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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Bárbara Destutt de Tracy Mar Sep 01, 2015 12:25 am

"Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no se hermanan bien."
Lucano

Se inclinó para depositar una rosa amarilla en la tumba de su madre. El rostro de Francesca era difuso, le costaba recordar su voz, su perfume se le confundía en el recuerdo con el de su abuela, pero lo único que su mente había retenido con nitidez, era la sonrisa de dientes blanquísimos y la larga melena oscura y ondulada que ella siempre deseaba tocar. En sus dedos, a pesar de todos los años transcurridos, seguía sintiendo la suavidad de su pelo, que caía como una cascada sobre la espalda menuda. Había sido una italiana hermosa con la mala suerte de casarse con un Destutt de Tracy. Su padre, en alguna ocasión le había dicho que había heredado los ojos y la boca de su madre, aunque Bárbara no estaba tan segura de ello. Solía reconocer muchos rasgos de su familia paterna en la imagen que le devolvía el espejo; y no sólo en el exterior, sino hacia su propia alma. Francesca había sido una mujer noble, pura, solidaria, fresca, risueña, sin la frialdad y la frivolidad de los Destutt de Tracy. Quizá, en una lejana niñez, Bárbara habría tenido la oportunidad de haber sido como su mamá, si no hubiera estado escondida aquella fatídica jornada. Sí, también tenía grabado en la memoria el grito de horror de Francesca y la respiración agitada de Antoine luego de darle muerte. La viuda apretó los ojos, quería llorar, quería ser débil ante la tumba de su madre, pero nada estimuló sus lagrimales, sus pestañas no se humedecieron. Sólo consiguió frustrarse ante su corazón de piedra, una vez más.

Se puso de pie y se aseguró que sus custodios estuviesen dispuestos de forma ordenada, cuatro mirando hacia los diferentes puntos cardinales y uno, el más discreto, con sus orbes posados en ella. Una doncella había quedado en el carruaje, seguramente adormecida ante la inminente caída del Sol y el tiempo que se tomaba su ama para visitar el sitio donde descansaban los restos de Francesca. Bárbara había hecho traerlos de Italia, país natal de su madre, amenazando a la familia materna con llevarlos a la quiebra si no le permitían trasladarlos a París, que era donde ella residía. Eran nobles y poderosos, pero la muchacha era la dueña de las finanzas europeas, y contra eso nada podían hacer. Había hecho una pequeña ceremonia, a la que habían asistido un par de amigos –algunos no tan sinceros, pero sí cordiales- e, irónicamente, también su padre se había dignado a salir del ostracismo de sus pensamientos filosóficos y se había hecho presente, muy a pesar de Bárbara. ¡Cínico!

Caminó hacia uno de los bancos y tomó asiento. La noche ya se había cerrado, las estrellas estaban refulgentes y no había Luna. Un cuidador la saludó con cortesía; el hombre, un tanto cojo, andaba encendiendo las farolas de las calles del interior del cementerio. Se ajustó la capa al cuello y se colocó los guantes negros, en conjunto con la totalidad de su atuendo. Escuchó los pasos acercándose y agradeció la puntualidad de Domenic Vaisser, que seguramente se había sorprendido ante el lugar de la cita. Éste había enviado una epístola pidiéndole una reunión, y Bárbara había aceptado inmediatamente, pero el sitio elegido no era ni el Banque de France ni su residencia, lugares típicos para hablar de negocios, sino un lugar de descanso eterno, un sitio sagrado, que profanarían con una conversación alejada de la espiritualidad circundante. Si las estatuas de ángeles, santos, vírgenes y crucifijos hubiesen cobrado vida, seguramente habrían convertido a la viuda en abono para la tierra bajo sus pies. Pero el lugar no había sido casual, y la amistad con ese vampiro podía ser lo que estaba necesitando.

Gracias por haberte hecho presente con tanta puntualidad, estimado Domenic —se levantó, y tras una leve reverencia, le extendió su mano enguantada. Había hombres que no le molestaba que la tocasen, porque jamás había descubierto en ellos la mirada de su abuelo. —Espero hayas tenido un buen descanso —lo más parecido a una sonrisa, asomó entre sus labios.



