Estadía Perpetua || Privado

por **Drazel Sarbu** Mar Nov 17, 2015 12:16 pm

Se le llamaba hacer el bien de manera altruista. O hacer una obra de caridad. Yo no era nuevo en aquella muestra frívola de compasión. Era como servir manteca en lugar de mantequilla en una cocina fina. Tú hacías tu obra; ya sabes, dar unas palmaditas, tratar de que los prisioneros se animen y decirles que su caso mejoraría, que les encontrarías una solución para que no acabarán en la horca. Esto último, claro, era una vil mentira. Aquellos destinados a la horca proporcionaban un placer visual, morboso, que no se le podía ser negado al pueblo, por lo tanto, los desdichados no podían ganar su caso. Pero de todos modos fui allí, porque yo no iba a hablar con los lamentables diablos esos de la horca. Yo iba camino a una zona más oscura a dar las vicisitudes de un caso en que había estado trabajando hasta ahora, y a consultar otro que, aunque parecía imposible de hacer algo, llamaba mi atención.

Era cerca del mediodía cuando llegué, con mi permiso debidamente firmado por la autoridad pertinente, a la entrada de una de las zonas más olorosas, pútridas, oscuras, malolientes y desesperadas de todo París, toda una exquisitez. Los calabozos, ubicados muy lejos de París, ofrecían un coctel delicioso de olores para perros como yo. En la puerta de entrada, donde entregué mi permiso firmado, me esperaba un guardia que fungiría como un guía durante parte de mi estancia. La frase “boca de lobo”, era tan oportuna para el escenario que se presentaba a mis pies que casi me da un ataque de risa. El lugar, que parecía hundirse en las entrañas de la tierra como una cueva, tenía un par de pisos inferiores y una red de pasillos húmedos, todos estos ligados con los demás mediante escalones toscos de piedra. Allí dentro siempre había antorchas encendidas, mostrando la degradación del hombre como un castigo más aparte de la condena. Le quitaban lo civilizado a la humanidad, lo que añadía desesperación a su claustro.

Subí a la primera planta con el guardia quien portaba una antorcha frente a su rostro. A mí no me hacía falta, yo veía bien de noche, tan bien como lo haría en luna llena. Muy por el contrario, era la luz de la antorcha lo que me quitaba visión, pero a pesar de las varias veces que había acabado viniendo a este sitio, nunca cayeron en cuenta de algún extraño comportamiento por mi parte. Eran casi cuarenta años de experiencia que hablaban por mí. Mi primera visita no tuvo mayores preámbulos, conocía a ese diablo desde hacía ya varios meses y las vueltas me habían hartado al punto de sentir una leve satisfacción reprochablemente egoísta, al, por fin, haber acabado con el asunto de un buena vez. No entiendan mal esto, yo había hecho mi intento, pero no tenía ningún deseo de que aquel desgraciado que merecía estar allí, saliera. Esto era trabajo gratis, pero a veces te ponían a prueba con cosas como esta. Y yo iba pésimo en puntaje.

La siguiente visita era la más interesante y, en mi línea personal de trabajo, más importante también. El hombre al que iba a ver, hablaba demasiado de todos, pero casi nunca decía nada de sí mismo. Descendí con el guarda por una angosta escalera y entonces, cuidadosamente, puse una mano sobre su hombro. Sentía una preferencia por visitar a solas a este sujeto, aunque lograr hacerlo dependía intrínsecamente de buen humor de mi acompañante. Hoy, se encontraba fastidiado del encierro húmedo que daban aquellos pasillos, por lo que me fue sencillo escabullirme como planeaba. Pasillos más adelante y unas cuantas vueltas después, encontré la tierra olvidada dentro de los calabozos. Allí se encontraban un pequeño puñado hombres olvidados. Uno de ellos, era el soplón que tenía mi interés, el otro, era un pobre diablo que siempre parecía estar demasiado cansado como para moverse siquiera. Yo sabía lo que él era y también, que no tenía deseo alguno de vivir. Caminé al fondo, hasta la celda de mi soplón, mismo que parecía feliz de verme y me hinque a charlar con él.

