La llegada//Privado

Su trabajo le obligaba a viajar constantemente, un día debía estar en París y al siguiente ir al sur, o al norte, o donde hiciera falta para que sus diferentes empresas tuvieran éxito. ¿Quién iba a decir que él, el hermano mediano de la familia Jouvet, se ocuparía de sus negocios en el futuro? Había sido entrenado para cazar a todos aquellos a los que Dios detestaba, quienes podían o no tener la salvación. Era frustrante tener que llevar a cabo su trabajo cuando no tenía claras sus ideas, cuando su crisis personal no dejaba de ahogarle. Ya no organizaba casi fiestas, no salía para disfrutar de las noches parisinas y encontrar consuelo al descubrir algún ser del Inframundo. Ya no.
Desde la desaparición de Lydia sus sentimientos estaban revoloteando libres por su corazón, no había manera de encerrarlos. Desde que tenía siete años se le había entrenado para pensar fríamente, para actuar aunque su alma no estuviera de acuerdo. Era un siervo de Dios, un Inquisidor hijo de Inquisidor y descendiente directo de otros tantos Inquisidores. Su padre nunca le había contado el secreto de los Jouvet, por no hacer, ni siquiera había estado en uno de sus treinta y cinco cumpleaños. Ni uno solo.
Gruñó con desdén mientras el tren llegaba al andén, ansioso por salir, respirar aire fresco y que el frío le recordase quién era, quién debía ser. No por él, sus emociones tenían que estar en un segundo plano, él le debía una a la raza humana. A Dios.
Bajó del tren cargando solo con un maletín que contenía los papeles necesarios para cerrar un trato. No esperaba estar por allí más de uno o dos días, su plan era regresar y comenzar con el plan de seducción de Harper Blackraven. Sus contactos en la Inquisición decían que era preciosa, una cambiante poderosa, rica y además capaz de despertar emociones desconocidas para los hombres. Mon Dieu! Si uno de esos bastardos herejes estuviera allí con él, le arrancaría la cabeza sin dudarlo. O tal vez no. Ni siquiera sus creencias ni sus motivaciones parecían fijas. Todo su ser estaba en un momento delicado, a punto de quebrarse. Respiró hondo al llegar al suelo, era increíble que en solo dos escalones hubiese pensado tanto, hubiese sentido tanto. Pero se acabó. Controló su expresión para parecer serio, un empresario hecho y derecho que conseguía todo lo que deseaba. No sabía si mostrarse dócil, juguetón o agresivo, pero haría lo necesario para mantener las empresas Jouvet en alza.

No era una sensación normal la que sentí en un momento dado, mientras caminaba para salir de la estación. Podría haber sido un reflejo de Inquisidor, el ser tan cercano a Dios que él te avisaba cuando andabas junto a un infiel, pero eso no se me podía aplicar a mí, ya no. Así que lo más probable era que todos mis años siendo entrenado por un Cazador dieran sus frutos y pudiera percibirlos sin saberlo realmente. Me volví lentamente, buscando con la mirada cualquier persona sospechosa. Y le vi.

Un hombre de apariencia nada destacable, parecía más un abogado o un profesor que un ser sobrenatural, pero sin darme cuenta me acerqué a él. Mi trabajo como espía era precisamente ese, encontrarlos, y si era necesario acabar con ellos, aunque eso ocurría poco. Cuando estuve a su espalda, tosí para llamar su atención.

–Disculpe, monsieur, ¿sería tan amable de decirme la hora? -No era el diálogo más original del mundo, pero había algo en él que me atraía, y sabía que era la oscuridad. Ningún Inquisidor o Cazador era capaz de llevar a cabo su trabajo sin acabar reconociendo a sus presas.

Los entrenamientos de la Inquisición no solían ser tranquilos. Cada mañana debía repasar lo que había aprendido durante los últimos años, me abandonaban en un bosque y dejaban a merced de las bestias, porque para servir al Señor no podías ser débil.
A base de cada noche, del frío, de las luchas y sobre todo del trabajo diario tratando de parecer normal, el hijo menor de la familia Jouvet, un futuro espía de la Inquisición de prestigio que no debía resaltar en sociedad al final había aprendido a ser educado y no comportarme como la bestia que debí haber sido. Sonreí ante la respuesta formal de aquel hombre que tampoco llamaba la atención. Podríamos habernos cruzado antes y yo no me había dado cuenta, no habría reparado en él. Pero en ese momento en especial él rezumaba algo, una esencia que no podía definir pero que hacía que el cabello de mi nuca se erizara. No podía saber de qué especie era, pero seguro que venía del Inframundo.

