AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Push the Sky Away → Privado
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Push the Sky Away → Privado
“Tear off the mask;
Your face is glorious.”
— Rumi
Your face is glorious.”
— Rumi
El ambiente era de fiesta. Un carnaval que no se regía por la cuaresma. Una celebración callejera donde las personas bailaban, se reían y se asombraban con los actos de los zíngaros. Tragadores de fuego de la Polinesia y contorsionistas de oriente, bailarinas del Cáucaso y músicos rumanos. Incluso Dustin, taciturno y sosegado como era, se veía más animado esa noche de festejo. La idea de acudir no le había encantado, pero Margaret le insistió tanto que al final cedió. La única condición de tan particular fiesta en una de las calles centrales de París, era que todos vistieran máscaras.
Quizá por eso accedió ir, porque el anonimato le sentaba mejor. Miró a su alrededor y los antifaces eran de todos los colores, llenos de plumas y piedras falsas de bisutería. La suya, en cambio, era lisa, forrada en satín negro y le cubría sólo la parte superior del rostro. Ahí, detrás de las miles de máscaras, rostros anónimos, podían estar escondidos reyes u obispos, que como él, habían decidido que el amparo de la incógnita les sentaba mejor.
Vendedores de comida y baratijas terminaban de atiborrar la calle, con sus cantos de merolico, ofreciendo sus mercancías. Dustin observó todo a su alrededor, repentinamente mareado por los colores, aromas y sonidos que inundaban la calle. Entonces sintió un tirón en la manga; al voltear, el rostro cubierto de su esposa le sonreía, y él le sonrió de vuelta.
—Ten, ¿podrías traerme algunos de esos chocolates? —Margaret sacó dinero discretamente de la bolsa. Porque entre ellos, ella era la que poseía ese poder, el del oro, que al final, era el que movía al mundo. Sin embargo, la mujer conocía bien a su marido, y no quería avergonzarlo ante la concurrencia, dándole ella dinero a él y no viceversa.
Dustin recibió las monedas y dirigió su atención a donde un hombre de marcado acento alemán ofrecía sus chocolates artesanales. Asintió, besó la mano de su mujer y se marchó. Sortear a la concurrencia fue todo un reto, tardó más de lo que hubiera imaginado y cuando al fin estuvo cerca del teutón y sus golosinas, una melodía romaní comenzó y todos empezaron a bailar. Se vio atrapado en aquel vórtice hasta que una mujer lo haló para que se uniera a la danza. ¡Él no sabía bailar! Cuando quiso decírselo a la dama, el líder de los músicos dio la orden de que cambiaran de pareja y allá fueron todos. La mujer de un inicio desapareció de vista y vio cómo todos estaban con nuevos compañeros de baile. Creyó que estaba solo al fin, para poder huir, pero sintió cómo alguien tocaba su espalda, echando por tierra su plan de escape. Al girarse, ahí estaba una nueva chica, rubia y con máscara, como todos.
La vio como si observara una esfinge, indescifrable; porque removió algo en su interior. No tardó en darse cuenta que esta joven era su nueva pareja de baile. A través de los agujeros de la máscara ajena que le permitían ver, logró observar un par de ojos claros, que para su desgracia, le recordaron un pasado que, en ese momento, le pareció que más bien pertenecía a otra vida.
En un acto que no parecía usual en él, tomó las manos de la chica y comenzó a bailar sobre el empedrado de la calle, junto a todos los demás. Y dio vueltas y la tomó de la cintura para elevarla, imitando al resto, pues él seguía sin tener idea de cómo moverse. Bailar, pensó, era como pelear y en eso último era un poco más hábil.
El líder de la banda volvió a dar la orden para que cambiaran de parejas, pero antes de que ella pudiera hacer algo, Dustin la tomó de una muñeca y la miró como si se encontrara perdido y ella fuera su destino, uno que había estado buscando durante mucho, mucho tiempo.
Dustin Gallagher- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 25/07/2016
Localización : París
Re: Push the Sky Away → Privado
“En su deseo confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las costumbres, con las delicadezas del sentimiento.”
Gustave Flaubert
Gustave Flaubert
Los grandes eventos habían perdido el gusto dulce. Madeleine se había vuelto más taciturna y calma. Ya no ostentaba sus riquezas ni asistía a grandes fiestas. Había conseguido que extendieran el plazo para que encontrase un marido, haciendo uso de sus encantos con el administrador que el Duque había dejado. Sentía asco de sí misma, pero era el único recurso que tenía en la vida: su belleza. No sabía manejarse de otra manera, y debía sobrevivir. Había aceptado la invitación al carnaval porque tenía permitido usar una máscara. Su amante de turno, un Conde cincuentón, que no exigía de ella más que palabras amorosas y que lo tomase de la mano, le había rogado que fuese su pareja para esa noche. Su esposa detestaba salir, y él tenía grandes ansias de sentirse joven una vez más. Madeleine no había podido decirle que no, era un buen hombre con un matrimonio infernal.
Los colores, los aromas, los sabores, los sonidos, fueron introduciéndola, lentamente, en el frenesí que se requería. Del brazo de Walter, enfundada en un vestido azul oscuro con incrustaciones de diamantes, iba escondida detrás de un antifaz decorado con piedras preciosas y plumas de faisán de todos los colores. Llevaba el cabello suelto, salvaje, despojado de los peinados estirados que le exigían para las fiestas de la aristocracia. Madeleine fue liberándose conforme pasaban los minutos, y reía y bailaba junto a Walter, que también estaba exultante.
La multitud fue llevándolos hacia la calle principal, donde una banda musical animaba los corazones. La Duquesa invitó a bailar al alemán que, entusiasmado, se unió al festín. Intercambiaron parejas cuando las piezas lo requerían, y fueron perdiéndose de vista. A Madeleine no le importaba, había ido en su propio carruaje y estaba decidida a disfrutar. Mientras pasaba de mano en mano, le convidaban licores y golosinas, que ella engullía con vitalidad; esa vitalidad que creía perdida.
