AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Lluvia roja { Malkea Ruokh & Castiel Beaulieu }
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Lluvia roja { Malkea Ruokh & Castiel Beaulieu }
Sus ojos se abrieron de golpe, como si despertara de un mal delirio o de una trascendental revelación. Párpados retraídos hasta lograr que los músculos gimiesen y unas pupilas dilatadas que gritaban contra aquella grisácea luz que las cegaba. Así, la vista se precipitaba contra el viejo dosel de terciopelo borgoña que configuraba el techo de aquel limitado refugio. Era incapaz de dirigirse hacia otro lugar, ya que el cuerpo, luchando por unos minutos más de sueño, se resistía a cambiar de postura. Inmóvil, casi petrificado. Hasta la respiración se le hacía difícil en aquel estado de letargo que le exigía dormir para siempre. Pero no podía. Él sabía que, por mucho que quisiera, le resultaría imposible regresar a la etapa previa. Y, sin embargo, tampoco hacía nada para remediar su situación, dejando que su mente se recuperase de un inexistente sobresalto, al tiempo que los parches que configuraban su personalidad iban recordando su razón de ser. Por invertir ese malgastado tiempo, y no porque considerara que tuviera importancia alguna, se propuso recordar las últimas imágenes que le habían visitado. Creía rememorar un riachuelo discurriendo durante la noche por un frondoso bosque, una apacible corriente que de pronto se transformaba en un inmenso cielo nebuloso. Éste se hallaba cubierto de una fina capa de una sustancia que simulaba nubes, pero que se movía como el humo, tras la cual se ocultaban las estrellas. Y, a lo lejos y, cada vez acercándose más, una ciudad en medio de un vasto océano. Era como una empinada montaña surgiendo de aquella gran nada, coronada por una torre que parecía querer ser un faro para todo aquel que, como él, se hallara perdido. Pero de pronto resbalaba, cayendo al fondo de aquel abismo para, sólo entonces, percatarse de que la urbe no comenzaba al límite de aquellos altos muros, sino mucho antes, engullida por las aguas. Y justo entonces se había desvelado.
El hombre soltó un corto gruñido, expresando con ello la insignificancia de la visión. Como había supuesto, no tenía sentido alguno y por ello consideró que ya había desaprovechado demasiado tiempo en el lecho. Con paciencia se levantó y con paciencia se fue dirigiendo hacia la jofaina que se encontraba un par de metros más allá. Su nula urgencia parecía contradecir lo que para muchos resulta obvio, que el tiempo corriera en contra de él. Y la verdad era que dicho fenómeno no era objeto de su preocupación. Una vez llegado a su destino, introdujo sus dedos en el líquido que allí reposaba hasta que él fuera a perturbarlo y, mientras llevaba sus manos al rostro para despejarse, soltó un refunfuño fruto de la irritación. El agua no había sido cambiada desde la última vez y esto no era sino porque su único criado, Valko, no había logrado encontrar lógica en los alborotados ritmos del brujo y, por lo tanto, nunca sabía cuándo debía llevar a cabo alguna labor o cuando tenía que no hacerlo. Una vez retirado el poco sudor que hubiera sobre su rostro, se encaminó a una silla donde reposaba la misma ropa que había usado el día anterior y que también vestiría entonces.
Un par de horas más tarde, sus pasos salieron de aquella vieja mansión que, desde fuera, aparentaba abandonada y cuyo interior no quería contradecir dicha impresión. Llovía, y llovía tanto que parecía que el cielo hubiera aguardado a aquel preciso instante para descomponerse y dejar caer los desperdicios de su ser sobre París. Y París se inundaba. Sus estrechas y enrevesadas calles se veían arrastradas por aquellos arroyos que corrían desesperadamente, arrollando con todo lo que se interpusiera en su camino; los gatos vagabundos se refugiaban en cualquier sucio agujero que encontraran y apenas algún viandante se lograba a aventurarse sobre aquel barro ahogado. Así era mejor para él, quien aborrecía la compañía de aquella masa de blasfemos ingratos que poblaban aquel mundo, especialmente desde que su piel había quedado marcada por esas marcas que definitivamente le sentenciaban al ostracismo.
Tras una larga caminata, las viejas paredes le dejaron de acompañar para abrirse a un espacio que pronto hubo de ser reducido nuevamente por un sinfín de pilares de madera. El bosque era un lugar conocido para él, ya que le alejaba del bullicio de la ciudad. De hecho muchas veces se había preguntado el porqué de no abandonar su residencia justo al lado de la Place des Vosgues y mudarse a un lugar más apartado. Luego recordaba las facilidades que le permitían esa localización, amén de su ya acondicionado lugar de trabajo, y se olvidaba de la ocurrencia. Y, dada esa familiaridad, no le costó llegar a su destino.
