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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Armand de Rochefort Mar Jul 12, 2016 8:46 pm



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Prima segunda de Saint-Denis, Nuestra Señora de París auscultaba con gran escrutinio al pueblo galo. La galería de quimeras que revoloteaban de hombro en hombro se encargaba de mantener a su hermosa dama virgen y pura, ante la llegada de cualquier ser procedente del Averno o con intenciones que emanaran del mismo lugar. Reyes que desdeñaban la idea de separarse de su amada. Desde Israel hasta Judea, veintiocho habían sido los enamorados inseparables de mujer tan cautivadora, entre ellos David, segundo monarca del antiguo Reino unido de Israel. Nadie se aventuraría a predecir su futuro, el de la destrucción a manos de unos revolucionarios que nunca existirían y posterior asentamiento en el Museo de Cluny. Afortunados en desdicha, coronados en la gloria de la suerte.
Juicio Final fue el nombre del pórtico por excelencia de toda serpiente en París. Santa Ana y la Vírgen pocas veces abrían sus puertas, temerosas de que la indecencia traspasara estas. Juicio Final no se bautizó con un nombre, sino con una promesa. La promesa que el obispo de París buscaba cumplir para con su cristiandad si llegara el caso, salvaguardando ésta.


▪ † ▪

Años atrás.
Cuando la luz todavía bañaba la tierra y la locura no tenía nombre de mujer.

La inocencia sonreía cautivadora en la casa del Señor. La hermosura de la misma se podía atisbar a duras penas a través de las rendijas del confesionario. Brillaba como la esperanza y sus ojos se agazapaban en una bruma sonrojada.

- ¿Otra vez aquí, Éline? –bromeaba el diácono de turno con cada una de las visitas de ésta.

Armand de Rochefort se sabía un hombre amable y bondadoso que hacía gala de las mejores intenciones cuando se trataba de arropar a su amada Iglesia. No siempre había ostentado el cargo de obispo sino que, como todo aquel que aspira al poder, había tenido que subir cuidadosamente de peldaño en peldaño. Diácono se nos presenta en esta historia y es que su pasado dice tanto como su futuro.

- Dime, pájarillo. ¿Qué ha sucedido en esta ocasión? – Armand dejaba a un lado el Sin pecado concebida cuando se trataba de aquel dulce ruiseñor de cabellos color fuego. Dios no podía sino perdonar a una mujer similar. Cualquier ceremonia era no sólo innecesaria, sino impersonal.


▪ † ▪


El padre de Bordeaux, el viejo sacerdote de Armand y de su familia en La Rochelle,  había influído en el francés de manera inimaginable. Un hombre afable y piadoso, preocupado por todas las ovejas de su rebaño. Reflejo perfecto de aquello que Rochefort pretendía conseguir para él. No sólo el reconocimiento y la admiración de aquellos a los que ayudaba desinteresadamente, sino ser consciente de que su camino era el indicado y hacía honor a quien debía hacerlo llevando más allá sus ideales.

Notre Dame siempre resultó un lugar magnificente a ojos de Rochefort. Con su nuevo cargo a expensas, disfrutaba la catedral de otra manera y más a diario. Sentía en ella la cálida mano de la primera mujer que nunca llegaría a tocarle y en el esplendoroso rosetón, la mirada de un Dios dando su beneplácito a los actos de su hijo. Era imposible no recorrer el pasillo central, el corazón de la cruz latina que daba forma a la construcción, con el pecho henchido y la palabra orgullo escrita en los labios, a modo de sonrisa. Rochefort se tomaba su tiempo en aquel paseo, y cuando los fieles comenzaban a hacer acto de presencia en el lugar, éste dejaba a un lado el orgullo y atendía  a cada feligrés de forma personal, demostrando afecto y resguardando cualquier interés oculto que pudiera mantener en muchas de sus recomendaciones, actos o epístolas.