En alguno de los intercambios, se encontró con que su pareja del momento intentaba huir. Le tocó la espalda, incapaz de aceptar tal humillación. Sus labios, a los que sólo le quedaban un rastro del carmín que los había adornado, se curvaron en una amplia sonrisa que mostró sus blanquísimos dientes. Sintió familiaridad en las manos que la cubrieron, que la levantaron, en el perfume que fue llegándole al alma. Lo conocía, sí, sí que lo conocía. La alegría inicial fue borrándose, desvaneciéndose en el aire, y se sintió aturdida. El entorno comenzó a volverse difuso. Cuando la pieza terminó y se separaron, la asaltó la sensación de orfandad, esa que le recordaba quién era.
Madeleine se lo atribuyó a los efectos del alcohol, pero cuando él la tomó de la muñeca, ella lo imitó y lo quitó de la formación. En silencio, mientras permitía que las lágrimas le empapasen las mejillas, estiró su mano y le acarició la garganta, la nuez de Adán, los labios. Era imposible que fuera él. La Duquesa quiso creer que sí, tuvo la profunda necesidad de que sus caminos se hubieran vuelto a cruzar. No podía hablar, simplemente, las palabras eran innecesarias. Un desconocido pasó saltando y la empujó, obligándole a apoyarse en el extraño. Él la sostuvo, y a Madeleine le faltó el aliento. Le costaba razonar; sus pensamientos atribulados no le permitían ver con claridad.
Atacada por esos impulsos de los cuales siempre terminaba arrepintiéndose, lo tomó de la nuca, se puso en puntas de pie, y unió sus labios con los del extraño. Madeleine era así, desprejuiciada y sin tapujos, con un corazón apasionado al cual le costaba desoír. Para ella no era importante estar en medio de la calle, con decenas de personas a su alrededor. Detrás de los antifaces y las máscaras, desaparecían las inhibiciones. Ese era el sentido del carnaval…
Los colores, los aromas, los sabores, los sonidos, fueron introduciéndola, lentamente, en el frenesí que se requería. Del brazo de Walter, enfundada en un vestido azul oscuro con incrustaciones de diamantes, iba escondida detrás de un antifaz decorado con piedras preciosas y plumas de faisán de todos los colores. Llevaba el cabello suelto, salvaje, despojado de los peinados estirados que le exigían para las fiestas de la aristocracia. Madeleine fue liberándose conforme pasaban los minutos, y reía y bailaba junto a Walter, que también estaba exultante.
La multitud fue llevándolos hacia la calle principal, donde una banda musical animaba los corazones. La Duquesa invitó a bailar al alemán que, entusiasmado, se unió al festín. Intercambiaron parejas cuando las piezas lo requerían, y fueron perdiéndose de vista. A Madeleine no le importaba, había ido en su propio carruaje y estaba decidida a disfrutar. Mientras pasaba de mano en mano, le convidaban licores y golosinas, que ella engullía con vitalidad; esa vitalidad que creía perdida.
En alguno de los intercambios, se encontró con que su pareja del momento intentaba huir. Le tocó la espalda, incapaz de aceptar tal humillación. Sus labios, a los que sólo le quedaban un rastro del carmín que los había adornado, se curvaron en una amplia sonrisa que mostró sus blanquísimos dientes. Sintió familiaridad en las manos que la cubrieron, que la levantaron, en el perfume que fue llegándole al alma. Lo conocía, sí, sí que lo conocía. La alegría inicial fue borrándose, desvaneciéndose en el aire, y se sintió aturdida. El entorno comenzó a volverse difuso. Cuando la pieza terminó y se separaron, la asaltó la sensación de orfandad, esa que le recordaba quién era.
Madeleine se lo atribuyó a los efectos del alcohol, pero cuando él la tomó de la muñeca, ella lo imitó y lo quitó de la formación. En silencio, mientras permitía que las lágrimas le empapasen las mejillas, estiró su mano y le acarició la garganta, la nuez de Adán, los labios. Era imposible que fuera él. La Duquesa quiso creer que sí, tuvo la profunda necesidad de que sus caminos se hubieran vuelto a cruzar. No podía hablar, simplemente, las palabras eran innecesarias. Un desconocido pasó saltando y la empujó, obligándole a apoyarse en el extraño. Él la sostuvo, y a Madeleine le faltó el aliento. Le costaba razonar; sus pensamientos atribulados no le permitían ver con claridad.
Atacada por esos impulsos de los cuales siempre terminaba arrepintiéndose, lo tomó de la nuca, se puso en puntas de pie, y unió sus labios con los del extraño. Madeleine era así, desprejuiciada y sin tapujos, con un corazón apasionado al cual le costaba desoír. Para ella no era importante estar en medio de la calle, con decenas de personas a su alrededor. Detrás de los antifaces y las máscaras, desaparecían las inhibiciones. Ese era el sentido del carnaval…
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Push the Sky Away → Privado
“Kiss me, and you will see how important I am.”
― Sylvia Plath
― Sylvia Plath
Era un sueño. En ese instante fue la única explicación medianamente lógica que encontró. Y si lo era, debía dejarse llevar. No obstante, también sabía que su conclusión era errónea. Eso no era un sueño, era la realidad. La cercanía de la joven se lo hacía saber así. Sus manos sobre su rostro. Su corazón desbocado también. Sobre todo cuando, un asistente más a la fiesta pasó cerca de ellos y la empujó hacia sus brazos. Fue automático, la sostuvo como si no hubiera otra opción. La nostalgia vino después, con fuerza, como un vendaval que amenaza con arrasar con todo. Y con esa misma rápida complejidad, todo a su alrededor desapareció. La música se convirtió en un eco, las voces en fantasmas y la verbena en un trazo inexacto. Y aunque quiso saber la razón, tampoco de detuvo a pesar mucho en ello. Ojos contra ojos, estrellas que chocan en el firmamento y crean galaxias nuevas.
