AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Upsidedown [Leila Misrahi]
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Upsidedown [Leila Misrahi]
Acuclillado, con la mirada fiera clavada en el rival y con el cuello torcido en una posición casi imposible, Ciro parecía la estatua de una gárgola particularmente grotesca, encaramado a la techumbre de una Iglesia para provocar en todos aquellos pobres desgraciados que se acercaran el miedo de Dios. ¡Y miedo sí que daba, era cierto! Bien por su posición, bien por el peligro que emanaba de su quietud rota sólo por ocasionales espasmos o bien porque, en fin, el espartano estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies, sólo le faltaba un cartel para recordar a todo el mundo que era una mala idea acercársele demasiado. Así que, en cierto modo, sí que clavaba el miedo en lo más hondo de todos, ¿no? Pero no el miedo de Dios, sino el de uno de sus peores demonios... o mejores, según como se mirara.
Nadie lo hacía (lo de mirar, en este caso) como lo estaba haciendo él, pero es que realmente no había nadie más que él y el otro, un apestoso humano con ínfulas persas que apestaba más a hediondo camello que a otra cosa, reunidos en aquel cuchitril donde el mortal lo había encontrado. No es que fuera muy difícil hacerlo, ya que Ciro había perdido el interés que tenía en ocultarse por lo menos durante una semana (¿o había sido más? Haber sido torturado hasta la saciedad le quitaba a uno la noción del tiempo), y en ese tiempo había atraído moscardones de todo tipo hasta su presencia, como súbditos ante un rey maldito o como almas en pena que buscaban venderse al demonio. ¡Sí, esa comparación le gustaba!
En aquel instante, se veía a sí mismo como un ser del Hades, como la pesadilla de todos los humanos que se le habían acercado y que en la mayoría de los casos habían terminado como cadáveres en descomposición, esparcidos por el suelo de la choza. Para él, en la ilusión que cubría como un velo su mirada, los cuerpos eran parte de la decoración de la habitación palaciega; él, acuclillado, estaba desparramado en un trono de oro, y el hombre le estaba pidiendo audiencia. Y todo sería muy demente si no hubiera sido porque, efectivamente, el hombre frente a él le estaba pidiendo un favor, como si el vampiro fuera su rey y él un simple súbdito. Sí, la idea le gustaba, así que sonrió y se encogió de hombros. ¿Por qué no?
El encargo era tan simple que hasta su mente enferma podía aceptarlo sin problemas: atrapar a quien lo iba a atrapar (¡justicia poética!) y torturarlo (la, en realidad, porque era una mujer turca) delante de ese ser. ¿Perdón? Ciro frunció el ceño pero siguió escuchando las palabras secas y rotas, que paso a paso iban descomponiendo su ilusión para ofrecerle la visión real de la situación patética en la que se encontraba. No es de extrañar, en vista de que pronto se tuvo que enfrentar a la realidad, que lo despachara, se echara a gritar con las manos arañando las mejillas propias porque las ajenas no las tenía a mano y que corriera como un loco hasta el riachuelo más próximo para lavarse. Un pequeño ataque de cordura que, más adelante, no sería tan extraordinario como en aquel momento, en el que la lucidez le hacía tanto daño como el agua helada se lo haría a un mortal.
A medio camino entre la demencia y la lucidez, Ciro pasó los siguientes días, debatiéndose entre dejándose llevar por la violencia (cosa que hizo) o la abstinencia de sangre (cosa que no hizo). Al final, llegó a una especie de equilibrio, gracias al cual los harapos que llevaba no estaban demasiado manchados y parecía casi, casi, cuerdo, aunque sólo si no se le miraba mucho rato a los ojos. La fecha de la emboscada había llegado, y él estaba preparado aunque nadie diera ni medio duro por él, ni siquiera el que le había encargado la contraofensiva, que lo vigilaba tan de cerca que Ciro tardó aún menos de lo normal en detestarlo con todas sus ganas. Por eso, cuando el momento llegó y la mujer lo atrapó en un callejón oscuro, todo fue coser y cantar.
