AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
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Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
La mujer abrazó a Beatrice y la tomó del brazo, tirando de ella mientras dejaba al joven moreno tomando las maletas de la chica, querían llevarla a hacer un poco de turismo, pero no tenían tiempo, la mujer quería volver pronto a venecia para enseñarle a su querida sobrina.
La mujer tenía una reunion de trabajo esa misma noche, una cena en la que se presentaría una nueva colección, y, si la mujer tenía suerte, tendría el honor de ser una invitada de honor en el baile de gala que se celebraría en la casa de unos grandes mecenas de roma. Con algo de suerte, podrían acudir a una enorme casa frente a la Piazza Navona.
El camino pasó desde Roma hasta el puerto en el que un barquito los llevaría a venencia, allí tomarían una góndola que los llevaría hasta la Plaza de San Marcos. Mientras la mujer parloteaba Beatrice se mantenía en un silencio educado, mirando el paisaje con parsimonia, sin ganas reales de llegar.
Echaba en falta a su Padre, a quien no volvería a ver, a su madre, a quien había dejado atrás con su luto, a las personas del servicio, que eran más familia que trabajadores, su querido Sena, su adorada catedral de Notre Dame, y, a Bethlem. No iba a soportar estar alejada de todo, solo quería volver a ver a su padre, abrazarlo, volver a hablar con él, no sentirse tan lejana ni tan formal, o, en su defecto, poder abrazarse a Bethlem y llorar a mares. No podía creerse todo lo que estaba sucediendole, era demasiado subrealista.
Pasado todo el trayecto, Beatrice a penas había escuchado nada, solo había logrado confirmar los rumores, pero para ella, más que un escandalo, la vida de esa mujer era una tremendisima muestra de valor, de fuerza, una muestra de que no era necesario ser un hombre para triunfar y de que, a pesar de ser mala, toda la prensa era buena en el fondo, "toda piedra hace muro", pensó la chica mientras entraban en un enorme palacio veneciano, con piedras de colores decorando la fachada.
Le mostraron la casa, y la dejaron quedarse en el cuarto durante un tiempo para ducharse, esa noche sería la cena en la galería, y debía prepararse. Le presentaron al servicio, que parecía más frío que aquellos a quienes ellas había conocido en francia, no era de extrañar, todos habían sido traidos de inglaterra, y no miraban con buenos ojos los actos de su señora.
Beatrice era su esperanza de tener una dama inglesa de la que estar orgullosos, pero si la conocieran, sabrían que no debían esperar eso de ella, eso era cosa de su madre, pero Bea era diferente. Se levantó y se metió en el humeante baño, debía empezar a prepararse.
La mujer tenía una reunion de trabajo esa misma noche, una cena en la que se presentaría una nueva colección, y, si la mujer tenía suerte, tendría el honor de ser una invitada de honor en el baile de gala que se celebraría en la casa de unos grandes mecenas de roma. Con algo de suerte, podrían acudir a una enorme casa frente a la Piazza Navona.
El camino pasó desde Roma hasta el puerto en el que un barquito los llevaría a venencia, allí tomarían una góndola que los llevaría hasta la Plaza de San Marcos. Mientras la mujer parloteaba Beatrice se mantenía en un silencio educado, mirando el paisaje con parsimonia, sin ganas reales de llegar.
Echaba en falta a su Padre, a quien no volvería a ver, a su madre, a quien había dejado atrás con su luto, a las personas del servicio, que eran más familia que trabajadores, su querido Sena, su adorada catedral de Notre Dame, y, a Bethlem. No iba a soportar estar alejada de todo, solo quería volver a ver a su padre, abrazarlo, volver a hablar con él, no sentirse tan lejana ni tan formal, o, en su defecto, poder abrazarse a Bethlem y llorar a mares. No podía creerse todo lo que estaba sucediendole, era demasiado subrealista.
Pasado todo el trayecto, Beatrice a penas había escuchado nada, solo había logrado confirmar los rumores, pero para ella, más que un escandalo, la vida de esa mujer era una tremendisima muestra de valor, de fuerza, una muestra de que no era necesario ser un hombre para triunfar y de que, a pesar de ser mala, toda la prensa era buena en el fondo, "toda piedra hace muro", pensó la chica mientras entraban en un enorme palacio veneciano, con piedras de colores decorando la fachada.
Le mostraron la casa, y la dejaron quedarse en el cuarto durante un tiempo para ducharse, esa noche sería la cena en la galería, y debía prepararse. Le presentaron al servicio, que parecía más frío que aquellos a quienes ellas había conocido en francia, no era de extrañar, todos habían sido traidos de inglaterra, y no miraban con buenos ojos los actos de su señora.
Beatrice era su esperanza de tener una dama inglesa de la que estar orgullosos, pero si la conocieran, sabrían que no debían esperar eso de ella, eso era cosa de su madre, pero Bea era diferente. Se levantó y se metió en el humeante baño, debía empezar a prepararse.
Beatrice Delteria- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/04/2015
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Re: Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
Quedaba poco para el viaje, el viaje que Bethlem ansiaba más de lo que lo había ansiado nunca. Aquella noche directamente no había dormido, tenía que dejar algunos encargos terminados antes de irse, y no quería demorar aún más la entrega de los mismos. Si no los terminaba antes de irse, no sólo perdería un dinero que sin duda le hacía falta, si no que se asumiría como una mancha negra en su nombre, y no quería algo así en aquel momento en su carrera. Trabajar para las altas esferas tenía sus ventajas, pero como todo, tenía sus inconvenientes, entre ellos que había que ser extremadamente meticuloso.
Estaba amaneciendo cuando el joven compositor terminó de escribir la última nota. Estaba agotado, pero sabía que aquel esfuerzo había merecido la pena. Se había acostumbrado a trabajar bajo presión y altas exigencias, su maestro solía encargarse de que no se acomodase en ningún momento. Una noche de sueño menos no era suficiente para que Bethlem perdiese el criterio compositivo que tantos años había trabajado. Guardó las cosas con extremo cuidado, y se dejó caer de su escritorio a la cama cerrando los ojos por unos instantes. A punto estuvo de dormirse, pero se frotó la cara con las manos desperezándose. En silencio comenzó a hacer algunos ejercicios mentales para mantenerse despierto, mientras trataba de recordar qué era lo que debía hacer a continuación.
Necesitaba hacerse con una buena maleta y a ser posible comprar algo de ropa elegante. Iba a Venecia, y allí probablemente acabaría acudiendo a alguna gala o algo parecido, no le vendría mal al menos un traje para ir tirando hasta que pudiese permitirse allí otro. Compraría también algunas provisiones para el viaje, y debía también pedirle a su maestro algunos contactos para los que poder trabajar en cuanto estuviese instalado en Venecia. Ya se buscaría la vida para vivir en algún sitio.
