AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
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Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
<<Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y qué deseaba yo? Deseaba un silencio perfecto. Por eso hablo.>>
Alejandra Pizarnik
Alejandra Pizarnik
Aplastó el cigarrillo con el taco de su chapín. A pesar de que su olfato, en un principio, se había mostrado reticente al olor del tabaco, nunca se había caracterizado por hacerse la vida fácil a sí misma. Había terminado acostumbrando a su pobre cuerpo al efecto de un vicio del cual no había podido desprenderse, a pesar de su condición sobrenatural; a la cual tampoco terminaba de acostumbrarse. Stéphanie tenía el gran defecto de no sólo ser rebelde para con el mundo, sino consigo también. Miró al Cielo, límpido, resplandeciente de estrellas; ya podía sentir la energía de la Luna en cuarto creciente hirviéndole la sangre bajo la piel. Su cuerpo comenzaba a reaccionar pocos días antes que el astro se completara. Le hubiera gustado poder poner en palabras aquello que sentía, el cosquilleo en las articulaciones, los sentidos más agudizados que lo normal, la garganta seca. Se sentía más libre y al mismo tiempo, más encarcelada que nunca. Era presa de algo que no podía controlar, y solía desesperarla la idea de la inconsciencia. Había algo que realmente limitaba su vida: el control. Valkyria debía tenerlo siempre, bajo cualquier circunstancia, y la realidad le había revelado la imposibilidad de semejante empresa.
Astrid, su hija, la sacó del ensimismamiento dándole un suave tironeo a la mantilla que la cubría. La mirada de reproche, debido al olor del tabaco, la obligó a encogerse de hombros, como si estuviera en falta –y lo estaba-. La niña detestaba que su madre fumara, pero la entendía. Astrid era sumamente inteligente y perceptiva, demasiado para su edad, y entendía que aquella era una forma que tenía su madre de calmar sus pensamientos, que parecían nunca dejarla en paz.
—Invité al profesor de Hans a cenar —soltó con la resolución que tanto la caracterizaba. Hizo caso omiso a la expresión de su madre y continuó hablando. —Me pareció lo más correcto, aceptó quedarse hasta tarde, además de tranquilizar a Hans durante su ataque…
— ¿Tu padre qué dijo? —inquirió Stéphanie, que aún no salía de la sorpresa ante la actitud de su pequeña y madura –demasiado madura- hija.
—Papá se fue. Dijo que vería a un cliente —comentó no sin atribuirle un tono de sospecha a su voz. Astrid sabía más de lo que aparentaba, quizá porque no le pasaban desapercibidas las acaloradas discusiones de sus padres.
—Ah, sí. Recuerdo que me dijo que cenaría con uno —mintió descaradamente, más para sí, para no convencerse de su humillación. Seguro estaría revolcándose con alguna de sus amantes, y había tenido el descaro de faltarle a la verdad a su hija. <<Tal como tú estás haciendo ahora, Valkyria>> se reprochó.
— ¿Podemos ir adentro? Me parece de mal gusto hacer esperar al profesor —completó, girando sobre sus talones y encaminándose hacia el interior.
Stéphanie se preguntó en qué momento su pequeña Astrid había crecido tanto. Tenía tan sólo siete años y se desenvolvía como la señora de la casa. A veces, a la rubia, le costaba recordar quién era la madre y quién era la hija, y era cuando tomaba consciencia de la posición en la que estaba colocándose, demasiado atormentada ante la idea de cargar a su niña con aquel peso. Ella era la adulta. Estiró su brazo y tomó a la nena de un hombro, obligándola a detenerse. Se inclinó y le dio un beso en la coronilla, arrancándole una sonrisa. Se tomaron de la mano e ingresaron conversando sobre el vestido que habían mandado a confeccionar para Astrid. Si bien la casa era grande, la decoración modesta daba muestras claras de que la situación económica no era la mejor; en ese momento, cayó en la cuenta de que iba a tener que pagarle demasiado al Profesor Quattrocchi. Ella llevaba las finanzas de la familia, y sabía que no estaban para excesos. Pero no escatimaba recursos cuando se trataba de Hans.
—Gracias por aceptar la invitación —se dirigió a él antes de que una de las pocas empleadas que tenían, se hiciera presente en el modesto living. Vio la carita relajada de su niño, que descansaba sentado junto a su profesor en el sillón, y sintió una puntada de angustia. Si bien Asbjorn no lo maltrataba, solía ser indiferente; no aceptaba la idea de tener un hijo debilucho y retrasado, tal como lo catalogaba. Leandro Quattrocchi tenía, con Hans, una relación proporcionalmente opuesta a la de Asbjorn. En el maestro, el nene había encontrado la figura masculina de la que tanto carecía.
—Señora, ya está lista la cena —la voz de la mujer le pareció lejana, y agradeció automáticamente.
El comedor era la sala contigua. Enorme, con una mesa para veinte comensales, y de una opulencia que habían heredado casi por casualidad. Seguramente, el dueño anterior de la casa, no se había percatado que dejaba el imponente juego de mesas, sillas y, especialmente, la increíble araña que pendía del altísimo techo, iluminando la totalidad del salón. Como no había tenido tiempo de decirles a los empleados que el señor no cenaría en la casa –para variar-, por un instante, vaciló si dejarle la cabecera de la mesa al único hombre que había en el grupo o sentarse ella misma. <<Vete al Infierno, Asbjorn>> pensó en un arrebato de rencor, y ocupó el sitio que le correspondía al jefe de la familia. Sirvieron el consomé de la entrada, bendijeron los alimentos, y a Stéphanie le agradó el hecho de que Quattrocchi siguiera lo oración, a pesar de no saber si él era creyente o no. Pero lo que más le gustó, fue que Hans devorase su comida. Era un niño flaco, que se alimentaba como un pajarillo, y aquella noche parecía un nene normal de siete años.
—Leandro —ya que estaba en su mesa, compartiendo con su familia, era hora de dejar las formalidades de lado; al menos por unos minutos. — ¿Tiene hijos? Imagino que está casado, lleva una alianza muy hermosa —y no supo por qué, se sintió estúpida haciendo esa observación.
Astrid, su hija, la sacó del ensimismamiento dándole un suave tironeo a la mantilla que la cubría. La mirada de reproche, debido al olor del tabaco, la obligó a encogerse de hombros, como si estuviera en falta –y lo estaba-. La niña detestaba que su madre fumara, pero la entendía. Astrid era sumamente inteligente y perceptiva, demasiado para su edad, y entendía que aquella era una forma que tenía su madre de calmar sus pensamientos, que parecían nunca dejarla en paz.
—Invité al profesor de Hans a cenar —soltó con la resolución que tanto la caracterizaba. Hizo caso omiso a la expresión de su madre y continuó hablando. —Me pareció lo más correcto, aceptó quedarse hasta tarde, además de tranquilizar a Hans durante su ataque…
— ¿Tu padre qué dijo? —inquirió Stéphanie, que aún no salía de la sorpresa ante la actitud de su pequeña y madura –demasiado madura- hija.
—Papá se fue. Dijo que vería a un cliente —comentó no sin atribuirle un tono de sospecha a su voz. Astrid sabía más de lo que aparentaba, quizá porque no le pasaban desapercibidas las acaloradas discusiones de sus padres.
—Ah, sí. Recuerdo que me dijo que cenaría con uno —mintió descaradamente, más para sí, para no convencerse de su humillación. Seguro estaría revolcándose con alguna de sus amantes, y había tenido el descaro de faltarle a la verdad a su hija. <<Tal como tú estás haciendo ahora, Valkyria>> se reprochó.
— ¿Podemos ir adentro? Me parece de mal gusto hacer esperar al profesor —completó, girando sobre sus talones y encaminándose hacia el interior.
Stéphanie se preguntó en qué momento su pequeña Astrid había crecido tanto. Tenía tan sólo siete años y se desenvolvía como la señora de la casa. A veces, a la rubia, le costaba recordar quién era la madre y quién era la hija, y era cuando tomaba consciencia de la posición en la que estaba colocándose, demasiado atormentada ante la idea de cargar a su niña con aquel peso. Ella era la adulta. Estiró su brazo y tomó a la nena de un hombro, obligándola a detenerse. Se inclinó y le dio un beso en la coronilla, arrancándole una sonrisa. Se tomaron de la mano e ingresaron conversando sobre el vestido que habían mandado a confeccionar para Astrid. Si bien la casa era grande, la decoración modesta daba muestras claras de que la situación económica no era la mejor; en ese momento, cayó en la cuenta de que iba a tener que pagarle demasiado al Profesor Quattrocchi. Ella llevaba las finanzas de la familia, y sabía que no estaban para excesos. Pero no escatimaba recursos cuando se trataba de Hans.
—Gracias por aceptar la invitación —se dirigió a él antes de que una de las pocas empleadas que tenían, se hiciera presente en el modesto living. Vio la carita relajada de su niño, que descansaba sentado junto a su profesor en el sillón, y sintió una puntada de angustia. Si bien Asbjorn no lo maltrataba, solía ser indiferente; no aceptaba la idea de tener un hijo debilucho y retrasado, tal como lo catalogaba. Leandro Quattrocchi tenía, con Hans, una relación proporcionalmente opuesta a la de Asbjorn. En el maestro, el nene había encontrado la figura masculina de la que tanto carecía.
—Señora, ya está lista la cena —la voz de la mujer le pareció lejana, y agradeció automáticamente.
El comedor era la sala contigua. Enorme, con una mesa para veinte comensales, y de una opulencia que habían heredado casi por casualidad. Seguramente, el dueño anterior de la casa, no se había percatado que dejaba el imponente juego de mesas, sillas y, especialmente, la increíble araña que pendía del altísimo techo, iluminando la totalidad del salón. Como no había tenido tiempo de decirles a los empleados que el señor no cenaría en la casa –para variar-, por un instante, vaciló si dejarle la cabecera de la mesa al único hombre que había en el grupo o sentarse ella misma. <<Vete al Infierno, Asbjorn>> pensó en un arrebato de rencor, y ocupó el sitio que le correspondía al jefe de la familia. Sirvieron el consomé de la entrada, bendijeron los alimentos, y a Stéphanie le agradó el hecho de que Quattrocchi siguiera lo oración, a pesar de no saber si él era creyente o no. Pero lo que más le gustó, fue que Hans devorase su comida. Era un niño flaco, que se alimentaba como un pajarillo, y aquella noche parecía un nene normal de siete años.
—Leandro —ya que estaba en su mesa, compartiendo con su familia, era hora de dejar las formalidades de lado; al menos por unos minutos. — ¿Tiene hijos? Imagino que está casado, lleva una alianza muy hermosa —y no supo por qué, se sintió estúpida haciendo esa observación.
Stéphanie V. Magnusson- Licántropo Clase Media
- Mensajes : 34
Fecha de inscripción : 22/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
—¿Por qué te ha invitado a su casa? —preguntó Camille, desde el otro extremo de la habitación. Estaba sentada en una esquina de la cama, calzándose los zapatos, pero se detuvo un momento para observar a su esposo.
—No ha sido ella, sino su hija —respondió él mientras estiraba el cuello, intentando anudarse la corbata frente al espejo—. Creo que quieren agradecerme por las clases de Hans.
A Camille no pareció bastarle su explicación. Sin hacer el mínimo esfuerzo para intentar disimular su expresión de seriedad y recelo, se puso de pie y ayudó a su esposo. Deshizo el fallido nudo que Leandro había hecho, estiró la tela de la corbata y en apenas unos segundos logró hacer un nudo perfecto.
—Podría simplemente darte las gracias, sin necesidad de esto —añadió cuando terminó de darle los últimos toques al nudo.
—Camille… —protestó Leandro con enfado.
Ambos se preparaban; él para asistir a la cena a la que había sido invitado, ella para ir al hospital donde trabajaba como enfermera cubriendo el turno de la noche. Era evidente que Camille estaba celosa, su semblante y sus palabras la delataban, pero tampoco era algo nuevo. Los últimos años se había pasado reclamando a Leandro cosas que no tenían sentido para él. En una ocasión se había atrevido a juzgar el hecho de que él ya no pasara mucho tiempo en casa, conviviendo con los niños o con ella, a pesar de que sabía perfectamente que si se ausentaba de ese modo no era por gusto, sino porque se la pasaba trabajando. Leandro estaba cansado de que ella lo confrontara. Nunca le decía nada, porque no le gustaba pelear con ella frente a los niños, pero ocasiones sentía que su paciencia se agotaba con rapidez.
