AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El compás de la noche ( A. Léopold Langonnet & Castiel Beaulieu )
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El compás de la noche ( A. Léopold Langonnet & Castiel Beaulieu )
A pesar de su ya prolongada mudez, las punzantes notas aún repiqueteaban contra sus tímpanos, clavándose en la carne y hundiéndose hasta su mente, donde le suscitaban una incipiente ansiedad. Aquella melodía quisquillosa parecía perseguirle, como un viejo espectro que buscara cobrarse una anhelada venganza, sin poder hacer efectivo el cobro, pero sin llegar a separarse nunca del deudor. Y aquel extraño suceso se repetía con la suficiente frecuencia como para comenzar a ser considerado un problema. Recital tras recital, los invisibles susurros tarareaban junto a sus orejas los mismos acordes que minutos antes hubiera requerido que reverberaran contra las paredes del teatro, siendo el origen de los mismos un dato que escapaba a sus profanos sentidos. Y era tal desconocimiento lo que le hacía perder los nervios.
Con el corazón latiendo fuerte en su pecho y una respiración que advertía de un pronto descontrol, había tenido que abandonar los engalanados salones en los que las clases pudientes de la capital aún charlaban de temas tan variados como intrascendentes, con el fin de que el frío aire de la noche le despejara. Pero ni aún así el sonido le había abandonado. Como un último intento por recuperar la normalidad, había encendido su pipa, aspirando por desgracia con una insistencia no apropiada que había terminado por ocasionarle una atravesada tos. Vació entonces el candente tabaco en el suelo y, sin llegar a despedirse de nadie, se lanzó a las calles de París, creyendo saber el rumbo que tomaba. Y, sin embargo, sabía que tal dirección, si tenía origen del que alejarse, carecía de final.
La neblina proveniente del río lo envolvió. No era densa, pero para él era una opresora presencia que se unía a sus ya presentes fantasmas y por tanto no le quedó más remedio que cerrar por un instante los ojos para intentar conservar la compostura y el dominio sobre sí mismo. Estaba a punto de echar a correr, intentando huir de algo de lo cual podía entender que, fuera donde fuera, allí le acompañaría. Por tanto no tenía sentido dejarse llevar por aquel mal presentimiento y, aunque lo hubiera hecho, difícilmente se hubiese podido librar de lo que, entre las sombras, le aguardaba esa noche.
Al internarse en uno de los callejones para intentar dar con el hotel en el que se estaba hospedando, se vio acorralado. Al fondo del mismo apareció un hombre, cuya delgada complexión apenas bastaba para llenar la mitad de la ya de por sí angosta calle, pero cuya presencia se extendía hasta abrazar los maltrechos tabiques obstruyendo así su avance. Se quedó petrificado, presa de un miedo irracional, el mismo que el perro siente antes de su dueño ante una acechante amenaza. Y no se hubiera movido de no ser por el ruido que escuchó a sus espaldas. Allí, contra la vacilante luz de una farola, se perfilaba otra nueva figura, ésta ataviada por lo que parecía ser un abultado vestido que, por el mal formado vuelo, parecía no haber sido hecho para ella. Y entonces, comenzaron a avanzar. Paso tras paso, aquellos dos se dirigieron a él y, si el joven intentaba recordar alguna de los métodos por los que pudiera defenderse, pronto careció de importancia. La canción en su mente comenzó a alterar su ritmo e intensidad, haciéndose más virulenta a medida que la distancia entre presa y cazador se iba acortando. Aquellas cuerdas imaginarias recibían tan presión que, en algún momento, parecieron querer romperse, rasgándose el metal para atacar, cual látigo, todo lo que encontrara a su paso. Así sintió él las laceraciones en su materia gris, un dolor punzante y agudo que le hacía imposible incluso llegar a pensar. A duras penas podía ser consciente de lo que sucedía a su alrededor. Por mero instinto, retrocedió hasta la pared, donde, apoyado, se dejó resbalar hasta caer al suelo. Y allí fue donde con suma dificultad alcanzó a escuchar aquellas palabras:
- Tu hermano no está cumpliendo bien con lo que demandamos – aunque la virulenta música casi le hubiera dejado sordo y su mirada estuviera empañada, alcanzó a distinguir que era la mujer la que hablaba -. No aprendió bien con vuestro padre, creo que deberíamos enviarle un nuevo aviso.