Una vez recordado todo aquello que debía hacer Bethlem se levantó de la cama de un salto y se puso manos a la obra. Se lavó bien el rostro y se puso una ropa algo más adecuada para salir. Se notaba que no había dormido, pero aún tenía energías para hacer todas aquellas cosas. Cogió sus encargos, y con paso ligero fue hasta la cocina, donde su maestro desayunaba con aire distraído. Enzo miró al joven, y le invitó a sentarse a su lado. Bethlem decidió que algo de tiempo tenía, compartiría un desayuno con su maestro, así quizá de algún modo descansaba un poco de todos aquellos quehaceres.
Ambos mantuvieron una distendida conversación, ninguno quería hablar aún del viaje que tan cerca estaba. Enzo parecía no haberse decidido aún si ir o no a Venecia con su pupilo, y el chico prefirió no preguntar. Terminaron de desayunar, y Bethlem salió por la puerta con la prisa que llevaba aquellos días a todas partes.
A paso ligero, se dispuso a entregar las obras que acababa de terminar aquella mañana.
Estaba amaneciendo cuando el joven compositor terminó de escribir la última nota. Estaba agotado, pero sabía que aquel esfuerzo había merecido la pena. Se había acostumbrado a trabajar bajo presión y altas exigencias, su maestro solía encargarse de que no se acomodase en ningún momento. Una noche de sueño menos no era suficiente para que Bethlem perdiese el criterio compositivo que tantos años había trabajado. Guardó las cosas con extremo cuidado, y se dejó caer de su escritorio a la cama cerrando los ojos por unos instantes. A punto estuvo de dormirse, pero se frotó la cara con las manos desperezándose. En silencio comenzó a hacer algunos ejercicios mentales para mantenerse despierto, mientras trataba de recordar qué era lo que debía hacer a continuación.
Necesitaba hacerse con una buena maleta y a ser posible comprar algo de ropa elegante. Iba a Venecia, y allí probablemente acabaría acudiendo a alguna gala o algo parecido, no le vendría mal al menos un traje para ir tirando hasta que pudiese permitirse allí otro. Compraría también algunas provisiones para el viaje, y debía también pedirle a su maestro algunos contactos para los que poder trabajar en cuanto estuviese instalado en Venecia. Ya se buscaría la vida para vivir en algún sitio.
Una vez recordado todo aquello que debía hacer Bethlem se levantó de la cama de un salto y se puso manos a la obra. Se lavó bien el rostro y se puso una ropa algo más adecuada para salir. Se notaba que no había dormido, pero aún tenía energías para hacer todas aquellas cosas. Cogió sus encargos, y con paso ligero fue hasta la cocina, donde su maestro desayunaba con aire distraído. Enzo miró al joven, y le invitó a sentarse a su lado. Bethlem decidió que algo de tiempo tenía, compartiría un desayuno con su maestro, así quizá de algún modo descansaba un poco de todos aquellos quehaceres.
Ambos mantuvieron una distendida conversación, ninguno quería hablar aún del viaje que tan cerca estaba. Enzo parecía no haberse decidido aún si ir o no a Venecia con su pupilo, y el chico prefirió no preguntar. Terminaron de desayunar, y Bethlem salió por la puerta con la prisa que llevaba aquellos días a todas partes.
A paso ligero, se dispuso a entregar las obras que acababa de terminar aquella mañana.
Bethlem Galianno- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 16/04/2015
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Re: Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
La galería decorada con miles de estatuas y cuadros, e incluso algún que otro instrumento, se veía bellamente iluminada con miles de velas en las adornadas y recargadas lámparas del techo, los suelos de mármol claro, las columnas de brillante piedra y los ojos del pasado que allí habitaban contemplaban a una joven de mirada entristecida, que, vestida de azul, esperaba en un rincón, rezagada, mientras sostenía con delicadeza una fina copa de champagne, el mejor Champagne francés de importación, que había llegado en el mismo tren en el que había llegado ella.
Con un suspiro, la joven de ojos azules intentó respirar hondo encasquetada en ese maldito corsé que el ama de llaves inglesa había hecho que se pusiera. No lo habría hecho, ella ya era delgada, no le gustaba llevar esas cosas, le impedían respirar, no la dejaban moverse con soltura, y, para colmo, no podía comer, llevaba días sin probar bocado, pero el viaje, y el cansancio, le habían abierto el apetito.
Ciertamente era una suerte el maquillaje que la mujer le había aplicado, la palidez cubría sus mejillas y la sombra sus ojos, se notaba que había adelgazado, y que su humor era pobre. Por ello se mantenía alejada, y por ello, las capas de maquillaje no podían ser más pesadas y molestas, con tal de cubrir las imperfecciones, el ama de llaves había hecho de albañil más que de ayudante de cámara.
Alejada como estaba del barullo, de a fiesta y de las risas, que, a excepción de la de su tía, parecían ser falsas, pensaba en si era cierto lo sucedido, en si realmente había visto a Bethlem correr por el andén de la estación gritando su nombre, si realmente ella le había pedido que fuera a buscarla a Italia, si realmente, el joven sería lo bastante loco como para ir por ella, tan loco como lo había sido ella al mandarle la misiva.
Mientras divagaba, su tía se acercó junto a un joven de pelo negro, estirado, altivo, y sonriente y la presentó con amabilidad.
- Sir Garret, esta es mi sobrina, Beatrice, de quien le había hablado.- explicó ella mientras el hombre, educado, tomaba la mano de la joven de vestido azul y le daba un pequeño beso.
- Signorina.- dijo con tono galante.
Cuando fue educado, Beatrice retiró la mano, que aun le dolía por las heridas, aunque su tía se había preocupado de que la curasen, no eran heridas superficiales precisamente. Sabía que le hablaban, que intentaban incluirla en la conversación, pero ella, incapaz de escuchar, únicamente asentía con una ligera sonrisa, hasta que, de la nada, escuchó la palabra violín. Querían que tocase.
La cara de su tía parecía emocionada, como si todo dependiera de ella, con un suspiro, dejó la copa en una bandeja de las que rodaban por el lugar y, sin prisa, se acercó al centro de la sala, donde un hombre alto sin pelo alguno en la cabeza, le prestó un violín.
Era un violín precioso, de madera de fresno, parecía por el color, cuerdas claras, y parecía de sonido fino. Tomó aire, tanto como el corsé se lo permitía, y, colocándose en posición, decidió tocar la melodía de Bethlem, había acabado aprendiéndola de memoria, tal vez no sonase como sonaría en manos del chico, no, definitivamente nunca podría llegar a la perfección sonora del joven, pero, sin embargo, esa melodía que tanto le recordaba a él, quería que se la oyesen tocar.