Eso, entre otras cosas, había logrado que Leandro se sintiera insatisfecho, que en ocasiones deseara volver a su antigua vida de soltero, sin nadie que le vigilara los pasos o le pidiera explicaciones todo el tiempo. Se había casado muy enamorado, aún quería a Camille, pero ella ya no era la misma persona. Sin embargo, él también había cambiado y en ocasiones se preguntaba si ella también se sentía igual al respecto. Echaba de menos sus primeros años de casados; la pasión, las constantes demostraciones de afecto. Ya nada era como antes. Ni siquiera parecían una pareja joven, sino dos viejos. O al menos así era como se sentía él.
Cuando estuvo listo giró hacia el espejo y contempló su imagen en él. Se había puesto el mejor de sus trajes y, aunque éste no tuviera punto de comparación con los que utilizaban los caballeros aristócratas, no podía negarse que lucía bastante bien. A su esposa tampoco pareció agradarle eso. Una parte de ella, la más insegura de ellas, consideraba que su marido era demasiado bien parecido para pasar desapercibido a los ojos de las lagartonas.
Quizá los delirios de Camille no eran tan disparatados después de todo. Eso pensó Leandro cuando, al bajar del carruaje de alquiler, un grupo de mujeres que pasaron muy cerca de él le dirigieron algunas miradas coquetas. Él sonrió y las saludó con un leve movimiento de cabeza, a lo que ellas respondieron con algunas risitas tontas y cuchicheos entre ellas antes de desaparecer de su vista. Fue como un déjà vu de algo que hacía mucho tiempo no experimentaba. Y le gustó, no podía negarlo. Recorrió el resto del camino a pie y, por alguna extraña razón, aunque estaba terriblemente cansado por haber tenido un arduo día de trabajo, se sintió mucho más motivado. Se pasó una mano por el cabello, irguió la espalda e infló el pecho, aunque sin llegar a parecer petulante. Cualquiera que lo observara pensaría que se dirigía a una cita con alguna conquista, o que estaba a punto de pedir la mano de su amada. La realidad no podía estar más alejada de ello.
Cuando llegó a la casa lo condujeron al living, donde el pequeño Hans ya lo esperaba sentado. Leandro lo saludó y jugueteó un poco con él, como hacía con sus propios hijos, pero no tardaron en aparecer Astrid y su madre, quien no dudó en agradecerle por su presencia. Leandro asintió y se mostró igualmente agradecido por la invitación. Cuando pasaron al comedor, Leandro no pudo evitar observar cada detalle. Le gustaba su casa, era elegante, pero sin llegar a ser pretenciosa. También le agradaba la familia. Con quien más había convivido era con Hans, por evidentes razones. A la señora Magnusson la conocía poco y al que no había visto jamás era a su esposo, por lo que no le sorprendió que no estuviera presente esa noche.
La cena les fue servida y después de bendecirla como era debido, todos comenzaron a comer. Leandro estuvo a punto de decir que el consomé estaba delicioso, pero su anfitriona se adelantó y le arrebató la intención con sus palabras. Bajó la vista y observó la sortija colocada en su dedo anular. El metal brilló cuando éste movió un poco la mano y se mostró algo incómodo con la pregunta. Que le preguntara por su estado civil lo tomó por sorpresa. Se mantuvo en silencio un momento, dudando sobre qué responder.
—No, no estoy casado ni tengo hijos —respondió al fin—. El anillo es… una larga historia. Tal vez debería… —titubeó un momento pero terminó por quitarse la alianza y la guardó en el bolsillo de su traje. Cuando alzó la vista se obligó a forzar una sonrisa y continuó comiendo, como si nada hubiera pasado. Sin embargo, sus acompañantes, especialmente la señora Magnusson, debieron notar que algo que le pasaba.
¿Por qué había hecho eso? ¿Para qué mentir de semejante manera? Ni él mismo era capaz de dar una respuesta lo suficientemente coherente a eso.
—No ha sido ella, sino su hija —respondió él mientras estiraba el cuello, intentando anudarse la corbata frente al espejo—. Creo que quieren agradecerme por las clases de Hans.
A Camille no pareció bastarle su explicación. Sin hacer el mínimo esfuerzo para intentar disimular su expresión de seriedad y recelo, se puso de pie y ayudó a su esposo. Deshizo el fallido nudo que Leandro había hecho, estiró la tela de la corbata y en apenas unos segundos logró hacer un nudo perfecto.
—Podría simplemente darte las gracias, sin necesidad de esto —añadió cuando terminó de darle los últimos toques al nudo.
—Camille… —protestó Leandro con enfado.
Ambos se preparaban; él para asistir a la cena a la que había sido invitado, ella para ir al hospital donde trabajaba como enfermera cubriendo el turno de la noche. Era evidente que Camille estaba celosa, su semblante y sus palabras la delataban, pero tampoco era algo nuevo. Los últimos años se había pasado reclamando a Leandro cosas que no tenían sentido para él. En una ocasión se había atrevido a juzgar el hecho de que él ya no pasara mucho tiempo en casa, conviviendo con los niños o con ella, a pesar de que sabía perfectamente que si se ausentaba de ese modo no era por gusto, sino porque se la pasaba trabajando. Leandro estaba cansado de que ella lo confrontara. Nunca le decía nada, porque no le gustaba pelear con ella frente a los niños, pero ocasiones sentía que su paciencia se agotaba con rapidez.
Eso, entre otras cosas, había logrado que Leandro se sintiera insatisfecho, que en ocasiones deseara volver a su antigua vida de soltero, sin nadie que le vigilara los pasos o le pidiera explicaciones todo el tiempo. Se había casado muy enamorado, aún quería a Camille, pero ella ya no era la misma persona. Sin embargo, él también había cambiado y en ocasiones se preguntaba si ella también se sentía igual al respecto. Echaba de menos sus primeros años de casados; la pasión, las constantes demostraciones de afecto. Ya nada era como antes. Ni siquiera parecían una pareja joven, sino dos viejos. O al menos así era como se sentía él.
Cuando estuvo listo giró hacia el espejo y contempló su imagen en él. Se había puesto el mejor de sus trajes y, aunque éste no tuviera punto de comparación con los que utilizaban los caballeros aristócratas, no podía negarse que lucía bastante bien. A su esposa tampoco pareció agradarle eso. Una parte de ella, la más insegura de ellas, consideraba que su marido era demasiado bien parecido para pasar desapercibido a los ojos de las lagartonas.
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Quizá los delirios de Camille no eran tan disparatados después de todo. Eso pensó Leandro cuando, al bajar del carruaje de alquiler, un grupo de mujeres que pasaron muy cerca de él le dirigieron algunas miradas coquetas. Él sonrió y las saludó con un leve movimiento de cabeza, a lo que ellas respondieron con algunas risitas tontas y cuchicheos entre ellas antes de desaparecer de su vista. Fue como un déjà vu de algo que hacía mucho tiempo no experimentaba. Y le gustó, no podía negarlo. Recorrió el resto del camino a pie y, por alguna extraña razón, aunque estaba terriblemente cansado por haber tenido un arduo día de trabajo, se sintió mucho más motivado. Se pasó una mano por el cabello, irguió la espalda e infló el pecho, aunque sin llegar a parecer petulante. Cualquiera que lo observara pensaría que se dirigía a una cita con alguna conquista, o que estaba a punto de pedir la mano de su amada. La realidad no podía estar más alejada de ello.
Cuando llegó a la casa lo condujeron al living, donde el pequeño Hans ya lo esperaba sentado. Leandro lo saludó y jugueteó un poco con él, como hacía con sus propios hijos, pero no tardaron en aparecer Astrid y su madre, quien no dudó en agradecerle por su presencia. Leandro asintió y se mostró igualmente agradecido por la invitación. Cuando pasaron al comedor, Leandro no pudo evitar observar cada detalle. Le gustaba su casa, era elegante, pero sin llegar a ser pretenciosa. También le agradaba la familia. Con quien más había convivido era con Hans, por evidentes razones. A la señora Magnusson la conocía poco y al que no había visto jamás era a su esposo, por lo que no le sorprendió que no estuviera presente esa noche.
La cena les fue servida y después de bendecirla como era debido, todos comenzaron a comer. Leandro estuvo a punto de decir que el consomé estaba delicioso, pero su anfitriona se adelantó y le arrebató la intención con sus palabras. Bajó la vista y observó la sortija colocada en su dedo anular. El metal brilló cuando éste movió un poco la mano y se mostró algo incómodo con la pregunta. Que le preguntara por su estado civil lo tomó por sorpresa. Se mantuvo en silencio un momento, dudando sobre qué responder.
—No, no estoy casado ni tengo hijos —respondió al fin—. El anillo es… una larga historia. Tal vez debería… —titubeó un momento pero terminó por quitarse la alianza y la guardó en el bolsillo de su traje. Cuando alzó la vista se obligó a forzar una sonrisa y continuó comiendo, como si nada hubiera pasado. Sin embargo, sus acompañantes, especialmente la señora Magnusson, debieron notar que algo que le pasaba.
¿Por qué había hecho eso? ¿Para qué mentir de semejante manera? Ni él mismo era capaz de dar una respuesta lo suficientemente coherente a eso.
Greco Quattrocchi- Humano Clase Media
- Mensajes : 20
Fecha de inscripción : 09/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Stéphanie era una mujer de mundo, y en el instante de silencio de Quattrocchi, percibió la mentira, mas no hizo comentario al respecto, y lo observó con aquellos ojos tristes, esos ojos que habían perdido la alegría hacía ya demasiado tiempo. A decir verdad, no sabía cuándo ni en qué momento, la chispa que había desprendido su mirada, se había apagado. ¿Con la muerte de sus abuelos? ¿Con la muerte de su padre? ¿Con la muerte de sus madres? ¿Con la muerte de su amor? ¿Con el advenimiento de la pobreza? ¿Con las infidelidades de Asbjorn? ¿Con el sufrimiento y la debilidad de Hans? Quizá con todo ello. Los golpes que la vida le había asestado, habían sido lo suficientemente fuertes para opacarla, para robarle la efímera felicidad. Por eso, porque ella había sido criada entre algodones y había caído en la mayor de las miserias, es que no juzgaba si el profesor de su hijo omitía parte de su realidad. Ella había vivido de las apariencias, y aún lo hacía, porque seguía mostrándose ante el mundo como la familia perfecta. Los Magnusson eran la envidia de los conocidos, siempre sonrientes, divertidos, tomados de la mano, nadie creería la verdad de su matrimonio. Aún había amor, o eso quería creer, pero las traiciones eran demasiado grandes y eso, irremediablemente, conduciría al desastre, y Stéphanie estaba dispuesta a evitarlo.
—Todos tenemos una historia —comentó, dando por zanjada la conversación. Notó la incomodidad en el invitado, y ella, que había sido criada para ser anfitriona, no soportaba la idea de que alguien, en su casa, en su mesa, tuviera un instante como aquel. Sonrió y asintió, y miró a los ojos al caballero, y descubrió la pena tras ellos. Sí, todos tenían una historia. Descubrió en Leandro un hombre triste; nunca se había detenido demasiado en él, a pesar de ser meticulosa con la enseñanza de sus hijos. Sólo le interesaba el trato del hombre para con Hans y los avances de éste. Pero ahora, que lo tenía frente a frente, en una situación tan íntima, supo que le agradaba su presencia. Le transmitía seguridad, quizá la misma que sentía su hijo cuando estaba junto a él. Era notable el cambio en la actitud de Hans cuando se encontraba con Quattrocchi, y no dejaba de sorprenderse. Estaba en deuda con ese hombre repleto de misterio, y Stéphanie era una mujer agradecida. Rogó que la vida le presentase la oportunidad de devolverle todo el bien que le hacía a su familia.