Con el corazón latiendo fuerte en su pecho y una respiración que advertía de un pronto descontrol, había tenido que abandonar los engalanados salones en los que las clases pudientes de la capital aún charlaban de temas tan variados como intrascendentes, con el fin de que el frío aire de la noche le despejara. Pero ni aún así el sonido le había abandonado. Como un último intento por recuperar la normalidad, había encendido su pipa, aspirando por desgracia con una insistencia no apropiada que había terminado por ocasionarle una atravesada tos. Vació entonces el candente tabaco en el suelo y, sin llegar a despedirse de nadie, se lanzó a las calles de París, creyendo saber el rumbo que tomaba. Y, sin embargo, sabía que tal dirección, si tenía origen del que alejarse, carecía de final.
La neblina proveniente del río lo envolvió. No era densa, pero para él era una opresora presencia que se unía a sus ya presentes fantasmas y por tanto no le quedó más remedio que cerrar por un instante los ojos para intentar conservar la compostura y el dominio sobre sí mismo. Estaba a punto de echar a correr, intentando huir de algo de lo cual podía entender que, fuera donde fuera, allí le acompañaría. Por tanto no tenía sentido dejarse llevar por aquel mal presentimiento y, aunque lo hubiera hecho, difícilmente se hubiese podido librar de lo que, entre las sombras, le aguardaba esa noche.
Al internarse en uno de los callejones para intentar dar con el hotel en el que se estaba hospedando, se vio acorralado. Al fondo del mismo apareció un hombre, cuya delgada complexión apenas bastaba para llenar la mitad de la ya de por sí angosta calle, pero cuya presencia se extendía hasta abrazar los maltrechos tabiques obstruyendo así su avance. Se quedó petrificado, presa de un miedo irracional, el mismo que el perro siente antes de su dueño ante una acechante amenaza. Y no se hubiera movido de no ser por el ruido que escuchó a sus espaldas. Allí, contra la vacilante luz de una farola, se perfilaba otra nueva figura, ésta ataviada por lo que parecía ser un abultado vestido que, por el mal formado vuelo, parecía no haber sido hecho para ella. Y entonces, comenzaron a avanzar. Paso tras paso, aquellos dos se dirigieron a él y, si el joven intentaba recordar alguna de los métodos por los que pudiera defenderse, pronto careció de importancia. La canción en su mente comenzó a alterar su ritmo e intensidad, haciéndose más virulenta a medida que la distancia entre presa y cazador se iba acortando. Aquellas cuerdas imaginarias recibían tan presión que, en algún momento, parecieron querer romperse, rasgándose el metal para atacar, cual látigo, todo lo que encontrara a su paso. Así sintió él las laceraciones en su materia gris, un dolor punzante y agudo que le hacía imposible incluso llegar a pensar. A duras penas podía ser consciente de lo que sucedía a su alrededor. Por mero instinto, retrocedió hasta la pared, donde, apoyado, se dejó resbalar hasta caer al suelo. Y allí fue donde con suma dificultad alcanzó a escuchar aquellas palabras:
- Tu hermano no está cumpliendo bien con lo que demandamos – aunque la virulenta música casi le hubiera dejado sordo y su mirada estuviera empañada, alcanzó a distinguir que era la mujer la que hablaba -. No aprendió bien con vuestro padre, creo que deberíamos enviarle un nuevo aviso.
A. Léopold Langonnet- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 29/04/2016
Re: El compás de la noche ( A. Léopold Langonnet & Castiel Beaulieu )
Aquella noche, Castiel Beaulieu había querido tomárselo de libre. Hacía ya varios días desde la pelea con Jules, o desde que salvara a Vaughn… y no los había visto a ninguno de los dos. Suponía que estarían ocupados, aunque ello no hacía más que aumentar la preocupación del cazador. Sabía que Jules era Inquisidor, y que se podía defender él solo de lo que le viniera encima… pero no sabía si podía defenderse de la propia Inquisición, pues podrían descubrirlo trapicheando con la familia de cambiantes.
Intentó alejar su mente de todo eso durante el día, pero no lo consiguió. Durante la noche, las cosas no fueron mejor, así que se armó y salió a las calles de París. Normalmente, siempre encontraba algún chupasangres demasiado estúpido como para montar jaleo, y el ejercicio físico le permitiría dormir bien durante, al menos unos días. Con suerte, lo mismo lo herían y tendría una excusa más contundente para hincharse a alcohol.