Se desplazó tantos bancos como años habían pasado. Buscó cercanía con aquella figura, la que parecía clamar silenciosamente por su turno y atención de Armand. Su sorpresa fue tal que de los andrajos que ayudaban a cobijar a semejante ser, salieron a relucir las plumas de un fénix que creía muerto.
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Mensaje por Éline Rimbaud Jue Ago 04, 2016 6:05 am

Un faro atrapado en la deshilachada marea del tiempo pende, como el hilo griego del destino, en el sinuoso terremoto de una mente palpitante. Gozoso Él de la sangre que derrama la princesa, aquella a quien más había querido y que, como Judas, había cometido la más alta de las traiciones. Hay un precio que pagar. Las membranas de su piel de porcelana, marcadas por garras de gárgola -las mismas bestias que la habían rescatado de la cruel Caída- se erizaban por culpa de la mordedura del invierno. El Señor del Frío la agarraba inexorablemente para hacerla suya mientras que el Señor de la Nieve deseaba convertirse en guardián de su tumba de cristal; el mausoleo público donde la pieza de arte más preciada era la más solitaria.

Monstruosa edificación de piedra, angelical su misión y diabólicos los centinelas que escupían el Fuego de la Condenación, que la quemaba y la engullía como Saturno a sus hijos. Ha olvidado cómo cantar, serenata final de la epopeya. "Me compadezco de las estrellas, Señor Maspero". Los espíritus de la mente clavaban sin descanso sus uñas, ahuecando el surco de las cicatrices de su cuerpo. "Es la piel la que está enferma, porque alma ya no tengo". Debía despellejarse de todo lo que oliera a perniciosa serpiente.

Entró descalza regando de huellas rojas el sacrosanto suelo de mármol. "Bestia amiga, ¿dónde estás?", canturreaba en el eco sagrado. Los monstruos de su memoria eran siempre más benévolos de lo que deberían. Caras beatas selladas en la piedra de los siglos la perseguían con mirada inquisitorial. Hay un precio que pagar. Todas ellas le escupían marejadas de verdades a medias, en el extraño idioma de la imaginación. "Me compadezco de las estrellas". Las palabras de los santos surcaban las profundas cataratas de la mente rota de Éline. Lloraban Salmos y cantaban oraciones mientras se burlaban de la corona de pan y oro, ahora hecha trizas, que había ostentado la inmaculada Éline. ¡Qué retorcida lengua la de las ánimas de Iglesia!

La obligaron a esconderse de sí misma, protegida por la satinada luz de velas y el incienso, envuelta en frías llamas y retablos de madera, rodeada por la vida que ya no era suya, la vida que la había derrumbado. Hay un precio que pagar.

Y es entonces cuando aparece el faro, que había estado sumergido en las aguas del tiempo, el reflejo de su otro yo condenándose por lo que ahora era, el certero disparo que la llevaría a la tumba. Sabe su nombre pero no lo recuerda. El tiempo muere porque no importa dentro del sagrado santuario, y Éline siente la necesidad de palpar al Fantasma, que es cálido. Su rostro ha cambiado -"ha olvidado cómo se reza de verdad"- más líneas, más surcos. Quizá el tiempo sólo muriese en ese pequeño rincón del mundo, pero fuera el carrusel seguía girando con furia ciega.

Sus ojos azules se vuelven de cristal, conteniendo los diamantes que pugnan por bañar sus mejillas. Éline remaba en un barco que naufragaba. El Fantasma era importante, pues atesoraba una parte del alma que ella ya no poseía.

El trueno de los recuerdos la sacudió.

+ + +

Sus finos dedos dibujan el signo sagrado de la cruz. "En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", murmurar los rosados labios de la pura Éline, que siente como un halo de paz tranquilizadora toma anclaje en su pecho. En aquel minúsculo recoveco de Notre Dame Éline hacía partícipe a monseñor de Rochefort de todo lo que agitaba su alma. El rostro del diácono quedaba fragmentado por las rejillas de madera del confesionario pero la joven religiosa acertó a adivinar la sonrisa en el rostro de Armand de Rochefort.

-Hace dos semanas que no me confieso, Padre. -la alarma en su voz, que explicaba el pecado mayor que eso suponía para la tierna criatura, desconocedora entonces de cuál iba a ser la tragedia de su vida-¿Cree que Dios estará enfadado conmigo por eso? -aquellos dos orbes, grandes y de un azul intenso descubrían por sí solos la ingenuidad y el candor de la joven hermana.