Una pelea rápida, en la que Ciro se movía aún más rápido que sus caóticos pensamientos; un par de dentelladas, dejar que lo hiriera (¿qué más daba que hiciera nuevas cicatrices sobre las que ya tenía? ¡Efecto superpuesto! Era la última moda en París, decían...), que creyera que tenía ventaja, hasta que él la atrapó y la llevó a su guarida, atada y bien amordazada. Todo perfecto hasta que el humano se quiso meter en medio de su maravillosa situación y se plantó delante de ellos para decirle por qué la habían atrapado y blah, blah, blah...
– Sí. Siempre es así. Condenado aburrimiento, ¿verdad? – comentó Ciro para que lo oyera únicamente la cambiante, aunque seguía con ella atrapada y sin ninguna intención de moverse mientras el otro continuaba con su perorata incesante.
Nadie lo hacía (lo de mirar, en este caso) como lo estaba haciendo él, pero es que realmente no había nadie más que él y el otro, un apestoso humano con ínfulas persas que apestaba más a hediondo camello que a otra cosa, reunidos en aquel cuchitril donde el mortal lo había encontrado. No es que fuera muy difícil hacerlo, ya que Ciro había perdido el interés que tenía en ocultarse por lo menos durante una semana (¿o había sido más? Haber sido torturado hasta la saciedad le quitaba a uno la noción del tiempo), y en ese tiempo había atraído moscardones de todo tipo hasta su presencia, como súbditos ante un rey maldito o como almas en pena que buscaban venderse al demonio. ¡Sí, esa comparación le gustaba!
En aquel instante, se veía a sí mismo como un ser del Hades, como la pesadilla de todos los humanos que se le habían acercado y que en la mayoría de los casos habían terminado como cadáveres en descomposición, esparcidos por el suelo de la choza. Para él, en la ilusión que cubría como un velo su mirada, los cuerpos eran parte de la decoración de la habitación palaciega; él, acuclillado, estaba desparramado en un trono de oro, y el hombre le estaba pidiendo audiencia. Y todo sería muy demente si no hubiera sido porque, efectivamente, el hombre frente a él le estaba pidiendo un favor, como si el vampiro fuera su rey y él un simple súbdito. Sí, la idea le gustaba, así que sonrió y se encogió de hombros. ¿Por qué no?
El encargo era tan simple que hasta su mente enferma podía aceptarlo sin problemas: atrapar a quien lo iba a atrapar (¡justicia poética!) y torturarlo (la, en realidad, porque era una mujer turca) delante de ese ser. ¿Perdón? Ciro frunció el ceño pero siguió escuchando las palabras secas y rotas, que paso a paso iban descomponiendo su ilusión para ofrecerle la visión real de la situación patética en la que se encontraba. No es de extrañar, en vista de que pronto se tuvo que enfrentar a la realidad, que lo despachara, se echara a gritar con las manos arañando las mejillas propias porque las ajenas no las tenía a mano y que corriera como un loco hasta el riachuelo más próximo para lavarse. Un pequeño ataque de cordura que, más adelante, no sería tan extraordinario como en aquel momento, en el que la lucidez le hacía tanto daño como el agua helada se lo haría a un mortal.
A medio camino entre la demencia y la lucidez, Ciro pasó los siguientes días, debatiéndose entre dejándose llevar por la violencia (cosa que hizo) o la abstinencia de sangre (cosa que no hizo). Al final, llegó a una especie de equilibrio, gracias al cual los harapos que llevaba no estaban demasiado manchados y parecía casi, casi, cuerdo, aunque sólo si no se le miraba mucho rato a los ojos. La fecha de la emboscada había llegado, y él estaba preparado aunque nadie diera ni medio duro por él, ni siquiera el que le había encargado la contraofensiva, que lo vigilaba tan de cerca que Ciro tardó aún menos de lo normal en detestarlo con todas sus ganas. Por eso, cuando el momento llegó y la mujer lo atrapó en un callejón oscuro, todo fue coser y cantar.