—Yo quiero casarme y tener muchos hijos —Astrid interrumpió los pensamientos de su madre, e invocó una bocanada de alegría. —Mi papi siempre dice que va a conseguir un marido muy apuesto y muy rico para mí, que me va a tratar como a una reina —continuó, con aires de niña soñadora. Stéphanie había sido igual.
—Por supuesto que sí, mi amor —y rogaba que a su hija le tocase un hombre bueno, que la amase y la respetase como lo merecía. Astrid era una nena maravillosa, protectora de su hermano, compañera de su madre, que llenaba la estancia de brillo. Era el salvavidas de la familia y, quizá, uno de los pocos motivos por los que Asbjorn continuaba en aquella casa.
Antes de poder continuar con la conversación, trajeron el plato principal. La propia Astrid había sido la encargada de elegir la comida. Faisán asado, acompañado de una ensalada de hojas frescas, decorada con remolacha y aros de clara de huevo, con el aderezo especial de la cocinera: preparado con yema de huevo, mostaza, sal, aceite de oliva, crema agria y vinagre y vino rojo, con un toque de azúcar para endulzar su sabor. A Stéphanie le extrañó la abundancia y la presentación, especialmente por la situación económica que estaban atravesando, y comprendió que la niña había tomado dinero de sus ahorros para poder adquirir los alimentos. Ella no dijo nada, sólo la observó fugazmente, y su mirada se cruzó con la de la pequeña, que estaba cargada de complicidad. Ella había parido esa magnífica criatura, y pasaría por todo el sufrimiento de su vida, mil veces, sólo por sus dos retoños. Hans saboreaba aquellos manjares, que eran poco comunes en su dieta.
—Nuestra cocinera se ha lucido ésta noche —comentó, mirando al profesor. —Estamos todos muy contentos de que esté compartiendo con nosotros, Leandro. Y estamos, también, muy agradecidos por todo lo que hace por Hans —aseguró. —No ha tenido la oportunidad de conocer a mi esposo; lamentablemente, él no ha podido acompañarnos ésta noche, pero me ha pedido que le transmita su saludo y su agradecimiento —mintió, pero era lo que correspondía. Ya era demasiado difícil su posición de mujer casada, compartiendo la mesa con un hombre soltero; podía prestarse a confusión, y eso era lo que menos quería. — ¿Hace cuánto tiempo se dedica a la enseñanza? Me sorprende su juventud. En mis años mozos también di algunas clases, y ahora soy una especie de maestra para Astrid —contó orgullosa.
No contaría la parte que trabajó para poder alimentar a su familia caída en la ruina. Había sido institutriz de gente de lo más encumbrada, esos que otrora habían sido amigos y que, desde la quiebra, la miraban como poco más que un insecto. Ella jamás había perdido la elegancia, en sus modos, en su porte, siempre se notó su origen, la cuna de oro que la había protegido desde los primeros años de vida, y la opulencia y educación excelsa que había poseído en su niñez y en su juventud. Nadie creería que, aquella dama estoica, había pasado hambre, había visto cómo les quitaban todo, y ella, junto a esa madre maravillosa que Dios le dio, habían logrado salir adelante. ¿Cómo no iba a tener orgullo?
—Todos tenemos una historia —comentó, dando por zanjada la conversación. Notó la incomodidad en el invitado, y ella, que había sido criada para ser anfitriona, no soportaba la idea de que alguien, en su casa, en su mesa, tuviera un instante como aquel. Sonrió y asintió, y miró a los ojos al caballero, y descubrió la pena tras ellos. Sí, todos tenían una historia. Descubrió en Leandro un hombre triste; nunca se había detenido demasiado en él, a pesar de ser meticulosa con la enseñanza de sus hijos. Sólo le interesaba el trato del hombre para con Hans y los avances de éste. Pero ahora, que lo tenía frente a frente, en una situación tan íntima, supo que le agradaba su presencia. Le transmitía seguridad, quizá la misma que sentía su hijo cuando estaba junto a él. Era notable el cambio en la actitud de Hans cuando se encontraba con Quattrocchi, y no dejaba de sorprenderse. Estaba en deuda con ese hombre repleto de misterio, y Stéphanie era una mujer agradecida. Rogó que la vida le presentase la oportunidad de devolverle todo el bien que le hacía a su familia.
—Yo quiero casarme y tener muchos hijos —Astrid interrumpió los pensamientos de su madre, e invocó una bocanada de alegría. —Mi papi siempre dice que va a conseguir un marido muy apuesto y muy rico para mí, que me va a tratar como a una reina —continuó, con aires de niña soñadora. Stéphanie había sido igual.
—Por supuesto que sí, mi amor —y rogaba que a su hija le tocase un hombre bueno, que la amase y la respetase como lo merecía. Astrid era una nena maravillosa, protectora de su hermano, compañera de su madre, que llenaba la estancia de brillo. Era el salvavidas de la familia y, quizá, uno de los pocos motivos por los que Asbjorn continuaba en aquella casa.
Antes de poder continuar con la conversación, trajeron el plato principal. La propia Astrid había sido la encargada de elegir la comida. Faisán asado, acompañado de una ensalada de hojas frescas, decorada con remolacha y aros de clara de huevo, con el aderezo especial de la cocinera: preparado con yema de huevo, mostaza, sal, aceite de oliva, crema agria y vinagre y vino rojo, con un toque de azúcar para endulzar su sabor. A Stéphanie le extrañó la abundancia y la presentación, especialmente por la situación económica que estaban atravesando, y comprendió que la niña había tomado dinero de sus ahorros para poder adquirir los alimentos. Ella no dijo nada, sólo la observó fugazmente, y su mirada se cruzó con la de la pequeña, que estaba cargada de complicidad. Ella había parido esa magnífica criatura, y pasaría por todo el sufrimiento de su vida, mil veces, sólo por sus dos retoños. Hans saboreaba aquellos manjares, que eran poco comunes en su dieta.
—Nuestra cocinera se ha lucido ésta noche —comentó, mirando al profesor. —Estamos todos muy contentos de que esté compartiendo con nosotros, Leandro. Y estamos, también, muy agradecidos por todo lo que hace por Hans —aseguró. —No ha tenido la oportunidad de conocer a mi esposo; lamentablemente, él no ha podido acompañarnos ésta noche, pero me ha pedido que le transmita su saludo y su agradecimiento —mintió, pero era lo que correspondía. Ya era demasiado difícil su posición de mujer casada, compartiendo la mesa con un hombre soltero; podía prestarse a confusión, y eso era lo que menos quería. — ¿Hace cuánto tiempo se dedica a la enseñanza? Me sorprende su juventud. En mis años mozos también di algunas clases, y ahora soy una especie de maestra para Astrid —contó orgullosa.
No contaría la parte que trabajó para poder alimentar a su familia caída en la ruina. Había sido institutriz de gente de lo más encumbrada, esos que otrora habían sido amigos y que, desde la quiebra, la miraban como poco más que un insecto. Ella jamás había perdido la elegancia, en sus modos, en su porte, siempre se notó su origen, la cuna de oro que la había protegido desde los primeros años de vida, y la opulencia y educación excelsa que había poseído en su niñez y en su juventud. Nadie creería que, aquella dama estoica, había pasado hambre, había visto cómo les quitaban todo, y ella, junto a esa madre maravillosa que Dios le dio, habían logrado salir adelante. ¿Cómo no iba a tener orgullo?
Stéphanie V. Magnusson- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Seis hijos eran los que sumaba su matrimonio, y a todos y cada uno de ellos los había negado. Incluso al pequeño Jacob, a quien se notaba adoraba un poco más que al resto, por ser el más pequeño y el más indefenso a causa de su padecimiento. ¿En qué clase de padre, esposo y ser humano lo convertía eso? Seguramente en uno no digno de estar sentado a la mesa con esa gran mujer que parecía ser la señora Magnusson. Bastaba ver con cuánto amor observaba a sus hijos, orgullosa, satisfecha de sus creaciones. Dudaba que alguna vez, no importando las circunstancias, se atreviera a negar que esos niños eran carne de su carne, que ella los había engendrado y parido con dolor. ¿Qué pensaría de él si se enterara que había mentido? ¿Lo recibiría igual en su casa, con la misma amabilidad y alegría? ¿Permitiría que siguiera dando clases a Hans, o comenzaría a verlo como una pésima influencia para el niño? Por suerte, no tuvo mucho tiempo para pensar en ello. Ella interrumpió sus cavilaciones cuando habló, mostrándose comprensiva con el tema de la sortija, y después le siguió Astrid, con aquella ensoñación propia de las niñas de su edad. Leandro decidió olvidarse de lo ocurrido y se permitió sonreír otra vez con sinceridad. Así como Hans, Astrid también era una buena niña, la encontraba demasiado parecida a Bea y a Carlie, sus hijas de nueve años y siete años, sus princesas, como él las llamaba, quienes también se caracterizaban por ser en extremo soñadoras.
Stéphanie no tardó en mencionar a su esposo, disculpándolo por su ausencia, a lo que Leandro simplemente asintió. No obstante, era interesante ver cómo el semblante de la mujer cambiaba cuando hablaba de él. Aunque se esforzara en sonreír con naturalidad, era demasiado obvio que mentía. Algo no iba bien y eso a su vez explicaba que el hombre nunca estuviera presente en casa. ¿Estarían pasando por algo similar a lo que él vivía con Camille? A Leandro le picó la curiosidad. Sin embargo, no hizo ningún comentario. “Todos tenemos una historia”, había dicho ella, negándose a incomodarlo con preguntas, así que sentía que debía devolverle el favor haciendo igual.
—Al contrario, señora, quien debe agradecer la invitación, soy yo. Nunca antes me habían recibido así en una casa. Me siento honrado y sumamente complacido con todas sus atenciones. El faisán está delicioso —una tenue sonrisa se dibujó en sus labios—. En cuanto a su pregunta, sumo ahora diez años trabajando como docente. Empecé bastante joven, sí, y no siempre traté con niños, pero con el tiempo le tomé gusto. Son excepcionales. De pronto uno se da cuenta de que es más lo uno aprende de ellos, que lo que nosotros les enseñamos —su mirada se posó en Hans, quien a pesar de todo, parecía estar disfrutando muchísimo aquella reunión.
Stéphanie no tardó en mencionar a su esposo, disculpándolo por su ausencia, a lo que Leandro simplemente asintió. No obstante, era interesante ver cómo el semblante de la mujer cambiaba cuando hablaba de él. Aunque se esforzara en sonreír con naturalidad, era demasiado obvio que mentía. Algo no iba bien y eso a su vez explicaba que el hombre nunca estuviera presente en casa. ¿Estarían pasando por algo similar a lo que él vivía con Camille? A Leandro le picó la curiosidad. Sin embargo, no hizo ningún comentario. “Todos tenemos una historia”, había dicho ella, negándose a incomodarlo con preguntas, así que sentía que debía devolverle el favor haciendo igual.
—Al contrario, señora, quien debe agradecer la invitación, soy yo. Nunca antes me habían recibido así en una casa. Me siento honrado y sumamente complacido con todas sus atenciones. El faisán está delicioso —una tenue sonrisa se dibujó en sus labios—. En cuanto a su pregunta, sumo ahora diez años trabajando como docente. Empecé bastante joven, sí, y no siempre traté con niños, pero con el tiempo le tomé gusto. Son excepcionales. De pronto uno se da cuenta de que es más lo uno aprende de ellos, que lo que nosotros les enseñamos —su mirada se posó en Hans, quien a pesar de todo, parecía estar disfrutando muchísimo aquella reunión.
Greco Quattrocchi- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Stéphanie había sido criada entre algodones, rodeada de lujos y repleta de placeres. Había hecho y deshecho a su voluntad, y se había codeado con lo más alto de la sociedad europea. Su familia había sido reconocida, y se había convertido en un lejano recuerdo. Por eso, cuando alguien elogiaba su hospitalidad, esa llama del pasado se encendía y chispeaba con alegría. No iba a negar que su maltrecho ego leonino refulgía, henchido de orgullo, con las palabras de Leandro. Hasta un cambio en su postura, de forma inconsciente, se hizo presente; envaró levemente la espalda y una sonrisa con cierta vanidad, se formó entre sus delicados labios, húmedos del vino cosecha tardía que acababa de servirle una doméstica. Astrid había tenido una idea maravillosa al invitar al Profesor, y si bien la rubia se había mostrado sorprendida en un principio, le agradaba contar con la agradable presencia de Quattrocchi.