por **Alcide Thalassinos** Sáb Dic 26, 2015 10:43 pm

Atado de manos y pies siempre estaba. Ya con el cabello a media espalda y la barba crecida que le llegaba un poco mas abajo del pecho, en esa posición fetal en la que siempre se encontraba. Prácticamente ya había perdido la noción del tiempo mismo. ¡Qué importaba ya si las ganas de vivir se habían esfumado mucho tiempo atrás! Más valía que sus "visitantes" vestidos de blanco se cansasen de una buena vez y le dejasen en paz, para morir tranquilamente en el olvido. De cualquier modo nunca sucedía así. Siempre de los siempre, en algún día y a cualquier hora se presentaban sin previo aviso, para arrancarle de su ensimismamiento.

Por inercia y hartazgo, se dedicaba a estirar el brazo para que le extrajesen toda la sangre que quisiesen; con suerte le reventaban la vena y moriría desangrado. Desafortunadamente no ocurría nada parecido. La herida, ese gran boquete que se formaba apenas lograban introducir esa aguja plateada que le quemaba las entrañas, desaparecía apenas la aguja era retirada. Recordaba sentirse curioso y miedoso al principio, pues no cabía en sí mismo al contemplar semejante acto mágico, pero como todo en la vida en prisión, terminó por acostumbrarse a no hacer preguntas que jamás eran contestadas. Las risas burlonas y los puntapiés le dejaron el claro mensaje: ¡Mantente callado idiota!

Aquel día o noche, sin embargo, escuchó que la enorme puerta de hierro que lo separaba de ser un humano de provecho, se abrió de par en par, haciendo un ruido chirriante que le taladraba los oídos. Más nada hizo, permaneció tirado en el piso con los ojos cerrados, escuchando el ruido incesante de su estómago clamando por un poco más de comida.

Escuchó la voz de ése hombre, compañero de infortunio, que se dedicaba a molestarlo cada que tenía oportunidad, llamándole por distintos motes ofensivos. Con el tiempo y las largas horas, había aprendido a ignorarle, y mucho más cuando tenía compañía, como parecía ser la ocasión. Había otra voz que jamás había escuchado antes, más no había relevancia alguna. Éste también se iría y la soledad de la celda y la oscuridad, seguirían siendo las mismas.

por **Drazel Sarbu** Sáb Ene 23, 2016 12:20 am

—Hola Charl… —Saludé a mi soplón, apoyándome de costado en la reja que hacía las veces de prisión real y psicológica. La segunda más funcional que la primera. Se llamaba Charles, pero cuando lo conocí lo llamé así y no le gustó y cuando intente con Charlie, me aventó una piedra a la cara y se puso a vociferar sobre lo estúpido que sonaba su nombre dicho de esa forma. Así pues, decidí preguntarle y eso pareció ponerlo de un humor de pelos. Comprendí que nuestra relación sería buena mientras yo me interesara, aunque fuera falsamente, en lo que él tuviera que decir. Que preguntará. —¿Cómo te encuentras este día? —En confianza, me incliné un poco contra la reja y gruñí. Vaya con esta gente y su pésima hospitalidad.

Fuera de la herida que la piedra me hizo en la cabeza, no hemos vuelto a tener un conflicto parecido. Mi soplón parecía interesado en cierto sujeto en el que no había reparado antes, y no parecía ponerme atención. Giré la cabeza hacia allí y lo primero que percibí fue un nauseabundo olor. Suciedad, orines y heces. Mi maldito olfato registro todo eso y lo separó en instantes. Mi mueca pareció divertir a Charl que estaba más que dispuesto a tomar ventaja de ello.