Una pelea rápida, en la que Ciro se movía aún más rápido que sus caóticos pensamientos; un par de dentelladas, dejar que lo hiriera (¿qué más daba que hiciera nuevas cicatrices sobre las que ya tenía? ¡Efecto superpuesto! Era la última moda en París, decían...), que creyera que tenía ventaja, hasta que él la atrapó y la llevó a su guarida, atada y bien amordazada. Todo perfecto hasta que el humano se quiso meter en medio de su maravillosa situación y se plantó delante de ellos para decirle por qué la habían atrapado y blah, blah, blah...
– Sí. Siempre es así. Condenado aburrimiento, ¿verdad? – comentó Ciro para que lo oyera únicamente la cambiante, aunque seguía con ella atrapada y sin ninguna intención de moverse mientras el otro continuaba con su perorata incesante.
Invitado- Invitado
Re: Upsidedown [Leila Misrahi]
Aquel encargo era especial, hacía años que no trabajaba sola y más aún que no tenía que acabar con un vampiro. No tenía problemas con los humanos, ya fueran cazadores o brujos, ni con licántropos o incluso cambiantes; pero los vampiros eran harina de otro costal. Nadie la dio explicaciones, cuando se trataban de encargos por pasión los clientes siempre soltaban más información de la que Leila quería escuchar pero en ese caso no hubo nada en absoluto. No tenía más que un nombre, una descripción y un lugar. París era el destino de la cambiante y allí debería apresar al ejemplar, durante semanas se dedicó a buscarle, en busca de susurros que le dieran alguna información sobre su presa. Y fue cuando ya pensaba que la habían enviado en busca de un fantasma lo localizó, no se escondía precisamente pero no era fácil de encontrar, se dedicaba a jugar a ser un dios, a disfrutar de su recién estrenada libertad con los humanos. No estaba cuerdo o al menos esa era la imagen que reflejaba en los demás, fue fácil imaginar el por qué alguien deseaba verle muerto. No hacía más que daño a la sociedad, parecía divertirse con la desesperación ajena. Leila contactó con sus clientes y les informó de sus progresos en la capital francesa, acordó una fecha y solo tuvo que esperar hasta que llegara el día.
El callejón estaba especialmente oscuro, era la única rutina que tenía aquel ser de la noche, siempre pasaba por allí a la misma hora y en la misma dirección. Leila estaba esperando en la parte alta del muro pero pareciera que Ciro hubiera conocido desde el principio el plan de la cambiante pues no tardó más de cinco minutos en evitar sus embestidas y desarmarla. Como pudo se mantuvo serena y sin convertirse, pues era el único arma sorpresa con la que contaba. Memorizó el paseo hasta el lugar en que Ciro habitaba, podría recorrerlo sin problemas en sentido inverso, así como reconocer los establecimientos que había en el camino por el olor de todo lo que vendían. Más allá de la mordaza que había tenido puesta durante todo el camino, ahora que la había liberado se mantuvo igualmente callada analizando la manera de moverse del vampiro. Este tampoco había articulado palabra y durante un rato la había dejado sola, estaba en un lugar bastante alejado del centro, parecía en ruinas y seguramente nadie la oiría en el hipotético caso de gritar, no era estúpida tan solo debía esperar con calma.
Lo que ocurrió a continuación sí la hizo rabiar en sus adentros. La presencia de ese hombre, del hijo de Faruk, su difunto marido. Todo había sido por su culpa, que ahora estuviera presa y no hubiera tenido posibilidad alguna contra Ciro se debía a un soplo del turco. Deseaba matarle como hizo con su padre. Nadie había podido probar jamás que fuera Leila junto a Tala –su hermana- quien matara a aquel vejestorio, pero los hijos siempre lo sospecharon y ese fue uno de los principales motivos para huir de allí lo antes posible. -Hijo de puta…-, siseó sin apartar la mirada de la escoria que permanecía delante. Ciro en ese instante no era importante para Leila, estaba completamente cegada y con una ira contenida en contra del moreno. Parecía desesperado y asustado pero lo disimulaba con falsa prepotencia, aprovechando que la mujer se encontraba atada. La cambiante apretó la mandíbula cuando tuvo que soportar el contacto con él, -te mataré igual que hice con él-. Aquello era una promesa, odiaba a aquella familia, odiaba lo que le recordaba y lo que significaba para ella, la cultura machista y cruel, juró que eliminaría a todo aquel que se pusiera en su camino y ese hombre se había pasado de la raya.