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Mensaje por Domenic Vaisser Jue Sep 03, 2015 4:57 am

“Con reyes y consejeros del país, que se construyen tumbas solitarias. Y con príncipes poseedores de oro, que llenaron de plata sus moradas.”
Job 3:14-15


Los mortales siempre le habían parecido interesantes. Por alguna razón todos ellos se empeñaban en dejar huella, en conseguir que su presencia en el mundo hubiese sido aceptada y percibida por alguien, independientemente de la manera que fuese. Cuando acaba la vida, queda un legado representado por una roja en mitad de tantas otras. ¿Qué extrañas historias habrá detrás de cada lapida? En todas ellas esta tallado un nombre, el de alguien que debió ser amado, temido, odiado… Las historias que se ocultarían detrás de esos nombres llenaban de poesía su mente, pues solo la vida y la muerte parecen seguir siempre el mismo curso, pero las historias son arte, son el corazón que bombea la sangre a nuestra inspiración. ¿Sería por eso que llevaba tanto tiempo sin una verdadera inspiración? Puede que después de seiscientos años las cosas ya no fuesen tan novedosas como él se pensaba. Aun así, no cejaba en sus intentos de ver lo que otros no veían, pues precisamente en eso había consistido su existencia, en ver más allá de lo que la mortalidad permitía. Por eso, cuando contemplaba el cementerio, se daba cuenta de que aquellas historias, aquellas vidas, eran mucho más que eso: eran el fiel reflejo de lo que se debía experimentar. Todo en el mundo debería de probarse, de experimentarse. De lo contrario, que posibilidades había de tener un mínimo atisbo de lo que los creyentes llamaban felicidad. Hacía muchos años que no la tenía, no al menos desde que el propio Domenic añadiese una piedra más en aquel cementerio. Debería de traerle flores más a menudo, pero nunca considero que lo importante yaciese en aquella tumba. Por no mencionar además, que su creencia en el mas allá distaba mucho de ser existente. El mundo se centra en lo que hagas mientras estés allí.

El sol ya no era más que un pequeño jirón anaranjado en el horizonte cuando Domenic salió por fin al descubierto. Lo cierto es que se sorprendía mucho de que su reunión tuviese lugar en un sitio tan lúgubre. Normalmente se esperaría de una mujer de negocios, tal como era la dama con la que iba a reunirse, algo un poco más formal y, evidentemente, más a cubierto. No obstante, no le importaba tener que esperar a que el orbe terminase de descender con tal de poder disfrutar de una buena conversación. Oooh había negocios de por medio, eso era evidente, pero no por ello se descartaba el placer que podía derivar de él. Había conocido a madam Tracy hacia unos meses, y le sorprendió bastante su conocimiento sobre su especie y, bueno, lo que conllevaba. En cierto sentido aquello le había agradado, pues implicaba cierta honestidad por ambas partes, algo que valoraba en demasía. Era refrescante la posibilidad de acercarse a una mortal que no temiese que fuese a comérsela; o peor, que le pidiese algo tan ridículo como transformarla en ese mismo momento y que pudiesen ser amigos por la eternidad. Domenic apreciaba la muerte en la medida suficiente como para saber a quién y porque debía de concedérsela. Teniendo eso en cuenta, creo que no hace falta decir sus altas expectativas con respecto a la inmortalidad.

