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La espina de la Rosa [Alain Hereux] 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Éline Rimbaud Vie Oct 08, 2010 5:15 am

Éline siempre tenía las manos frías.
La noche anterior, la pelirroja había tenido un sueño, otro entre tantos, en el que unas manos de fuego envolvían las suyas para proporcionarle calor. Éline estaba convencida de que eran las manos de un Serafín. Y, al despertar, la demente lloró y se mordisqueó sus manos heladas. Porque Éline no se merecía que ninguna criatura de Dios la rozase o tocase. Porque el alma de la pelirroja estaba contaminada.

Sin embargo, el frío de sus manos se fue haciendo cada vez más insoportable. Tanto que, finalmente, la desquiciada decidió buscar al Serafín de tan habilidosas y cálidas manos.
-Mantícoras y duendes no son madera de avestruz ¿Dónde viven los Serafines, señor Maspero?.-Preguntó Éline al ruiseñor imaginario, su único guía a través de un mundo que Éline no logrababa entender, pues la demente sólo entendía su propia locura.

La respuesta del ruiseñor pareció atemorizarla un tanto y sus grandes y profundos ojos azules se abrieron de par en par, en una mueca de terror. Y sus delgadas piernas empezaron a temblar.
-Yo no puedo entrar allí...-Comenzó a murmurar la pelirroja, con voz queda.-El rayo de Dios me atravesaría las entrañas. Mi sangre no debe manchar la sangre virgen de la espina de la Rosa.-Éline hizo una pausa y luego prosiguió.-Pero el frío es tan insoportable...-La pelirroja se llevó sus manos de finos dedos y trató de cubrirsélas ella misma, pero aún así, el hielo punzante la traspasaba hasta calarle los huesos. Era un frío tan monstruoso el que la cubría y arrebujaba que la demente no podía aguantar mucho más...

Al anochecer, siempre al anochecer, la joven se puso en marcha, recorriendo las calles desiertas de París. La forma en la que la piel blanquecina de la desquiciada reflectaba en contraste con la oscuridad que imperaba en las callejuelas de París, conferían a la demente un aspecto como de espíritu, un espectro, una Santa o una Condenada. Pero la pelirroja no era ninguna de esas cosas; Éline sólo era una enferma, torturada y mancillada por un ser cuya maldad era tal que no se pudo resistir a convertir a algo tan puro como había sido Éline en lo que hoy era.


Cuando llegó a la plaza de Notre Dame, a estas horas tan sólo iluminada por el tenue resplandor de una farola de calle, Éline quedó parada unos instantes frente a la fachada gótica de la catedral. Notaba como, de nuevo, su corazón empezaba a latir tan fuerte que parecía que se le iba a salir del pecho. Y era un sonido tan horrible, que Éline no podía aguantarlo.
-Arráncame el corazón, señor Maspero. No quiero escucharlo más.-Susurraba la demente, pero, como tantas otras veces, el ave imaginaria logró apaciguar su mente torturada y le dio el valor suficiente para entrar en la iglesia.

Una vez dentro de la catedral, la solemnidad del Altar Mayor hizo que Éline se sobrecogiera aún más.
Las estatuas de mármol observaban a la enferma con ojos acusadores. Parecía que sus pupilas enteramente blancas la siguieran a cada paso que daba. ¿Qué hacía una mancillada como ella en un lugar sagrado?
Las figuras esculpidas susurraron a Éline palabras cargadas de furia y acusación.
"Puríficate"
"Sal de aquí, condenada de Dios"
"Arrójate al Sena para que los monstruos marinos deboren tu ímpia carne"
"La culebra de Satán te haga su concubina"

A cada nueva figura que miraba, Éline podía escucharlas a todas. Un barullo de sonidos susurrantes bullían en los oídos y la mente de la desquiciada. Como si de un enjambre de abejas se tratase.