Fue entonces cuando la daga apareció en su mano, no tuvo que girarse para notar que Ciro estaba tras ella, ¿qué demonios significaba aquello? Él sabía que era su objetivo que trataría de matarle en algún momento… Aun así no desperdició la ocasión. Con el sigilo de siempre movió el arma para ir cortando las ataduras de sus muñecas, y el pobre diablo que la enfrentaba y se burlaba de ella no se enteraba de nada. Una vez liberada de las cuerdas ya no necesitaba el arma así que lo dejó caer al suelo de piedra. El sonido desorientó al turco que dio un paso atrás, -¿quién vacila ahora?-, espetó lanzándole hacia atrás de una patada en el abdomen. -Estás viejo… No puedes luchar tus propias batallas, me das asco-. No valía con cortarle el cuello, no valía con una muerte rápida, no para alguien como Leila, la sangre caliente corría por sus venas y el dolor de los recuerdos le impedía pensar con claridad. El gran oso rugía en su interior rogando por salir, por desmembrar a uno más de la familia como hiciera con su padre, pero esa vez no sería así. Primero destrozó sus tibias impidiendo que pudiera hacer algo más que reptar por el suelo entre gritos de dolor, y tras comprobar que Ciro se mantenía imponente entre las sombras de la habitación se sentó sobre el pecho del hombre y apresó con ambas manos su gaznate apretando con cada vez más fuerza. El mandito luchó por su vida, la golpeó y arañó hasta quedar sin aire.
La cambiante se levantó, con las marcas de los arañazos y dolor en los costados debido a los puñetazos del ahora cadáver y encaró al vampiro. Ya solo quedaban ellos y lo que pasaría a partir de entonces no estaba escrito. -Ciro...- Eso era todo lo que necesitaba decir para agradecer que la permitiera matarle, posiblemente la siguiente en morir fuera ella pero no se lo podría fácil.
El callejón estaba especialmente oscuro, era la única rutina que tenía aquel ser de la noche, siempre pasaba por allí a la misma hora y en la misma dirección. Leila estaba esperando en la parte alta del muro pero pareciera que Ciro hubiera conocido desde el principio el plan de la cambiante pues no tardó más de cinco minutos en evitar sus embestidas y desarmarla. Como pudo se mantuvo serena y sin convertirse, pues era el único arma sorpresa con la que contaba. Memorizó el paseo hasta el lugar en que Ciro habitaba, podría recorrerlo sin problemas en sentido inverso, así como reconocer los establecimientos que había en el camino por el olor de todo lo que vendían. Más allá de la mordaza que había tenido puesta durante todo el camino, ahora que la había liberado se mantuvo igualmente callada analizando la manera de moverse del vampiro. Este tampoco había articulado palabra y durante un rato la había dejado sola, estaba en un lugar bastante alejado del centro, parecía en ruinas y seguramente nadie la oiría en el hipotético caso de gritar, no era estúpida tan solo debía esperar con calma.
Lo que ocurrió a continuación sí la hizo rabiar en sus adentros. La presencia de ese hombre, del hijo de Faruk, su difunto marido. Todo había sido por su culpa, que ahora estuviera presa y no hubiera tenido posibilidad alguna contra Ciro se debía a un soplo del turco. Deseaba matarle como hizo con su padre. Nadie había podido probar jamás que fuera Leila junto a Tala –su hermana- quien matara a aquel vejestorio, pero los hijos siempre lo sospecharon y ese fue uno de los principales motivos para huir de allí lo antes posible. -Hijo de puta…-, siseó sin apartar la mirada de la escoria que permanecía delante. Ciro en ese instante no era importante para Leila, estaba completamente cegada y con una ira contenida en contra del moreno. Parecía desesperado y asustado pero lo disimulaba con falsa prepotencia, aprovechando que la mujer se encontraba atada. La cambiante apretó la mandíbula cuando tuvo que soportar el contacto con él, -te mataré igual que hice con él-. Aquello era una promesa, odiaba a aquella familia, odiaba lo que le recordaba y lo que significaba para ella, la cultura machista y cruel, juró que eliminaría a todo aquel que se pusiera en su camino y ese hombre se había pasado de la raya.