Mucho menos pudo pensar cuando esa joven lo besó. Y él no se negó. Margaret, su esposa, era inexistente en ese momento. El contacto no trajo sensaciones nuevas, sino que removió unas que creía ya no poseía, pero ahí estaban, bestias dormidas a la espera de un nuevo día.
¿Era tan cruel el destino? Dustin luchaba todos los días por mantenerse positivo en un mundo que le escupía a la cara. Pero a veces, en ocasiones como esa, ya no lograba encontrar motivos, o terminaba por encontrar el único que valía la pena. Dio un respingo cuando se separó y se quedó quieto, pasmado, aturdido y de a poco todo regresó a él. Una avalancha que lo dejó sepultado; la música, la gente, su esposa más allá esperando por los dulces que él había ido a comprar. ¡Qué intrincada resulta la vida! Hace sólo unos minutos, esa era su única preocupación, llegar hasta los chocolates y regresar con ellos a salvo. Ahora, todo se erigía ante él como gigantes que claman sangre, su sangre.
Miró por sobre su hombro, pero la verdad es que no vio nada en concreto. Un mar de gente y máscara, colores y danzas. Sin más, tomó la mano de la chica, debía desentrañar este secreto ahora mismo, o iba a morir. Se sintió a morir. La haló por entre la gente, zigzagueando con habilidad hasta que pudo alcanzar una calle aledaña donde unos jóvenes, de unos 15 años, se besuqueaban en la oscuridad y que al verlos, se marcharon. Dustin los observó irse, como si esa escena fuera recordatorio de su propio infortunio. Al fin se giró para ver a la mujer, el antifaz aún cubría el rostro de ambos. Y no estuvo seguro de querer quitárselo.
—Madame —comenzó. La voz le salió agotada, pero no de ese día o de esa fiesta, sino de jornadas enteras de difícil transitar—. Es detrás de una máscara que logramos ser nosotros mismos, porque el anonimato nos ampara. ¿Es eso lo que sucede? —No supo por qué hacía la pregunta de manera tan indirecta. Lo que tenía que hacer era preguntar si se trataba de ella, de Madeleine; lo peor que podía pasar es que le dijera que no y se marchara. Sin embargo, eso es lo que sucedía, no quería que se marchara; quería prolongar el sueño, realidad o mentira, no iba a durar demasiado tiempo.
Estiró la mano, haciendo amago de querer quitarle el antifaz, pero se arrepintió, y sólo acarició su rostro. ¡¿Qué estaba haciendo?! Margaret lo estaba esperando y él ahí, asido a un recuerdo. Fue como si sus manos reconocieran esa piel. Su tacto reaccionó al contacto. Un segundo más tarde, la empujó contra el muro y la besó. La besó diciéndole que la había extrañado sin palabras, aún si ella no era quién él creía, no le importó. Necesitaba ese aliciente. Ese remanso de tranquilidad a su miseria. Ni siquiera se acordó de que, de ser en verdad ella, le debía muchas explicaciones.
Se separó y la observó muy de cerca. Quería que le dijera algo, pero tampoco estuvo seguro de qué quería escuchar exactamente. No se apartó, aún la tenía contra la pared, y no parecía tener intenciones de quitarse. Cuerpo contra cuerpo, embonando a la perfección como si hubieran sido fabricados así adrede por un Dios que luego iba a decidir separarlos. Carraspeó.
—Yo… lo lamento —habló con voz ronca—. Pero es detrás de una máscara que logramos ser nosotros mismos —repitió. ¿Ese era él, acaso? ¿Un hombre tan sinvergüenza que se besa con una desconocida mientras su esposa espera? No, la verdad era que se trataba de algo más grande. Era ese que perdió a la mujer que amaba y que lo dejó sin mayor explicación, misma a la que nunca había dejado de buscar. Que la veía en todos lados, incluso en un baile, detrás de un antifaz con piedras preciosas y plumas de faisán.
Dustin Gallagher- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 25/07/2016
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Re: Push the Sky Away → Privado
"There is, in lovers, a certain infatuation of egotism; they will have a witness of their happiness, cost that witness what it may."
Charlotte Brontë
Charlotte Brontë
Allí estaba la confirmación. La voz de aquel extraño oculto bajo una máscara, tomó el color del recuerdo, de la remembranza que tanto se había esmerado en enterrar. Sus primeras palabras fueron un mazazo directo al pecho, lo único que necesitaba para decretar lo que su alma le dictaba a gritos. Lo había reconocido, aún detrás de aquel antifaz, no en su cuerpo, sino en un sitio supraterreno, que la sacaba de la mundanidad de sus días, grises en su mayoría desde que había decidido abandonarlo. Nunca había vuelto por él, lo había decepcionado, pero estaba ahí, una vez más, y Madeleine tenía la seguridad de que el joven sabía que era ella, aunque no se atreviese a confesarlo. Quizá la creía un espejismo, uno demasiado real, pero espejismo al fin, como a ella le había parecido él también cuando lo asoció a la vaguedad de aquel amor. ¿La había ido a buscar? ¿Finalmente había abandonado Gales porque ya no soportaba vivir sin ella? Maddie quiso convencerse de que se trataba de eso, y no de una simple casualidad.
Dustin. Lo coreaba en su mente, necesitando profundamente nombrarlo, aunque no podía romper aquel hechizo. Dustin. Clamaba la completitud de su ser, que lo había buscado en todos y no lo había encontrado en ninguno. El único hombre al que había realmente deseado, y el único que jamás la había poseído. La duquesa, cuando era una vil prostituta, le había entregado lo único que nunca le arrebatarían: su corazón. Y el muchacho no había necesitado nada más, por eso jamás se había dejado llevar por lo que la carne les clamaba a ambos, incapaces de convertir su vínculo en lo mismo que ella tenía con aquellos que pagaban con sus miserias y sus monedas, por tomar un trozo de carne de su cuerpo delgado e inocente. Allí, en las recovas negras y mohosas de su corazón, seguía sintiéndose violada como la primera vez, en cada ocasión que un hombre se introducía en su cuerpo con la desidia que sólo los humanos poseen.