En las calles, que él conocía de memoria, clavaba su mirada en los ojos de la gente, así como en sus manos, y su forma de moverse. Como Cazador, comprendía cómo actuaban las criaturas de la noche, y hacía todo lo posible por encontrar alguna aquella noche. Sin embargo, más de una persona se sentía amenazada con las miradas de Castiel, por lo que decidió por ser más discreto. Fue entonces cuando vio a una pareja seguir a un joven, y él decidió seguirlos a ellos.
El joven no tendría más de veinte años, era rubio y de buen porte. Sus seguidores eran un hombre y una mujer que, en un momento durante la caminata, se separaron. Vio como el hombre se fue, dejando a la mujer sola muy pendiente de los pasos del joven. Castiel decidió seguir a la mujer, que era quien estaba más cerca, y se mantuvo a una distancia prudencial para no llamar la atención.
Lo que pasó después era algo que se había visto venir. Entre los dos, había acorralado al joven en una estrecha calle, impidiendo al rubio salir corriendo en cualquiera de las dos direcciones. Castiel, sin pensárselo dos veces, sacó una daga y una pistola. Con esta última, y sin mediar palabra, disparó a la mujer en la cabeza mientras le hablaba al joven. La bala de plata surcó el cielo tan rápido que, al estar desprevenida, no tuvo tiempo de reaccionar y murió en el acto. Después dejó caer la pistola al suelo y sacó la otra daga, abalanzándose hacia el hombre, peligrosamente cerca del chaval.
Tras un intercambio de golpes, el vampiro se fue, dejando a un Castiel contrariado y furioso consigo mismo por no haber acabado con su patética existencia. Pero a su mente llegó la figura del muchacho, y se giró para mirarlo. Se agachó y le cogió del rostro, inspeccionando su cuello o cualquier rastro de sangre que pudiera darle una pista sobre si estaba herido.
—¿Estás bien, chico? —su voz se suavizó considerablemente. Por sus ropajes, parecía de buena familia, aunque tampoco podía decirlo con seguridad —¿Estás solo? ¿O estabas con alguien?
Durante un momento, se dio cuenta de que estaba haciéndole partícipe de un interrogatorio, y que tal vez su forma de actuar lo asustara más que los dos vampiros que habían intentado devorarle minutos antes. Así que le lanzó una de sus bonitas sonrisas, esas que calentaban el alma de Jules, y guardó sus armas.
—Me llamo Castiel. Castiel Beaulieu. ¿Cómo te llamas tú?
Intentó alejar su mente de todo eso durante el día, pero no lo consiguió. Durante la noche, las cosas no fueron mejor, así que se armó y salió a las calles de París. Normalmente, siempre encontraba algún chupasangres demasiado estúpido como para montar jaleo, y el ejercicio físico le permitiría dormir bien durante, al menos unos días. Con suerte, lo mismo lo herían y tendría una excusa más contundente para hincharse a alcohol.
En las calles, que él conocía de memoria, clavaba su mirada en los ojos de la gente, así como en sus manos, y su forma de moverse. Como Cazador, comprendía cómo actuaban las criaturas de la noche, y hacía todo lo posible por encontrar alguna aquella noche. Sin embargo, más de una persona se sentía amenazada con las miradas de Castiel, por lo que decidió por ser más discreto. Fue entonces cuando vio a una pareja seguir a un joven, y él decidió seguirlos a ellos.
El joven no tendría más de veinte años, era rubio y de buen porte. Sus seguidores eran un hombre y una mujer que, en un momento durante la caminata, se separaron. Vio como el hombre se fue, dejando a la mujer sola muy pendiente de los pasos del joven. Castiel decidió seguir a la mujer, que era quien estaba más cerca, y se mantuvo a una distancia prudencial para no llamar la atención.