Fue entonces cuando la daga apareció en su mano, no tuvo que girarse para notar que Ciro estaba tras ella, ¿qué demonios significaba aquello? Él sabía que era su objetivo que trataría de matarle en algún momento… Aun así no desperdició la ocasión. Con el sigilo de siempre movió el arma para ir cortando las ataduras de sus muñecas, y el pobre diablo que la enfrentaba y se burlaba de ella no se enteraba de nada. Una vez liberada de las cuerdas ya no necesitaba el arma así que lo dejó caer al suelo de piedra. El sonido desorientó al turco que dio un paso atrás, -¿quién vacila ahora?-, espetó lanzándole hacia atrás de una patada en el abdomen. -Estás viejo… No puedes luchar tus propias batallas, me das asco-. No valía con cortarle el cuello, no valía con una muerte rápida, no para alguien como Leila, la sangre caliente corría por sus venas y el dolor de los recuerdos le impedía pensar con claridad. El gran oso rugía en su interior rogando por salir, por desmembrar a uno más de la familia como hiciera con su padre, pero esa vez no sería así. Primero destrozó sus tibias impidiendo que pudiera hacer algo más que reptar por el suelo entre gritos de dolor, y tras comprobar que Ciro se mantenía imponente entre las sombras de la habitación se sentó sobre el pecho del hombre y apresó con ambas manos su gaznate apretando con cada vez más fuerza. El mandito luchó por su vida, la golpeó y arañó hasta quedar sin aire.
La cambiante se levantó, con las marcas de los arañazos y dolor en los costados debido a los puñetazos del ahora cadáver y encaró al vampiro. Ya solo quedaban ellos y lo que pasaría a partir de entonces no estaba escrito. -Ciro...- Eso era todo lo que necesitaba decir para agradecer que la permitiera matarle, posiblemente la siguiente en morir fuera ella pero no se lo podría fácil.
Leila Misrahi- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 17
Fecha de inscripción : 23/08/2016
Re: Upsidedown [Leila Misrahi]
No había absolutamente nada en Ciro que pudiera relacionarse con un crío: ni su físico, imponente; ni su aspecto, desaliñado pero de forma bestial y no casualmente desordenada; ni, sobre todo, su psique, maquiavélica y violenta como la que más. Ni siquiera su expresión sádica daba muestras de nada remotamente pueril, así que no tenía sentido la asociación de ideas con un infante, y aun así a él se le pasó por la cabeza en un momentito que se estaba empezando a aburrir con la misma facilidad que un niño pequeño. Efectivamente, la charla de aquel que lo había “contratado” (¡ja, como si él fuera a ser alguna vez empleado de alguien que no fuera él mismo!) lo había aburrido tanto que había acelerado la decisión de darle un puñal a Leila para que se lo cargara, esperando que el espectáculo lo entretuviera mínimamente. Y, no iba a mentir, algo sí lo hizo, pero muy mala tenía que ser la muerte para que no le hiciera pasar un rato agradable en el que sólo le faltaba un aperitivo para que todo fuera perfecto. En defensa de Leila, eso sí que lo hacía bien.
Así pues, Ciro observó, callándose todos sus pensamientos mientras éstos se iban de viaje a lo largo y ancho de su cráneo, imaginando cómo habría hecho él esto y aquello, como si fuera un tutor que la estuviera examinando en vez de una presa a la que ella había permitido unos segundos de ventaja que no estaba aprovechando. Que no se le malinterpretara, sabía perfectamente que iba a ir a por él en cuanto terminara, pero prefería que todo fuera instantáneo, en el momento, ¡ya!, que andar pensando en lo que haría y en cada paso que daría antes incluso de mover sus pies en esa dirección. La planificación, que antaño le había sido propia por eso de ser un general maravilloso (¡eh, la historia lo decía, no solamente su ego!), en ese instante preciso le dolía como las secuelas de la tortura de Fausto, que aún tenía grabadas en la piel y, sobre todo, en la mente. Secreta e íntimamente, sospechaba que ya no se le pasarían nunca, y su siguiente desafío era acostumbrarse a vivir con ello el resto de sus días. Y amén.