—Shhh… —siseó, aún con los labios unidos a los de aquel amor que nunca la abandonaría. Quería decirle que tenía razón, que esos eran ellos realmente, ocultos en la impunidad de un disfraz y en la oscuridad de un callejón, como dos impíos. No quería hablarle, estaría profanando un momento único, el más feliz de su vida, quizá el único realmente feliz.
—No digas más —y se esmeró en enronquecer la voz agitada, no quería que la reconociera. Quería continuar unida a él en aquel anonimato que los protegía de reclamos, lágrimas y angustias. Habría mucho tiempo para eso después. Ese instante que transcurría entre besos y caricias culposas, se esfumaría con la misma facilidad con la que se había creado, y Madeleine quería poseer el poder para prolongarlo lo suficiente, hasta extinguirlo y que ya no quedase sino la cruel realidad.
La duquesa le acarició el rostro con el dorso de los dedos, con la suavidad de un pétalo de rosa, como si fuese tan frágil que, ante el más leve contacto, lo rompería. Sabía que lo haría, tarde o temprano eso ocurriría. Le envolvió la mandíbula con las manos y sus pulgares pasearon por aquellos labios con los que había fantaseado cada día, que había besado con castidad en el pasado y que, en esa noche, la habían extirpado de su propio ser. Continuó hacia su cuello, que recorrió con las uñas, con la misma destreza y pureza. Allí estaba la palabra. Pureza. Algo que una mujer como ella jamás poseería, se reflejaba en Dustin, en él y en nadie más.
No hubo más palabras que mediar, ya no quería continuar esperando que la vida los abofetease. Lo besó, nuevamente, desbordante de pasión. Con facilidad, desprendió los cordones de su propio corsé, lo tomó de las muñecas y lo obligó a apoyar sus palmas en sus pechos pequeños pero firmes. ¿En cuántas ocasiones había soñado con ese momento? Entre ellos, en el pasado, no había habido lujuria, él nunca la había tocado indebidamente, ni ella se había atrevido a pedírselo. Pero eran libres, sólo por ese momento tenían la libertad de ser ajenos a ellos mismos. Lo instó a que la acariciara, y sus pezones se irguieron bajo las manos que los cubrían por completo.
<<Dustin. Mi amor. >> pensó, y la revelación de su amor provocó que se sorprendiera a sí misma. No dejó de besarlo, y se meció con erotismo y suavidad, probándolo, instigándolo. Le importaba un demonio si alguien los veía, si luego el mismísimo cielo se caía sobre sus cabezas. Él había vuelto a su vida y no lo dejaría escapar, así tuviera que deshacerse de todo cuanto había conseguido.
Dustin. Lo coreaba en su mente, necesitando profundamente nombrarlo, aunque no podía romper aquel hechizo. Dustin. Clamaba la completitud de su ser, que lo había buscado en todos y no lo había encontrado en ninguno. El único hombre al que había realmente deseado, y el único que jamás la había poseído. La duquesa, cuando era una vil prostituta, le había entregado lo único que nunca le arrebatarían: su corazón. Y el muchacho no había necesitado nada más, por eso jamás se había dejado llevar por lo que la carne les clamaba a ambos, incapaces de convertir su vínculo en lo mismo que ella tenía con aquellos que pagaban con sus miserias y sus monedas, por tomar un trozo de carne de su cuerpo delgado e inocente. Allí, en las recovas negras y mohosas de su corazón, seguía sintiéndose violada como la primera vez, en cada ocasión que un hombre se introducía en su cuerpo con la desidia que sólo los humanos poseen.
—Shhh… —siseó, aún con los labios unidos a los de aquel amor que nunca la abandonaría. Quería decirle que tenía razón, que esos eran ellos realmente, ocultos en la impunidad de un disfraz y en la oscuridad de un callejón, como dos impíos. No quería hablarle, estaría profanando un momento único, el más feliz de su vida, quizá el único realmente feliz.
—No digas más —y se esmeró en enronquecer la voz agitada, no quería que la reconociera. Quería continuar unida a él en aquel anonimato que los protegía de reclamos, lágrimas y angustias. Habría mucho tiempo para eso después. Ese instante que transcurría entre besos y caricias culposas, se esfumaría con la misma facilidad con la que se había creado, y Madeleine quería poseer el poder para prolongarlo lo suficiente, hasta extinguirlo y que ya no quedase sino la cruel realidad.
La duquesa le acarició el rostro con el dorso de los dedos, con la suavidad de un pétalo de rosa, como si fuese tan frágil que, ante el más leve contacto, lo rompería. Sabía que lo haría, tarde o temprano eso ocurriría. Le envolvió la mandíbula con las manos y sus pulgares pasearon por aquellos labios con los que había fantaseado cada día, que había besado con castidad en el pasado y que, en esa noche, la habían extirpado de su propio ser. Continuó hacia su cuello, que recorrió con las uñas, con la misma destreza y pureza. Allí estaba la palabra. Pureza. Algo que una mujer como ella jamás poseería, se reflejaba en Dustin, en él y en nadie más.
No hubo más palabras que mediar, ya no quería continuar esperando que la vida los abofetease. Lo besó, nuevamente, desbordante de pasión. Con facilidad, desprendió los cordones de su propio corsé, lo tomó de las muñecas y lo obligó a apoyar sus palmas en sus pechos pequeños pero firmes. ¿En cuántas ocasiones había soñado con ese momento? Entre ellos, en el pasado, no había habido lujuria, él nunca la había tocado indebidamente, ni ella se había atrevido a pedírselo. Pero eran libres, sólo por ese momento tenían la libertad de ser ajenos a ellos mismos. Lo instó a que la acariciara, y sus pezones se irguieron bajo las manos que los cubrían por completo.