Cuando finalizó con un timbre dulce y anhelante, el silencio que se había hecho en la sala sin que ella lo notase se deshizo en aplausos y pronto las felicitaciones volaban a su alrededor, preguntando de quien era esa melodía, al parecer acababa de introducir a Bethlem como compositor de la clase alta de Venecia.
La noche avanzó sin más problema, aunque la joven notaba Sir Garret demasiado pendiente de ella, y, al final de la velada, invitó a su tía y a ella misma ha la cena cerca de la Piazza Navona. Asintió con amabilidad sin poder sonreír de modo sincero y, finalmente volvieron a lo que en el futuro sería su casa, al menos durante un año.
Se durmió con la cabeza martilleando, deseando que pasara pronto el tiempo y Bethlem y ella pudieran reencontrarse, ya que sabía que, a su padre, no podría verle nunca más, al menos poder verlo a él, a su compositor.
Con un suspiro, la joven de ojos azules intentó respirar hondo encasquetada en ese maldito corsé que el ama de llaves inglesa había hecho que se pusiera. No lo habría hecho, ella ya era delgada, no le gustaba llevar esas cosas, le impedían respirar, no la dejaban moverse con soltura, y, para colmo, no podía comer, llevaba días sin probar bocado, pero el viaje, y el cansancio, le habían abierto el apetito.
Ciertamente era una suerte el maquillaje que la mujer le había aplicado, la palidez cubría sus mejillas y la sombra sus ojos, se notaba que había adelgazado, y que su humor era pobre. Por ello se mantenía alejada, y por ello, las capas de maquillaje no podían ser más pesadas y molestas, con tal de cubrir las imperfecciones, el ama de llaves había hecho de albañil más que de ayudante de cámara.
Alejada como estaba del barullo, de a fiesta y de las risas, que, a excepción de la de su tía, parecían ser falsas, pensaba en si era cierto lo sucedido, en si realmente había visto a Bethlem correr por el andén de la estación gritando su nombre, si realmente ella le había pedido que fuera a buscarla a Italia, si realmente, el joven sería lo bastante loco como para ir por ella, tan loco como lo había sido ella al mandarle la misiva.
Mientras divagaba, su tía se acercó junto a un joven de pelo negro, estirado, altivo, y sonriente y la presentó con amabilidad.
- Sir Garret, esta es mi sobrina, Beatrice, de quien le había hablado.- explicó ella mientras el hombre, educado, tomaba la mano de la joven de vestido azul y le daba un pequeño beso.
- Signorina.- dijo con tono galante.
Cuando fue educado, Beatrice retiró la mano, que aun le dolía por las heridas, aunque su tía se había preocupado de que la curasen, no eran heridas superficiales precisamente. Sabía que le hablaban, que intentaban incluirla en la conversación, pero ella, incapaz de escuchar, únicamente asentía con una ligera sonrisa, hasta que, de la nada, escuchó la palabra violín. Querían que tocase.
La cara de su tía parecía emocionada, como si todo dependiera de ella, con un suspiro, dejó la copa en una bandeja de las que rodaban por el lugar y, sin prisa, se acercó al centro de la sala, donde un hombre alto sin pelo alguno en la cabeza, le prestó un violín.
Era un violín precioso, de madera de fresno, parecía por el color, cuerdas claras, y parecía de sonido fino. Tomó aire, tanto como el corsé se lo permitía, y, colocándose en posición, decidió tocar la melodía de Bethlem, había acabado aprendiéndola de memoria, tal vez no sonase como sonaría en manos del chico, no, definitivamente nunca podría llegar a la perfección sonora del joven, pero, sin embargo, esa melodía que tanto le recordaba a él, quería que se la oyesen tocar.
Cuando finalizó con un timbre dulce y anhelante, el silencio que se había hecho en la sala sin que ella lo notase se deshizo en aplausos y pronto las felicitaciones volaban a su alrededor, preguntando de quien era esa melodía, al parecer acababa de introducir a Bethlem como compositor de la clase alta de Venecia.
La noche avanzó sin más problema, aunque la joven notaba Sir Garret demasiado pendiente de ella, y, al final de la velada, invitó a su tía y a ella misma ha la cena cerca de la Piazza Navona. Asintió con amabilidad sin poder sonreír de modo sincero y, finalmente volvieron a lo que en el futuro sería su casa, al menos durante un año.
Se durmió con la cabeza martilleando, deseando que pasara pronto el tiempo y Bethlem y ella pudieran reencontrarse, ya que sabía que, a su padre, no podría verle nunca más, al menos poder verlo a él, a su compositor.
Beatrice Delteria- Humano Clase Alta
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Re: Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
Al fin llegó el día del subirse al tren. Aquellos últimos días habían sido especialmente intensos. Bethlem seguía sin haber dormido decentemente, entre las adquisiciones de último momento, el estrés que tenía encima y la urgencia por dejarlo todo zanjado antes de irse apenas había tenido espacio para el sueño. Pero era positivo, ya estaba todo hecho, ahora tan sólo tenía que despedirse. Despedirse temporalmente de su maestro, y temporalmente de París. Realmente nunca le habían gustado las despedidas, pero la vida le había enseñado que tan sólo debía decir un hasta pronto, porque tarde o temprano, lo quieras o no, todo vuelve.
Enzo acompañó al muchacho a la estación. Había decidido quedarse en París, puesto que allí gozaba de buena suerte. Sin duda iría en algún momento a hacer una visita a su pupilo por todo el cariño y respeto que tenía hacia él, pero eso no se lo había dicho, sería una sorpresa. Bethlem por otro lado no le recriminaba el haber querido quedarse, lo comprendía perfectamente. Después de todo aquella era una de esas locuras que se hacen en la juventud, y sería egoísta por su parte arrastrar con ella a su maestro. En un emotivo abrazo se despidieron y Bethlem se subió al tren que le llevaría hasta Roma. Llegaría allí en la tarde del día siguiente, y desde Roma viajaría a Venecia en otro pequeño tren que funcionaba como nexo.
El joven se sentó en el asiento de su vagón correspondiente. Como si tuviese miedo de “perder” sus escasas pertenencias debido al sueño, que empezaba a hacer estragos en su capacidad de reacción, puso su pequeña maleta sobre sus piernas y se abrazó a ella. Realmente le iba parte de la vida en esa raída maleta. Con aire distraído miró por la ventanilla, despidiéndose mentalmente de todos aquellos recuerdos que había construido en aquella ciudad que tanto le había dado, y tan poco le había pedido a cambio. Cuando le fue imposible observarla desde el vagón, el joven se resignó a mirar hacia delante, dentro del vagón y dentro de su cabeza. Ya le faltaba menos para estar junto a Beatrice. Se preguntaba cómo estaría, cómo lo estaría pasando, si por lo menos no estaría sufriendo tanto como debió hacerlo en días anteriores.