La cueva en la que se internó no era muy profunda, poco más que una leve curva cóncava que permitiera resguardarse de la lluvia. Pero lo que más llamaba la atención de ella eran unas cuantas salpicaduras marrones que se desdibujaban sobre la superficie. Sangre reseca. No eran muy numerosas, pero lo suficiente como para que cualquiera que se fijara en ellas rechazara que resultaran fortuitas. A sus pies descansaban un par de cerdos atados a un poste, los cuales emitían algún que otro quejido con esa ronca y molesta voz que caracteriza a los de su especie. Y a ellos se acercó Malkea Ruokh, dirigiéndoles no más que una leve mirada antes de cerrar sus ojos y enfocar sus sentidos hacia la pared.
Oculto a la percepción mundana se encontró aquella realidad que tan pocos podían advertir. Era una especie de tejido, cuyas hebras parecían de un material más férreo que la roca, las cuales resplandecían con una intensidad variable dependiendo de en dónde se mirase. Y en aquel lugar en concreto brillaban con una fuerza particular. El brujo sabía de qué se trataba. Era el bien nombrado como Velo, esa frontera que contenía al mundo de los espíritus pretendiendo aislarlo del mundo mortal. Un muro que tan sólo las almas muertas podían atravesar para regresar al lugar al que pertenecían. Al menos de momento. La misión de aquel hombre era destruirlo o, al menos, abrir una entrada que aquellos demonios pudieran emplear para lograr su objetivo. Y eso era lo que estaba dispuesto a intentar.
Sin mayor preámbulo ni ceremonia innecesaria, se desprendió de la túnica que ya no necesitaba protegerle de miradas indiscretas y asió con firmeza un cuchillo que había llevado consigo. Se sentó sobre uno de los cerdos para evitar que se moviera y, con rapidez, le cortó el cuello. El animal gritó de dolor y el otro le imitó en una chirriante sinfonía fruto del pánico. Podría haberles obligado a mantener silencio, pero lo cierto era que sentía una cierta satisfacción con esa agonía que percibía. Y luego le llegó el turno al otro. Sin embargo, éste ya no se encontraba de un ánimo apacible, por lo que, en cuanto intentó acercarse a él, cerró con vigor sus mandíbulas en el punto exacto en el que un instante antes se hallaba su mano. Por tanto, el nigromante debió inmovilizarlo con unas extrañas palabras antes de acabar con su vida.
Entonces, manchado de aquel líquido que no quería desprenderse de sus dedos ni con la lluvia, volvió a enfocarse a aquella etérea barrera. Buscó en ella algún resquicio, alguna rotura que le hiciera esperanzarse, pero lo único que encontró fueron unas leves magulladuras que ni tan siquiera estaba seguro de que se encontraran allí antes de que llegara. Por tanto, bufó y resopló disgustado.
- Quizás necesite un alma de mayor potencia – mencionó mientras limpiaba el arma en su pantalón.
El hombre soltó un corto gruñido, expresando con ello la insignificancia de la visión. Como había supuesto, no tenía sentido alguno y por ello consideró que ya había desaprovechado demasiado tiempo en el lecho. Con paciencia se levantó y con paciencia se fue dirigiendo hacia la jofaina que se encontraba un par de metros más allá. Su nula urgencia parecía contradecir lo que para muchos resulta obvio, que el tiempo corriera en contra de él. Y la verdad era que dicho fenómeno no era objeto de su preocupación. Una vez llegado a su destino, introdujo sus dedos en el líquido que allí reposaba hasta que él fuera a perturbarlo y, mientras llevaba sus manos al rostro para despejarse, soltó un refunfuño fruto de la irritación. El agua no había sido cambiada desde la última vez y esto no era sino porque su único criado, Valko, no había logrado encontrar lógica en los alborotados ritmos del brujo y, por lo tanto, nunca sabía cuándo debía llevar a cabo alguna labor o cuando tenía que no hacerlo. Una vez retirado el poco sudor que hubiera sobre su rostro, se encaminó a una silla donde reposaba la misma ropa que había usado el día anterior y que también vestiría entonces.