– Leila. – imitó, sonriendo de forma burlona, e identificando a su rival, que durante sus diatribas mentales se había ocupado del rival y ahora se encontraba muerto, dejándolos fantásticamente solos. Y, ay, si se hubiera tratado de otro momento, en una vida diferente, a Ciro le habría encantado que lo dejaran solo con un ejemplar de mujer como ella, pero el espartano ya no atendía a asuntos de la carne a menos que éstos tuvieran relación con despedazarla y desgarrarla, así que ni siquiera podía tomar la tangente en el encuentro. Qué tragedia... Para ella. – Te ha gustado el regalo, ¿no? No pensaba hacértelo, pero no tengo nada contra ti todavía, ¡date tiempo!, y él ya me había aburrido. No es personal, todos me provocáis lo mismo tarde o temprano, sólo que él lo ha hecho antes. – aclaró, encogiéndose de hombros, y aprovechó ese instante para lanzarse muy rápidamente y empujarla para que cayera al suelo, sobre el cadáver.
Ella esperaba un encontronazo con Ciro, y él sería magnánimo (sí, así se sentía, definitivamente) y se lo daría, pero no debía ni podía esperar regularidad en un combate con él porque, en fin, si era incapaz de concentrarse en una charla, menos en una pelea. Sí que podía atacar rápido, como lo estaba haciendo, pero se detuvo y ladeó el rostro para mirarla con el ceño fruncido, como si hubiera captado algo diferente en ella que en un primer vistazo se le había pasado de largo. Pensativo, se llevó un pulgar a los labios y lo mordisqueó, con tan poco cuidado que sus colmillos lo agujerearon y se hizo una pequeña herida que manchó sus labios de sangre, aunque no dejó que se le escurriera por la barbilla y por la barba porque la lamió antes. Sí, él, que hasta hacía bien poco no permitía que su sangre fuera derramada (era demasiado valiosa; y seguía creyéndolo, efectivamente, pero le daba más igual en ocasiones, en aquellas en las que no le importaba en exceso), toda una curiosidad que cualquiera que lo conociera señalaría, pero que a ella no tenía por qué intrigarla porque, hasta donde él supiera, no tenía demasiada idea de quién era, más allá de tratarse de una presa.
– Qué aburrimiento, ¿no? Me quieres hacer lo que él te iba a hacer a ti, una forma de cerrar el círculo. – reflexionó, se encogió de hombros y succionó en la herida de su pulgar hasta que se cerró. Después, embriagado de su propia sangre, cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir había algo de lucidez en ellos. – ¿Qué eres? ¿Lobo, oso? De sangre caliente seguro, esos cambiantes son diferentes a vosotros, pero no logro identificar qué. ¿Si te transformas y luchamos crees que nos divertiríamos más que manteniendo esa forma tuya? Es agradable de mirar, pero ya no estoy interesado en tu mercancía. Si quieres vivir, tendrás que tenerme entretenido. – advirtió, de nuevo, pero sin acritud, simplemente exponiendo el hecho, esa certeza a la que había llegado antes pero que sabía cierta sin ningún ápice de duda.
Con su pregunta aún en el aire, Ciro se puso en posición defensiva y entornó los ojos, esperando el ataque que sabía que llegaría por parte de la cambiante, Leila, que lo había querido capturar y ahora lo tenía en bandeja. Aunque fuerte, Ciro como rival podía ser un tanto errático, y él mismo lo sabía; la mejor estrategia era seguir la que él había dicho, entretenerlo, o incluso pasar de eso y derrotarlo de entrada. El problema era, con eso último, que por muy cambiante que fuera, Ciro seguramente era muchísimo más animal que ella, porque esa bestialidad que le habían dado los siglos y se la había intensificado el sufrimiento no había nadie que pudiera imitarla. ¿Tal vez, entonces, pudiera considerarse parte de su encanto natural, o es que por eso se le había terminado ese magnetismo que solía tener y que no pasaba desapercibido para nadie? Una pregunta interesante; se la haría a Leila, tal vez, si es que sobrevivía al encuentro.