Su mente funcionaba cada vez con más dificultades. Poco a poco se fue durmiendo, sentado en aquel asiento, abrazado a su maleta y algo encogido sobre si mismo el chico se sumió en un profundo sueño, más profundo del que había podido tener en los días anteriores. Durmió así muchas horas, demasiadas. Las suficientes para que se le agarrotasen los músculos y despertase cuando el tren había pasado ya la frontera de Italia. Se estiró en el asiento, realmente dolorido, y sin ganas de más, ni si quiera comer, simplemente esperó a que el tren llegase a Roma. Ni si quiera miró por la ventana, conocía bien aquellos paisajes. No miraba por la ventana no… Estaba concentrado en aquella melodía que compuso una vez para una violinista en especial, la repetía una y otra vez en su cabeza con nostalgia.
Una vez en Roma esperó a su tren de enlace. Quedaban pocas horas para llegar a Venecia. Llegaría por la noche, y cuando lo hiciese, sin pensárselo dos veces se dirigiría a al dirección que con tanto recelo guardaba en un cachito de papel en el bolsillo de su raída chaqueta.
Enzo acompañó al muchacho a la estación. Había decidido quedarse en París, puesto que allí gozaba de buena suerte. Sin duda iría en algún momento a hacer una visita a su pupilo por todo el cariño y respeto que tenía hacia él, pero eso no se lo había dicho, sería una sorpresa. Bethlem por otro lado no le recriminaba el haber querido quedarse, lo comprendía perfectamente. Después de todo aquella era una de esas locuras que se hacen en la juventud, y sería egoísta por su parte arrastrar con ella a su maestro. En un emotivo abrazo se despidieron y Bethlem se subió al tren que le llevaría hasta Roma. Llegaría allí en la tarde del día siguiente, y desde Roma viajaría a Venecia en otro pequeño tren que funcionaba como nexo.
El joven se sentó en el asiento de su vagón correspondiente. Como si tuviese miedo de “perder” sus escasas pertenencias debido al sueño, que empezaba a hacer estragos en su capacidad de reacción, puso su pequeña maleta sobre sus piernas y se abrazó a ella. Realmente le iba parte de la vida en esa raída maleta. Con aire distraído miró por la ventanilla, despidiéndose mentalmente de todos aquellos recuerdos que había construido en aquella ciudad que tanto le había dado, y tan poco le había pedido a cambio. Cuando le fue imposible observarla desde el vagón, el joven se resignó a mirar hacia delante, dentro del vagón y dentro de su cabeza. Ya le faltaba menos para estar junto a Beatrice. Se preguntaba cómo estaría, cómo lo estaría pasando, si por lo menos no estaría sufriendo tanto como debió hacerlo en días anteriores.
Su mente funcionaba cada vez con más dificultades. Poco a poco se fue durmiendo, sentado en aquel asiento, abrazado a su maleta y algo encogido sobre si mismo el chico se sumió en un profundo sueño, más profundo del que había podido tener en los días anteriores. Durmió así muchas horas, demasiadas. Las suficientes para que se le agarrotasen los músculos y despertase cuando el tren había pasado ya la frontera de Italia. Se estiró en el asiento, realmente dolorido, y sin ganas de más, ni si quiera comer, simplemente esperó a que el tren llegase a Roma. Ni si quiera miró por la ventana, conocía bien aquellos paisajes. No miraba por la ventana no… Estaba concentrado en aquella melodía que compuso una vez para una violinista en especial, la repetía una y otra vez en su cabeza con nostalgia.
Una vez en Roma esperó a su tren de enlace. Quedaban pocas horas para llegar a Venecia. Llegaría por la noche, y cuando lo hiciese, sin pensárselo dos veces se dirigiría a al dirección que con tanto recelo guardaba en un cachito de papel en el bolsillo de su raída chaqueta.
Bethlem Galianno- Licántropo Clase Media
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Re: Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
Se levanto tarde, la noche anterior, el cansancio acumulado, el hambre, el haber tenido que ponerse ese horriblemente incómodo corsé todo ellos había dado como resultado una larga noche de sueño. Un sueño poco reparador que le había despertado un tremendo dolor de cabeza.
Levantandose con sumo cuidado, mareada, tomó una bata de seda roja que había sobre la silla de escritorio y se acercó a la ventana corriendo la cortina. El sol entró con fuerza por la ventana, iluminando el apenumbrado cuarto. La chica suspiró con aire triste y miró como los gondoleros cantaban serenatas en sus barquitos y por las calzadas caminaba la gente con sonrisas en los labios. Sonrió de medio lado y cambió la vista al cielo.
Sabía que tenía que dejar atrás las tristeza, que no podía aferrarse al recuerdo de un padre que, al final, no había sido nunca cariñoso, no era el típico padre que te abraza cuando tienes miedo, o que te consuela cuando lloras, ni que te enseña con paciencia. Era un padre frío, pero la hizo fuerte, no le enseñó de modo directo, pero la hizo aprender y avanzar por su cuenta, no la protegió de los temores, pero se los mostró de cara para que no tuviera miedo. "No fue el padre perfecto, ni el padre que todo niño quiere, pero era mi padre" pensó mientras se le escapaban lágrimas de los ojos. Que la hubiera mandado allí a estudiar era muestra de que la quería más de lo que ella jamás llegó a suponer.
Escuchó llamar a la puerta, y, con rapidez, se secó las lágrimas con la manga de la bata y se giró a mirar la puerta sentada en el umbral de la ventana dando permiso para entrar. El ama de llaves entró con calma, llevando una copiosa bandeja de comida, con té, huevos, bacon y todo lo que podría pedirse de un típico desayuno inglés, y se retiró con una inclinación de cabeza tras decir buenos días e informar de que la noche sería larga, "cierto, la fiesta" reflexionó con desagrado, no quería más fiestas.
Se sentó a comer, notando sobre sus hombros la soledad, más honda que nunca. Estaba en un país desconocido, hablando un idioma que a penas chapurreaba, con una familia a la que no era capaz de considerar familia, lejos de amigos, conocidos, de su madre y de Bethlem. No es que hubiera perdido a su padre, es que sentía que lo había perdido todo.