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Un par de horas más tarde, sus pasos salieron de aquella vieja mansión que, desde fuera, aparentaba abandonada y cuyo interior no quería contradecir dicha impresión. Llovía, y llovía tanto que parecía que el cielo hubiera aguardado a aquel preciso instante para descomponerse y dejar caer los desperdicios de su ser sobre París. Y París se inundaba. Sus estrechas y enrevesadas calles se veían arrastradas por aquellos arroyos que corrían desesperadamente, arrollando con todo lo que se interpusiera en su camino; los gatos vagabundos se refugiaban en cualquier sucio agujero que encontraran y apenas algún viandante se lograba a aventurarse sobre aquel barro ahogado. Así era mejor para él, quien aborrecía la compañía de aquella masa de blasfemos ingratos que poblaban aquel mundo, especialmente desde que su piel había quedado marcada por esas marcas que definitivamente le sentenciaban al ostracismo.
Tras una larga caminata, las viejas paredes le dejaron de acompañar para abrirse a un espacio que pronto hubo de ser reducido nuevamente por un sinfín de pilares de madera. El bosque era un lugar conocido para él, ya que le alejaba del bullicio de la ciudad. De hecho muchas veces se había preguntado el porqué de no abandonar su residencia justo al lado de la Place des Vosgues y mudarse a un lugar más apartado. Luego recordaba las facilidades que le permitían esa localización, amén de su ya acondicionado lugar de trabajo, y se olvidaba de la ocurrencia. Y, dada esa familiaridad, no le costó llegar a su destino.
La cueva en la que se internó no era muy profunda, poco más que una leve curva cóncava que permitiera resguardarse de la lluvia. Pero lo que más llamaba la atención de ella eran unas cuantas salpicaduras marrones que se desdibujaban sobre la superficie. Sangre reseca. No eran muy numerosas, pero lo suficiente como para que cualquiera que se fijara en ellas rechazara que resultaran fortuitas. A sus pies descansaban un par de cerdos atados a un poste, los cuales emitían algún que otro quejido con esa ronca y molesta voz que caracteriza a los de su especie. Y a ellos se acercó Malkea Ruokh, dirigiéndoles no más que una leve mirada antes de cerrar sus ojos y enfocar sus sentidos hacia la pared.
Oculto a la percepción mundana se encontró aquella realidad que tan pocos podían advertir. Era una especie de tejido, cuyas hebras parecían de un material más férreo que la roca, las cuales resplandecían con una intensidad variable dependiendo de en dónde se mirase. Y en aquel lugar en concreto brillaban con una fuerza particular. El brujo sabía de qué se trataba. Era el bien nombrado como Velo, esa frontera que contenía al mundo de los espíritus pretendiendo aislarlo del mundo mortal. Un muro que tan sólo las almas muertas podían atravesar para regresar al lugar al que pertenecían. Al menos de momento. La misión de aquel hombre era destruirlo o, al menos, abrir una entrada que aquellos demonios pudieran emplear para lograr su objetivo. Y eso era lo que estaba dispuesto a intentar.
Sin mayor preámbulo ni ceremonia innecesaria, se desprendió de la túnica que ya no necesitaba protegerle de miradas indiscretas y asió con firmeza un cuchillo que había llevado consigo. Se sentó sobre uno de los cerdos para evitar que se moviera y, con rapidez, le cortó el cuello. El animal gritó de dolor y el otro le imitó en una chirriante sinfonía fruto del pánico. Podría haberles obligado a mantener silencio, pero lo cierto era que sentía una cierta satisfacción con esa agonía que percibía. Y luego le llegó el turno al otro. Sin embargo, éste ya no se encontraba de un ánimo apacible, por lo que, en cuanto intentó acercarse a él, cerró con vigor sus mandíbulas en el punto exacto en el que un instante antes se hallaba su mano. Por tanto, el nigromante debió inmovilizarlo con unas extrañas palabras antes de acabar con su vida.
Entonces, manchado de aquel líquido que no quería desprenderse de sus dedos ni con la lluvia, volvió a enfocarse a aquella etérea barrera. Buscó en ella algún resquicio, alguna rotura que le hiciera esperanzarse, pero lo único que encontró fueron unas leves magulladuras que ni tan siquiera estaba seguro de que se encontraran allí antes de que llegara. Por tanto, bufó y resopló disgustado.
- Quizás necesite un alma de mayor potencia – mencionó mientras limpiaba el arma en su pantalón.