Lo que pasó después era algo que se había visto venir. Entre los dos, había acorralado al joven en una estrecha calle, impidiendo al rubio salir corriendo en cualquiera de las dos direcciones. Castiel, sin pensárselo dos veces, sacó una daga y una pistola. Con esta última, y sin mediar palabra, disparó a la mujer en la cabeza mientras le hablaba al joven. La bala de plata surcó el cielo tan rápido que, al estar desprevenida, no tuvo tiempo de reaccionar y murió en el acto. Después dejó caer la pistola al suelo y sacó la otra daga, abalanzándose hacia el hombre, peligrosamente cerca del chaval.
Tras un intercambio de golpes, el vampiro se fue, dejando a un Castiel contrariado y furioso consigo mismo por no haber acabado con su patética existencia. Pero a su mente llegó la figura del muchacho, y se giró para mirarlo. Se agachó y le cogió del rostro, inspeccionando su cuello o cualquier rastro de sangre que pudiera darle una pista sobre si estaba herido.
—¿Estás bien, chico? —su voz se suavizó considerablemente. Por sus ropajes, parecía de buena familia, aunque tampoco podía decirlo con seguridad —¿Estás solo? ¿O estabas con alguien?
Durante un momento, se dio cuenta de que estaba haciéndole partícipe de un interrogatorio, y que tal vez su forma de actuar lo asustara más que los dos vampiros que habían intentado devorarle minutos antes. Así que le lanzó una de sus bonitas sonrisas, esas que calentaban el alma de Jules, y guardó sus armas.
—Me llamo Castiel. Castiel Beaulieu. ¿Cómo te llamas tú?
Castiel Beaulieu- Cazador Clase Alta
- Mensajes : 68
Fecha de inscripción : 15/11/2015
Localización : París
Re: El compás de la noche ( A. Léopold Langonnet & Castiel Beaulieu )
Aquel ruido en su cabeza que se había acelerado hasta el punto de ser un agudo zumbido le negaba cualquier rastro de inteligencia. Era como un muñeco que ni podía razonar ni tan siquiera hacer caso a esos instintos que luchaban por despertarle y hacerle huir de esos dos individuos que, casi sin espacio a dudas, querían acabar con su vida. Inerte, subyugado por aquella extraña afección que jamás le había afectado de tan intensa manera y bajo la total voluntad de aquellos dos inmortales que evidentemente querían hacer de su cadáver un segundo mensaje de advertencia. Y a él no podía importarle menos dado que en esos precisos momentos era incapaz de sentir nada.
Pero entonces, justo cuando la historia del joven lionés estaba por llegar a su fin, su destino cambió drásticamente. Su salvación atravesó con un silbido el viento, rompiendo piel y hueso antes de que un inesperado golpe evidenciara la muerte de la mujer. ¡Pum! Como si hubieran golpeado un viejo y grave tambor, comenzó a recobrarse de aquel mortal ensueño, recuperando de pronto la consciencia y percatándose de lo que estaba sucediendo. El lacerante sonido no había desaparecido, pero había rebajado su intensidad de manera repentina, por lo que intentó aprovechar aquel golpe de suerte para escapar. Sin embargo, de pronto su mirada chocó contra las gélidas pupilas cargadas de un gran vacío en ese rostro yaciendo sobre el barro, provocando que sus músculos se congelaran. Un escalofrío le recorrió y no fue hasta notar cómo la música se iba acallando cuando fue capaz de apartar los ojos. Entonces, por mera intuición y no porque lo hubiera comprobado, supo que estaba a salvo.
De pronto, unas manos le agarraron con fuerza el rostro. Él estuvo a punto de revolverse, pero pronto fue evidente que no intentaban hacerle daño. Se trataba de un hombre, unos cuantos años mayor que él, de una mirada tan clara como la de él y un cabello que, en aquella noche, casi quería confundirse con la oscuridad. Él le habló, con una voz que, tras aquella sinfonía de tormento, le resultó lo más dulce que había escuchado en muchos años.