—Escucha, abogado… Ese tipo de allá, está loco. —Arqueé una ceja. Mira que si hablamos de locos… Pero no, debía recordarme a veces, que pese a mi contante crítica mental, no era bueno decir algo aquí.
— ¿Por qué lo dices? —pregunté al tiempo que volteaba a verlo de nuevo, esa costra de mugre que estaba tumbada en el suelo. Pero esta vez vi algo más, vi un reconocimiento, una sensación que cayó con el golpe de un martillo sobre mi nuca. Un aura no podía ser escondida de un igual y era tan clara que sólo puedo entender que no lo vi antes por qué no me fijé bien; por un desliz de mi atención. Sin embargo, el sujeto parecía no saberlo y si lo hacía, no le importaba en absoluto.
—Ya sabe, a veces se revuelca de dolor por algo y es de esos que habla dormido o incluso hay noches en las que no me deja dormir, ¡es de esos locos groseros! —Permití que se inclinara contra mi oreja, escuchando los susurros discretos mientras señalaba abiertamente al hombre tirado en el suelo. Aquella confesión llamó mucho mi atención. Yo veía algo más donde él veía el locura podía ver, noches terriblemente dolorosas. —La otra vez hasta se puso a morder los barrotes y yo lo calmé, lanzándole una piedra. No sé por qué está junto a mí, pero yo ya no me acerco a ese lado de la reja, ¿Y si me arranca la cabeza? ¿Cómo demonios hablaría con usted?

Buen punto. Le entregué la hoja que tenía que firmar para mí y tras guardarla de nuevo entre mis papeles me puse de pie, mirando de nuevo al hombre tumbado en el suelo. Antes de encaminarme a él, yo ya sabía que iba a hacerlo.

—Veré si puedo averiguar qué tan loco esta… —Susurré en voz baja, como si fuera una confesión para mi amigo el prisionero. Él pareció pensar lo mismo pues se levantó y me miró con una complicidad extraña.
—Buena suerte, yo sólo lo he escuchado hablar algunas veces, de noche. Que no te muerda. —Me despidió como si fuera a una especie de caballero pero yo ya no estaba interesado en lo que decía o pensaba.

Caminé hasta estar frente a su celda desde donde pude observarlo más nítidamente. Respiraba superficialmente, evitando hacer una mueca, pero algo más allá de su olor, comenzaba a molestarme. Algo faltaba. No sabía que era, pero una parte de mí deseo ponerlo a prueba. Esperé un momento, esperé a que notara mi presencia y se girara por sí solo, o hiciese algo. Lo que fuera.

por **Alcide Thalassinos** Vie Feb 26, 2016 7:16 pm

Esa sensación que percibes cuando alguien te esta mirando. Bien esto me estaba ocurriendo. Abrí los ojos perezosamente, alternando. Primero uno, luego otro. Una pereza infinita me obligaba a volverlos a cerrar, sin embargo había percibido algo inusual. Mi olfato percibió un olor que era extraño, pero a la vez muy conocido. Podría decir sin temor a equivocarme, que olía como yo. Un poco más neutral y "limpio" pero definitivamente era demasiado similar. Aparté la maraña de cabellos que me cubría gran parte de la cara e intenté distinguir a quien fuere que estuviere parado justo fuera de mi celda. La tenue luz de las antorchas apostadas en las paredes no me daba una imagen nítida de aquella presencia. Sólo una extraña luz bordeando su silueta, que nunca antes había observado en presencias anteriores.

Pensando tal vez que estaba bajo la influencia de alguna sustancia alucinógena - que me hubiese sido suministrada, en la escasa comida que me daban como acostumbraban esas personas con batas blancas que me visitaban de vez en vez - traté de erguir mi cuerpo. Yo estaba echado completamente sobre la superficie rugosa del piso, desde donde ya se habían arrancado varios pedazos por el roce frecuente de mi piel con el material. Ahí me sostuve con la palma de mi mano encogiendo una pierna. Entre cerré los ojos, sin embargo, todo seguía tan nublado como en un principio.