El día pasó a velocidad de crucero, calmado, estático, con ella rondando por la casa, buscando la sala de música, que se encontraba a buen recaudo en una de las salas del piso de arriba. Se sentó durante horas, intentando arreglar las cuerdas de su violín que llevaban rotas desde su pericia musical en el tren, pero era totalmente incapaz de lograrlo con los dedos heridos como los tenía. Al final, desistió, de todos modos tampoco podía tocar.
Tomó un caballete, un lienzo, carboncillo pinturas y pinceles, y se sentó frente a lo que quería que fuera su obra, pero solo una imagen llegaba a su cabeza, ese día en la sala de música, con Bethlem tocando el piano, ella el violín y las estrellas mirando desde el firmamento. Esa sala, de algún modo, lo unia todo. Fue donde su madre le enseñó a tocar el piano, donde su padre le dio las primeras nociones de violín, sintiendose orgulloso de que lo prefiriera por encima del piano, donde había tocado el ave maría por primera vez y donde lo había compartido con Bethlem.
Comenzó a garabatear con el carboncillo, manchando sus vendas de negro, con trazos que serían dificiles de diferenciar hasta que todo estuviera acabado. No se levantó hasta la tarde, cuando el ama de llaves, iracunda por la mala educación de la chica, que no se había molestado ni en bajar a comer, la llevó casi a rastras a tomar un baño antes de volver a encasquetarla en uno de esos horrendos corsés y cancans antes de salir a la Piazza San Marcos, a celebrar el baile de máscaras. Al parecer la chica no era la joven inglesa que la dama había esperado, pues no dejaba de farfullar en inglés palabras incomprensibles.
Llegada la hora, bajó las escaleras con la cara empolvada, un vestido rojo borgoña, del que se había quitado las enaguas en cuanto había tenido un segundo sola, dejando a falda más liviana, menos pomposa. Ante la mirada estupefacta de Miss Dorothy, el ama de llaves, tomó la máscara, le sonrió y salió de allí aceptando la ayuda del compañero de su tía.
No tardaron en llegar al palacio donde se celebraría el baile. Dejando la capa negra en el guarda ropa, anudandose la máscara, descendió las escaleras sola, escuchando las conversaciones que ya ascendían hasta el tragaluz. La sala estaba tenuemente iluminada, y el suelo de mámorl reflejaba el vuelo de los vestidos.
No conversó demasiado, sin embargo, en cuanto inició la música, el propietario del lugar, aquel que los había invitado a ella y a su tía, le pidió un baile, parecía que tenía cierto interés en conocerla. La chica iba a negarse, pero la mirada esperanzada de su tía la hizo aceptar, accediendo, así, a unirse al jolgorio y al vals que en ese instante iniciaba su tocata.
Levantandose con sumo cuidado, mareada, tomó una bata de seda roja que había sobre la silla de escritorio y se acercó a la ventana corriendo la cortina. El sol entró con fuerza por la ventana, iluminando el apenumbrado cuarto. La chica suspiró con aire triste y miró como los gondoleros cantaban serenatas en sus barquitos y por las calzadas caminaba la gente con sonrisas en los labios. Sonrió de medio lado y cambió la vista al cielo.
Sabía que tenía que dejar atrás las tristeza, que no podía aferrarse al recuerdo de un padre que, al final, no había sido nunca cariñoso, no era el típico padre que te abraza cuando tienes miedo, o que te consuela cuando lloras, ni que te enseña con paciencia. Era un padre frío, pero la hizo fuerte, no le enseñó de modo directo, pero la hizo aprender y avanzar por su cuenta, no la protegió de los temores, pero se los mostró de cara para que no tuviera miedo. "No fue el padre perfecto, ni el padre que todo niño quiere, pero era mi padre" pensó mientras se le escapaban lágrimas de los ojos. Que la hubiera mandado allí a estudiar era muestra de que la quería más de lo que ella jamás llegó a suponer.
Escuchó llamar a la puerta, y, con rapidez, se secó las lágrimas con la manga de la bata y se giró a mirar la puerta sentada en el umbral de la ventana dando permiso para entrar. El ama de llaves entró con calma, llevando una copiosa bandeja de comida, con té, huevos, bacon y todo lo que podría pedirse de un típico desayuno inglés, y se retiró con una inclinación de cabeza tras decir buenos días e informar de que la noche sería larga, "cierto, la fiesta" reflexionó con desagrado, no quería más fiestas.
Se sentó a comer, notando sobre sus hombros la soledad, más honda que nunca. Estaba en un país desconocido, hablando un idioma que a penas chapurreaba, con una familia a la que no era capaz de considerar familia, lejos de amigos, conocidos, de su madre y de Bethlem. No es que hubiera perdido a su padre, es que sentía que lo había perdido todo.
El día pasó a velocidad de crucero, calmado, estático, con ella rondando por la casa, buscando la sala de música, que se encontraba a buen recaudo en una de las salas del piso de arriba. Se sentó durante horas, intentando arreglar las cuerdas de su violín que llevaban rotas desde su pericia musical en el tren, pero era totalmente incapaz de lograrlo con los dedos heridos como los tenía. Al final, desistió, de todos modos tampoco podía tocar.
Tomó un caballete, un lienzo, carboncillo pinturas y pinceles, y se sentó frente a lo que quería que fuera su obra, pero solo una imagen llegaba a su cabeza, ese día en la sala de música, con Bethlem tocando el piano, ella el violín y las estrellas mirando desde el firmamento. Esa sala, de algún modo, lo unia todo. Fue donde su madre le enseñó a tocar el piano, donde su padre le dio las primeras nociones de violín, sintiendose orgulloso de que lo prefiriera por encima del piano, donde había tocado el ave maría por primera vez y donde lo había compartido con Bethlem.
Comenzó a garabatear con el carboncillo, manchando sus vendas de negro, con trazos que serían dificiles de diferenciar hasta que todo estuviera acabado. No se levantó hasta la tarde, cuando el ama de llaves, iracunda por la mala educación de la chica, que no se había molestado ni en bajar a comer, la llevó casi a rastras a tomar un baño antes de volver a encasquetarla en uno de esos horrendos corsés y cancans antes de salir a la Piazza San Marcos, a celebrar el baile de máscaras. Al parecer la chica no era la joven inglesa que la dama había esperado, pues no dejaba de farfullar en inglés palabras incomprensibles.
Llegada la hora, bajó las escaleras con la cara empolvada, un vestido rojo borgoña, del que se había quitado las enaguas en cuanto había tenido un segundo sola, dejando a falda más liviana, menos pomposa. Ante la mirada estupefacta de Miss Dorothy, el ama de llaves, tomó la máscara, le sonrió y salió de allí aceptando la ayuda del compañero de su tía.