Malkea Ruokh- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 460
Fecha de inscripción : 31/10/2010
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Re: Lluvia roja { Malkea Ruokh & Castiel Beaulieu }
A veces, había noches en las que mirar al cielo y contemplar la magnificencia del firmamento era tan sumamente placentero, que los únicos objetivos en los que uno se podía parar a pensar era en contar estrellas y procurar no perderse. Buscar constelaciones entre esos millones de puntitos en el cielo, y esperar a que el sol emergiese de nuevo, robando la belleza y la magia de la noche.
Otras noches, como aquella era, se sumergían en una oscuridad distinta. Las nubes inundaban los cielos como si ellas fueran las verdaderas reinas. Como si nada de lo que había detrás importase. El agua caía como cascadas y tan fuerte que hacía daño si la exposición a ella era muy prolongada. El frío calaba hasta los huesos, y la chaqueta del hombre que se ocultaba en la oscuridad de la noche pesaba casi dos veces más a causa del elemento líquido.
Las copas de los árboles lloraban, pues los golpes no daban tregua a sus hojas, que se desprendían por la fuerza de las embestidas. El aire era frío también. Tan frío que la piel se erizaba y se entumecían las extremidades. La ropa se le pegaba al cuerpo y apenas podía ver a causa de los múltiples factores que se juntaban.
Hacía al menos dos horas en las que se había perdido. Y no era que no conociera el bosque de París y sus alrededores, sino porque en medio de aquella negrura, de aquellos ríos de barro y de aquel caos, había perdido el sentido de la orientación. Tal vez esa noche había salido en busca de algo más que una simple criatura. Tal vez lo que buscaba era algo de paz y tranquilidad, y la había encontrado justo en el centro de aquel diluvio que se desataba a su alrededor.
Abrochó su gabardina y apretó el cinturón de la misma, intentando protegerse del frío. Sus labios ya empezaban a amoratarse, y rato hacía ya que no sentía las orejas. El pelo, completamente empapado, mojaba su rostro, su cuello, su espalda… haciéndolo helarse aún más, si cabía.
Metió sus manos en los bolsillos, para protegerlos inútilmente del temporal. Rozó la pistola que llevaba. Haría horas que se habría mojado la pólvora. Ahora no sería más que un simple adorno para asustar a… ¿quién iba a estar con ese temporal por las calles? Pensó en tirarla, directamente, pero no pudo hacerlo. Sabía que la rabia se estaba apoderando de él, y prefería calmarse antes de hacer cualquier idiotez.
Sus pasos inciertos lo llevaron hasta unas cuevas no muy alejadas de allí. El entrecejo arrugado protegió los ojos azules del hombre, que intentó divisar mejor la cavidad, aunque no pudo ver nada desde tan lejos. No sabía si era sensato acercarse. Sus reflejos no estaban en su mejor momento, y estaba convencido de que su arma era completamente inútil ahora mismo. Masculló una maldición y se acercó con cierto reparo. El agua caía con la misma intensidad, si no más, y eso lo hizo decidirse.
La cueva no estaba completamente a oscuras. Conforme se adentraba, iba escuchando ruidos y entreviendo una luz que, a juicio de Castiel, podía ser un pequeño fuego hecho por alguien. Sus oídos le permitieron escuchar entonces la voz de un hombre, que hablaba casi en susurros: “Quizás necesite un alma de mayor potencia”. Se puso en alerta, tensó los músculos y sacó una de sus dagas. ¿Había hablado de almas? Normalmente, Castiel habría esperado al momento justo, habría trazado un plan y habría sido mucho menos impulsivo. Pero esa vez, sintió ese miedo irracional que siente un padre a perder a su hijo. Ese mismo miedo que seguro siente Dios cuando uno de sus hijos va a morir. Ese miedo que tiene cualquier cazador a no cumplir su misión y no poder salvar una vida.
Salió de su escondite de forma apresurada y tropezó con algo blando, grande y pesado. Antes de caer de bruces, y con ayuda de su mano izquierda, logró dar una vuelta sobre sí mismo, avanzar e hincar una rodilla en el suelo. Había tropezado con un cerdo. La sangre manchó su ropa y lo envolvió con un olor algo desagradable. El muchacho que lo miraba no tendría más de 25 años. Aunque lo que más llamó la atención fue el brillo de su cara. Como si no corriera ningún tipo de sangre dentro de él, sino luz… era inquietante a la par de hermoso.
—¿Qué demonios…? —fue lo único que alcanzó Castiel a articular. Por un momento, se quedó petrificado, aunque no soltó su cuchillo ni dejó que su cuerpo perdiera esa tensión felina que lo caracterizaba —¿Quién… o qué eres tú?