<<Dustin. Mi amor. >> pensó, y la revelación de su amor provocó que se sorprendiera a sí misma. No dejó de besarlo, y se meció con erotismo y suavidad, probándolo, instigándolo. Le importaba un demonio si alguien los veía, si luego el mismísimo cielo se caía sobre sus cabezas. Él había vuelto a su vida y no lo dejaría escapar, así tuviera que deshacerse de todo cuanto había conseguido.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Push the Sky Away → Privado
“Since I met you, I’ve felt abandoned without your nearness; your nearness is all I ever dream of, the only thing.”
— Franz Kafka, The Castle
— Franz Kafka, The Castle
Era quizá porque fue el único hombre que jamás lo tuvo en ese maldito pueblo olvidado por Dios, que ahora la desea más, aún cuando esta mujer podía ser sólo una imitación. Aunque se sentía como ella. Sus ojos eran los de ella. Se sorprendió a si mismo al darse cuenta que no había olvidado el tacto, el calor que Madeleine desprendía, aun cuando jamás, cuando eran jóvenes, se atrevió si quiera a tocarla como lo estaba haciendo ahora. Había algo en la inocencia de la relación pasada que compensaba toda la demás podredumbre, por eso se había esmerado en conservarla. Pero en este instante, no sólo se arrepintió, porque quizá había perdido su oportunidad para siempre, sino que también deseó enmendarlo, aunque fuera con esta mujer. Espejismo, sueño, fata morgana en el desierto.
La voz le sonó familiar, pero no del todo y algo se rompió en su interior. No le importó, continuó y se dejó tocar, guiar. Cerró los ojos y por un breve instante, incluso luchó contra las lágrimas. Correspondió el beso con el que ella se había abalanzado contra él y ni siquiera opuso resistencia cuando manipuló sus manos para que la tocara de aquel modo. Tardó, eso sí, en reaccionar, en comenzar a acariciarla también. A pesar de todo, no tenía experiencia. A Madeleine nunca la hizo suya aunque era la mujer que más deseaba. Y a su esposa, ahora, cada vez que le hacia el amor, era como un acto mecánico, sin pasión.
Masajeó aquellos pechos, con los pulgares acarició los pezones y empujó el cuerpo al frente, completamente cegado por el febril anhelo que en ese momento lo dominaba. Cuando se separó, no tardó en comenzar a besar aquel cuello, delgado, largo y suave. No sabía de dónde estaba sacando dirección para actuar, pues nunca había hecho algo así. Llevó una mano a la espalda ajena, donde los cordones del corsé estaban sueltos. Lo aflojó aún más y dejó más piel en el pecho al descubierto. Besó así, clavícula y esternón. Gruñó contra ella y bajó las manos hasta la cadera ajena. La obligó a pegar su pelvis contra la suya. Era evidente el deseo que sentía ya en ese momento. Rozó a propósito el centro de la mujer con la dureza que crecía dentro de su pantalón.
Luego se apresuró a tratar de desabrocharse el pantalón. Liberarse al fin, hacerla suya sin importarle nada. Podía no volver a verla, pero era Madeleine en ese instante, verdad o mentira, lo era para él y quería enmendar ese error que cometió siendo más joven, el de jamás tomarla. Pero el botón de sus pantalones pareció no querer cooperar. Una mano no fue lo suficientemente hábil y cuando quiso usar la otra para ayudarse, regresó a la realidad. Se quedó quieto, pasmado y luego dio un paso hacia atrás. La miró, aún con el antifaz, y el suyo también sobre su rostro.
—No —dijo muy quedo—. No podemos —pero no terminó la frase. Hubo algo desolador en él, en su semblante. Fue simplemente así y estuvo a punto de huir, regresar a la muchedumbre, no mirar atrás. Sin embargo, no lo hizo, no podía regresar así como estaba. Tomó aire un de un movimiento, se recargó en la pared junto a la mujer, que como él, tenía la ropa desordenada y la respiración agitada. Sabía que al seguir estando cerca podía retomar la imprudencia que estaba a punto de cometer, pero tampoco podía regresar con su esposa así.
—No sé quien es usted. Pero me recuerda mucho a alguien —continuó con vaguedad, mirando al cielo por ese estrecho espacio que los edificios que formaban el callejón formaban. Más allá, no tan lejos, la fiesta continuaba. Giró el rostro entonces, para verla—. Lo siento —se disculpó, aunque era difícil saber cuál era su falta: haber aceptado o no haber podido terminar.
Dustin Gallagher- Humano Clase Media
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Fecha de inscripción : 25/07/2016
Localización : París
Re: Push the Sky Away → Privado
La frustración fue la primera emoción que recorrió el cuerpo tibio de Madeleine. Las sensaciones físicas fueron apagándose una a una, como sus esperanzas. ¿Cómo iba a pensar que algo tan bueno podía ocurrirle? Ella estaba destinada a la desgracia. Esa ilusión que vivía desde que un supuesto padre la había reconocido, estaba pronta a terminar. No le quedaba demasiado tiempo. En ocasiones, solía preguntarse qué sería de ella cuando toda su farsa llegase a su fin. Tendría que volver a prostituirse, por supuesto. No sabía a hacer otra cosa. Y la sola idea de regresar a aquella vida, le provocaba un fuerte ardor en la boca del estómago. Se había instruido, había hecho todo lo posible por ser digna del título que le había entregado, pero tener un marido y darle hijos, era algo que no creía que podría lograr. Atarse de aquella manera para mantener sus lujos y su posición, ¿sería capaz? A veces, creía que sí, pero también se negaba a compartir la fortuna; aunque había algo profundo en ello, sabía que traicionaba a aquel antiguo amor si contraía nupcias con cualquier otro hombre que no fuera él.