Una tibieza encantadora le acarició el pecho al observar la forma en que el maestro miró a Hans. Habría deseado que su propio padre posase sus ojos de esa manera tan especial, repleto de cariño. Stéphanie no iba a negar que la sensiblería se le daba fácil, y tuvo que reprimir una lágrima, obligando al nudo en su garganta a descender dolorosamente. Amplió su sonrisa, cuando su pequeño y frágil hijo, que era de tan pocas palabras, se dirigía al hombre para decirle que estaba muy contento de que estuviera compartiendo la mesa con ellos. Eso era mucho más de lo que Hans le decía a Asbjorn en toda una semana. Luego, regresó a ese silencio armonioso que lo caracterizaba, y terminó demostrando con una mueca divertida que estaba satisfecho. Stéphanie habría querido aquella paz para cada día de la vida de sus niños…
—Si está en sus planes tener hijos, estoy segura que será un excelente padre —comentó, intrigada por la conexión que tenía el caballero con Hans, y por los ojos soñadores con los que Astrid lo miraba. Hasta ese momento, no se había percatado del brillo en la mirada de la niña, y comprendió que estaba contemplando el atractivo innegable del maestro. Le causó gracia, pero también comprendió que era común en las nenas de su edad, sentir admiración por alguien que transmitía aquella dulzura. Además, Astrid también se había percatado de los avances de Hans desde que estaba bajo el tutelaje de Quattrocchi.
Nuevamente, Astrid hizo comentarios sobre su futuro como madre de siete niños, viviendo en un castillo de ensueño, repleto de vestidos de todos los colores. A pesar de que sabía que no tenía que interrumpir la charla de los adultos, Stéphanie le dio el lugar que merecía, por haber sido la organizadora de aquella velada. La niña era la verdadera anfitriona, y la licántropa se deleitaba con el despliegue de encanto que hacía su diminuta nena, con esos bucles rubios adornándole el rostro precioso. Luego, llegó el postre, unos french pastry cubiertos de chocolate. Aprovechando lo enfrascados en la charla que se encontraban los niños y el profesor, se retiró hacia el patio, donde encendió un cigarrillo. Otro más… La ansiedad por la cercana energía de la Luna llena y la relación inestable con su esposo, estaban haciendo mella en su temple.
—Debería dejarte de una vez… —pensó en voz alta, mientras miraba el cigarrillo. —Qué difícil… —reflexionó, antes de darle otra pitada.
Una tibieza encantadora le acarició el pecho al observar la forma en que el maestro miró a Hans. Habría deseado que su propio padre posase sus ojos de esa manera tan especial, repleto de cariño. Stéphanie no iba a negar que la sensiblería se le daba fácil, y tuvo que reprimir una lágrima, obligando al nudo en su garganta a descender dolorosamente. Amplió su sonrisa, cuando su pequeño y frágil hijo, que era de tan pocas palabras, se dirigía al hombre para decirle que estaba muy contento de que estuviera compartiendo la mesa con ellos. Eso era mucho más de lo que Hans le decía a Asbjorn en toda una semana. Luego, regresó a ese silencio armonioso que lo caracterizaba, y terminó demostrando con una mueca divertida que estaba satisfecho. Stéphanie habría querido aquella paz para cada día de la vida de sus niños…
—Si está en sus planes tener hijos, estoy segura que será un excelente padre —comentó, intrigada por la conexión que tenía el caballero con Hans, y por los ojos soñadores con los que Astrid lo miraba. Hasta ese momento, no se había percatado del brillo en la mirada de la niña, y comprendió que estaba contemplando el atractivo innegable del maestro. Le causó gracia, pero también comprendió que era común en las nenas de su edad, sentir admiración por alguien que transmitía aquella dulzura. Además, Astrid también se había percatado de los avances de Hans desde que estaba bajo el tutelaje de Quattrocchi.
Nuevamente, Astrid hizo comentarios sobre su futuro como madre de siete niños, viviendo en un castillo de ensueño, repleto de vestidos de todos los colores. A pesar de que sabía que no tenía que interrumpir la charla de los adultos, Stéphanie le dio el lugar que merecía, por haber sido la organizadora de aquella velada. La niña era la verdadera anfitriona, y la licántropa se deleitaba con el despliegue de encanto que hacía su diminuta nena, con esos bucles rubios adornándole el rostro precioso. Luego, llegó el postre, unos french pastry cubiertos de chocolate. Aprovechando lo enfrascados en la charla que se encontraban los niños y el profesor, se retiró hacia el patio, donde encendió un cigarrillo. Otro más… La ansiedad por la cercana energía de la Luna llena y la relación inestable con su esposo, estaban haciendo mella en su temple.
—Debería dejarte de una vez… —pensó en voz alta, mientras miraba el cigarrillo. —Qué difícil… —reflexionó, antes de darle otra pitada.
Stéphanie V. Magnusson- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Leandro reaccionó al comentario de la señora Magnusson con un ligero movimiento de cabeza, y se guardó cualquier posible comentario. Dadas las circunstancias, realmente no había mucho que pudiera decir sobre el tema. Sin embargo, si por un momento se olvidaba de la mentira, ¿se consideraba él un buen padre? Sí, sinceramente sentía que lo era. Sus problemas con Camille eran otra cosa, muy independiente de sus hijos. En esa cuestión ella no tenía nada que echarle en cara porque, toda su vida, desde que le había dado la inesperada pero no por eso menos maravillosa noticia de que se convertiría en padre, se había hecho responsable. Y de qué manera. Desde entonces trabajaba día y noche, todas las horas que fueran necesarias, con el único fin de que no les faltara nada. Era tierno y afectuoso con ellos, y jamás escondía su cariño, como su padre hiciera con él. A diferencia de Ludovic, él participaba activamente en la crianza de todos sus niños, porque sabía que era importante para su autoestima y desarrollo, y también porque los amaba tanto que no quería, ni podía perderse ningún detalle de su vida. Sin llegar a ser un padre sobre protector, Leandro procuraba que cada uno recibiera la misma atención. No era como en esas familias numerosas en las que los niños más pequeños llegan a sentirse ignorados por los padres y opacados por sus hermanos mayores. En la familia Quattrocchi, las niñas también tenían su lugar en la casa y los varones crecían con la mentalidad de que debían cuidar de ellas, hablarles con respeto y verlas como sus iguales y no como seres inferiores, como era común en esos tiempos.
La química que Leandro tenía con los niños, era innegable. Lo demostró una vez más, cuando él y Astrid se vieron atrapados en una agradable charla sobre animales, específicamente sobre caballos. La niña se mostraba muy entusiasmada con la idea de algún día aprender a montar, y cuando el pequeño e inocente Hans se percató de lo que hablaban, intentó imitar el sonido del relincho de los equinos, lo que desató una oleada de risas entre los presentes. Mientras reía, Leandro se distrajo de la charla un momento y fue cuando se percató de que Stéphanie los había abandonado. Un poco extrañado, la siguió con la mirada, y por el cristal de una ventana alcanzó a ver que ésta se dirigía al jardín. No iba a negarlo: la mujer lo intrigaba. Tuvo el extraño impulso de seguirla, y aunque intentó contenerse, terminó sucumbiendo a su deseo. Aprovechó que los niños estaban jugando para seguirla. La observó, oculto entre las sombras, antes de unirse a ella. Se le notaba pensativa, abstraída, como si de pronto algo la hubiera ensombrecido. No parecía la misma de hacía unos momentos.
—Señora Magnusson, ¿se encuentra bien? —se animó a preguntar al fin. Habló lentamente, intentando modular la voz. Pero la voz de Leandro era grave, por lo que pronto resonó invadiendo el lugar. Cuando le pareció notar en ella la intención de abandonar el cigarrillo, se apresuró a añadir—: Por favor, no se detenga por mí. Ésta es su casa, siéntase libre de hacer lo que le plazca.
Se aproximó y se quedó de pie junto a ella. La luz de la luna llamó su atención y alzó la vista para contemplarla en todo su esplendor. Estuvo a punto de hacer un comentario sobre lo bella que le parecía esa noche, con su ligera capa de nubes como un velo que atrapaba algunas estrellas, para luego volver a liberarlas. Pero prefirió ir al grano.
—No quisiera ser impertinente, pero he notado que algo la aflige. ¿Es por Hans? —indagó, esperando no incomodarla.
La química que Leandro tenía con los niños, era innegable. Lo demostró una vez más, cuando él y Astrid se vieron atrapados en una agradable charla sobre animales, específicamente sobre caballos. La niña se mostraba muy entusiasmada con la idea de algún día aprender a montar, y cuando el pequeño e inocente Hans se percató de lo que hablaban, intentó imitar el sonido del relincho de los equinos, lo que desató una oleada de risas entre los presentes. Mientras reía, Leandro se distrajo de la charla un momento y fue cuando se percató de que Stéphanie los había abandonado. Un poco extrañado, la siguió con la mirada, y por el cristal de una ventana alcanzó a ver que ésta se dirigía al jardín. No iba a negarlo: la mujer lo intrigaba. Tuvo el extraño impulso de seguirla, y aunque intentó contenerse, terminó sucumbiendo a su deseo. Aprovechó que los niños estaban jugando para seguirla. La observó, oculto entre las sombras, antes de unirse a ella. Se le notaba pensativa, abstraída, como si de pronto algo la hubiera ensombrecido. No parecía la misma de hacía unos momentos.
—Señora Magnusson, ¿se encuentra bien? —se animó a preguntar al fin. Habló lentamente, intentando modular la voz. Pero la voz de Leandro era grave, por lo que pronto resonó invadiendo el lugar. Cuando le pareció notar en ella la intención de abandonar el cigarrillo, se apresuró a añadir—: Por favor, no se detenga por mí. Ésta es su casa, siéntase libre de hacer lo que le plazca.
Se aproximó y se quedó de pie junto a ella. La luz de la luna llamó su atención y alzó la vista para contemplarla en todo su esplendor. Estuvo a punto de hacer un comentario sobre lo bella que le parecía esa noche, con su ligera capa de nubes como un velo que atrapaba algunas estrellas, para luego volver a liberarlas. Pero prefirió ir al grano.
—No quisiera ser impertinente, pero he notado que algo la aflige. ¿Es por Hans? —indagó, esperando no incomodarla.
Greco Quattrocchi- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Se habría arrancado los pulmones con sus propias manos sólo por ver al maldito de Asbjorn hacer reír a sus dos hijos aunque sea una vez. Para él, Astrid era su niñita adorada, inteligente y vivaz, y la diferencia que hacía con Hans la hería profundamente. Sabía que no lo hacía por maldad hacia el niño, sino porque quería lastimarla, y de la única manera que, a esa altura de sus vidas lo lograba, era provocándoles dolor a sus hijos. La castigaba por no querer darle otro heredero, un hombre con todas las letras, y no uno a la mitad como el menor de los Magnusson. Agradecía que, en su inocencia, el pequeño no se percatase de todos los rechazos y los comentarios irónicos que su padre hacía. Stéphanie temblaba cada vez que los veía juntos, porque si él la notaba cerca, inmediatamente, hacía burlas sobre la condición del nene y que Hans celebraba por no entenderlas. Y ella debía tragar el nudo que se le hacía en la garganta, y luego arreglar los problemas en la alcoba, donde él la golpeaba y donde ella también le devolvía la violencia. Y a pesar de aquella relación tan enferma que tenía con su esposo, no era capaz de dejarlo; no sólo por la reputación y por los nenes, sino porque no se creía capaz de soportar la soledad.
