Pares - con Castiel Beaulieu

Para Castiel, el día a día era una cosa algo difícil de llevar. Llevaba ya viviendo más de tres años solo de la herencia de su padre, y le había dejado dinero como para poder vivir, por lo menos, medio siglo más. La Inquisición pagaba muy bien, y esto era uno de los motivos por los que el francés estuvo a punto de hacer caso a su mejor amigo, Jules, en alguna que otra ocasión. Por otro lado, ser cazador era algo totalmente distinto. Por lo general, no había nadie cubriendo la espalda, y tampoco que se preocupara si algún día dormía en la calle o no volvía nunca más.

Sin embargo, la única forma de vida válida para Castiel era esa. El fragor de la batalla, la emoción, pelear hasta la extenuación, dar el golpe de gracia a sabiendas de que la criatura a la que ajusticiaba solo hacía mal a la sociedad. Se sentía orgulloso de todo lo que su padre le había enseñado, así como también de sí mismo, pues él solo había conseguido grandes proezas. Como la de la noche anterior.

En la búsqueda de Lydia, la hermana de su mejor amigo, había estado siguiendo la pista de una familia de cambiantes. Los cambiantes eran terriblemente fuertes e inteligentes, y sus transformaciones temibles. Cass a veces prefería luchar contra licántropos, pues estos tenían una forma predefinida… pero ellos no. Ellos eran osos. Un oso de dos metros de altura y doscientos kilos, con una mente completamente racional, intentaba matarlo.

La velocidad de reacción de Castiel, sus reflejos y su rapidez fueron lo que consiguió derrotar al hombre-oso sin que llegara a peligrar su vida realmente. No obstante, todas sus armas de plata habían quedado inservibles. Después de gastar sus balas, usó la daga de su padre y la suya propia —regalo del mismo—, y con ellas pudo rematar a la criatura, aunque ahora parecían cualquier cosa menos armas. De hecho, una podía ponérsela de pulsera si quería.

En el centro había una tienda para cazadores, Inquisidores y todo tipo de personas que estuvieran al corriente de las criaturas de la noche, y aunque Castiel no solía frecuentarla mucho, a veces lo necesitaba. Sabía arreglar armas, pero no tenía forma alguna de hacer el revestimiento de plata sin gastarse un dineral en comprar joyas y luego fundirlas. Allí era más barato y, sobre todo, más eficaz.

Iba vestido con su gabardina negra, donde podía esconder sus armas, y debajo llevaba ropa cómoda y algo elegante. Había alguna que otra persona en la tienda, aunque Castiel no les prestó mucha atención. Miró en derredor, observando los artículos nuevos y fijándose en los precios, haciendo un repaso mental de lo que ya tenía y de lo que pudiera necesitar. Fue en ese momento en el que se abrió la puerta y entró un hombre mucho más misterioso que los demás. Llevaba sombrero y una capa negra que no pasaba desapercibida por los “pordioseros” del lugar.

Al principio, Castiel solo lo observó, pero un cazador mantenía al dependiente ocupadísimo, dando instrucciones de todo lo que necesitaba, y el otro no hacía más que entrar y salir de la trastienda. Fruto de la desesperación, lanzó un fuerte resoplido que se ganaría las indiscretas miradas de todos los de la tienda, aunque no le importó. Se acercó al hombre de la capa con una gran sonrisa.

—Si no le cobran diez francos, no le cobran nada —dijo riéndose —. Ni que estuviésemos en guerra —lo miró directamente a los ojos y le extendió la mano —. Me llamo Castiel.

El cazador, cuyo propósito era reparar y recargar la munición de sus armas de fuego y su ballesta, alzó la mirada hacia el techo, como si ello lo ayudara a pensar en dónde se encontraban las alabardas. Se encogió de hombros y, con un movimiento de cabeza, le indicó que le siguiera por los pasillos. Eran armas que no necesitaban estar escondidas, pues por su magnitud, todo el mundo vería si alguien intentaba robarlas.

—Alabardas… ¿sabes usarlas? —preguntó por interés — Siempre me parecieron curiosas, pero por mi tamaño dudo que pueda manejarlas.

Llegó hasta el pasillo donde se encontraban dichas armas. Había gran variedad, desde espadas a dos manos, hasta lanzas, jabalinas, alabardas, hachas a dos manos… cosas poderosas pero que, en verdad, eran demasiado llamativas. Él, que su fuerte era la rapidez y la sutileza, prefería luchar con dagas o espadas cortas. No obstante, entendía que había quien prefería el poder, la fuerza… muerte súbita en solo un golpe.

Llegó hasta la zona donde estaban las armas de asta. Observó una labrada lanza, con tantos abalorios que dejaba claro que su función era plenamente decorativa. De todos modos, le gustó tanto que empezó a contar mentalmente el dinero que le sobraría para comprarla y ponerla en su salón. También había de todo tipo de armas, completamente funcionales que, desde luego, eran más baratas… si a esos precios se les podía considerar barato.

—Yo venía buscando arreglar mis dagas. Están aleadas en gran parte con plata, por lo que son más blandas de lo normal —suspiró —. Supongo que no debería usarlas para… —a pesar de que no quería que se notara, tuvo que hacer una pausa para que resultara creíble — cortar carne — no fue su mejor respuesta —. También necesito algunos virotes para mi ballesta, pero las puntas de plata son caras…

Sujetó una de las alabardas y la extendió hasta Albert. Pesaba, aunque no tanto como Castiel creía… tal vez con un poco de entrenamiento y esmero, podía aprender a usar un arma así… aunque habría que pensar también cómo sacarlo a la calle sin que sea detectado o que la gente se preguntara a dónde demonios va nadie por la calle con eso.