Lo escuchó, dejándose invadir por su voz, que la hacía temblar, incluso cuando la magia de momentos antes, se había extinto. Recargó por completo su cuerpo en la pared helada, permitiéndose tranquilizar su respiración, aunque los latidos de su corazón aún le retumbaban en los oídos. Su pecho era un sube y baja, así como sus pensamientos. No sabía qué decirle, cómo actuar. No podía moverse, queriendo retener en la piel el rastro de sus manos y de su calor. Dustin era noble, y ella una ramera. Lo había arrastrado a una situación que iba en contra de su naturaleza, y la culpa –esa que nunca sentía por nada ni nadie- comenzó a carcomerle la consciencia. Tenía que ser sincera con él, debía llevarle tranquilidad, a pesar de que no podía despojarse del vacío en el pecho y del orgullo herido. Alzó el rostro para mirar las mismas estrellas que él observaba. El cielo estaba límpido y ellas refulgían con fiereza, intentando, vanamente, opacada al brillo de la Luna, que los alcanzaba, incluso sin estar sobre ellos.
—Está bien —murmuró. Curvó suavemente los labios, aún henchidos por el fragor de los besos perdigados. No se atrevía, aún, a enfrentar su rostro, a pesar de que éste se encontraba oculto bajo la máscara. ¡Ansiaba verlo! Pero Madeleine había aprendido a aceptar su cobardía, que emergía en momentos como aquellos, cuando más valor requería. Apoyó su mano en el brazo de Dustin, siempre tan firme. Recordaba, perfectamente, lo protegida que se había sentido cuando él la abrazaba. Creía que nada podía salir mal si estaba junto a él. Pero se había engañado, como cada día de su vida. Todo salía mal, todo estaba mal. Ella había nacido fallada, y no quería continuar arrastrándolo en su miseria.
—No te recuerdo mucho a alguien —finalmente, con mano temblorosa, se quitó el antifaz y giró levemente su rostro para que él la viese. —Soy yo, Dustin. Soy Madeleine… Tu Madeleine —y a pesar de que se mordió el labio inferior, tragó el nudo que le oprimía la garganta, y batalló para no llorar, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y a invadir sus mejillas. El llanto era sereno, mudo, no la desgarraba. En él había añoranza, nostalgia y mucho dolor, un dolor tan profundo como esas heridas que le corroían el alma desde que era muy pequeña. No le gustaba ponerse en el lugar de víctima, pero sabía que no había tenido demasiadas opciones. Al mostrarse con él, se sintió de nuevo, como aquella niña indefensa que no sabe lo que ocurrirá, pero que tiene la certeza de que no será algo bueno, de que le hará daño y la hará llorar aún más.
Lo escuchó, dejándose invadir por su voz, que la hacía temblar, incluso cuando la magia de momentos antes, se había extinto. Recargó por completo su cuerpo en la pared helada, permitiéndose tranquilizar su respiración, aunque los latidos de su corazón aún le retumbaban en los oídos. Su pecho era un sube y baja, así como sus pensamientos. No sabía qué decirle, cómo actuar. No podía moverse, queriendo retener en la piel el rastro de sus manos y de su calor. Dustin era noble, y ella una ramera. Lo había arrastrado a una situación que iba en contra de su naturaleza, y la culpa –esa que nunca sentía por nada ni nadie- comenzó a carcomerle la consciencia. Tenía que ser sincera con él, debía llevarle tranquilidad, a pesar de que no podía despojarse del vacío en el pecho y del orgullo herido. Alzó el rostro para mirar las mismas estrellas que él observaba. El cielo estaba límpido y ellas refulgían con fiereza, intentando, vanamente, opacada al brillo de la Luna, que los alcanzaba, incluso sin estar sobre ellos.
—Está bien —murmuró. Curvó suavemente los labios, aún henchidos por el fragor de los besos perdigados. No se atrevía, aún, a enfrentar su rostro, a pesar de que éste se encontraba oculto bajo la máscara. ¡Ansiaba verlo! Pero Madeleine había aprendido a aceptar su cobardía, que emergía en momentos como aquellos, cuando más valor requería. Apoyó su mano en el brazo de Dustin, siempre tan firme. Recordaba, perfectamente, lo protegida que se había sentido cuando él la abrazaba. Creía que nada podía salir mal si estaba junto a él. Pero se había engañado, como cada día de su vida. Todo salía mal, todo estaba mal. Ella había nacido fallada, y no quería continuar arrastrándolo en su miseria.
—No te recuerdo mucho a alguien —finalmente, con mano temblorosa, se quitó el antifaz y giró levemente su rostro para que él la viese. —Soy yo, Dustin. Soy Madeleine… Tu Madeleine —y a pesar de que se mordió el labio inferior, tragó el nudo que le oprimía la garganta, y batalló para no llorar, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y a invadir sus mejillas. El llanto era sereno, mudo, no la desgarraba. En él había añoranza, nostalgia y mucho dolor, un dolor tan profundo como esas heridas que le corroían el alma desde que era muy pequeña. No le gustaba ponerse en el lugar de víctima, pero sabía que no había tenido demasiadas opciones. Al mostrarse con él, se sintió de nuevo, como aquella niña indefensa que no sabe lo que ocurrirá, pero que tiene la certeza de que no será algo bueno, de que le hará daño y la hará llorar aún más.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Push the Sky Away → Privado
“I have not broken your heart - you have broken it; and in breaking it, you have broken mine.”
― Emily Brontë, Wuthering Heights
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Un caballo galopando hasta quebrarse los tobillos, así se sentía su corazón. Casi podía sentirlo trepar por la garganta, amenazando irse, dejarlo ahí, para siempre. Había una incertidumbre oscura en aquella sensación, pero de algún modo, también una libertad que no sabía, necesitaba. Era un ex convicto, claro, y parecía siempre sediento de cielos abiertos, sin embargo, esto era distinto. Era una necesidad que, creyó, había tenido dormida desde hace mucho, mucho tiempo y esta mujer había venido a despertarla. Con la misma imprudencia de quien le hace cosquillas a un dragón.