Estuvo a punto de deshacerse del cigarrillo, avergonzada de que el invitado de sus hijos la viese despuntando aquel vicio, y le agradeció, con un leve asentimiento y una media sonrisa, que le permitiese continuar. ¿Sentirse libre? Casi carcajeó ante aquella frase. Hacía demasiado tiempo que ya no lo era, tanto que ni lo recordaba. Estaba atada a aquel matrimonio de mentira, y se aferraba a su doloroso pasado. Maldecía a la madre que la había parido para luego abandonarla, y se enojaba con el destino por haberle arrebatado a todos a cuanto amaba. Su padre, sus tías que habían sido sus madres, sus abuelos, su amor, sus afectos, su prestigio, su fortuna. Le habían quedado sus hijos, y sentía un gran temor de perderlos a ellos también. Vivía pensando que el día de enterrarlos llegaría pronto, y la desesperaba y atosigaba la imagen que había creado en su imparable imaginación. Stéphanie necesitaba volver a brillar, pero su Sol se había apagado para siempre.
—Oh, no. Gracias a Dios, nada sucede con Hans —se apresuró a responder, un poco perturbada por la gravedad de la voz de Quattrocchi. No se había percatado de la profundidad de su tono hasta ese instante, lo tenía demasiado cerca para que pasase desapercibida su majestuosidad. Hacía tanto que un hombre no le preguntaba cómo estaba. Sintió pena de sí misma.
—Le agradezco su preocupación, pero no estoy afligida. Quizá un poco cansada. Sí, es eso, estoy cansada —de la vida, de las preocupaciones, de su esposo, de su familia endeble. Le dio una pitada más al cigarrillo, que le llenó el cuerpo con tibieza. Detestaba que la vieran fumando, pero era lo único con lo que lograba serenarse últimamente. La energía de la Luna en cuarto creciente, no ayudaba demasiado a mantener su temple. Tanto ella como Asbjorn, tenían momentos críticos en su pareja ante la cercanía del llenado total del astro. —Qué descortés, ¿gusta uno? —le preguntó mientras sacaba de su bolsita una tabaquera en la que guardaba los puros. —Aunque quizá usted es demasiado sano, y Astrid se enojaría si sabe que estoy llevando a su invitado por el mal camino —bromeó, aunque continuó con el ofrecimiento. Las voces de los niños les llegaban lejanas, seguramente se encontraban jugando y no se desconcentrarían hasta dentro de unos largos minutos…
Estuvo a punto de deshacerse del cigarrillo, avergonzada de que el invitado de sus hijos la viese despuntando aquel vicio, y le agradeció, con un leve asentimiento y una media sonrisa, que le permitiese continuar. ¿Sentirse libre? Casi carcajeó ante aquella frase. Hacía demasiado tiempo que ya no lo era, tanto que ni lo recordaba. Estaba atada a aquel matrimonio de mentira, y se aferraba a su doloroso pasado. Maldecía a la madre que la había parido para luego abandonarla, y se enojaba con el destino por haberle arrebatado a todos a cuanto amaba. Su padre, sus tías que habían sido sus madres, sus abuelos, su amor, sus afectos, su prestigio, su fortuna. Le habían quedado sus hijos, y sentía un gran temor de perderlos a ellos también. Vivía pensando que el día de enterrarlos llegaría pronto, y la desesperaba y atosigaba la imagen que había creado en su imparable imaginación. Stéphanie necesitaba volver a brillar, pero su Sol se había apagado para siempre.
—Oh, no. Gracias a Dios, nada sucede con Hans —se apresuró a responder, un poco perturbada por la gravedad de la voz de Quattrocchi. No se había percatado de la profundidad de su tono hasta ese instante, lo tenía demasiado cerca para que pasase desapercibida su majestuosidad. Hacía tanto que un hombre no le preguntaba cómo estaba. Sintió pena de sí misma.
—Le agradezco su preocupación, pero no estoy afligida. Quizá un poco cansada. Sí, es eso, estoy cansada —de la vida, de las preocupaciones, de su esposo, de su familia endeble. Le dio una pitada más al cigarrillo, que le llenó el cuerpo con tibieza. Detestaba que la vieran fumando, pero era lo único con lo que lograba serenarse últimamente. La energía de la Luna en cuarto creciente, no ayudaba demasiado a mantener su temple. Tanto ella como Asbjorn, tenían momentos críticos en su pareja ante la cercanía del llenado total del astro. —Qué descortés, ¿gusta uno? —le preguntó mientras sacaba de su bolsita una tabaquera en la que guardaba los puros. —Aunque quizá usted es demasiado sano, y Astrid se enojaría si sabe que estoy llevando a su invitado por el mal camino —bromeó, aunque continuó con el ofrecimiento. Las voces de los niños les llegaban lejanas, seguramente se encontraban jugando y no se desconcentrarían hasta dentro de unos largos minutos…
Stéphanie V. Magnusson- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Sonrió levemente ante el comentario de Stéphanie, casi sin proponérselo. Qué extraño.
—Sí, me he dado cuenta de que las personas tienen una opinión bastante buena sobre nosotros los profesores —comentó, aún sonriendo—. Es algo que nos ganamos casi sin proponérnoslo. Debe ser por lo que implica nuestra profesión. Pero le aseguro que no soy tan formal como aparento. Al menos no todo el tiempo. De vez en cuando me permito desviarme un poco hacia el mal camino —mintió de nuevo. Nunca lo hacía. Al menos no desde hacía ya bastante tiempo—. Le acepto uno.
Entonces, estiró la mano y de la tabaquera tomó un cigarrillo, el cual encendió con la ayuda de la dama. Cuando dio la primera calada y el humo salió expulsado por su nariz y boca, experimentó una sensación realmente relajante que casi había olvidado por completo, pero que definitivamente conocía. Y es que habían pasado más de once años desde la última vez que Leandro había fumado. Durante su época de soltero, acostumbraba a asistir a todas las reuniones y bailes a las que era invitado, y también a las que le era posible colarse junto a sus amigos y compañeros de aventuras. En una de esas fiestas había probado el champagne y el tabaco por primera vez, y en esos mismos grandes salones era también que se había instruido brevemente en el arte del coqueteo y vivido su primera y última experiencia inmoral, cuando ya algo entrados en tragos, él y una jovencita bastante desinhibida se habían ocultado en un amplio jardín con forma de laberinto, para besarse y acariciarse apasionadamente, sin siquiera conocer sus nombres.
Ah, cómo extrañaba esos años. Su juventud y soltería había sido una etapa tan breve. Echaba de menos las risas, las tonterías, la adrenalina corriendo por sus venas al efectuar alguna travesura, alguna acción considerada no demasiado correcta. Un suspiró se le escapó. Estoy cansada, había dicho ella, y no tenía idea de lo mucho que la entendía en aquello. Sin embargo, no dejaba de preguntarse qué podía ser lo que la hacía sentir de tal manera. Aseguraba que no se debía a la condición de su hijo y Astrid era una niña demasiado encantadora, incapaz de significar un problema para cualquiera, en especial para su madre. ¿Acaso era su esposo? ¿Así como él, ella también sufría de problemas maritales? ¿Qué clase de marido sería el señor Magnusson? Se preguntó, y seguramente se habría atrevido a hacerlo en voz alta… si tan solo existiera un poco más de confianza entre ellos. Como no era así, intentó pensar en algo mucho menos invasivo.
—Todos estamos un poco cansados. Pero no debe perder la esperanza de que algún día todo mejore. A veces los problemas tienen solución —y fue así como dejó abierta la posibilidad de que ella le contara algo más sobre lo que la hacía sentir de aquel modo, o que por el contrario, diera carpetazo limpio a un tema que evidentemente no le incumbía.
—Sí, me he dado cuenta de que las personas tienen una opinión bastante buena sobre nosotros los profesores —comentó, aún sonriendo—. Es algo que nos ganamos casi sin proponérnoslo. Debe ser por lo que implica nuestra profesión. Pero le aseguro que no soy tan formal como aparento. Al menos no todo el tiempo. De vez en cuando me permito desviarme un poco hacia el mal camino —mintió de nuevo. Nunca lo hacía. Al menos no desde hacía ya bastante tiempo—. Le acepto uno.
Entonces, estiró la mano y de la tabaquera tomó un cigarrillo, el cual encendió con la ayuda de la dama. Cuando dio la primera calada y el humo salió expulsado por su nariz y boca, experimentó una sensación realmente relajante que casi había olvidado por completo, pero que definitivamente conocía. Y es que habían pasado más de once años desde la última vez que Leandro había fumado. Durante su época de soltero, acostumbraba a asistir a todas las reuniones y bailes a las que era invitado, y también a las que le era posible colarse junto a sus amigos y compañeros de aventuras. En una de esas fiestas había probado el champagne y el tabaco por primera vez, y en esos mismos grandes salones era también que se había instruido brevemente en el arte del coqueteo y vivido su primera y última experiencia inmoral, cuando ya algo entrados en tragos, él y una jovencita bastante desinhibida se habían ocultado en un amplio jardín con forma de laberinto, para besarse y acariciarse apasionadamente, sin siquiera conocer sus nombres.
Ah, cómo extrañaba esos años. Su juventud y soltería había sido una etapa tan breve. Echaba de menos las risas, las tonterías, la adrenalina corriendo por sus venas al efectuar alguna travesura, alguna acción considerada no demasiado correcta. Un suspiró se le escapó. Estoy cansada, había dicho ella, y no tenía idea de lo mucho que la entendía en aquello. Sin embargo, no dejaba de preguntarse qué podía ser lo que la hacía sentir de tal manera. Aseguraba que no se debía a la condición de su hijo y Astrid era una niña demasiado encantadora, incapaz de significar un problema para cualquiera, en especial para su madre. ¿Acaso era su esposo? ¿Así como él, ella también sufría de problemas maritales? ¿Qué clase de marido sería el señor Magnusson? Se preguntó, y seguramente se habría atrevido a hacerlo en voz alta… si tan solo existiera un poco más de confianza entre ellos. Como no era así, intentó pensar en algo mucho menos invasivo.
—Todos estamos un poco cansados. Pero no debe perder la esperanza de que algún día todo mejore. A veces los problemas tienen solución —y fue así como dejó abierta la posibilidad de que ella le contara algo más sobre lo que la hacía sentir de aquel modo, o que por el contrario, diera carpetazo limpio a un tema que evidentemente no le incumbía.
Greco Quattrocchi- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Le costó, por un instante, asociar la imagen de hombre pulcro con la de uno que se desvía del mal camino. Leandro Quattrochi era la clase de persona que se mantenía recta en su andar, o era lo que él aparentaba. Y estaba bien que lo hiciera. Esa casa no dejaba de ser su lugar de trabajo, y en el mismo, debía ser un caballero hecho y derecho. Sin embargo, que aceptase su cigarrillo, impregnó la atmósfera que los rodeaba, de cierta intimidad, y Stéphanie se relajó. Sintió como si los músculos de su cuerpo se fuesen despojando, lentamente, de una tensión que ni siquiera sabía que estaba allí. Primero sus piernas, luego su torso, sus brazos, finalmente, su cabeza…todo en ella recobró esa armonía que había sabido tener. Con una suave sonrisa en los labios, dio otra pitada, reteniendo el humor y degustando el amargo sabor del tabaco. Notó en el profesor, el gesto de aquellos que hace mucho que no prueban un buen cigarrillo. Quizá él no quiso demostrarlo, seguramente fue un acto inconsciente, pero fue como si su rostro, de pronto, rejuveneciera. Stéphanie creyó que la copa de vino comenzaba a hacer efecto, a pesar de estar acostumbrada al alcohol.
Era raro, pero creyó que a ese hombre podría contarle sus penas. Era una mujer desconfiada, que había aprendido a preservarse de todos, pero con Quattrochi, sintió que estaba a salvo; que cualquier cosa que saliese de su boca, sería resguardada por él. Se preguntó si no era culpa de la soledad, de su necesidad casi desesperada de tener alguien a quien contarle todo lo que le atribulaba el alma. Inspiró hondo, quizá con demasiada pompa, pero estaba reuniendo el valor para enfrentar lo que su propia alma gritaba en silencio.
