El placer de París [Tania]

por **Marjorie Stewart** Lun Mayo 30, 2016 3:18 pm

Desde mi llegada a la ciudad no me había permitido el lujo de recorrer sus mejores escondrijos, digamos que una dama tiene sus necesidad; y más si es alguien como yo, cuyas necesidades parecen no saciarse nunca.

El hedor del placer, del alcohol y el sexo inundaba esa noche de primavera una de las calles más alejadas del centro de París, donde prostitutas y hombres de dudosa fiabilidad recorrían la calle en busca de placeres que o bien no podían encontrar en sus matrimonios, o simplemente eran demasiado insaciables, como yo.

Una mujer de mi estatus destacaba abruptamente con el entorno, pero una vez dentro del burdel, mis ojos brillaron de entusiasmo y mis labios esbozaron una amplia sonrisa. La pobredrumbre que se respiraba en la calle no encajaba con el interior, un lugar de luces y colores brillante, rostros y voces que se me hacían conocidos. Desde mi partida de Rumanía no había disfrutado de algo así, y entre tanto vicio, me sentía como en casa.

Recorrí el entorno de entre aquellas paredes, observando a quienes entraban y a quienes salían, lentamente, arrastrando mis pasos me acerque a la barra donde una joven de exuberantes curvas servía a todos aquellos indeseables que, si bien estaban demasiado ocupados recorriendo su figura con la miradas, pedían de vez en cuando una copa del alcohol más fuerte que hubiese.

Hice una señal a la camarera con la mano - Una copa de la mejor ginebra señorita - susurré en su oído apoyando un codo sobre la barra y metiendo un fajo de billetes en su escote. Cuando me separé sonreí lascivamente y ella sonrío dándose media vuelta, desvíe la mirada hacía las muchachas para nada pudorosas que se acercaban a la gente, en busca de propinas y clientes nuevos que sucumbieran a sus encantos. Volví la vista a la camarera aun de espalda y me uní al grupo de hombres a mi lado que recorrían las curvas que su vestido dejaba entrever.

Inspire una bocanada del aire marchito y húmedo del salón, el bullicio de la gente retumbaba en mi cabeza, casi todos ellos eran simples mortales, pero entre ellos podía distinguir a algún que otro condenado a mi misma vida, a una vida eterna que se me antojaba dolorosa y auténticamente insaciable.

La camarera volvía hacía mi con un vaso de cristal y un liquido incoloro, que desprendía ese característico aroma del alcohol que invadía rápidamente mis fosas nasales y aceleraba mis ansias.