No tardaron en llegar al palacio donde se celebraría el baile. Dejando la capa negra en el guarda ropa, anudandose la máscara, descendió las escaleras sola, escuchando las conversaciones que ya ascendían hasta el tragaluz. La sala estaba tenuemente iluminada, y el suelo de mámorl reflejaba el vuelo de los vestidos.
No conversó demasiado, sin embargo, en cuanto inició la música, el propietario del lugar, aquel que los había invitado a ella y a su tía, le pidió un baile, parecía que tenía cierto interés en conocerla. La chica iba a negarse, pero la mirada esperanzada de su tía la hizo aceptar, accediendo, así, a unirse al jolgorio y al vals que en ese instante iniciaba su tocata.
Beatrice Delteria- Humano Clase Alta
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Re: Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
Bethlem caminaba apurado por las calles de Venecia. El dolor que sentía en los músculos no era suficiente para frenarlo. Nada más bajar del pequeño tren de enlace había memorizado la dirección apuntada en el preciado papel. Conocía el lugar, si no estaba equivocado la tía de Beatrice debía vivir en un hermoso palacio Veneciano… Pero aquello poco le importaba. Sólo quería llegar y ver a Beatrice.
Poco tiempo después se encontraba ante el palacio. Se detuvo por primera vez en el trayecto observándolo con admiración, sin duda era hermoso. El joven dejó unos instantes la maleta en el suelo y se apoyó sobre sus rodillas tomando aire. En ese instante se hizo consciente de lo dolorida que estaban su espalda y las articulaciones de sus extremidades. Tampoco le preocupó demasiado, sabía que no tardaría en pasarse ese dolor. -Te estás haciendo viejo Bethlem.- Se dijo tratando de quitarle hierro al asunto, y tratando de animarse. Después de todo ya estaba a escasos centímetros de abrazar a la violinista a la que tanto adoraba.
Con aire decidido retomó su maleta y en un par de pasos se situó frente a la puerta para llamar con el tirador. Un hombrecillo bien vestido y con porte elegante le abrió la puerta. Le miró de arriba abajo con expresión de disgusto. Bethlem cayó en la cuenta del aspecto que debía tener, desaliñado, con la ropa arrugada por el viaje y con una maleta vieja y raída… Debía parecer poco menos que un mendigo. - What do you want… Sir?.- Preguntó en un perfecto inglés, como si no tuviese la intención de compartir su cuidado italiano con alguien como el chaval que le miraba desde el otro lado de la puerta. Bethlem no se dejó intimidar, no tenía nada que ocultar, y sabía que si explicaba que conocía a Beatrice, al menos la llamarían para comprobar que aquello era cierto.- Busco a Beatrice, está ella aquí.-Preguntó en su perfecto Italiano con seriedad. El mayordomo pareció comprender que era la visita que estaban esperando y decidió dejarle pasar. -Verá… Señor… -Respondió el hombre dudando si podía llamarle de tal manera.- Ha ido con su tía a una fiesta importante en otro lugar.
Bethlem se dejó caer sentándose sobre su maleta rendido, se sintió como si acabasen de darle una puñalada trapera. Se sentía cansado, dolorido… Tan sólo deseaba abrazar a la joven de ojos azules. Se cubrió la cara con las manos en un gesto de desesperación, apenas pensaba con claridad en aquellos momentos. La voz de una mujer le hizo mirar con curiosidad. Estaba riñendo al mayordomo en otro perfecto inglés, un inglés que en ese instante Bethlem no sea molestó en entender. Cuando terminó, la mujer miró al chico con una sonrisa amable.-En este papel está la dirección de la fiesta, puedo dejarle ropa si lo necesita para…- Bethlem no la dejó ni terminar. Tomó el papel con rapidez, a la dama por los hombros y depositó un alegre beso en su frente. Su cara se había iluminado de nuevo por aquel gesto, no cabía en sí de gozo. No sabía quien era aquella mujer, pero le agradecería más tarde el gesto. Abandonando su maleta salió corriendo de nuevo por la puerta, decidido a encontrar por fin a Beatrice.
Llegó a aquel nuevo palacio, otra vez exhausto. Su aspecto cada vez dejaba más que desear. Se preguntó incluso si los dos hombres que guardaban la puerta le dejarían si quiera pasar. Se acercó a ellos con una sonrisa, y les explicó que había recorrido un largo viaje tan sólo para ver a una dama que se encontraba en aquella fiesta. Como era de esperar, los hombres le tomaron por impostor, o simplemente por loco, y le impidieron el paso. Ni si quiera tenía la invitación que debía tener para entrar en tan distinguida fiesta... Pero Bethlem no iba a darse por vencido. Hizo el amago de irse sin causar más problemas, pero cambió repentinamente de idea y arremetió contra los guardianes de la puerta tirando a uno de ellos al suelo, lo que le permitió adentrarse corriendo en el palacio.
Era curioso cómo evolucionaban las cosas. Ahora se encontraba en un palacio el cual no conocía, corriendo como un desesperado con dos hombres detrás de él tratando de detenerle. El joven lobo escuchó música, y la siguió hasta llegar a un gran salón. Abrió las puertas de un golpe, y se detuvo jadeante frente a una multitud que le observaba en una mezcla de curiosidad y espanto... Pero él estaba concentrado en encontrar a alguien. Su mirada nerviosa se detuvo en la figura de Beatrice, preciosa, brillante. -¡Beatrice!.- Exclamó en un grito de júbilo. No se podía creer que la hubiese encontrado.
Se disponía a avanzar hacia ella cuando sintió un golpe en su espalda, y en ese mismo instante caía al suelo bajo el peso de uno de los guardias que le habían perseguido. Comenzó a forcejear con él, resistiéndose a dejarse sacar de aquel salón. No le había costado tanto llegar hasta allí para que ahora le sacasen a patadas.
Poco tiempo después se encontraba ante el palacio. Se detuvo por primera vez en el trayecto observándolo con admiración, sin duda era hermoso. El joven dejó unos instantes la maleta en el suelo y se apoyó sobre sus rodillas tomando aire. En ese instante se hizo consciente de lo dolorida que estaban su espalda y las articulaciones de sus extremidades. Tampoco le preocupó demasiado, sabía que no tardaría en pasarse ese dolor. -Te estás haciendo viejo Bethlem.- Se dijo tratando de quitarle hierro al asunto, y tratando de animarse. Después de todo ya estaba a escasos centímetros de abrazar a la violinista a la que tanto adoraba.