Agradeció la comprensión, sin decir nada y cuando su mano estuvo sobre su brazo, un nuevo escalofrío reptó por su espalda con un animal de sangre fría. Tragó saliva y fue a disculparse, para por fin poderse marchar. Margaret, su esposa, debía estarlo buscando. La culpa vino luego, pero fue breve, sobre todo por lo que vino a continuación. Giró el rostro levemente para escucharla, pero cuando se deshizo del antifaz que cubría su rostro, Dustin se separó del muro que le servía de apoyo y dio un paso hacia atrás, casi tropezando con cajas de madera llenas de basura. Abrió bien los ojos, aún con las sombras que habían amparado el acto ilícito que estaban a punto de cometer, pudo verla. Era áurea, y era limpia. Brillaba en medio de la oscuridad como una moneda en el fondo de un pozo.
—No puede ser —musitó muy quedo. Aunque era obvio que tan podía ser, que estaba siendo. No había lugar a dudas. Estiró una mano para tocar el rostro ajeno. Acarició la mejilla y los labios con la yema de los dedos. Era real, podía sentirla. Su piel aún caliente por los besos, sus mejillas aún sonrojadas. Estaba en un estado de completo asombro. Tanto era así, que no sentía otra cosa. Sonrió.
—Maddie —la llamó como si lo hiciera a la distancia—, en verdad eres tú, ¿no es así? —Luchó contra las lágrimas con toda su fuerza de voluntad, que había mermado bastante para ese entonces—. Había temido tanto que estuvieras… —tan solo pensarlo se le hizo un nudo en la garganta y no pudo continuar. Estaba demasiado contento con verla viva que ni siquiera recordó el abandono y el silencio al que lo sometió. Ella se había ido de su lado, sin darle explicaciones.
—Maddie —repitió y la abrazó. En aquel acto estuvo toda la congoja, la angustia y el amor que le tenía. Porque sí, aún la amaba. No pudo evitarlo, tenerla así entre sus brazos terminó por quebrarlo y comenzó a llorar como un maldito tonto. Y se aferraba más a ella, no era un sueño, ni un recuerdo, era Madeleine en verdad—. Yo… —se separó un poco, iba a decirle algo, y por su expresión, parecía algo importante.
—¡Dustin! —Una voz se coló por el estrecho callejón. El aludido reconoció de inmediato de quién era, era de su esposa. Dio un respingo y miró allá a donde la fiesta continuaba—. ¡Dustin! —De nuevo. Una voz femenina buscando a su esposo.
—Tengo que irme —y era una pena.
Última edición por Dustin Gallagher el Miér Mar 29, 2017 8:59 pm, editado 3 veces
Dustin Gallagher- Humano Clase Media
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Re: Push the Sky Away → Privado
Ya no recordaba la sensación de un abrazo sincero. Después de mucho tiempo, volvía a respirar, volvía a ser feliz. Aunque fuere por un instante, comprendía la magnitud de lo que había dejado atrás. Tener que soltar a Dustin había sido lo más difícil, lo único que opacaba levemente su ambición. No había ni podido despedirse de él, siquiera le había explicado el plan que había trazado junto a la mujer que decidió que ella debía tener una vida mejor. Se había avergonzado de sus acciones, y por eso había huido sin decirle adiós. ¿Cómo podía sentir vergüenza ante un hombre que la había aceptado, a pesar de ser una prostituta? Quizá, porque no había tenido demasiadas opciones. Pero podría haber escapado con él, y había elegido un camino distinto, permitiendo que las tentaciones de una vida de lujos –que junto a Dustin no tendría- tuvieran más peso que cualquier otra cosa. Había anhelado tanto ser una dama, tener dinero y posesiones, que no pensó demasiado en las consecuencias para quienes dejaba atrás. Estaba arrepentida, pero no completamente.
Madeleine también lloraba entre sus brazos. Quedó laxa entre ellos, inspirando su aroma una vez más, memorizando el sonido de su voz, que había parecido tan lejano, mientras pronunciaba su nombre. Cuánto la amaba, y cuánto lo amaba. Ya no tenía sentido negar algo así. Dustin era el único hombre que valía la pena, y debía luchar por él. No podía permitir que algo los volviera a separar. La convicción la llenó de vigor, que quedó estancado cuando una voz femenina retumbó en las paredes del callejón, llamándolo a él. ¿Quién era? Madeleine se separó un poco más, horrorizada. Sabía reconocer la expresión de un hombre cuando era atrapado en una situación indecorosa, y la idea de que él se hubiera unido a otra le ensombreció el espíritu. Claro, no podía reclamar nada, pero, de cierta forma, sentía que había sido traicionada.
—Espera —antes de que él pudiera irse, lo aferró de la muñeca. Era menuda, delgada y de baja estatura, pero era una mujer fuerte. Ejerció presión, para que no se escabullera. — ¿Quién es ella, Dustin? —la voz seguía llegando desde lejos, aunque parecía acercarse. —Es tu esposa, no necesito que me lo digas. Tu expresión me lo confirma —si de algo sabía, era de hombres. Y de hombres casados aún más. —No te diré nada, no puedo reclamar. Pero… —atacada por un impulso, lo soltó y, en un instante, lo tenía abrazado nuevamente.
—No quiero perderte una vez más —alzó el rostro, cubierto de lágrimas. —Visítame mañana, por favor —odiaba la confusión reflejada en Dustin. Él debía estar convencido, sin necesidad de que le rogara, de que ella era su camino, y no esa otra mujer, fuera quien fuera. —Toma un coche de alquiler y que te lleve a la residencia del Duque Fitzherbert —en su voz podía notarse que le imploraba que no faltase—, yo lo pagaré allí si no tienes dinero —había aprendido a reconocer cuando la ropa no era de calidad. —Antes de que preguntes, no es mi amante. Es mi difunto padre. Ahora soy una Duquesa, Dustin. Ahora soy dueña de mi propia vida, y te quiero conmigo —alzó una de sus manos y le acarició el labio inferior con el pulgar. —No te he olvidado. Jamás lo haría.
