Trescientos años tarde | Privado

Inmortales, aquellos que por siglos ostentan juventud y belleza, agilidad e inteligencia, que no se marchitan con el paso de los años, que cambian en apariencia dependiendo de la época pero que en esencia continúan siendo iguales; sangrientos, seductores, imposibles. Un capricho de la naturaleza con tal de preservar su obra ¿la mejor quizás? no, la mas temible sin duda.

El mundo se vuelve un pequeño pañuelo después del primer siglo y aún así, con la mentalidad y la energía dispuestas, se puede obtener mayores frutos y regalías que una vida entera de trabajo mortal, porque ahora lo que se espera es un tesoro mas grande, un sentimiento complicado ante los ojos que aún se reflejan y que no entenderán ni siquiera en su último aliento, porque es precisamente ese momento, el que hace válida la vida eterna de quien roba la existencia ajena.

Melina siempre fué de aquellas mortales que admiraba la belleza de la naturaleza, sin comprenderla realmente, de esas mujeres que se perdían en los aromas diversos de las fragancias que el mundo obsequiaba creyendo que las aceptaba y que les rendía el debido respeto; cuan equivocada estuvo, 23 años que se fueron como agua y en los que realmente no hizo nada, solo sentarse a esperar, y cuando su hora llegó de manera abrupta, intentó aferrarse a la vida con uñas y dientes, con lo último que le quedaba de energía... hasta que él llegó.

Trescientos once años habían pasado, tres siglos completos en los que Melina había esperado, en los que caminó por las calles del mundo y sus épocas buscando respuestas a las preguntas que aún no formulaba, no porque no las supiera, sino porque no quería hacerlo, necesitaba tenerlo ante ella para poder enfrentar lo que ahora era su vida, pero el muy cobarde siempre huía. Había momentos en los que ella se sentía observada, en los que sentía como el vello de su cuerpo se erizaba -o al menos recordaba esa sensación y la evocaba- pero cuando rebuscaba entre las sombras, cuando a gritos en su mente lo llamaba por un nombre que no conocía, él no respondía; llegó el momento en el que se dio por vencida, o al menos intentó convencerse de ello, y decidió continuar con su eterna existencia como hasta ahora, sin una guía.

París había sido el lugar elegido ¿por qué? la respuesta era ¿por qué no?, tantos y tantos lugares visitados en los que se establecía por unos cuantos años, se mimetizaba con los humanos que caminaban por las calles, ilusos de su realidad, solo para después continuar con su camino, y ahora se encontraba sintiendo la brisa del aire nocturno parisino, con todo y sus olores nauseabundos que se mezclaban con los perfumes mas exquisitos que las damas de sociedad ostentaban sobre sus pieles. La noche era el acompañante que llevaba, sus pasos resonaban sobre el empedrado de las calles mientras el filo del vestido color añil las rozaba, el ceñido de la cintura y el busto cuyos montículos tímidos se asomaban, el abrigo negro que llevaba sobre sus hombros de piel nívea con la capucha baja dejando que su cabello de fuego ondulara juguetón en el viento.

Por algún motivo giró en la esquina, cuando su intención era seguir de frente hacia aquella mujer que salía tarde de la casa donde trabajaba, fue gracia divina que no se encontrase con su final esa noche puesto que el ángel que anunciaba su muerte se vio inmerso en un mar de sensaciones, juraría que el pulso se aceleró y si no fuera porque llevaba mas de trescientos años sin sentirlo, apostaría su vida. Sus paso se dirigieron entonces a aquella taberna en cuya entrada los hombres no dudaron en aproximarse a ella con mil palabras, mismas que se quedaron enredadas en sus lenguas cuando ésta pasó indiferente entre ellos.

Se detuvo en la entrada con la mirada fija en aquel hombre, todo lo demás no importaba y salió de cuadro en su vista, solo él, allí sentado tan plácidamente. Se acercó con paso firme aún decidiendo si de buenas a primeras lanzarse sobre él a abrazarlo, o soltarle la palma abierta sobre el rostro, pero pese a sus deseos se despojo de la capa y se sentó recatadamente frente a él —Trescientos años te has tardado - sus labios rojizos se abrieron intentando escupir veneno pero solo lograron completar aquella frase, alzó por fin la mirada y clavó las azules orbes por primera vez en el rostro de aquel que le dio el abrazo eterno.