A lo largo de su vida, el joven cazador se había encontrado todo tipo de criaturas. Perversas, malvadas, llamativas, benévolas… pero ninguna parecida a aquella. Intentó indagar en sus ojos, aunque no encontró nada que lo ayudase a descifrar si era peligroso o no, así que esperó, simplemente.
Otras noches, como aquella era, se sumergían en una oscuridad distinta. Las nubes inundaban los cielos como si ellas fueran las verdaderas reinas. Como si nada de lo que había detrás importase. El agua caía como cascadas y tan fuerte que hacía daño si la exposición a ella era muy prolongada. El frío calaba hasta los huesos, y la chaqueta del hombre que se ocultaba en la oscuridad de la noche pesaba casi dos veces más a causa del elemento líquido.
Las copas de los árboles lloraban, pues los golpes no daban tregua a sus hojas, que se desprendían por la fuerza de las embestidas. El aire era frío también. Tan frío que la piel se erizaba y se entumecían las extremidades. La ropa se le pegaba al cuerpo y apenas podía ver a causa de los múltiples factores que se juntaban.
Hacía al menos dos horas en las que se había perdido. Y no era que no conociera el bosque de París y sus alrededores, sino porque en medio de aquella negrura, de aquellos ríos de barro y de aquel caos, había perdido el sentido de la orientación. Tal vez esa noche había salido en busca de algo más que una simple criatura. Tal vez lo que buscaba era algo de paz y tranquilidad, y la había encontrado justo en el centro de aquel diluvio que se desataba a su alrededor.
Abrochó su gabardina y apretó el cinturón de la misma, intentando protegerse del frío. Sus labios ya empezaban a amoratarse, y rato hacía ya que no sentía las orejas. El pelo, completamente empapado, mojaba su rostro, su cuello, su espalda… haciéndolo helarse aún más, si cabía.
Metió sus manos en los bolsillos, para protegerlos inútilmente del temporal. Rozó la pistola que llevaba. Haría horas que se habría mojado la pólvora. Ahora no sería más que un simple adorno para asustar a… ¿quién iba a estar con ese temporal por las calles? Pensó en tirarla, directamente, pero no pudo hacerlo. Sabía que la rabia se estaba apoderando de él, y prefería calmarse antes de hacer cualquier idiotez.
Sus pasos inciertos lo llevaron hasta unas cuevas no muy alejadas de allí. El entrecejo arrugado protegió los ojos azules del hombre, que intentó divisar mejor la cavidad, aunque no pudo ver nada desde tan lejos. No sabía si era sensato acercarse. Sus reflejos no estaban en su mejor momento, y estaba convencido de que su arma era completamente inútil ahora mismo. Masculló una maldición y se acercó con cierto reparo. El agua caía con la misma intensidad, si no más, y eso lo hizo decidirse.
La cueva no estaba completamente a oscuras. Conforme se adentraba, iba escuchando ruidos y entreviendo una luz que, a juicio de Castiel, podía ser un pequeño fuego hecho por alguien. Sus oídos le permitieron escuchar entonces la voz de un hombre, que hablaba casi en susurros: “Quizás necesite un alma de mayor potencia”. Se puso en alerta, tensó los músculos y sacó una de sus dagas. ¿Había hablado de almas? Normalmente, Castiel habría esperado al momento justo, habría trazado un plan y habría sido mucho menos impulsivo. Pero esa vez, sintió ese miedo irracional que siente un padre a perder a su hijo. Ese mismo miedo que seguro siente Dios cuando uno de sus hijos va a morir. Ese miedo que tiene cualquier cazador a no cumplir su misión y no poder salvar una vida.
Salió de su escondite de forma apresurada y tropezó con algo blando, grande y pesado. Antes de caer de bruces, y con ayuda de su mano izquierda, logró dar una vuelta sobre sí mismo, avanzar e hincar una rodilla en el suelo. Había tropezado con un cerdo. La sangre manchó su ropa y lo envolvió con un olor algo desagradable. El muchacho que lo miraba no tendría más de 25 años. Aunque lo que más llamó la atención fue el brillo de su cara. Como si no corriera ningún tipo de sangre dentro de él, sino luz… era inquietante a la par de hermoso.
—¿Qué demonios…? —fue lo único que alcanzó Castiel a articular. Por un momento, se quedó petrificado, aunque no soltó su cuchillo ni dejó que su cuerpo perdiera esa tensión felina que lo caracterizaba —¿Quién… o qué eres tú?