+ + +

Claro que estaba enfadado por eso; así debía ser. Y por eso debía castigarla, ¿no? Esa era la explicación de que le robase la razón. ¿Cómo si no? ¿Dónde estaba? Perdida en el tiempo. La claridad que había invadido Notre Dame aquel día lejano, cuando los rayos del sol penetraban incluso en el rincón del confesionario se derretía entonces, disolviendo las estatuas de mármol como si fueran de cera.

El trueno volvió a sonar. El mismo lugar, el mismo Fantasma; pero distinta ella. Parpadeó una vez, como despertando de un sueño, para caer en la atroz pesadilla del presente.
-Te conozco, Fantasma. -sus palabras eran un susurro que se llevaba el viento-¿Te conozco, Fantasma? -se interrogó a sí misma, incierta de sus sentidos. "Le conozco, ¿no es cierto, Señor Maspero?"
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Mensaje por Armand de Rochefort Lun Oct 31, 2016 6:57 pm



Dios sonreía en el Cielo y Rochefort lo hacía en el confesionario.

- No creo que exista circunstancia alguna que pueda propiciar la cólera del Señor en dirección hacia alguien como tú, Éline –tan conocedor de los intereses e inquietudes del Altísimo como Rochefort se creía y, más aún, del anima que impulsaba las acciones de una cabecita como la de Rimbaud – Aunque el Todopoderoso ya es consciente de ello, hazme partícipe a mi, tu amigo y confesor, de las aventuras y desventuras que has vivido a lo largo de estos días. Si hay algo que pueda fruncir el ceño de Dios, créeme que juntos lo desfrunciremos.

Armand era desconocedor del regusto familiar por el que la vida te acaba llevando. Su dedo corazón presumía de desnudez y en sus manos sólo brillaban las alianzas con que su Iglesia lo había desposado. La joven beata de vivos cabellos despertaba en el diácono un afecto fraternal, casi paterno. Suficiente para que la sola sombra de aquel espectro refulgente insuflara en él preocupación tal.

- Me extraña aún así, y permíteme decírtelo sin acritud alguna Éline, que hayas tardado tanto en venir a verme… a vernos. ¿Ha sucedido algo estos días que te lo haya impedido?


▪ † ▪


Si dos semanas habían sido tomadas por el archidiácono como un largo periodo de tiempo, los años en que la muchacha se había desvanecido como la bruma se presentaron como la eternidad misma para el obispo.

Los recuerdos se amontonaban como el polvo, y como éste viajaban con cada corriente de aire llenando la cabeza de Rochefort con imágenes vívidas de espíritus celestes. Su corazón comenzaba a desbocarse y sus piernas no tardaron en fallarle. De rodillas era capaz de comprender todavía más la importancia de aquel fantasma.  

- ¿Eres tú? –preguntó lento como el mismo caracol- ¿O eres… eres el espectro de la culpa?

Ansioso por obtener réplica, adelantó su mano izquierda esperanzado porque el tacto de las telas que envolvían a la mujer respondieran a su pregunta. El envoltorio de aquel dulce era real, definitivamente.
Las lágrimas comenzaron a brotar. Armand cerró los ojos y posó su cabeza, parcialmente aliviado, en las piernas de la mujer, dejando que un océano de amargo sosiego corriera por sus mejillas como alma que lleva el Diablo. Ni siquiera Éline, con su cercanía, podía comprender lo que el obispo farfullaba entre sollozos.

- ¿Por qué te fuiste, Éline? ¿Qué te pasó? ¿Si tenías problemas por qué no viniste a mí? -pensamientos a medias y en voz alta de un hombre que parecía haber visto a la Vírgen María-.
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Mensaje por Éline Rimbaud Miér Dic 07, 2016 7:59 am

”Querido Dios...”



Al latido de un corazón enfermo, recordándose a sí mismo por qué no debía frenar, respondía yo a una extraña verdad; lo que ella no era, antaño había sido. El suspiro de una risa, las garras de lo eterno. El hombre de Iglesia lloraba, y ese llanto hería a Éline. Dolor de su dolor, el mismo que se experimenta cuando un niño pierde la infancia. Del fantasma sólo percibía lejanos ecos de un adiós jamás pronunciado. Y el pecho de la princesa sin corona de espinas se desangraba con cada nueva perla derramada por el archidiácono. ¡Qué sinuosa danza de sentimientos compartidos!

