potencial, no queda más que desecharlo. Así es el paso por la tierra, perecedero.

Sus largas uñas cortaron el cuello de su víctima, un pobre diablo que había vivido en la miseria desde antes de nacer; un joven cuyo anhelo era encontrar la salvación en los ojos de su victimario, una mente tan inocente y hermosa que no podía morir de otra manera más que ahogado en su propia beldad. Líderc, hambriento y desdichado, sopesó la idea de beberse aquella sangre desperdiciada, sin embargo, ya había pactado con anterioridad que aquel bello rostro marfilado, no podría mancillarse con el pecado celoso de su creador. Desistió.

Al final, el cuerpo arrodillado de Nerón le hizo honor a su nombre. -¡Qué artista muere conmigo!- En ese preciso momento, Líderc expresó su admiración con una única y efímera sonrisa. Algo que no había conseguido absolutamente nadie, ni siquiera sus padres. Ta vez se trataba de la demencia enardecida por su hambruna o quizá, sólo fue un acto reflejo, quién sabe realmente, pero Nerón se quedaría en la memoria de Líderc más tiempo de lo necesario.

Reunió las fuerzas que le quedaban, se puso en pie y anduvo por el vestíbulo de la mansión. El fino trabajo de la madera, aún podía apreciarse por encima de la grotesca capa de polvo. Había sido sin duda alguna, un hermoso lugar en antaño, rodeado de faldas pomposas, aromas a vainilla y tabaco, sirvientes leales y felicidad desbordante; sin embargo, tras el paso de los años, los vestigios quedados, sólo acunaban a un par de fantasmas extraviados.

En el tétrico lugar, el sonido de sus labios se hizo presente, con la tenue nota en Si bemol, la cual subía y bajaba dependiendo de la estrofa que el vampiro silbara, pero la melodía no cambió en ningún momento, en su siniestra composición.

A tres escalones del balcón, se detuvo en seco. ¿Había alguien más escuchado su réquiem? Crispó ambas manos en puños y, como si fuese un hombre jovial, recorrió la distancia en sólo cuestión de segundos. Al derruir la puerta de la habitación, el estruendo fue tal que los cuervos volaron. Pretendía destruir y atormentar a cualquiera que se hubiese atrevido a escuchar su cantanta sin antes finalizarla, sin embargo, la escena que observarían sus ojos a continuación, lo dejaría completamente devastado.

-Ezis- Arrollidado y perplejo la nombró como la divinidad griega que personifica la angustia, la miseria y la tristeza.

por **Éline Rimbaud** Lun Sep 21, 2015 11:47 am

La desdicha de los violines rotos, la avaricia de los sueños tejidos en los mares más oscuros, el roto temblor de la nota más frágil que pudiera salir de la garganta de un lisiado, el anhelo de la arpía que se cree hermosa; ellos, los monstruos de la vida, hacían de Dios una frágil parodia que fingía querer, y amar, y prometer esfinges en la nieve roja. ¡Que lloraba, que sentía, que padecía! Mentiras, falacias. Sólo se divertía con la violenta estampa de la loca y su locura. Mientras a ella le susurraba el alma, con sus ángeles le arrojaba flemas de sangre. Después de todo, ¿quién iba a querer a la vaga psique enredada en telarañas? Le daba asco, pena. Su criatura ya no era tal, profanada como estaba por uno de los súbditos de su ángel más rebelde.

¿Y ella, qué hacía? Se inventaba sus propios engendros deformes que sí la amaban por su quebradiza tragedia. ¡El Lobo, la Fuerza Indómita! "Huye. Huye de este huerto marchito, pues en él sólo hallarás cisnes muertos".

La voz. El grito desconsolado. Rompía el velo del difuminado mundo de Éline. Humo y gasas fantasmagóricas meciéndose a merced de un viento endeble; así era el llanto. Y Éline no lo quería. ¡Dios, cómo lo odiaba! Sentía su propia garganta cerrarse al escuchar tanta tortura.
"¡Shhh! ¡Cállate, cállate!" Y las uñas le quemaban. El oído le abrasaba. Los labios se le secaban. "¿Qué hago, señor Maspero?". El pensamiento del desasosiego. "Yo no sé cómo enseñarle la muerte". La desesperación la llevó a marcarse dos garras rojas en las mejillas, con sus propias uñas, y derramó sobre la criatura un poco de su insulsa sangre. "Bebe, bebe". Mas el niño seguía llorando en una serenata sin fin. "No quiere sangre, quiere su alma".

Y entonces, el paso. El crujir de una madera vieja, de muchos, muchos años. ¿Habrían construido esa mansión las hadas oscuras de los cuentos? El lobo no podía pasar entre los espinos porque era demasiado grande, y demasiado fiero, y demasiado escéptico para creer en las cosas que no se pueden tocar. ¿Quién, entonces?

El cristal que rompe la lágrima. ¡Ojalá pudiera taparse los oídos! Pero entonces dejaría caer a la criatura. "¡Qué más da, está muerta!", le susurraban las muñecas de la cama. Éline se dejó caer en el suelo, su vestido roído, antaño prenda de religiosa, dibujó un círculo perfecto en la empolvada alfombra. Se acercó la negra calavera de la pobre criatura a los labios y le susurró la fábula del pájaro al que le habían robado el nombre. Y escuchó otro. Uno que no había oído nunca en esa vida pero que, sin embargo, reconoció.

"Ezis".

El olor. La nota última. El monstruo frente suyo; era negro. Negro. Negro. Negro, como un pútrido corazón. Y estaba descosido de arriba a abajo, como un cervatillo al que hubiesen rajado. En las cuencas de sus ojos se le quedó atrapada el alma, si alguna vez la tuvo. Y los marfileños y horribles colmillos. No eran de tigre, ni de león, ni de ningún animal agraciado y magnífico. Eran de Víbora. Víbora asquerosa, viscosa y mentirosa. Todas ellas eran así, pues, ¿qué se podía esperar de las descendientes de aquella que había engañado a Eva?

-Percibo tus artimañas incluso antes de que los gusanos las bisbeen. -se puso en pie. Cicatrices rojas de garras marcaban sus dos mejillas. La sangre aún corría. Su mirada era furiosa, como furioso estaba su corazón chapoteando en el océano de las perseidas- Sé qué eres, prodigio deforme. ¡Dime! ¿Eres tú quién esconde al alma inocente?

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