Con aire decidido retomó su maleta y en un par de pasos se situó frente a la puerta para llamar con el tirador. Un hombrecillo bien vestido y con porte elegante le abrió la puerta. Le miró de arriba abajo con expresión de disgusto. Bethlem cayó en la cuenta del aspecto que debía tener, desaliñado, con la ropa arrugada por el viaje y con una maleta vieja y raída… Debía parecer poco menos que un mendigo. - What do you want… Sir?.- Preguntó en un perfecto inglés, como si no tuviese la intención de compartir su cuidado italiano con alguien como el chaval que le miraba desde el otro lado de la puerta. Bethlem no se dejó intimidar, no tenía nada que ocultar, y sabía que si explicaba que conocía a Beatrice, al menos la llamarían para comprobar que aquello era cierto.- Busco a Beatrice, está ella aquí.-Preguntó en su perfecto Italiano con seriedad. El mayordomo pareció comprender que era la visita que estaban esperando y decidió dejarle pasar. -Verá… Señor… -Respondió el hombre dudando si podía llamarle de tal manera.- Ha ido con su tía a una fiesta importante en otro lugar.
Bethlem se dejó caer sentándose sobre su maleta rendido, se sintió como si acabasen de darle una puñalada trapera. Se sentía cansado, dolorido… Tan sólo deseaba abrazar a la joven de ojos azules. Se cubrió la cara con las manos en un gesto de desesperación, apenas pensaba con claridad en aquellos momentos. La voz de una mujer le hizo mirar con curiosidad. Estaba riñendo al mayordomo en otro perfecto inglés, un inglés que en ese instante Bethlem no sea molestó en entender. Cuando terminó, la mujer miró al chico con una sonrisa amable.-En este papel está la dirección de la fiesta, puedo dejarle ropa si lo necesita para…- Bethlem no la dejó ni terminar. Tomó el papel con rapidez, a la dama por los hombros y depositó un alegre beso en su frente. Su cara se había iluminado de nuevo por aquel gesto, no cabía en sí de gozo. No sabía quien era aquella mujer, pero le agradecería más tarde el gesto. Abandonando su maleta salió corriendo de nuevo por la puerta, decidido a encontrar por fin a Beatrice.
Llegó a aquel nuevo palacio, otra vez exhausto. Su aspecto cada vez dejaba más que desear. Se preguntó incluso si los dos hombres que guardaban la puerta le dejarían si quiera pasar. Se acercó a ellos con una sonrisa, y les explicó que había recorrido un largo viaje tan sólo para ver a una dama que se encontraba en aquella fiesta. Como era de esperar, los hombres le tomaron por impostor, o simplemente por loco, y le impidieron el paso. Ni si quiera tenía la invitación que debía tener para entrar en tan distinguida fiesta... Pero Bethlem no iba a darse por vencido. Hizo el amago de irse sin causar más problemas, pero cambió repentinamente de idea y arremetió contra los guardianes de la puerta tirando a uno de ellos al suelo, lo que le permitió adentrarse corriendo en el palacio.
Era curioso cómo evolucionaban las cosas. Ahora se encontraba en un palacio el cual no conocía, corriendo como un desesperado con dos hombres detrás de él tratando de detenerle. El joven lobo escuchó música, y la siguió hasta llegar a un gran salón. Abrió las puertas de un golpe, y se detuvo jadeante frente a una multitud que le observaba en una mezcla de curiosidad y espanto... Pero él estaba concentrado en encontrar a alguien. Su mirada nerviosa se detuvo en la figura de Beatrice, preciosa, brillante. -¡Beatrice!.- Exclamó en un grito de júbilo. No se podía creer que la hubiese encontrado.
Se disponía a avanzar hacia ella cuando sintió un golpe en su espalda, y en ese mismo instante caía al suelo bajo el peso de uno de los guardias que le habían perseguido. Comenzó a forcejear con él, resistiéndose a dejarse sacar de aquel salón. No le había costado tanto llegar hasta allí para que ahora le sacasen a patadas.
Bethlem Galianno- Licántropo Clase Media
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Re: Perdiendo el norte (Bethlem Galianno)
La música aumentaba poco a poco su cadencia, el sonido llenaba la sala y se debía esparcir por el hogar de Sir Garret con la deliadeza de petalos trasportados por el viento, y el ritmo se volvía suave a medida que avanzaban las piezas. Los pasos de su acompañante eran elegantes, seguía los compases como un experto y sus pasos eran suaves, guiaba con soltura dejando cierta libertad en el movimiento de la joven, sin embargo, Beatrice no se sentía cómoda.
No podía evitar recordar otro baile, con el silencio cómo única música y la torpeza como abanderamiento, el día en que Bethlem le regaló esa preciosa melodía para violín y piano que él mismo había compuesto para ella, ese día en el que ella le había intentado enseñar a bailar, sonrió al recordar los sucesos de ese día, la primera sonrisa de la noche, que no pasó desapercibida por el bailarín.
- Por fin sonrie, pero me da la impresión que poco o nada tiene que ver mi charla, incluso apostaría por que no está escuchandome.- dijo con aire divertido el joven moreno.
- Disculpeme, he recordado algo.- Se disculpó ella, volviendo a su enseñación por un instante. Parecía que su acompañante iba a decir algo más, pero en ese momento escuchó gritar su nombre y se giró dejando caer la máscara que cubría su rostro. - ¿Bethlem?- se preguntó en un susurró soltandose del hombre con quien bailaba y notando que la música dejaba de sonar.- ¡Bethlem!- dijo más alto, mientras una sonrisa ilusionada cruzaba su rostro.
Iba a encaminarse hacia él cuando unos guardias lo golpearon en la espalda e intentaron tirarle del lugar, no podía dejar que le hicieran daño, notó las miradas de la multitus, de su tía, y de Sir Garret a su espalda, y, sin importarle nada, hizo una reverencia a modo de disculpa y salió corriendo escaleras arriba ante la mirada incredula de los presentes.
Llegó frente a los guardias y los miró con seriedad, tomando a Bethlem del brazo. Se sentía algo débil por los días que llevaba sin descansar ni comer bien, pero al ver a su compositor, las fuerzas parecían haberle vuelto con más rapidez que nunca. Los guardias parecían reacios a soltar al chico, no estando seguros de si la joven lo hacía por compasión o si realmente tenían algo que ver, al parecer pensaban que, las jovenes francesas, eran impulsivas y demasiado inocentes para saber lo peligrosos que podían ser los intrusos.
Lo que ellos no sabían era que, las jovenes francesas de inocentes tenían poco y que ella, no era francesa, era inglesa, y como tal, tenía una obstinación como la de pocas personas. Respiró hondo y no se lo pensó dos veces, necesitaban una prueba de que estaban realcionados, allí iba.
Tomó al chico por las solapas de la chaqueta arrugada que traía puesta, se puso de puntillas y le estampo un beso en los labios, enrojeciendo sobremanera en el proceso. No esperaba tener ese valor dentro, pero ver al chico en la situación en la que lo había visto, la había hecho reaccionar como nunca pensó que reaccionaría. A penas tuvo tiempo de disfrutar de la sensación de los labios del joven o del reencuentro.