-Puedes dejar el plato de comida e irte. Que no me voy a ir a ninguna parte. - A pesar del largo encierro en el que vivía, aún me quedaban fuerzas para decir algún comentario ácido. Era divertido y me gustaba hacerlos enfurecer, sólo por el simple hecho de escuchar algo diferente cada día. Mi vida era tan monótona, que ya no sabía si era de noche o de día, si llovía o hacía sol-. ¿Qué me has traído para hoy? ¡Panecillos calientes y leche fresca? ¿O quizás un plato de sopa humeante y deliciosa? - Volví a encogerme en el suelo. De un momento a otro escucharía la voz rasposa del carcelero, amenazándome o echándome agua fría para hacerme callar. Su pasatiempo favorito.

por **Drazel Sarbu** Sáb Mar 26, 2016 9:51 pm

Observé la forma en la que se encontraba en el suelo, observé las ataduras que, soportando quizás la trasformación, se mostraban débiles a mis ojos. Observé al ser moverse; buscándome. Estaba seguro, mientras se movía y me buscaba, de que me encontraba frente a un lobo pero el encanto que había en nuestra especie había desaparecido por completo de su figura. Sentí la tensión en mi frente debido a la frente arrugada, mitad del olor y mitad de decepción, y caminé lentamente por el pasillo, recorriendo el pasillo, fijándome en él hasta colocarme justo frente a sus ojos, aun de pie. ¿Estaba frente a un monstruo, un criminal? Pudiera ser, pero lo que para un hombre era un crimen, para nosotros, los aulladores, los lobos, era más parecido a un instinto saciado.

Y el sujeto se irguió, o lo intento por lo menos, pero no me hizo ceder. Mantuve la distancia, pero pude comprobar que no era ajeno a lo que yo hacía, así pues, no se encontraba loco o, mejor dicho, escuchaba pero no le importaba. El orgullo, el instinto de supervivencia, el deseo por la libertad, ¡¿Dónde demonios había quedado todo eso?! Me descubrí enfurecido, nadando en una ola de rabia que no deseaba controlar. Y gruñí. Gruñí como gruñen los lobos cuando algo les molesta, con el más puro instinto animal recorriéndonos la médula hasta estallar en una acción clara que es proyectada del cerebro a la garganta en un instante.

No era capaz de oler nada de eso en este sujeto, nada más allá de lo nauseabundo; de los orines, de la suciedad, del polvo. Los despojos en los que se había convertido. Pero mi deseo por ponerlo a prueba seguía siendo fuerte, era como si creyera que mi orgullo podía meterle una patada en el trasero y hacerlo despertar… ¿Una patada? ¿Por qué no? Si estuviera cerca, más cerca de la reja, podría patearlo, me encantaría hacerlo. Pero no podía. Con frustración, hundí los puños en los bolsillos de mi saco; en pura tensión.

Retrocedí un par de pasos, sólo unos pocos, sí, los necesarios. Yo era muy fuerte, ya se los había advertido cuando me pidieron que hablara sobre mi vida. Les advertí que no debían ponerme a prueba. Así pues, digamos que quise probar si los barrotes eran tan fuertes como parecían; esperaba que lo fueran o me metería en problemas. Pero pese a ello, mi verdadero deseo era desquitarme con esa figura maloliente y patética que se encontraba en el suelo. Y estaba por hacerlo cuando habló. Y la voz era ronca y seca; era una voz tan agotada como fastidiada, y lo que dijo fue como recibir una cachetada; como recibir mi propia patada. Hasta ese momento me parecía estúpido el creer que unas palabras te pudieran hacer cambiar de parecer pero lo logró… fue tan injusto que me hubiera negado mi patada, mi desquite con esa estúpida jaula. Y mi enojo, mi deseo de probarlo, se desvaneció con el enfado y apareció un deseo diferente, un reconocimiento. Al diablo con el olor, incluso eso pasó a ser una nimiedad soportable.

—Creo que preferirías un buen filete… Si no me equivoco. —escuché al loco de Charl riendo al fondo del pasillo. Fue una risa opacada que me causó gracia a mí también. Miré su figura, de nuevo en el suelo, y encontré muchos huesos y poco musculo. Sin, le hacía falta una buena cantidad de carne en el cuerpo. —¿Qué demonios haces aquí, perro? Deberías estar correteando por allí, lejos del hombre… —le susurré, manteniendo estás palabras para nosotros. Él podría oírme, debería de poder hacerlo.

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