- ¿Pueden morir así? - preguntó observando a la mujer sin vida, no percatándose hasta poco después del error que podría haber cometido – Pero, ¿cómo no iba a morir? Es un golpe en la cabeza, nadie sobrevive a eso. Disculpe, estoy conmocionado, creí que acabarían con mi vida – intentó excusarse para que no le tomara por un loco justo antes de hacer acopio de fuerzas para ponerse de nuevo en pie. Se llevó las manos a sus pantalones, para intentar limpiar la suciedad que seguramente se había impregnado, pero lo único que consiguió fue embadurnarse las manos de barro -con suerte no sería más que barro-, por lo que no pudo evitar una mueca de desagrado -. Estaba… con un amigo, se adelantó y entonces intentaron atracarme – decidió mentir tras comprobar que seguía en aquel callejón, en el cual cualquier otro, incluso su presunto salvador, podría terminar el trabajo. Quizás si contara con refuerzos, aunque no resultara más que un farol, podría salvarse de aquel sino -. Un placer conocerle, señor Beaulieu, mi nombre es Léopold, Léopold Langonnet – decidió utilizar su apellido, pese a que pareciera que el otro quisiera que empleara el nombre de pila, dado que era un extraño y no quería tomarse más confianzas de las convenientes -. Por favor, permítame invitarle a algo, así podré agradecerle que me haya salvado – lo cierto era que tampoco sabía a dónde podrían ir, dado que llevaba poco tiempo en París y a ningún sitio que hubiera visitado les permitirían entrar con la ropa que llevaba en tan indecente estado, pero tampoco podía ser tan descortés como para no hacer algo para demostrar la gratitud que, indudablemente, debía sentir.
Pero entonces, justo cuando la historia del joven lionés estaba por llegar a su fin, su destino cambió drásticamente. Su salvación atravesó con un silbido el viento, rompiendo piel y hueso antes de que un inesperado golpe evidenciara la muerte de la mujer. ¡Pum! Como si hubieran golpeado un viejo y grave tambor, comenzó a recobrarse de aquel mortal ensueño, recuperando de pronto la consciencia y percatándose de lo que estaba sucediendo. El lacerante sonido no había desaparecido, pero había rebajado su intensidad de manera repentina, por lo que intentó aprovechar aquel golpe de suerte para escapar. Sin embargo, de pronto su mirada chocó contra las gélidas pupilas cargadas de un gran vacío en ese rostro yaciendo sobre el barro, provocando que sus músculos se congelaran. Un escalofrío le recorrió y no fue hasta notar cómo la música se iba acallando cuando fue capaz de apartar los ojos. Entonces, por mera intuición y no porque lo hubiera comprobado, supo que estaba a salvo.
De pronto, unas manos le agarraron con fuerza el rostro. Él estuvo a punto de revolverse, pero pronto fue evidente que no intentaban hacerle daño. Se trataba de un hombre, unos cuantos años mayor que él, de una mirada tan clara como la de él y un cabello que, en aquella noche, casi quería confundirse con la oscuridad. Él le habló, con una voz que, tras aquella sinfonía de tormento, le resultó lo más dulce que había escuchado en muchos años.
- ¿Pueden morir así? - preguntó observando a la mujer sin vida, no percatándose hasta poco después del error que podría haber cometido – Pero, ¿cómo no iba a morir? Es un golpe en la cabeza, nadie sobrevive a eso. Disculpe, estoy conmocionado, creí que acabarían con mi vida – intentó excusarse para que no le tomara por un loco justo antes de hacer acopio de fuerzas para ponerse de nuevo en pie. Se llevó las manos a sus pantalones, para intentar limpiar la suciedad que seguramente se había impregnado, pero lo único que consiguió fue embadurnarse las manos de barro -con suerte no sería más que barro-, por lo que no pudo evitar una mueca de desagrado -. Estaba… con un amigo, se adelantó y entonces intentaron atracarme – decidió mentir tras comprobar que seguía en aquel callejón, en el cual cualquier otro, incluso su presunto salvador, podría terminar el trabajo. Quizás si contara con refuerzos, aunque no resultara más que un farol, podría salvarse de aquel sino -. Un placer conocerle, señor Beaulieu, mi nombre es Léopold, Léopold Langonnet – decidió utilizar su apellido, pese a que pareciera que el otro quisiera que empleara el nombre de pila, dado que era un extraño y no quería tomarse más confianzas de las convenientes -. Por favor, permítame invitarle a algo, así podré agradecerle que me haya salvado – lo cierto era que tampoco sabía a dónde podrían ir, dado que llevaba poco tiempo en París y a ningún sitio que hubiera visitado les permitirían entrar con la ropa que llevaba en tan indecente estado, pero tampoco podía ser tan descortés como para no hacer algo para demostrar la gratitud que, indudablemente, debía sentir.
A. Léopold Langonnet- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 29/04/2016
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