Sus piernas cedieron ante el poco peso de Éline, y ésta se derrumbó frente al crucifijo sagrado. Ocultó su rostro entre sus manos para evitar contemplar el rostro del Cristo sufriente. Y también para evitar que ella fuese contemplada. Pues Dios no quería ver más la faz de la pelirroja.

De inmediato, por los muslos de la enferma comenzó a manar un reguero de sangre; La sangre roja de mujer sacrílega sobre la espina de la Rosa. El líquido escarlata le manchó toda la parte baja del desgastado vestido. La sangre de la pelirroja también cubrió el suelo de mármol de la iglesia, creando ríos de sangre por todas las juntas del suelo cuyo afluente era el Altar Mayor.

"¡Cómo te atreves!"
"¡Sangre impía en la Casa de Dios!"
Susurraban, alarmados, los Santos.

Y Éline trataba en vano de limpiar la sangre con su ajado vestido. Y, al ver que no podía, la pelirroja huyó a esconderse en la profundidad de la oscuridad de la catedral. Sin atreverse a salir, sin saber si quedarse allí. Mientras, los Santos le susurraban y escupían. Y sus manos seguían frías y heladas. ¿Dónde estaba el Serafín?
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Mensaje por Alain Hereux Dom Oct 17, 2010 9:56 am

Un cielo alegremente azul hacía juego con la jolgoriosa vida cotidiana que se desarrollaba encerrada en las calles de París y, pese a ello, abierta plenamente al mundo, rebosante de una inocente inquietud, así como la de un niño extraordinariamente nervioso, que resultaba inevitablemente contagiosa. Los caminos de barro entre las casas, o, así mismo, los recientemente empedrados, se mostraban atestados de aquellos viandantes que, prestos a dirigirse a sus quehaceres diarios, no podían por menos que otorgar su pequeña contribución para crear aquella apacible atmósfera, deteniéndose para conversar con vecinos, amigos o, quizás, incluso, desconocidos, fuera apenas unos segundos o, por el contrario, largos minutos que fácilmente podían convertirse en horas. Los tenderos se afanaban por hacer una jornada, si cabía, aún mejor que la anterior, con la perspectiva de hacer su agosto, nuevamente unos meses más tarde, en pleno otoño, ya fuera en un puesto bajo la luz del sol o tras un lucido mostrador de caoba; mientras tanto, unas cuantas manzanas más allá, varios establecimientos encerraban tras sus esmeradamente limpias cristaleras afanosas costureras y diligente sastres creando los patrones que, más tarde, pasarían a dar forma los vestidos que las muchachas de la corte terminarían por lucir, orgullosas, en las largas recepciones de gala, esas mismas que, ahora, en el Palacio Real, se susurraban comentarios entre ellas al tiempo que, coquetas, lanzaban tímidas e intencionadas miradas llenas de interés a aquellos apuestos jóvenes que paseaban entre ellas con paso altivo. En medio de aquel mundo, de aquella exultante urbe, llena de vida, caminaba un muchacho con hábito de un negro algo desvaído por el paso del tiempo y el polvo impregnado en él, a paso medido, fundiéndose entre aquella masa informe de gente y, sin embargo, llamando la atención de algunos pocos. El tenue e inaudible chocar de las sandalias de Alain contra el suelo se dirigía inexorablemente callejeando por esas avenidas del centro de París, confundido con la amalgama de ruidos que producía aquella acumulación de gente, con un destino no demasiado lejano: la famosa catedral de París, Notre Dame.

Su recorrido, o al menos lo que le restaba de él, no le llevó demasiado tiempo, ya que pronto terminó por dejar atrás las tablas de madera del ”Petit-Pont” para adentrarse en la plaza Parvis, pudiendo ahora contemplar la acentuada verticalidad de aquellas dos grandes torres que enmarcaban y delimitaban la fachada del suntuoso templo parisino. Sus pies se apresuraron en atravesar el adoquinado solar en pos de atravesar las suntuosas puertas de madera labrada, como no tardó en hacer, pero permitiendo al chico deleitarse con la maravillosa piedra labrada, como en la siempre deslumbrante galería de reyes o los tres grandes pórticos de aquella fachada occidental, de los cuales, el de la derecha, aquel que presentaba a la virgen como trono de Dios, fue el que atravesó.