-Muchas gracias -contesté sin dejar de sonreír, acercándome un paso más para ver su reacción desde más cerca-. ¿Espera a alguien? Parece cansado, monsieur -comenté, encogiéndome de hombros. Un buen espía no podía ser descubierto por los demás humanos, pero bien se podría dejar reconocerpor sus enemigos. Para mí no sería malo, y podría redirigir mi interrogatorio. Llevaba demasiado tiempo sin notificar a la Sede acerca de mis acciones, había estado muy ocupado por la dirección de las empresas, pero a lo mejor este hombre podría ayudarme.

No perdí detalle del rostro confuso de aquél ser, esperaba que me fuera, como en cualquier conversación banal se esperaría, pero yo buscaba más. No estaría tranquilo hasta acabar con todos los seres que habían provocado la muerte de mi hermano y la desaparición de mi hermana, y aunque no tenía pruebas sólidas, mi instinto no dejaba de avisarme de que había algo extraño en este hombre que aparentemente sería de clase media–alta y tenía cara de banquero o circense, por muy extraña que pareciera la segunda opción. Escuché su respuesta sopesando si sería un brujo o tal vez un cambiaformas, pero contesté como se esperaba:
–Debería descansar en cuanto llegara a su domicilio, espero que viva cerca o le quedará mucho camino por recorrer –comenté con fingida despreocupación, como quien habla del tiempo–. Los buenos amigos deben ser cuidados y adorados, así que le entiendo, Monsieur… –esperé a que me dijera su nombre, pues sería más fácil para mí conseguir información con un nombre en los archivos ocultos de la Inquisición que con una sensación de inquietud.

Me esperaba su pregunta ya que según las normas de comportamiento en sociedad estaba siendo un poco grosero, pero sencillamente me arreglé el sombrero y el frac y respondí encogiéndome de hombros:
–Solo he venido por cuestiones de trabajo, pero me encontré con un inconveniente en el último momento y como tengo bastante tiempo he decidido si merece la pena o no arriesgarme a arreglarlo –mi voz era suave, como la que usaría una madre con su hijo, pero mis ojos y sobre todo la daga que se deslizó hasta mi mano con cuidado decían todo lo contrario acerca de la razón por la que estaba allí.

Una tras otra, las imágenes de los posibles finales pasaban volando por mi mente mientras consideraba cuál sería mi paso siguiente. Podía llevarle aparte con algún pretexto (¿tal vez una ayuda especial hacia él para salvar a un niño?), desafiarle públicamente y esperar su reacción, o dejarle marchar.

No podía saber qué clase de demonio era, pero sabía, Mon Dieu, estaba segurísimo de que era un ser del Inframundo, y mi misión era acabar con ellos. Iba en contra de todo lo que yo era dejar escapar una presa y no informar a la Inquisición de la posible amenaza. Era un espía formado por un Cazador, debía hacer honor a mi rango, luchar hasta la muerte contra todo lo que Dios consideraba indigno, vencer en…

Y aburrirte a ti mismo con tus propios ideales, escuché que decía una voz sarcástica en mi interior. Sumido como estaba en mis pensamientos no me di cuenta de que el hombre había hablado, así que me esforcé por ofrecer una respuesta ambigua mientras trataba de recordar qué había dicho.
–Claro, eso está bien -asentí sin mucho ánimo, no parecía la típica bestia sedienta de sangre o el vampiro ansioso por ser alabado y admirado, sino un ciudadano de a pie como bien podría serlo yo.

Dijo su nombre como si delante tuviera al mismísimo Satanás, en ese mismo momento caí en que no conseguiría nada forzándole a hablar conmigo de esa manera. Un espía dejaba de ser útil cuando se le veía venir de lejos, pensé, y yo estaba cometiendo errores garrafales desde hacía demasiado tiempo.

Suspiré, cerrando los ojos al tiempo que negaba con la cabeza para mí mismo, mientras veía alejarse al hombre hacia el andén. Habría que ser muy estúpido para seguir presionándole, perseguirle hasta allí y retarle para ver qué criatura era, de qué material estaba hecho. Y aunque me consideraba muy impulsivo, no era idiota, ni mucho menos.

-Sí, buena suerte -murmuré con el rostro ausente mientras me volvía para llegar a tiempo a mi reunión. A veces hay que dejar que las cosas pasen.
Dejar ir es dejar llegar.