Así pues, Ciro observó, callándose todos sus pensamientos mientras éstos se iban de viaje a lo largo y ancho de su cráneo, imaginando cómo habría hecho él esto y aquello, como si fuera un tutor que la estuviera examinando en vez de una presa a la que ella había permitido unos segundos de ventaja que no estaba aprovechando. Que no se le malinterpretara, sabía perfectamente que iba a ir a por él en cuanto terminara, pero prefería que todo fuera instantáneo, en el momento, ¡ya!, que andar pensando en lo que haría y en cada paso que daría antes incluso de mover sus pies en esa dirección. La planificación, que antaño le había sido propia por eso de ser un general maravilloso (¡eh, la historia lo decía, no solamente su ego!), en ese instante preciso le dolía como las secuelas de la tortura de Fausto, que aún tenía grabadas en la piel y, sobre todo, en la mente. Secreta e íntimamente, sospechaba que ya no se le pasarían nunca, y su siguiente desafío era acostumbrarse a vivir con ello el resto de sus días. Y amén.
– Leila. – imitó, sonriendo de forma burlona, e identificando a su rival, que durante sus diatribas mentales se había ocupado del rival y ahora se encontraba muerto, dejándolos fantásticamente solos. Y, ay, si se hubiera tratado de otro momento, en una vida diferente, a Ciro le habría encantado que lo dejaran solo con un ejemplar de mujer como ella, pero el espartano ya no atendía a asuntos de la carne a menos que éstos tuvieran relación con despedazarla y desgarrarla, así que ni siquiera podía tomar la tangente en el encuentro. Qué tragedia... Para ella. – Te ha gustado el regalo, ¿no? No pensaba hacértelo, pero no tengo nada contra ti todavía, ¡date tiempo!, y él ya me había aburrido. No es personal, todos me provocáis lo mismo tarde o temprano, sólo que él lo ha hecho antes. – aclaró, encogiéndose de hombros, y aprovechó ese instante para lanzarse muy rápidamente y empujarla para que cayera al suelo, sobre el cadáver.
Ella esperaba un encontronazo con Ciro, y él sería magnánimo (sí, así se sentía, definitivamente) y se lo daría, pero no debía ni podía esperar regularidad en un combate con él porque, en fin, si era incapaz de concentrarse en una charla, menos en una pelea. Sí que podía atacar rápido, como lo estaba haciendo, pero se detuvo y ladeó el rostro para mirarla con el ceño fruncido, como si hubiera captado algo diferente en ella que en un primer vistazo se le había pasado de largo. Pensativo, se llevó un pulgar a los labios y lo mordisqueó, con tan poco cuidado que sus colmillos lo agujerearon y se hizo una pequeña herida que manchó sus labios de sangre, aunque no dejó que se le escurriera por la barbilla y por la barba porque la lamió antes. Sí, él, que hasta hacía bien poco no permitía que su sangre fuera derramada (era demasiado valiosa; y seguía creyéndolo, efectivamente, pero le daba más igual en ocasiones, en aquellas en las que no le importaba en exceso), toda una curiosidad que cualquiera que lo conociera señalaría, pero que a ella no tenía por qué intrigarla porque, hasta donde él supiera, no tenía demasiada idea de quién era, más allá de tratarse de una presa.
– Qué aburrimiento, ¿no? Me quieres hacer lo que él te iba a hacer a ti, una forma de cerrar el círculo. – reflexionó, se encogió de hombros y succionó en la herida de su pulgar hasta que se cerró. Después, embriagado de su propia sangre, cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir había algo de lucidez en ellos. – ¿Qué eres? ¿Lobo, oso? De sangre caliente seguro, esos cambiantes son diferentes a vosotros, pero no logro identificar qué. ¿Si te transformas y luchamos crees que nos divertiríamos más que manteniendo esa forma tuya? Es agradable de mirar, pero ya no estoy interesado en tu mercancía. Si quieres vivir, tendrás que tenerme entretenido. – advirtió, de nuevo, pero sin acritud, simplemente exponiendo el hecho, esa certeza a la que había llegado antes pero que sabía cierta sin ningún ápice de duda.