Estupefactos, los guardias soltaron a Bethlem, las caras de sorpresa e indignación se esparcieron por el público y ella, separandose del chico, tomandolo de la mano, tiró de él al grito de:
- ¡Corramos!- Sonrió divertida y sonrojada por el espectáculo que acababa de dar.
Mientras la chica no perdía tiempo y bajaba sosteniendose con una mano el vestido, con la otra la mano del joven, las escaleras de entrada al palacio, parando al llegar a la enorme y afamada plaza para contemplar el lugar del que habían huido, dentro del salón donde se celebraba el baile, los murmulos seguían acrecentandose.
- ¡Que descaro! Primero viene sin enaguas, se notaba el vestido tenía demasiado vuelo, y, para colmo, ese beso con alguien que no es siquiera su marido- protestaba una señorona enguantada y enjoyada.
- Creo que me ha dado un aire- exageraba otra demasiado maquillada, abanicandose.
- Se nota que es su sobrina- sonrió con indulgencia Sir Garret a la tía de Beatrice.- apasionada como ella sola, aunque más educada.- rió recordando la reverencia de despedida.
- Por supuesto, ¿qué pensaba? Creo que llevaré a esa chica por el mal camino.- rió la mujer enlazando su brazo con el de su compañero, tapandose la boca con el abanico.
- No lo dudo, así como tampoco dudo que nos esperan grandes negocios a usted y a mi.- propuso el hombre, al final, habían logrado cerrar el trato.
Fuera en la plaza, Beatrice se giró a mirar al chico, no era capaz de procesar que el joven realmente estuviera allí, con ella, sería un ¿sueño? Se pellizcó la mejilla, le dolió, acercó su mano, despacio, al rostro del chico, podía notar la piel bajo sus guantes, retiró su guante derecho y repitió el proceso con sus manos vendadas, era él. Sonrió aun intentando recuperar el aliento tras su carrera. Era él de verdad.
No podía evitar recordar otro baile, con el silencio cómo única música y la torpeza como abanderamiento, el día en que Bethlem le regaló esa preciosa melodía para violín y piano que él mismo había compuesto para ella, ese día en el que ella le había intentado enseñar a bailar, sonrió al recordar los sucesos de ese día, la primera sonrisa de la noche, que no pasó desapercibida por el bailarín.
- Por fin sonrie, pero me da la impresión que poco o nada tiene que ver mi charla, incluso apostaría por que no está escuchandome.- dijo con aire divertido el joven moreno.
- Disculpeme, he recordado algo.- Se disculpó ella, volviendo a su enseñación por un instante. Parecía que su acompañante iba a decir algo más, pero en ese momento escuchó gritar su nombre y se giró dejando caer la máscara que cubría su rostro. - ¿Bethlem?- se preguntó en un susurró soltandose del hombre con quien bailaba y notando que la música dejaba de sonar.- ¡Bethlem!- dijo más alto, mientras una sonrisa ilusionada cruzaba su rostro.
Iba a encaminarse hacia él cuando unos guardias lo golpearon en la espalda e intentaron tirarle del lugar, no podía dejar que le hicieran daño, notó las miradas de la multitus, de su tía, y de Sir Garret a su espalda, y, sin importarle nada, hizo una reverencia a modo de disculpa y salió corriendo escaleras arriba ante la mirada incredula de los presentes.
Llegó frente a los guardias y los miró con seriedad, tomando a Bethlem del brazo. Se sentía algo débil por los días que llevaba sin descansar ni comer bien, pero al ver a su compositor, las fuerzas parecían haberle vuelto con más rapidez que nunca. Los guardias parecían reacios a soltar al chico, no estando seguros de si la joven lo hacía por compasión o si realmente tenían algo que ver, al parecer pensaban que, las jovenes francesas, eran impulsivas y demasiado inocentes para saber lo peligrosos que podían ser los intrusos.
Lo que ellos no sabían era que, las jovenes francesas de inocentes tenían poco y que ella, no era francesa, era inglesa, y como tal, tenía una obstinación como la de pocas personas. Respiró hondo y no se lo pensó dos veces, necesitaban una prueba de que estaban realcionados, allí iba.
Tomó al chico por las solapas de la chaqueta arrugada que traía puesta, se puso de puntillas y le estampo un beso en los labios, enrojeciendo sobremanera en el proceso. No esperaba tener ese valor dentro, pero ver al chico en la situación en la que lo había visto, la había hecho reaccionar como nunca pensó que reaccionaría. A penas tuvo tiempo de disfrutar de la sensación de los labios del joven o del reencuentro.
Estupefactos, los guardias soltaron a Bethlem, las caras de sorpresa e indignación se esparcieron por el público y ella, separandose del chico, tomandolo de la mano, tiró de él al grito de:
- ¡Corramos!- Sonrió divertida y sonrojada por el espectáculo que acababa de dar.
Mientras la chica no perdía tiempo y bajaba sosteniendose con una mano el vestido, con la otra la mano del joven, las escaleras de entrada al palacio, parando al llegar a la enorme y afamada plaza para contemplar el lugar del que habían huido, dentro del salón donde se celebraba el baile, los murmulos seguían acrecentandose.
- ¡Que descaro! Primero viene sin enaguas, se notaba el vestido tenía demasiado vuelo, y, para colmo, ese beso con alguien que no es siquiera su marido- protestaba una señorona enguantada y enjoyada.
- Creo que me ha dado un aire- exageraba otra demasiado maquillada, abanicandose.
- Se nota que es su sobrina- sonrió con indulgencia Sir Garret a la tía de Beatrice.- apasionada como ella sola, aunque más educada.- rió recordando la reverencia de despedida.
- Por supuesto, ¿qué pensaba? Creo que llevaré a esa chica por el mal camino.- rió la mujer enlazando su brazo con el de su compañero, tapandose la boca con el abanico.
- No lo dudo, así como tampoco dudo que nos esperan grandes negocios a usted y a mi.- propuso el hombre, al final, habían logrado cerrar el trato.
Fuera en la plaza, Beatrice se giró a mirar al chico, no era capaz de procesar que el joven realmente estuviera allí, con ella, sería un ¿sueño? Se pellizcó la mejilla, le dolió, acercó su mano, despacio, al rostro del chico, podía notar la piel bajo sus guantes, retiró su guante derecho y repitió el proceso con sus manos vendadas, era él. Sonrió aun intentando recuperar el aliento tras su carrera. Era él de verdad.
Beatrice Delteria- Humano Clase Alta
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