A lo largo de su vida, el joven cazador se había encontrado todo tipo de criaturas. Perversas, malvadas, llamativas, benévolas… pero ninguna parecida a aquella. Intentó indagar en sus ojos, aunque no encontró nada que lo ayudase a descifrar si era peligroso o no, así que esperó, simplemente.
Castiel Beaulieu- Cazador Clase Alta
- Mensajes : 68
Fecha de inscripción : 15/11/2015
Localización : París
Re: Lluvia roja { Malkea Ruokh & Castiel Beaulieu }
Sus pupilas se clavaron en la rugosa superficie, incidiendo en ella con insistencia, como si con tan sólo mirar pudiera ser capaz de perforar aquella capa. Pero tan sólo se encontraba analizándola, intentando discernir una pista o encontrar algo que le sugiriera una solución a su entuerto. No hubo manera. La inmovilidad de aquella malla de liviana apariencia en realidad presentaba una resistencia que no podía ser comparada con ningún material tangible –quizás porque, precisamente, no era tangible, tan sólo perceptible– y por ello no lograba discernir cuál era el recorrido que debía seguir para cumplir su cometido. Meses atrás había desatado una enfermedad en París y los efectos sobre aquel Velo fueron inmediatos y difícilmente eludibles por alguien con el suficiente entendimiento, pero el tiempo había pasado y la recuperación de aquel muro ya comenzaba a ser evidente. No es que le importara demasiado, al fin y al cabo siempre podía volver a utilizar el mismo método, pero, sabiendo que tan sólo eso resultaba infructuoso, se negaba a trabajar en vano.
Se giró entonces y observó los cuerpos inertes que yacían en el suelo. Lo hizo con evidente desprecio, como si el único cometido en la vida de aquellos desgraciados hubiera sido darle la razón en sus teorías y ni siquiera hubieran sido capaces de ello. Pero lo cierto era que Malkea Ruokh no veía un cadáver, no en el significado con el que el resto de mortales entiende el término, sino tan sólo materia inerte, una cárcel y el símbolo de una unión que era una aberración. Quizás por eso fue por lo que dio un paso para apoyar una bota sobre el lomo y hacer girar el cuerpo para precipitarlo por el corto desnivel que se extendía un poco más allá. Luego se giró y volvió a la pared para apoyar las palmas sobre ella.
Y fue justo entonces cuando percibió un cambio a su alrededor. No es que en ningún momento dejara de sentirlos, pero generalmente los espíritus guardaban silencio y su presencia se mantenía en un lejano plano. Y en aquella ocasión comenzaron a hablar. Era un sonido suave, pero a la vez potente, miles de susurros interconectados que de apenas un leve murmullo crecieron en intensidad hasta volverse un molesto zumbido que era imposible ignorar. Y todos ellos repetían la misma palabra una y otra vez: kindžós; peligro. El nigromante era consciente de que, en ocasiones, los muertos mentían, pero también sabía que aquella lúgubre corte que le acompañaba a todo lugar carecía de la suficiente voluntad como para elaborar una intención de dicha complejidad, por lo que lo coherente era hacerles caso. Sin embargo, por mucho de que ahora fuera consciente de una amenaza, no podía saber su origen o de qué se trataba. Por ello, tan sólo esperó durante el escaso minuto que tardó en revelarse.
Revelando su incompetencia, de pronto sonó a sus espaldas. Fue un tropiezo con el cerdo al que acababa de empujar lo que había provocado el estruendo y lo que le terminó de alertar de esa esperada presencia. Y allí estaba, en el suelo, un hombre de mediana edad de una clara mirada que evidenciaba desconcierto. Aquello no sorprendió al muchacho, ya más que acostumbrado a causar aquella impresión, sin embargo la alerta que también mostraba le sugería que no se trataba de un hombre común. No del todo al menos.
- ¿Quién eres para preguntar? – pronunció en un tono seguro, eludiendo una pregunta, no porque no quisiera contestar, sino porque no lo consideraba digno o, siguiera, con la capacidad suficiente como para comprender una explicación que quedaba lejos de lo que la mayoría estaba dispuesta a aceptar.