Avanzo con paso seguro y tranquilo por el cementerio, dejando su mirada de vez en cuando en alguna lapida particularmente interesante. Se había asegurado de llegar puntual, por supuesto. Ningún hombre que se precisase dejaría a una dama esperando por él. Aunque, por lo visto, Bárbara Destutt de Tracy no era la típica mujer que llegase y esperase ver a su acompañante sentado esperándola. La mujer permanecía elegantemente sentada en uno de los bancos del paseo principal, con un guardia de seguridad pegado a sus talones. El vampiro se acercó hasta ella, sin pasar por alto la osca mirada del guardia, pero ignorándola por deferencia a su posible nueva amistad. Había que ser tolerante de vez en cuando por el bien común. – Jamás se me ocurriría permitir que tuvieses que esperar por nada, Bárbara. – Tomo su mano con extremo cuidado y la levantó hasta sus labios, besándola mientras miraba aquellos enormes ojos, pero no con deseo como harían la mayoría de los hombres. No es que Bárbara no fuese atractiva, por supuesto que lo era, pero era alguien que le producía mas curiosidad y respeto que lujuria. Y sobre todo, entendía que las buenas amistades no empiezan siendo maleducado. – Espero que mis… molestias horarias no supongan un gran inconveniente para ti. – Dijo mientras le ofrecía el brazo con objetivo de pasear tranquilamente a la luz de las farolas. – Siento curiosidad, ¿qué motivos te han llevado a traerme aquí? ¿Tanto te avergüenzas de mí? – Su comentario era una broma, obviamente. No obstante, también empezaba a tener la impresión de que Bárbara prefería mantener su amistad en un ligero mutismo. ¿Qué era lo que realmente podía obtener de él y que estaba dispuesta a dar a cambio? Un pequeño cosquilleo empezaba a recorrerle sus brazos semi muertos. La emoción.


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Mensaje por Bárbara Destutt de Tracy Miér Sep 30, 2015 11:39 pm

Dudó por un segundo. Las yemas de los dedos le cosquillearon antes de tomar suavemente el brazo del vampiro. No lo apretaron, era apenas un roce mínimo. Bárbara no podía permanecer demasiado tiempo en contacto físico con un caballero, había desarrollado mil y un ardides para evitar aquella situación, pero se veía obligada a hacerlo, y el protocolo no le permitía rechazar abiertamente la invitación; era por eso que le eran tan esquiva a la vida social, a los paseos y los eventos en los que sería invitada a bailar o a dar una caminata; quizá por eso también continuaba llevando el luto, convertido en su mejor arma. Nadie se tomaba aquellas atribuciones con una mujer que aún lloraba la pérdida de su marido. Todo en Bárbara estaba calculado, desde sus movimientos más ínfimos hasta los grandes gestos; era la clase de mujer que no soportaba perder el control, no podía ser descolocada jamás. Quizá por ello era tan decidida, elegía el lugar y el horario de las reuniones, siempre en lugares donde se sintiera cómoda, aún con sus propias y escasas amistades. El cementerio no era el sitio ideal para hablar de negocios, claramente, pero allí estaba su madre, y era por eso que se sentía segura. No era supersticiosa y su único temor tenía nombre y apellido, por ello no le molestaba en lo más mínimo la condición de sobrenatural que tenía Domenic, tampoco la de algunos de sus socios. Eran rasgos circunstanciales, y ella sabía cómo defenderse.

Por favor, Domenic, soy una mujer que duerme pocas horas, generalmente en las noches también trabajo, no supone inconveniente alguno para mí —comentó, completamente relajada. Con aquel caballero la relación databa de hacía poco tiempo, pero le había dado sobradas muestras de su moral, suficiente para que Bárbara lo incluyese en su selecto círculo de amistades. —Sabes perfectamente que no me avergüenzo de ti, me ofendes —simuló una expresión dramática, que rompió levemente con su natural rictus serio, el cual no tardó en regresar. Siempre amargada, había algo en su esencia que le impedía sonreír. Sus labios, por más que se esmerase, jamás se curvaban en presencia de otros; sólo cuando veía a sus mascotas jugar o hacer travesuras, su semblante se iluminaba. Pero la viuda era una dama apagada; era evidente que en alguna parte del camino, le habían arrebatado la alegría.