El qué hacía él en la catedral de la antigua Lutecia quizás fuese erróneamente obvio para los viandantes pero nosotros no caeremos en su mismo error, pudiendo saber las motivaciones reales de aquel joven monje, no devoto, en realidad, a la manera que marcaba la Iglesia. El chico había ido allí exactamente a hacer lo que ya había comenzado antes de entrar en el templo católico. Lejos de dedicarse a orar o a rezar a un Dios que no necesitaba lugar en el que ser venerado, su ocupación se centraba en contemplar esas esculturas que adornaban el templo bajomedieval en una exaltación, no sólo a Dios, sino también a la propia mano y grandiosidad del hombre y, por descontado, a la propia ciudad de París. Según decían, la Comisión de Monumentos Históricos había designado a un tal Viollet-le-Duc para restaurar la maltrecha construcción, dañada ya desde hacía varias décadas a causa de la siempre antirreligiosa revolución; según decían, también, el arquitecto tenía la intención de reemplazar las antiguas gárgolas medievales, las cuales, si sobrevivían, lo hacían a duras penas, y ahí era donde Alain quería entrar. ¿Quién mejor que él para crear en obra y alabanza a Dios? Quizás no fuese el mejor escultor del reino, pero sus manos estaban entre las más diestras de todo París, y su dedicación en cuanto a la escultura no tenía par. Pero, de pronto, sin previo aviso, en su ensoñación contemplando las fastuosas imágenes de los santos, las suelas de sus chanclas resbalaron con algo, casi haciéndole perder un equilibrio que logró restaurar a duras penas. El muchacho miró abajo y, para su sorpresa, un líquido escarlata inundaba el lugar, diseminándose por alrededor del muchacho. La extensión no parecía ser, en realidad, demasiado grande, pero el que hubiese sangre inundando la que llamaban ”Casa del Señor”, cual vulgar carnicería, le llegó a extrañar, embargándole una sensación de curiosidad, a la par que otro tanto de prudencia.

El monje, que no quería ser monje, avanzó con paso comedido siguiendo el tenue camino que aquella mancha rojiza marcaba sobre el suelo. Sus pasos lo llevaron hacia la nave sur para terminar adentrándose en lo que llamaban la girola, dejando atrás las capillas de la Magdalena y de San Jorge para acabar enfrente de la denominada ”de los Siete Dolores”, en clara referencia a los suplicios pasados por la Virgen desde que el profeta Simeón osara predecir el destino del vientre de Santa María hasta que éste, su hijo, fuera guardado a recaudo en el sepulcro. Allí fue donde Alain encontró a una muchacha de cabellos claramente anaranjados, a pesar de la pobre luz que las vidrieras otorgaban en aquellas horas vespertinas, muy diferentes del color oscuro que, seguramente, presentara la mata de pelo del muchacho con la misma luminosidad. Alain permaneció unos segundos quieto, mirándola, constatando que, efectivamente, sus ropajes estaban teñidos de una tonalidad carmesí. El muchacho no supo cómo reaccionar pues, en realidad, la chica aparentaba estar realmente turbada por lo que, siguiendo el parsimonioso ritmo que llevaba, procedió a terminar de acercarse a la fémina, dejando apenas dos metros de distancia entre ambos, precavido así.

- ¿Señorita? – preguntó él, intentando llamar su atención - ¿Se encuentra bien? – el muchacho no sabía cómo reaccionar, pero sentía que debía quedarse allí, más que por obligación por prestar su ayuda a una muchacha que, posiblemente, tuviera algún problema de algún tipo
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Mensaje por Éline Rimbaud Dom Nov 07, 2010 4:43 pm

Las voces continuaban amenazando a la pelirroja. La injuriaban y juzgaban porque se creían con el derecho celestial de hacerlo. Haciendola sentir más rastrera y ruin de lo que ya se sentía. La pobre enferma, escondida como cual rata en un rincón de la catedral, se tapaba los oídos con sus manos como si eso pudiera impedir que escuchara lo que no quería seguir oyendo. Se balanceaba hacia delante y hacia atrás, concentrándose en el movimiento casi hipnótico. Pero ni tan si quiera eso podía librarla de las voces acusadoras.