No se movía, tan sólo clavaba su mirada en él mientras guardaba la calma. Su respiración era tan mínima que el movimiento en su pecho no era de ninguna manera perceptible y la luz que expelía su piel era suave, como el recorrido que hubiera dejado un caprichoso pincel cargado con un pigmento altamente diluido. Sin embargo, aún tenía el cuchillo en su mano, en el cual no había reparado hasta ese momento. Lo guardó sin prisa alguna, con unos movimientos que parecían querer evidenciar la falta de cualquier preocupación. Al fin y al cabo, si quería acabar con él, aquella arma no sería más que una ayuda menor.
- No deberías estar aquí. Vete – pronunció con el mismo sosiego, en un acto que algunos pudieran confundir con benevolencia y que, en realidad, no tenía nada de bondad. Sencillamente, tenía mejores cosas que hacer que ocuparse de aquel ser -. Vete, antes de que cambie de opinión.
Se giró entonces y observó los cuerpos inertes que yacían en el suelo. Lo hizo con evidente desprecio, como si el único cometido en la vida de aquellos desgraciados hubiera sido darle la razón en sus teorías y ni siquiera hubieran sido capaces de ello. Pero lo cierto era que Malkea Ruokh no veía un cadáver, no en el significado con el que el resto de mortales entiende el término, sino tan sólo materia inerte, una cárcel y el símbolo de una unión que era una aberración. Quizás por eso fue por lo que dio un paso para apoyar una bota sobre el lomo y hacer girar el cuerpo para precipitarlo por el corto desnivel que se extendía un poco más allá. Luego se giró y volvió a la pared para apoyar las palmas sobre ella.
Y fue justo entonces cuando percibió un cambio a su alrededor. No es que en ningún momento dejara de sentirlos, pero generalmente los espíritus guardaban silencio y su presencia se mantenía en un lejano plano. Y en aquella ocasión comenzaron a hablar. Era un sonido suave, pero a la vez potente, miles de susurros interconectados que de apenas un leve murmullo crecieron en intensidad hasta volverse un molesto zumbido que era imposible ignorar. Y todos ellos repetían la misma palabra una y otra vez: kindžós; peligro. El nigromante era consciente de que, en ocasiones, los muertos mentían, pero también sabía que aquella lúgubre corte que le acompañaba a todo lugar carecía de la suficiente voluntad como para elaborar una intención de dicha complejidad, por lo que lo coherente era hacerles caso. Sin embargo, por mucho de que ahora fuera consciente de una amenaza, no podía saber su origen o de qué se trataba. Por ello, tan sólo esperó durante el escaso minuto que tardó en revelarse.
Revelando su incompetencia, de pronto sonó a sus espaldas. Fue un tropiezo con el cerdo al que acababa de empujar lo que había provocado el estruendo y lo que le terminó de alertar de esa esperada presencia. Y allí estaba, en el suelo, un hombre de mediana edad de una clara mirada que evidenciaba desconcierto. Aquello no sorprendió al muchacho, ya más que acostumbrado a causar aquella impresión, sin embargo la alerta que también mostraba le sugería que no se trataba de un hombre común. No del todo al menos.
- ¿Quién eres para preguntar? – pronunció en un tono seguro, eludiendo una pregunta, no porque no quisiera contestar, sino porque no lo consideraba digno o, siguiera, con la capacidad suficiente como para comprender una explicación que quedaba lejos de lo que la mayoría estaba dispuesta a aceptar.
No se movía, tan sólo clavaba su mirada en él mientras guardaba la calma. Su respiración era tan mínima que el movimiento en su pecho no era de ninguna manera perceptible y la luz que expelía su piel era suave, como el recorrido que hubiera dejado un caprichoso pincel cargado con un pigmento altamente diluido. Sin embargo, aún tenía el cuchillo en su mano, en el cual no había reparado hasta ese momento. Lo guardó sin prisa alguna, con unos movimientos que parecían querer evidenciar la falta de cualquier preocupación. Al fin y al cabo, si quería acabar con él, aquella arma no sería más que una ayuda menor.
- No deberías estar aquí. Vete – pronunció con el mismo sosiego, en un acto que algunos pudieran confundir con benevolencia y que, en realidad, no tenía nada de bondad. Sencillamente, tenía mejores cosas que hacer que ocuparse de aquel ser -. Vete, antes de que cambie de opinión.
Malkea Ruokh- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 460
Fecha de inscripción : 31/10/2010
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Re: Lluvia roja { Malkea Ruokh & Castiel Beaulieu }
A pesar de que el aspecto que el joven devolvía a la mirada de Castiel era el de un ser peligroso. Su rostro reflejaba cierta indiferencia hacia él, por lo que supo que contaba con cierta ventaja. Él, que había hecho frente a varias criaturas y seres sobrenaturales, no era alguien precisamente desentrenado. Sin embargo, mantuvo la misma calma que el otro, levantándose con lentitud mientras clavaba sus ojos en los del otro.