Comenzaron a caminar lentamente, ninguno parecía tener prisa. Bárbara disfrutó del silencio que los envolvía, escasamente interrumpido por el sonido de sus pasos. Los custodios, que se mantenían en una prudente distancia, acompañaban el ritmo de sus movimientos. Las farolas marcaban el sendero a recorrer, entre tumbas y panteones, entre ángeles y vírgenes, entre tierra, piedra y mármol. La compañía del vampiro se le antojaba maravillosa, y comprendía por qué había pensado en él para pedirle algo que cambiaría el rumbo de su vida, algo que le daría un nuevo respiro, una nueva forma de encarar su futuro. Necesitaba quitarse aquel peso de encima, y no había muchos en los cuales confiar. La discreción formaba parte de sus virtudes favoritas, y se alegraba de haberla encontrado en Vaisser.

Mis motivos pueden esperar —dijo, finalmente. —Pero has sido tú el que me citó, sólo elegí un sitio adecuado para ambos. Para serte sincera, estoy bastante agotada de estar encerrada en el Banco —confesó. En ocasiones, la desesperaba estar tantas y tantas horas metida en su oficina, para luego continuar enclaustrada en el despacho de su mansión. Solía sentirse abrumada por la monotonía de su vida, a pesar de que a ésta no le faltaba el vértigo de su posición social. —Pero dime, querido, ¿hay algo que pueda hacer por ti? Sabes que estoy a tu completa disposición. Imagino que, por el cariz de tu epístola, algún asunto urgente te llevó a pedir una audiencia —supo que de apremios económicos no se trataba. Domenic era un caballero sensato y no despilfarraría sus bienes, aunque, en caso de encontrarse en apuros, Bárbara haría todo lo que estuviese a su alcance para ayudarlo. También conocía mínimamente de cómo era su vida inmortal y de aquella especie de clan, al que él denominaba familia, aunque no estuviese demasiado inmiscuida en esas cuestiones. Para que no preguntasen por su vida privada, ella se limitaba a saber sólo datos superficiales de quienes la rodeaban.



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Mensaje por Domenic Vaisser Sáb Dic 26, 2015 9:40 am

¿La ofendía? Oh, tal vez fuese así, pero no dudaba de que los acuerdos de madame de Tracy estaban hecho siempre en el mejor de los sentidos, es decir, en el que ella considerase conveniente. No le sorprendía verdaderamente, a decir verdad, pocos sobrenaturales se atrevían a incluir sus fortunas en bancos, sobre todo aquellos que eran más antiguos. No obstante, los tiempos estaban en constante cambio, y no adaptarse a ellos simplemente llevaba al exterminio. Detrás de cada generación, de cada gran acto político, incluso detrás de cada guerra, siempre había un cambio consecuente que era inevitable. Bárbara, como muchas mujeres de la generación de la revolución, se había adaptado a hacer su propio camino y hacer valer su posición en un mundo claramente dominado por los hombres. Obviamente esto le había generado un gran número de enemigos, pero todos ellos habían acabado fracasando. Resultaba interesante, y también admirable, que una mujer pudiese derribar a todas esas grandes figuras de la economía, y además jugando limpio. Era una de las razones por las que la había escogido, además de por su conocimiento de la existencia de su especie, entre otras cosas. No, no creía que la ofendiese. Lo cierto es que esa mujer tenía demasiado estómago y cabeza como para poder ofenderse con algo tan nimio como una buena relación comercial, aunque la persona con la que la tuviese fuese alguien que se dedicaba a comerse a gente como ella.  Literalmente.