Madeleine también lloraba entre sus brazos. Quedó laxa entre ellos, inspirando su aroma una vez más, memorizando el sonido de su voz, que había parecido tan lejano, mientras pronunciaba su nombre. Cuánto la amaba, y cuánto lo amaba. Ya no tenía sentido negar algo así. Dustin era el único hombre que valía la pena, y debía luchar por él. No podía permitir que algo los volviera a separar. La convicción la llenó de vigor, que quedó estancado cuando una voz femenina retumbó en las paredes del callejón, llamándolo a él. ¿Quién era? Madeleine se separó un poco más, horrorizada. Sabía reconocer la expresión de un hombre cuando era atrapado en una situación indecorosa, y la idea de que él se hubiera unido a otra le ensombreció el espíritu. Claro, no podía reclamar nada, pero, de cierta forma, sentía que había sido traicionada.
—Espera —antes de que él pudiera irse, lo aferró de la muñeca. Era menuda, delgada y de baja estatura, pero era una mujer fuerte. Ejerció presión, para que no se escabullera. — ¿Quién es ella, Dustin? —la voz seguía llegando desde lejos, aunque parecía acercarse. —Es tu esposa, no necesito que me lo digas. Tu expresión me lo confirma —si de algo sabía, era de hombres. Y de hombres casados aún más. —No te diré nada, no puedo reclamar. Pero… —atacada por un impulso, lo soltó y, en un instante, lo tenía abrazado nuevamente.
—No quiero perderte una vez más —alzó el rostro, cubierto de lágrimas. —Visítame mañana, por favor —odiaba la confusión reflejada en Dustin. Él debía estar convencido, sin necesidad de que le rogara, de que ella era su camino, y no esa otra mujer, fuera quien fuera. —Toma un coche de alquiler y que te lleve a la residencia del Duque Fitzherbert —en su voz podía notarse que le imploraba que no faltase—, yo lo pagaré allí si no tienes dinero —había aprendido a reconocer cuando la ropa no era de calidad. —Antes de que preguntes, no es mi amante. Es mi difunto padre. Ahora soy una Duquesa, Dustin. Ahora soy dueña de mi propia vida, y te quiero conmigo —alzó una de sus manos y le acarició el labio inferior con el pulgar. —No te he olvidado. Jamás lo haría.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Push the Sky Away → Privado
“I hurt myself deeply, though at the time I had no idea how deeply. I should have learned many things from that experience, but when I look back on it, all I gained was one single, undeniable fact. That ultimately I am a person who can do evil. I never consciously tried to hurt anyone, yet good intentions notwithstanding, when necessity demanded, I could become completely self-centred, even cruel. I was the kind of person who could, using some plausible excuse, inflict on a person I cared for a wound that would never heal.”
― Haruki Murakami, South of the Border, West of the Sun
― Haruki Murakami, South of the Border, West of the Sun
Aunque Dustin no se consideraba bueno, en el estricto sentido de la palabra, pues había cometido demasiadas cosas horribles en el pasado, incluido el asesinato de la madre de la mujer que tenía enfrente (se preguntó si sabría esa parte de la historia), tampoco creía que merecía todo lo que había padecido a lo largo de los años. Era un hombre joven, y sin embargo, sentía que había vivido mil vidas ya. Que era muchos hombres, y el chico que alguna vez fue, quedó enterrado entre todas esas identidades. Aunque la presencia de Madeleine, lo traía de vuelta, como un fantasma. No, no creía ser tan pecador, tan cruel o tan terrible, y aún así, la vida se seguía ensañando con él. Como en ese instante que volvía a ver a la única mujer a la que había amado, justo ahora, que todo había cambiado.
Se detuvo cuando lo haló, se giró, pero no respondió, ni confirmó nada. ¿Para qué? Maddie siempre había sido suspicaz, y una vez más había dado en el clavo. En cambio, clavó los ojos castaños en los claros de ella. ¡Qué enorme, hermoso y temible poder poseía sobre él! Aún ahora, con los años y el abandono a cuestas. La abrazó por la cintura cuando ella lo hizo y recargó la frente en el hombro ajeno.
Oh, no… Maddie, no llores por favor…
Se separó un poco y con aprehensión miró al otro lado del callejón, de donde la voz de su esposa provenía. Luego se volvió hacia ella y dudó.
—No creo que sea buena idea —musitó—, estoy casado ahora, y tú eres una duquesa —obviamente le hacían falta piezas del rompecabezas para saber cómo había llegado a ese lugar, sin embargo, no puso en duda ni un momento las palabras de Madeleine.
Hizo amago de irse, nuevamente, pero regresó. Tomó ambas manos de la chica entre las suyas y se acercó tanto que pudo sentir su aliento. Ahora lo entendía. Comprendía por qué sintió esa familiaridad. Iba a regresar a ella, como un perro al que su amo golpea y abandona, y le es fiel, a pesar de ello. Eso era Dustin, una bestia herida y cansada, que se conformaba con una caricia y migajas. Le pesó darse cuenta de ello. Había llegado a París con nuevos bríos, incluso emocionado. Un hombre nuevo, recompuesto y reformado tras la cárcel. Y eso volvía a destruirlo.
¿Es que acaso ella no se cansaba de matarlo?
—Yo tampoco. Tampoco te he olvidado —la soltó y acomodó un mechón de cabello rubio de la joven, detrás de su oreja. En el proceso, acarició su mejilla con los nudillos, ásperos y duros, recuerdos de su pasado convicto—. Y ese es el problema, amor. Recuerdo demasiado bien el día que te fuiste. Las noches que pasé preguntando por ti. La angustia que me carcomió, ante el pensamiento de que pudo haberte pasado algo y no estuve ahí para defenderte. La memoria, esta vez, está jugando en nuestra contra —terminó por alejarse y girarse para salir del callejón.
—Me casé Madeleine, porque nunca pude superarte. Pero ella es una mujer buena, no puedo… —la miró por sobre su hombro. Suspiró—. No puedo traicionarla. He cometido demasiados errores en vida, este no será uno de ellos —y con esas palabras, terminó de salir del callejón, sin mirar atrás.
Dustin Gallagher- Humano Clase Media
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