—Hay algunos problemas de los que no hay retorno —comentó, con un nudo en la garganta. Quizá él podía ayudarla con los niños, quizá… Dio un paso adelante y giró, para mirar de frente a Leandro. Era sumamente alto y la Luna le acentuaba las facciones. Era la clase de hombre que, a una mujer menos experimentada, le robaba el aliento. —Mi marido tiene una amante —lo soltó. Allí estaba, la humillación dicha en voz alta. —De hecho, no tiene una sola. Estoy segura que tiene varias. Por eso no está aquí ésta noche; ha salido con alguna de ellas —desvió la mirada, avergonzada. Sintiendo asco de sí misma, tiró el cigarrillo, aún por la mitad, y lo apagó con el tacón de su chapín.
—Se supone que es algo normal. Todos los hombres se aburren de sus mujeres, ¿cierto? —hizo una pausa, para volver a observarlo. —Bueno, usted no está casado. Pero dicen que es común, que debo aceptarlo y agachar la cabeza. Que lo importante es que vuelva a dormir a mi casa —sonrió con ironía. — ¿Puede creer semejante barrabasada? ¿Es justo que tenga que someterme a tanta humillación? Me siento tan incompleta, tan poca cosa y tengo terror de que mis hijos lo noten. Usted me ayuda a preservarlos de esto, no sabe lo importante que es en la vida de Hans —no le contaría el rechazo de Asbjorn para con el menor de los mellizos. —No me van a alcanzar los días hasta mi muerte, para agradecerle todo lo que hace por él —no paraba de hablar. Stéphanie estaba exorcizándose. —Disculpe, Leandro. Disculpe, realmente, por decirle esto. No debía. Va a pensar que soy una desvergonzada que habla mal de su esposo. Le pido perdón —las mejillas se le tiñeron de un suave carmín, y volvió a dirigir sus ojos lejos del peso de los del maestro.
Era raro, pero creyó que a ese hombre podría contarle sus penas. Era una mujer desconfiada, que había aprendido a preservarse de todos, pero con Quattrochi, sintió que estaba a salvo; que cualquier cosa que saliese de su boca, sería resguardada por él. Se preguntó si no era culpa de la soledad, de su necesidad casi desesperada de tener alguien a quien contarle todo lo que le atribulaba el alma. Inspiró hondo, quizá con demasiada pompa, pero estaba reuniendo el valor para enfrentar lo que su propia alma gritaba en silencio.
—Hay algunos problemas de los que no hay retorno —comentó, con un nudo en la garganta. Quizá él podía ayudarla con los niños, quizá… Dio un paso adelante y giró, para mirar de frente a Leandro. Era sumamente alto y la Luna le acentuaba las facciones. Era la clase de hombre que, a una mujer menos experimentada, le robaba el aliento. —Mi marido tiene una amante —lo soltó. Allí estaba, la humillación dicha en voz alta. —De hecho, no tiene una sola. Estoy segura que tiene varias. Por eso no está aquí ésta noche; ha salido con alguna de ellas —desvió la mirada, avergonzada. Sintiendo asco de sí misma, tiró el cigarrillo, aún por la mitad, y lo apagó con el tacón de su chapín.
—Se supone que es algo normal. Todos los hombres se aburren de sus mujeres, ¿cierto? —hizo una pausa, para volver a observarlo. —Bueno, usted no está casado. Pero dicen que es común, que debo aceptarlo y agachar la cabeza. Que lo importante es que vuelva a dormir a mi casa —sonrió con ironía. — ¿Puede creer semejante barrabasada? ¿Es justo que tenga que someterme a tanta humillación? Me siento tan incompleta, tan poca cosa y tengo terror de que mis hijos lo noten. Usted me ayuda a preservarlos de esto, no sabe lo importante que es en la vida de Hans —no le contaría el rechazo de Asbjorn para con el menor de los mellizos. —No me van a alcanzar los días hasta mi muerte, para agradecerle todo lo que hace por él —no paraba de hablar. Stéphanie estaba exorcizándose. —Disculpe, Leandro. Disculpe, realmente, por decirle esto. No debía. Va a pensar que soy una desvergonzada que habla mal de su esposo. Le pido perdón —las mejillas se le tiñeron de un suave carmín, y volvió a dirigir sus ojos lejos del peso de los del maestro.
Stéphanie V. Magnusson- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Infidelidad. Sin duda, la palabra más temida para toda persona casada. Fue una confesión que lo dejó atónito, sin aliento. De haber tenido el cigarrillo en los labios en ese momento, se habría atragantado con el humo, pero por suerte no fue así. De hecho, fue tanta su sorpresa que incluso se olvidó que lo tenía en la mano y éste comenzó a consumirse, sin que él volviera a colocarlo en su boca. Cuando estuvo a punto de quemarle los dedos, también terminó por arrojarlo al piso.
—No. Está bien. No debe sentirse avergonzada —pronunció precipitadamente y no supo cómo ni por qué, pero terminó colocando una de sus manos sobre el brazo de la mujer. Como si buscara consolarla. Apenas la tocó, pero no dejaba de ser un atrevimiento de su parte; ella no se lo había pedido. Pero ¿por qué no se sentía culpable? De todos modos, antes de que ella pudiera sentirse incómoda, la soltó.
La observó en silencio. Más que triste, se le notaba preocupada, evidentemente por los niños. Era entendible, ambos eran pequeños y uno de ellos con un padecimiento que lo volvía demasiado dependiente. Lo ideal era que sus padres permanecieran unidos y le brindaran su apoyo, que juntos lo sacaran adelante, pero había que ser realistas, esas cosas no siempre ocurrían en la vida real. ¿Qué debía decir él a todo aquello? Si se lo había contado era porque deseaba desahogarse, pero, entonces, ¿sólo debía callar y escuchar? No, toda persona angustiada también necesitaba algunas palabras de aliento. No era fácil. Dadas las circunstancias, hablar de infidelidad no le resultaba del todo cómodo. Pero lo intentaría.
—No debe preocuparse por los niños —habló firmemente—. Ellos estarán bien, estoy seguro. La tienen a usted, es todo lo que necesitan. Me refiero a que… bueno… sólo mírese. Tiene el corazón destrozado, y sin embargo, permanece de una pieza. Mejor madre no podrían tener.
La halagó, no solo como mujer, sino como madre, pero eso no pareció consolarla. Era bastante obvio que se sentía responsable.
—Señora Magnusson… Stéphanie… —inclinó la cabeza hacia ella— no debe culparse por esto —la mujer no le había dado su permiso para que la llamase por su nombre pero, reacio a recuperar la formalidad, se aventuró a hacerlo por su propia cuenta—. No ha sido usted quien ha fallado. Tiene razón, lo que me cuenta es bastante común, pero no deja de ser lo que es. Su marido es un idiota —le soltó sin miramientos. Dudaba mucho que fuera a parecerle ofensivo, ya que seguramente ella también lo pensaba—. ¿Quiere que le diga lo que pienso? Honestamente, me cuesta imaginar qué puede estar buscando en otro sitio que sienta que no tiene en su casa.
Entonces, volvió a mirarla, y ya no fue necesario continuar. Sus ojos hablaron por él. La veía como una mujer inteligente, valiente y absolutamente deseable… incluso para él. Tragó saliva, dándose cuenta del rumbo tan inesperado que acababan de tomar sus pensamientos. No era correcto. No era oportuno. Era una locura.
—No. Está bien. No debe sentirse avergonzada —pronunció precipitadamente y no supo cómo ni por qué, pero terminó colocando una de sus manos sobre el brazo de la mujer. Como si buscara consolarla. Apenas la tocó, pero no dejaba de ser un atrevimiento de su parte; ella no se lo había pedido. Pero ¿por qué no se sentía culpable? De todos modos, antes de que ella pudiera sentirse incómoda, la soltó.
La observó en silencio. Más que triste, se le notaba preocupada, evidentemente por los niños. Era entendible, ambos eran pequeños y uno de ellos con un padecimiento que lo volvía demasiado dependiente. Lo ideal era que sus padres permanecieran unidos y le brindaran su apoyo, que juntos lo sacaran adelante, pero había que ser realistas, esas cosas no siempre ocurrían en la vida real. ¿Qué debía decir él a todo aquello? Si se lo había contado era porque deseaba desahogarse, pero, entonces, ¿sólo debía callar y escuchar? No, toda persona angustiada también necesitaba algunas palabras de aliento. No era fácil. Dadas las circunstancias, hablar de infidelidad no le resultaba del todo cómodo. Pero lo intentaría.
—No debe preocuparse por los niños —habló firmemente—. Ellos estarán bien, estoy seguro. La tienen a usted, es todo lo que necesitan. Me refiero a que… bueno… sólo mírese. Tiene el corazón destrozado, y sin embargo, permanece de una pieza. Mejor madre no podrían tener.
La halagó, no solo como mujer, sino como madre, pero eso no pareció consolarla. Era bastante obvio que se sentía responsable.
—Señora Magnusson… Stéphanie… —inclinó la cabeza hacia ella— no debe culparse por esto —la mujer no le había dado su permiso para que la llamase por su nombre pero, reacio a recuperar la formalidad, se aventuró a hacerlo por su propia cuenta—. No ha sido usted quien ha fallado. Tiene razón, lo que me cuenta es bastante común, pero no deja de ser lo que es. Su marido es un idiota —le soltó sin miramientos. Dudaba mucho que fuera a parecerle ofensivo, ya que seguramente ella también lo pensaba—. ¿Quiere que le diga lo que pienso? Honestamente, me cuesta imaginar qué puede estar buscando en otro sitio que sienta que no tiene en su casa.
Entonces, volvió a mirarla, y ya no fue necesario continuar. Sus ojos hablaron por él. La veía como una mujer inteligente, valiente y absolutamente deseable… incluso para él. Tragó saliva, dándose cuenta del rumbo tan inesperado que acababan de tomar sus pensamientos. No era correcto. No era oportuno. Era una locura.
Greco Quattrocchi- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Asbjorn había aprendido a desmoralizarla como madre. En su discurso hacia los demás, se jactaba de las aptitudes de Stéphanie en la crianza de los niños, en el amor incondicional que prodigaba por ellos y en las enseñanzas y valores que transmitía con completa naturalidad. Hacia el interior, en las discusiones, que conforme pasaba el tiempo, se volvían más constantes y violentas, desmerecía el hijo que le había dado y lo demasiado sobreprotectora que era con Hans. Sólo rescataba a Astrid, pero porque, según él, se le parecía en sagacidad y carisma. Valkyria había aprendido a hacer oídos sordos a sus palabras hirientes, demasiado segura de que ser madre, era lo mejor que sabía hacer. Sin embargo, que alguien ajeno reconociera con aquella vehemencia lo que ella sentía, le llenó los ojos de lágrimas. Disgustada con su sensiblería, se quitó la humedad de los párpados con ayuda de sus dedos índice, en un gesto repleto de represión.
Su marido detestaba que llorara. Cuando peleaban y ella comenzaba a lagrimear de pura impotencia, él la obligaba a dejar de hacerlo, la humillaba por sus demostraciones de, lo que para Asbjorn era, debilidad. Stéphanie no lloraba por ser frágil, sino porque sentía que iba a morir si no expresaba lo que le comía el corazón. Incapaz de soportar sus insultos por más tiempo, se encerraba en el baño, donde daba rienda suelta a un llanto silencioso y doliente, uno que le salía de las entrañas y de lugares mucho más allá de su cuerpo. Lloraba por sí misma, por verse reducida a aquel escombro de sumisión, tan ajeno a lo que ella era en su esencia, lloraba porque sabía que sus hijos escuchaban todo, lloraba porque era una cobarde incapaz de cortar con aquel vínculo tan enfermo, que la aprisionaba a una vida que no había imaginado y que tampoco quería.
—Gracias, Leandro. No sabe cuán importantes son sus palabras para mí —le sonrió, no hubo brillo en la curvatura de sus labios, sino una tristeza tan profunda como el océano. —Pero sin dudas está exagerando. Debo tener muchas carencias, demasiadas, para que mi esposo se atreva a tanto —no la incomodó la cercanía con el profesor. Todo lo contrario, le agradaba, le agradaba demasiado, y no quería que se alejase. Lo quería más cerca, y su cuerpo reaccionó a sus deseos. Alzó una mano y la apoyó en el pecho amplio de Quattrocchi.