Lo de que dormía pocas horas era algo que sabía de manera sobrada. Como es obvio, antes de plantearse siquiera hacer negocios con ella, Domenic había investigado a Bárbara muy concienzudamente. Y su atractivo resaltaba en todos los campos en los que se metía. Eso, claro está, exigía ciertos sacrificios, como horas de sueño por ejemplo. – Deberías de hacer eso más a menudo…. Sonreír digo. – Decía mientras caminaba con ella con evidente tranquilidad. No le disgustaba decir que aquella sonrisa era hermosa, pero también  útil,  y que la mostrase más a menudo seria tanto un regalo para la humanidad como una bendición para sí misma. – A veces una sonrisa, por macabra que sea, mantiene al lobo fuera de casa. Supongo que se permite decirlo así, últimamente me recuerdan que no debo de hablar como se hacía hace un siglo. Resulta un tanto frustrante. – Estaba claro que no era el mejor tema de conversación, a juzgar por su cara al menos. Pero eso no importaba, los negocios que tenía planeados con Bárbara eran demasiado importantes como para verborrear durante demasiado tiempo sobre ellos. Jamás había intentado cambiar la esencia de nadie para que se adaptase a sus perspectivas, eso arruinaba todo. La belleza de una mujer no residía en cómo se adaptaba a tu vida, sino más bien en como la trastocaba por completo. Quizás era esa la razón por la que había considerado que el cementerio no era tan mala idea, después de todo. Allí siempre había fantasmas, y ellos siempre contaban historias.

- Puedo entender esa sensación. – Lo cierto es que Domenic había estado encerrado hace un tiempo. Bueno, quien dice tiempo quiere decir hace un cuarto de milenio, pero lo mismo da la semántica. Por aquella época su necesidad de matar con cierta vampiresa le llevo a ser huésped del castillo de If, una de las prisiones francesas con peor fama. Se podría decir que allí aprendió muchísimas técnicas que usaría con sus obras de arte poco después. –Sí, lo hay. – Era el momento de entrar en el tema, y conocía a Bárbara lo bastante como para saber que, en lo que a los negocios se refiere, lo mejor era ir completamente al grano. – Un buen amigo acaba de llegar a Paris, no hace mucho. Pretende extender su negocio al oeste de Europa…. Con mi asociación por supuesto. – No se había molestado en decir que el capital para ese transporte era cosa suya enteramente y que la expansión también había sido idea suya. – Esto supone una gran oportunidad de mercado, y generara beneficios de los que tu banco también se alimentara, evidentemente. Sin embargo, hay ciertas… condiciones al acuerdo. – Y ahí estaba la parte más delicada, aquella que necesitaba mantener con discreción, incluso para Bárbara. – Hace unos meses, este amigo en cuestión me demostró la evidente necesidad de apoderarse de cierta obra de arte. Como supongo que habrás pensado, basta con comprarla. – Y ni por asomo resultaba tan sencillo como podía imaginarse, todo lo contrario, era tremendamente complicado. – El único problema es que la dueña de dicha obra es, ni más ni menos, que Amanda Smith. La dueña y directora del Louvre. – Sin mencionar que era una vampiresa que le sacaba más de cuatrocientos años, y que posiblemente su fascinación por el arte era equiparable a la del propio Domenic, o puede que hasta superior. – Necesito que el cuadro se adquiera, de una manera que no llegue ni hasta mi socio, ni a mí. ¿Podrás hacer eso por mí, querida?

Su paseo les llevo por diversas partes del cementerio. Aquel lugar, más que un lugar de reposo, parecía un monumento a la muerte, un lugar donde los mausoleos y lugares de reposo familiar se alzaban al cielo como diciendo: hemos vivido, y nadie será igual a nosotros. En cierto modo tenía sentido, todos los humanos habían querido perdurar en el tiempo más allá de si mismos, conquistar a la muerte. Aquella era la última posibilidad de hacerlo. – Esta tarea es importante para mí, Bárbara. Más de lo que crees. – Torció por una esquina y la llevo por un sendero más estrecho, mas apartado de la luz que había en las zonas centrales del cementerio. Aquel lugar estaba mucho más despejado por razones evidentes, era la zona donde los aquelarres de Paris depositaban a sus muertos. Como es evidente, mantenían cierto misticismo en la zona, con fin de que nadie se aproximase hasta los lugares de descanso de sus parientes. – Para demostrarte cuanto, espero que consideres esto como una muestra de buena fe, por mi parte. – Se detuvieron ante un mausoleo, que poseía una inmensa placa en la parte delantera de la fachada con los nombres de los miembros. Señalo el último nombre de la lista: Yennefer Balgüir Vaisser. – Te presento a mi esposa.  


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