-¡Te dije que no podía venir aquí! ¿Por qué me habéis obligado, señor Maspero?-La joven rompió en un sonoro llanto, que podía escucharse en cualquier parte de la catedral.
Mientras, la sangre carmesí seguía cubriendo el suelo allá por donde la pelirroja pisase. La enferma se rasgó una parte de su vestido para seguir limpiando la mancha que ya comenzaba a hacerse enorme. Sin preocuparse por su propio dolor. Sólo concentrada en su tarea.

“Ni en dos siglos conseguirías purificar lo que ya has mancillado”
“Limpia más fuerte hasta que se troceen tus dedos”


Y así lo hizo. Éline limpiaba más y más fuerte, esta vez con su propio cabello, rascando el suelo hasta que se le rompieron las uñas. Pero nada de lo que la demente pudiera hacer podría expurgar aquel pecado. Cuanto más limpiaba, más sangre parecía manar. Como un torrente de agua sacrílega.
-Infúndeles terror, Señor, que los pueblos sepan que son simples mortales. Infúndeles terror, Señor, que los pueblos sepan que son simples mortales.-Éline apretar los dientes, mientras continuaba fortando con más fuerza con sus cabellos sobre la superficie marmólea.-¡Dríades y Arpías son las que comen las rojas rosas de los Elíseos!


De pronto, una voz, que sacó a la pelirroja de su macabro quehacer . Era aquella una voz que no pretendía ni ultrajarla ni difamarla. Era una voz que, aún a pesar de tener cierto tinte dubitativo, transmitía serenidad y apaciguamiento. Era esa un voz que no provenía de las estatuas de mármol que la miraban acusadoramente. Era esa una voz que no provenía de la mente enferma de Éline.

La demente quedó callada, paralizada, con aquellos ojos que irradiaban un intenso azul desmesuradamente abiertos. El corazoncillo de la pelirroja latía a mil por hora. Pero ni tan sólo un leve respingo salió de sus labios.
-¿Oyes eso, señor Maspero? Esa voz...¿No es la misma que canta la Danza del Hada?El joven se hallaba de pie, en medio de un charco de luz lunar que se proyectaba a través de las vidrieras de la catedral. Parecía que la silueta del muchacho estuviese rodeada por un halo de luz casi celestial.

Éline escrutó entonces con más detenimiento a tal ser que había entrado en la catedral desde la sombras de sus escondrijo. Era un muchacho alto y, lo más que pudo distinguir de entre toda la demás oscuridad que lo envolvía era el cabello rojo como el fuego. Tan rojo como el de ella. Tanto como el de un Serafín. Las voces de la estatuas callaron por unos instantes.

La pelirroja se puso en pie, con las piernas aún dolorosas y temblando. Con la sangre todavía derramándose por sus piernas. Si aquella herida le dolía, la demente no pareció mostrar señas de ello. La enferma se acercó al joven aún dando tumbos. Mantenía la mirada fija en los ojos del muchacho. Cuando la pelirroja estuvo a la distancia conveniente, tomó las manos del joven entre las suyas y sus ojos azules se iluminaron.
-Eres tú, el Serafín.-Y sus manos ya no volvieron a tener frío. Acto seguido, las voces estallaron de nuevo en su cabeza. Hablaban demasiado alto.

“Aparta tus corrompidas manos de la Criatura de Dios”
“Fuera de la Casa de Dios”
“Sólo las Gorgonas te tendrán por sus cabezas”


Éline se llevó las manos a la cabeza y sus piernas se quebraron. La enferma se derrumbó en el suelo de piedra. Había perdido demasiada sangre.
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