—Debe buscar juventud, belleza, soltería… Podría decirle tantas cosas —a pesar de la incorrección, no alejó ni un centímetro la palma. Los latidos del corazón de Leandro la llenaban de paz. —Y, sin dudas, estoy casada con un idiota, pero no deja de ser mi esposo. ¿Se imagina que me divorcie? —finalmente, quitó su mano, y la sorprendió la imperiosa necesidad de regresarla a ese sitio. —Me volvería una paria. Nadie me querría, y ya no soy una muchacha. Asbjorn es mi única y última oportunidad de ser feliz —sabía que se mentía, y eso le dolía aún más. Lo miró de reojo. El tutor estaba tan cerca… Su aroma se intensificaba, y la respiración cálida le acariciaba el rostro. —Usted podría tener a la mujer que quiera, Leandro. Y eligió a mis hijos para ésta noche, eligió a Hans para compartir sus tardes. Es tan noble de su parte… —y era algo que su marido nunca haría.
Su marido detestaba que llorara. Cuando peleaban y ella comenzaba a lagrimear de pura impotencia, él la obligaba a dejar de hacerlo, la humillaba por sus demostraciones de, lo que para Asbjorn era, debilidad. Stéphanie no lloraba por ser frágil, sino porque sentía que iba a morir si no expresaba lo que le comía el corazón. Incapaz de soportar sus insultos por más tiempo, se encerraba en el baño, donde daba rienda suelta a un llanto silencioso y doliente, uno que le salía de las entrañas y de lugares mucho más allá de su cuerpo. Lloraba por sí misma, por verse reducida a aquel escombro de sumisión, tan ajeno a lo que ella era en su esencia, lloraba porque sabía que sus hijos escuchaban todo, lloraba porque era una cobarde incapaz de cortar con aquel vínculo tan enfermo, que la aprisionaba a una vida que no había imaginado y que tampoco quería.
—Gracias, Leandro. No sabe cuán importantes son sus palabras para mí —le sonrió, no hubo brillo en la curvatura de sus labios, sino una tristeza tan profunda como el océano. —Pero sin dudas está exagerando. Debo tener muchas carencias, demasiadas, para que mi esposo se atreva a tanto —no la incomodó la cercanía con el profesor. Todo lo contrario, le agradaba, le agradaba demasiado, y no quería que se alejase. Lo quería más cerca, y su cuerpo reaccionó a sus deseos. Alzó una mano y la apoyó en el pecho amplio de Quattrocchi.
—Debe buscar juventud, belleza, soltería… Podría decirle tantas cosas —a pesar de la incorrección, no alejó ni un centímetro la palma. Los latidos del corazón de Leandro la llenaban de paz. —Y, sin dudas, estoy casada con un idiota, pero no deja de ser mi esposo. ¿Se imagina que me divorcie? —finalmente, quitó su mano, y la sorprendió la imperiosa necesidad de regresarla a ese sitio. —Me volvería una paria. Nadie me querría, y ya no soy una muchacha. Asbjorn es mi única y última oportunidad de ser feliz —sabía que se mentía, y eso le dolía aún más. Lo miró de reojo. El tutor estaba tan cerca… Su aroma se intensificaba, y la respiración cálida le acariciaba el rostro. —Usted podría tener a la mujer que quiera, Leandro. Y eligió a mis hijos para ésta noche, eligió a Hans para compartir sus tardes. Es tan noble de su parte… —y era algo que su marido nunca haría.
Stéphanie V. Magnusson- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Cuánto daño tuvo que haber hecho ese tal Asbjorn a su mujer, para que ésta se expresara con tan poca estima de sí misma. Y su maltrato, ¿había sido puramente psicológico o había cruzado la línea? Muchas esposas eran golpeadas por sus maridos, pero por algún motivo a Leandro le costaba imaginar a Stéphanie Magnusson siendo parte de ese amplio grupo de mujeres subyugadas. Prefería pensar en ella como una dama con mucho ímpetu que sí, procuraba modular su espíritu, como se esperaba hicieran todas las mujeres, pero cuya naturaleza era en realidad ingobernable. Y porque así la percibía, era que no llegaba a comprender el porqué de su sumisión respecto a su marido. Debía ser por los niños, desde luego. ¿O qué otra cosa podría atarla a él? Eso lo llevó a preguntarse si quizá su matrimonio había sido arreglado, o si había decidido unirse a él por amor. Quizá el hombre no siempre fue así y con el paso de los años sufrió esa abrupta y desagradable transformación, condenando a Stéphanie a quedarse a su lado, motivada únicamente por el buen recuerdo que aún tenía de aquel hombre ya desvanecido.
Una repentina ira lo invadió, en especial cuando la vio derramar aquellas lágrimas, de las que se deshizo rápidamente. Ahora Leandro sabía que buscaba recobrar la compostura, aunque por dentro estuviera destrozada. Una vez más admiró su valentía, su fortaleza, que por momentos parecía quebrarse, pero que a pesar de todo la seguía manteniendo de pie.
—Señora, me atrevería a afirmar que en esta vida existen cosas mucho peores que un divorcio. Condenarse voluntariamente a una relación destructiva, a la infelicidad absoluta, sin duda, debe ser una de ellas —dijo, nuevamente arriesgándose a resultar impertinente.
La conversación que mantenían no era una que la gente soliera confiarles a los profesores de sus hijos, comúnmente la reservaban para las personas que consideraban de su absoluta confianza. Él era prácticamente un extraño, pero por algún motivo que aún desconocía, allí estaba, sintiéndose con el derecho de opinar sobre un matrimonio ajeno, cuando el suyo distaba mucho de ser el mejor ejemplo a seguir.
Hizo caso omiso a la voz de su conciencia y decidió acercarse otra vez, aunque ésta vez no llegó a tocarla. No estaba bien, no volvería a hacerlo… a menos de que ella lo propiciara y resultara inevitable.
—Debo insistir en que comete usted un grave error al anteponer todo a su felicidad. Usted es extraordinaria y merece una vida igual de maravillosa —más que un elogio, era lo que deseaba para ella de verdad—. Debe haber algún otro modo, algo que logre aminorar un poco el gran peso que carga sobre sus hombros.
Las palabras de Leandro resultaron confusas, incluso para él mismo. De pronto no supo de qué hablaba con exactitud. ¿Era ese un simple e inocente comentario, o estaba sugiriendo algo más?
Una repentina ira lo invadió, en especial cuando la vio derramar aquellas lágrimas, de las que se deshizo rápidamente. Ahora Leandro sabía que buscaba recobrar la compostura, aunque por dentro estuviera destrozada. Una vez más admiró su valentía, su fortaleza, que por momentos parecía quebrarse, pero que a pesar de todo la seguía manteniendo de pie.
—Señora, me atrevería a afirmar que en esta vida existen cosas mucho peores que un divorcio. Condenarse voluntariamente a una relación destructiva, a la infelicidad absoluta, sin duda, debe ser una de ellas —dijo, nuevamente arriesgándose a resultar impertinente.
La conversación que mantenían no era una que la gente soliera confiarles a los profesores de sus hijos, comúnmente la reservaban para las personas que consideraban de su absoluta confianza. Él era prácticamente un extraño, pero por algún motivo que aún desconocía, allí estaba, sintiéndose con el derecho de opinar sobre un matrimonio ajeno, cuando el suyo distaba mucho de ser el mejor ejemplo a seguir.
Hizo caso omiso a la voz de su conciencia y decidió acercarse otra vez, aunque ésta vez no llegó a tocarla. No estaba bien, no volvería a hacerlo… a menos de que ella lo propiciara y resultara inevitable.
—Debo insistir en que comete usted un grave error al anteponer todo a su felicidad. Usted es extraordinaria y merece una vida igual de maravillosa —más que un elogio, era lo que deseaba para ella de verdad—. Debe haber algún otro modo, algo que logre aminorar un poco el gran peso que carga sobre sus hombros.
Las palabras de Leandro resultaron confusas, incluso para él mismo. De pronto no supo de qué hablaba con exactitud. ¿Era ese un simple e inocente comentario, o estaba sugiriendo algo más?
Greco Quattrocchi- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
Hubo un instante, demasiado pequeño, pero en extremo importante, en el que Stéphanie se sintió la mujer más patética del mundo. Ese pequeño pero importante instante, entendió que su desesperación, el abandono de sí, la bronca y el despecho, la habían llevado a llorar frente a un, prácticamente, desconocido, obligándolo a darle palabra de aliento y de consuelo, orillándolo a una situación en la que él no tenía participación alguna. Stéphanie era la clase de mujer que no se permitía ciertas debilidades, al menos, no ante ciertas personas. Vivía mucho en las apariencias, incluso se engañaba con ellas; eran un círculo vicioso. Y, de pronto, había tirado por la ventana la construcción de familia que tanto se habían esmerado en crear; porque, claro, no era sólo ella la que alimentaba la ilusión de la familia feliz y unida. Su marido también vivía en tono a esa imagen, que le servía para su trabajo. Los únicos que pagaban la desidia de los adultos, eran los niños que quedaban en medio de esa terrible escena, también instigados a aparentar una felicidad que no sentían. Ni en eso les permitían ser espontáneos…
Hizo un paso hacia atrás y se secó las lágrimas. ¿Qué demonios estaba haciendo? El deseo de besarlo la había tomado tan por sorpresa, que la había hecho empalidecer por completo. Agradeció el amparo de la oscuridad, que ocultaba no sólo el horror que se reflejó en su mirada cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer, sino el blanco papel que había tomado su piel. El influjo de la Luna, una vez más, comenzaba a alterarla. Jamás se había cruzado por su cabeza vengarse de su marido de esa forma, al menos, no con un sentimiento tan concreto como el que no terminaba de abandonarla. Ella se sentía incapaz de serle infiel a Asbjorn, no quería pagarle con su misma moneda; tenía la certeza que ella valía mucho más que eso. Las palabras de Leandro casi que murieron en sus oídos, se encontraba demasiado aturdida como para prestarle atención a lo que decía, y eso la hacía sentir peor, pues él estaba haciendo un esfuerzo por consolarla. Stéphanie estaba confundida, abrazada por la cadencia de la voz del maestro y por su aroma, que en sus tan sensibles sentidos, parecía impregnársele.
— ¡Mami! —la voz de Astrid, irrumpiendo intempestivamente, la hizo dar un respingo. Agradeció, internamente, que la niña no hubiese aparecido un minuto atrás. —Hans se durmió sobre el sillón y no puedo llevarlo sola a su alcoba —terminó por acercarse y le estiró los brazos. Stéphanie la alzó, acomodándola sobre una de sus caderas. —Disculpen por interrumpirlos —la licántropo le acomodó un mechón que caía sobre su frente.
—Está bien, mi amor. Con el profesor Quattrocchi hablábamos sobre los avances de tu hermano —le lanzó un vistazo al maestro. Era tan hermoso… Necesitó volver sus ojos a los de Astrid, ya no sabía cómo mirarlo. —Ya es muy tarde, con razón Hans se durmió. Vamos por él así se acuestan —ingresaron a la vivienda nuevamente. Stéphanie notó que Leandro las seguía.
Se encontraron con el pequeño Hans durmiendo plácidamente, con una manito debajo de su carita, y la otra sobre el almohadón, en posición fetal. La mujer comprendió que no podía cometer la falta gravísima de aventurarse a la clandestinidad con el único que estaba logrando sacar adelante a su hijo. Involucrarse con él, sería un problema sin retorno. Con rapidez, Astrid se colocó en la espalda de su madre, para que ésta pudiera tomar a Hans.
—No, ni se le ocurra —Stéphanie notó las intenciones de Leandro, iba ayudar. —Estamos acostumbrados. No se preocupe. ¿Puede esperarnos? Arropo a los niños y bajo a despedirlo —le sonrió, volviendo a la normalidad. Esa era ella. —Astrid, despídete del profesor.
—Buenas noches —la niña le mostró su amplia sonrisa y le lanzó un beso con la mano.
Se perdieron en las escaleras. Demoró unos veinte minutos. Durante ese lapso de tiempo, se preguntó por qué, simplemente, no había hecho acompañar al maestro con alguna de sus pocas empleadas. Lo había obligado a quedarse solo, ¿a la espera de qué? Cuando regresó, él estaba sentado en el mismo sitio que había ocupado Hans hasta hacía unos momentos.