Las manos de Éline lo consuelan, aún estando frías como el mármol de Nuestra Señora. Acarician las mejillas del hombre santo y se llevan las lágrimas. Lo deja acurrucado en su regazo, como sabe que no podrá hacer con su hijo, el mismo que comenzaba a gestarse en un vientre podrido. La calidez de un recuerdo hermoso, que apenas sostiene los pilares de su imaginación, recurre a ella. ¿Era Dios? ¿Le hablaba el Altísimo por última vez a través de aquel momento?

-Shh... -murmura, tararea suave una melodía aprendida millones de años atrás en el convento, y cierra los ojos. Ojalá pudiera contestar a las preguntas importantes sin una desdibujada oratoria. Pero ella prefería dejarse llevar por las olas del océano hasta que la serpiente marina la desgarre. Y reza; ”Que venga pronto el monstruo, Señor. Que venga pronto”.

Cuando el muro cae, las estrellas imploran su redención.

+ + +

Los dedos de la joven novicia entraron en contacto con el frío metal de la cruz que colgaba de su cuello, un acto reflejo que la hacía sentirse segura en la inmensidad de los pensamientos que empezaban a azorarla. Se trataba de una simple obra de orfebrería -nada que ver con las rutilantes joyas de obispos y cardenales- que su señora madre Thèrese Rimbaud le había regalado antes de su primer día de noviciado.

Bajó la mirada, esos grandes ojos azules observaban el tapiz que recubría la banqueta del confesionario, donde ella se apoyaba de rodillas. Buscaba las palabras certeras con las que poder expresar sus inquietudes a Monseñor Armand, quien parecía leerla como un libro abierto.

-Últimamente guardo algunas dudas. -alzó de nuevo la vista hacia el rostro de perfil bañado por las luces y sombras del confesionario- Sé que mi ordenación está pronta y creo temer equivocarme. Rezo a Jesús todos los días, pero no veo su señal, o no la entiendo. ¿Está bien dudar, Monseñor Armand, cuando Dios nos pide fe inquebrantable?

¿Se habría sentido Pedro así alguna vez, aún teniendo los milagros delante suyo? ¿Y Pablo? ¿Dudó él también en algún momento a pesar de haber oído la mismísima voz del Padre al caer del caballo, cegado por la luz celestial?

-Pienso en lo que pierdo; un marido a quien amar, unos hijos a los que regalar el don de la vida, y me pongo triste. Pero, ¿y si no puedo querer a nadie más que a Jesús? -resolvió finalmente. ¿Quería entregarse a la orden por verdadera e incondicional servir a Dios o porque tenía miedo de querer?

-¿Somos cobardes, Monseñor Armand, por abrazar esta vida?
Lanzó temerosa tal pregunta, pronunciada no con maldad sino con fulgente inocencia. Una pregunta que jamás habría pronunciado en voz alta de no haber sido Armand de Rochefort quien estaba al otro lado de la consagrada rejilla.

+ + +

Y en el eco y refugio que era Nuestra Señora de París las palabras lloradas por el heraldo de Gabriel reverberaron en las cristaleras; ”¿Eres tú?”. ¿Era ella? De ser así, ¿qué era lo que le habían hecho? ¿En qué la habían convertido?

-¿Acaso soy yo? -se preguntaba Éline en voz alta, esperando que el enjoyado fantasma pudiera contestarle- ¿Soy yo de verdad, o sólo una umbría sombra del pasado de otras personas?

Y con tal duda sobre ella misma y su naturaleza, acompañó las lágrimas de quien había sido confesor y amigo suyo en una lejana época.

-Mira lo que soy, lo que me hicieron. ¿Cómo encontrar el valor para volver a Dios? Soy un ser descompuesto, putrefacto. No puedo reconocer ni mi propia alma. -sostuvo las manos del archidiácono entre las suyas, maravillada de pronto- Tus manos, Fantasma. No son traslúcidas. ¿Veo lo que veo, entonces? ¿Estás aquí?
...ella ya no puede creer en ti
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