—De pequeño me enseñaron que es de mala educación contestar a una pregunta con otra —dijo con una sonrisa irónica en su rostro.
Bien cierto era que, aunque Castiel estaba preparado para pelear, no quería hacerlo sin saber en qué iban a consistir las habilidades del enemigo. Y en el proceso de descubrirlo, el cazador podría convertirse en la presa. Sin embargo, jugó al mismo juego que él. Su tono, que no admitía un no por respuesta, hizo que el rostro de Castiel mostrara una sonrisa tal vez más grande y, a la vez, más irónica.
—Si los dos hemos encontrado esta cueva para guarecernos de la lluvia, creo que no pasará nada porque nos quedemos los dos —anduvo unos pasos de un lado para otro, observándolo todo con detenimiento, pero sin quitar gran parte de su atención al otro muchacho —. Además, creo que las cuevas, actualmente, ni se pueden comprar ni se pueden vender. Por lo que este sitio es tan poco tuyo, como mío.
Observó a los cerdos, que se encontraban tirados por la cueva y desangrados. Las botas de Castiel chapotearon con el líquido rojo, y el cazador sintió una punzada de asco que no llegó a mostrar. No rehuía de la sangre, pero era innecesario llevar las botas empapadas porque a un niño de venas brillantes le había dado por desangrar cerdos.
—Digamos que no me voy a ir hasta que pase la tormenta —dijo con una gran sonrisa —¿Qué clase de opinión merecería eso para ti? ¿Habría de sentirme amenazado?
En cierta manera, las preguntas eran sinceras, ya que saberlo cambiaría las cosas. Si era peligroso para él, podía ser peligroso para todas esas gentes de París, y ellos estaban bajo su protección. Si, por el contrario, simplemente no quería ser visto o compartir refugio, ya tenía dos problemas, porque la intención clara de Castiel era quedarse allí. No esperaba hacer un nuevo amiguito dadas las circunstancias, pero tampoco quería derramar sangre porque sí. Todo estaba en la decisión que tomara el muchacho.
—Me llamo Castiel, por cierto. También es de buena educación presentarse, ¿sabes?
—De pequeño me enseñaron que es de mala educación contestar a una pregunta con otra —dijo con una sonrisa irónica en su rostro.
Bien cierto era que, aunque Castiel estaba preparado para pelear, no quería hacerlo sin saber en qué iban a consistir las habilidades del enemigo. Y en el proceso de descubrirlo, el cazador podría convertirse en la presa. Sin embargo, jugó al mismo juego que él. Su tono, que no admitía un no por respuesta, hizo que el rostro de Castiel mostrara una sonrisa tal vez más grande y, a la vez, más irónica.
—Si los dos hemos encontrado esta cueva para guarecernos de la lluvia, creo que no pasará nada porque nos quedemos los dos —anduvo unos pasos de un lado para otro, observándolo todo con detenimiento, pero sin quitar gran parte de su atención al otro muchacho —. Además, creo que las cuevas, actualmente, ni se pueden comprar ni se pueden vender. Por lo que este sitio es tan poco tuyo, como mío.
Observó a los cerdos, que se encontraban tirados por la cueva y desangrados. Las botas de Castiel chapotearon con el líquido rojo, y el cazador sintió una punzada de asco que no llegó a mostrar. No rehuía de la sangre, pero era innecesario llevar las botas empapadas porque a un niño de venas brillantes le había dado por desangrar cerdos.
—Digamos que no me voy a ir hasta que pase la tormenta —dijo con una gran sonrisa —¿Qué clase de opinión merecería eso para ti? ¿Habría de sentirme amenazado?
En cierta manera, las preguntas eran sinceras, ya que saberlo cambiaría las cosas. Si era peligroso para él, podía ser peligroso para todas esas gentes de París, y ellos estaban bajo su protección. Si, por el contrario, simplemente no quería ser visto o compartir refugio, ya tenía dos problemas, porque la intención clara de Castiel era quedarse allí. No esperaba hacer un nuevo amiguito dadas las circunstancias, pero tampoco quería derramar sangre porque sí. Todo estaba en la decisión que tomara el muchacho.
—Me llamo Castiel, por cierto. También es de buena educación presentarse, ¿sabes?
Castiel Beaulieu- Cazador Clase Alta
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