—Disculpe por haberlo hecho esperar —intentaba mantener la compostura. Su cabeza estaba dándole vueltas a un hecho inexistente. —Y disculpe por haberlo atosigado con mis problemas. No volverá a pasar —miró el reloj de pared, imponente, herencia también de esa casa de la que pronto debería irse. —Lo he retenido demasiado tiempo. Lo acompaño hasta la puerta —estaba siendo sumamente descortés, pero temía que su esposo llegara. Que llegara borracho, con aroma a burdel y con deseos de hacerle pasar un mal trago.
Hizo un paso hacia atrás y se secó las lágrimas. ¿Qué demonios estaba haciendo? El deseo de besarlo la había tomado tan por sorpresa, que la había hecho empalidecer por completo. Agradeció el amparo de la oscuridad, que ocultaba no sólo el horror que se reflejó en su mirada cuando se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer, sino el blanco papel que había tomado su piel. El influjo de la Luna, una vez más, comenzaba a alterarla. Jamás se había cruzado por su cabeza vengarse de su marido de esa forma, al menos, no con un sentimiento tan concreto como el que no terminaba de abandonarla. Ella se sentía incapaz de serle infiel a Asbjorn, no quería pagarle con su misma moneda; tenía la certeza que ella valía mucho más que eso. Las palabras de Leandro casi que murieron en sus oídos, se encontraba demasiado aturdida como para prestarle atención a lo que decía, y eso la hacía sentir peor, pues él estaba haciendo un esfuerzo por consolarla. Stéphanie estaba confundida, abrazada por la cadencia de la voz del maestro y por su aroma, que en sus tan sensibles sentidos, parecía impregnársele.
— ¡Mami! —la voz de Astrid, irrumpiendo intempestivamente, la hizo dar un respingo. Agradeció, internamente, que la niña no hubiese aparecido un minuto atrás. —Hans se durmió sobre el sillón y no puedo llevarlo sola a su alcoba —terminó por acercarse y le estiró los brazos. Stéphanie la alzó, acomodándola sobre una de sus caderas. —Disculpen por interrumpirlos —la licántropo le acomodó un mechón que caía sobre su frente.
—Está bien, mi amor. Con el profesor Quattrocchi hablábamos sobre los avances de tu hermano —le lanzó un vistazo al maestro. Era tan hermoso… Necesitó volver sus ojos a los de Astrid, ya no sabía cómo mirarlo. —Ya es muy tarde, con razón Hans se durmió. Vamos por él así se acuestan —ingresaron a la vivienda nuevamente. Stéphanie notó que Leandro las seguía.
Se encontraron con el pequeño Hans durmiendo plácidamente, con una manito debajo de su carita, y la otra sobre el almohadón, en posición fetal. La mujer comprendió que no podía cometer la falta gravísima de aventurarse a la clandestinidad con el único que estaba logrando sacar adelante a su hijo. Involucrarse con él, sería un problema sin retorno. Con rapidez, Astrid se colocó en la espalda de su madre, para que ésta pudiera tomar a Hans.
—No, ni se le ocurra —Stéphanie notó las intenciones de Leandro, iba ayudar. —Estamos acostumbrados. No se preocupe. ¿Puede esperarnos? Arropo a los niños y bajo a despedirlo —le sonrió, volviendo a la normalidad. Esa era ella. —Astrid, despídete del profesor.
—Buenas noches —la niña le mostró su amplia sonrisa y le lanzó un beso con la mano.
Se perdieron en las escaleras. Demoró unos veinte minutos. Durante ese lapso de tiempo, se preguntó por qué, simplemente, no había hecho acompañar al maestro con alguna de sus pocas empleadas. Lo había obligado a quedarse solo, ¿a la espera de qué? Cuando regresó, él estaba sentado en el mismo sitio que había ocupado Hans hasta hacía unos momentos.
—Disculpe por haberlo hecho esperar —intentaba mantener la compostura. Su cabeza estaba dándole vueltas a un hecho inexistente. —Y disculpe por haberlo atosigado con mis problemas. No volverá a pasar —miró el reloj de pared, imponente, herencia también de esa casa de la que pronto debería irse. —Lo he retenido demasiado tiempo. Lo acompaño hasta la puerta —estaba siendo sumamente descortés, pero temía que su esposo llegara. Que llegara borracho, con aroma a burdel y con deseos de hacerle pasar un mal trago.
Stéphanie V. Magnusson- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 22/09/2015
Re: Hay ausencias que representan un verdadero triunfo || Privado
A pesar de que algo en su interior le recordaba quedamente -aunque con bastante insistencia- que lo que hacía no era lo correcto, Leandro, atraído por el poderoso magnetismo de aquella mujer prohibida, experimentó el deseo apremiante de acercarse más. Mucho más. Inconscientemente inclinó un poco su cuerpo hacia adelante. No dijo nada, pero la contempló con calma y se imaginó rodeándola con los brazos, estrechándola delicadamente contra su pecho amplio, aspirando su aroma. ¡Qué anhelo tan absurdo! Era totalmente inaceptable. Y, sin embargo, la fantasía logró estremecerlo hasta los cimientos, dejándolo sin aliento.
Por suerte, Astrid apareció, justo a tiempo para impedir alguna imprudencia. Ante la interrupción, Leandro parpadeó y miró hacia otro lado. Con discreción soltó muy lentamente el aire que había estado reteniendo, luego respiró hondo y se colocó muy recto. La niña los miró, y aunque era demasiado inocente para sospechar que algo raro podría estar ocurriendo entre su madre y el querido profesor de su hermano, éste se sintió igualmente abochornado. Todavía un poco tenso por lo acontecido, se limitó a asentir cuando Stéphanie sugirió que volvieran todos a la casa y las siguió sin hacer ningún comentario. Mientras andaba, se metió las manos en los bolsillos del pantalón, algo que solía ser cuando estaba muy nervioso.
Allí, acostado en aquel sofá, Hans le recordó a Jacob, su hijo más pequeño, que también tenía la costumbre de quedarse dormido en cualquier rincón de la casa. Siempre era Leandro quien se encargaba de llevarlo a la cama, era algo que le gustaba. Quizá por eso, enternecido con la escena, tuvo la intención de hacer lo mismo con Hans. Se sacó las manos de los bolsillos y dio un paso al frente para cogerlo pero, Stéphanie, que supo adelantarse, lo detuvo de inmediato y la tensión que el profesor había logrado disipar por esos escasos segundos volvió a él bruscamente.
Se dejó caer en el sofá cuando se vio completamente solo en aquella hermosa sala. Cerró los ojos e inmediatamente empezó a cuestionarse algunas cosas. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Por qué de pronto percibía como algo absolutamente necesario hacer uso de toda su energía para no lanzarse sobre esos labios? Y, por todos los cielos, ¿cómo podía sentirse tan afectado por una mujer que apenas conocía? Stéphanie Magnusson despertaba en él una profunda y franca admiración, fue así desde el inicio, desde que las clases de Hans comenzaron, pero esa noche, en particular, había descubierto -y con mucho asombro- que también le atraía. Dios, era una locura, pero no podía mentirse a sí mismo asegurando lo contrario. Ella era fascinante; físicamente, una belleza, eso era un hecho indiscutible, pero había algo más. Quizá su repentino interés por ella había surgido a causa de su estado emocional, mismo que Leandro compartía. Se llevó las manos a la cara y frotó sus ojos. Enseguida escuchó pasos. Stéphanie volvía.
Leandro albergó la esperanza de poder conversar sobre lo ocurrido, pero ella no se lo permitió. Stéphanie, con aquella gentileza que la caracterizaba, le pidió al profesor que se marchara, y la manera en que lo hizo, aunque absolutamente amable, fue irrebatible. Él se sintió extrañamente incómodo con la situación y no atinó a más que asentir con la cabeza, dándole la razón. Sin más rodeos ella lo acompañó hasta la puerta pero, antes de cruzar el umbral, Leandro disminuyó el paso y se detuvo.
—Señora Magnusson… —se volvió hacia ella con toda la intención de decir algo que parecía importante, mas no fue capaz. Las palabras no le salían—. Gracias por la cena. Buenas noches.
Esa noche, cuando llegó a casa, agradeció a la niñera el haberse ocupado de sus hijos y le pagó por sus servicios. Luego, se dirigió a las habitaciones donde los niños descansaban, verificó que todo estuviera en orden, los arropó y apagó las velas. Exhausto por el ajetreado y extraño día que había tenido se dejó caer en la cama e instantáneamente se quedó dormido.
Soñó con la silueta de una mujer de cabellera dorada e intensos ojos azules.
Por suerte, Astrid apareció, justo a tiempo para impedir alguna imprudencia. Ante la interrupción, Leandro parpadeó y miró hacia otro lado. Con discreción soltó muy lentamente el aire que había estado reteniendo, luego respiró hondo y se colocó muy recto. La niña los miró, y aunque era demasiado inocente para sospechar que algo raro podría estar ocurriendo entre su madre y el querido profesor de su hermano, éste se sintió igualmente abochornado. Todavía un poco tenso por lo acontecido, se limitó a asentir cuando Stéphanie sugirió que volvieran todos a la casa y las siguió sin hacer ningún comentario. Mientras andaba, se metió las manos en los bolsillos del pantalón, algo que solía ser cuando estaba muy nervioso.
Allí, acostado en aquel sofá, Hans le recordó a Jacob, su hijo más pequeño, que también tenía la costumbre de quedarse dormido en cualquier rincón de la casa. Siempre era Leandro quien se encargaba de llevarlo a la cama, era algo que le gustaba. Quizá por eso, enternecido con la escena, tuvo la intención de hacer lo mismo con Hans. Se sacó las manos de los bolsillos y dio un paso al frente para cogerlo pero, Stéphanie, que supo adelantarse, lo detuvo de inmediato y la tensión que el profesor había logrado disipar por esos escasos segundos volvió a él bruscamente.
Se dejó caer en el sofá cuando se vio completamente solo en aquella hermosa sala. Cerró los ojos e inmediatamente empezó a cuestionarse algunas cosas. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Por qué de pronto percibía como algo absolutamente necesario hacer uso de toda su energía para no lanzarse sobre esos labios? Y, por todos los cielos, ¿cómo podía sentirse tan afectado por una mujer que apenas conocía? Stéphanie Magnusson despertaba en él una profunda y franca admiración, fue así desde el inicio, desde que las clases de Hans comenzaron, pero esa noche, en particular, había descubierto -y con mucho asombro- que también le atraía. Dios, era una locura, pero no podía mentirse a sí mismo asegurando lo contrario. Ella era fascinante; físicamente, una belleza, eso era un hecho indiscutible, pero había algo más. Quizá su repentino interés por ella había surgido a causa de su estado emocional, mismo que Leandro compartía. Se llevó las manos a la cara y frotó sus ojos. Enseguida escuchó pasos. Stéphanie volvía.
Leandro albergó la esperanza de poder conversar sobre lo ocurrido, pero ella no se lo permitió. Stéphanie, con aquella gentileza que la caracterizaba, le pidió al profesor que se marchara, y la manera en que lo hizo, aunque absolutamente amable, fue irrebatible. Él se sintió extrañamente incómodo con la situación y no atinó a más que asentir con la cabeza, dándole la razón. Sin más rodeos ella lo acompañó hasta la puerta pero, antes de cruzar el umbral, Leandro disminuyó el paso y se detuvo.
—Señora Magnusson… —se volvió hacia ella con toda la intención de decir algo que parecía importante, mas no fue capaz. Las palabras no le salían—. Gracias por la cena. Buenas noches.
Esa noche, cuando llegó a casa, agradeció a la niñera el haberse ocupado de sus hijos y le pagó por sus servicios. Luego, se dirigió a las habitaciones donde los niños descansaban, verificó que todo estuviera en orden, los arropó y apagó las velas. Exhausto por el ajetreado y extraño día que había tenido se dejó caer en la cama e instantáneamente se quedó dormido.
Soñó con la silueta de una mujer de cabellera dorada e intensos ojos azules.
*TEMA FINALIZADO*
Greco Quattrocchi- Humano Clase Media
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