Con su pregunta aún en el aire, Ciro se puso en posición defensiva y entornó los ojos, esperando el ataque que sabía que llegaría por parte de la cambiante, Leila, que lo había querido capturar y ahora lo tenía en bandeja. Aunque fuerte, Ciro como rival podía ser un tanto errático, y él mismo lo sabía; la mejor estrategia era seguir la que él había dicho, entretenerlo, o incluso pasar de eso y derrotarlo de entrada. El problema era, con eso último, que por muy cambiante que fuera, Ciro seguramente era muchísimo más animal que ella, porque esa bestialidad que le habían dado los siglos y se la había intensificado el sufrimiento no había nadie que pudiera imitarla. ¿Tal vez, entonces, pudiera considerarse parte de su encanto natural, o es que por eso se le había terminado ese magnetismo que solía tener y que no pasaba desapercibido para nadie? Una pregunta interesante; se la haría a Leila, tal vez, si es que sobrevivía al encuentro.
Invitado- Invitado
Re: Upsidedown [Leila Misrahi]
Gruñó por el contacto contra el cadáver y el suelo frío, mas ninguna palabra salió de sus labios mientras Ciro se divertía jugando al despiste. No estaba en una posición ventajosa como acostumbrara, sus encargos eran resueltos de manera rápida y limpia, no se entretenía en detalles, simplemente acababa con la vida de quien debía y cobrara su dinero. Nada tenía de común la situación en que se encontraba, su vida dependía en gran parte de tener a un vampiro entretenido, a alguien tan impredecible como las tormentas de verano. No podía tratar de dialogar con él, su única opción era vencerle en una pelea que sin duda dejaría mella en la cambiante. Pensaba a la misma velocidad que parecía hacerlo el vampiro, se estaban midiendo mutuamente y jamás se daban la espalda. Era un ejemplar fuerte, podría decirse que potente pero de alguna forma parecía desorientado, como si no tuviera clara la manera en que debía actuar, sus movimientos y sus gestos daban a entender a Leila que podría confundirle si ella era quien llevara el compás de la lucha. Su idea no era matarle, le debía eso al haberla dejado asesinar a quien la quería muerta, pero si este –por el contrario- deseaba acabar con su vida todo se vendría abajo y se convertiría en una lucha de guerreros por mera supervivencia. Pero decírselo, decirle que no quería matarle posiblemente fuera tomado por Ciro como una muestra de debilidad, como una petición de paz por su parte y eso haría que perdiera la poca paciencia que parecía tener.
Leila Misrahi, aun en el suelo repasó la historia de su vida. Sus comienzos junto a Tala en una familia que no era la propia, ambas trabajando como sirvientas, la generosidad de aquel que las enseñó a combatir, a blandir espadas, cuchillos y dagas; a vivir por la muerte. Aquel hombre les había regalado una nueva oportunidad en la vida y ambas estarían eternamente agradecidas, fue únicamente gracias a él por lo que continuaban con vida y actualmente libres. Llevaban años matando por dinero, sin pesar, sin remordimientos, acabando con las vidas que otras personas consideraban innecesarias… Y ahora tenía delante a su último encargo. Sintió miedo, uno que tan solo había sentido cuando mató a su primera víctima, a su marido. Aquella vez temió por su hermana, esta por sí misma.
Su animal interior estaba arañando a Leila por salir, se sentía cada vez más amenazada por Ciro y sus comentarios, -Y aunque lo estuvieras no ibas a tocarme, prefiero clavarme un puñal que ceder mi cuerpo al control de un hombre-, espetó. Su manera de hablar ya no era tan calma y medida como antes, se sabía más violenta, más animal. Ya no estaba tendida en el suelo sino agazapada en cuclillas, rara vez usaba su forma úrsida para pelear, disfrutaba trabajando con armas blancas; pero ¡ay! ¿dónde habrían quedado las suyas? No tenía mochila, no tenía las dagas entre la ropa, nada de plata cerca; tan solo el puñal con el que había matado a aquel despojo humano que yacía en el suelo. Lo sujetó con la diestra y lo lanzó contra el vampiro. Sabía que eso no iba a impedir un enfrentamiento, sino que daba pie a él; pero necesitaba una distracción que la diera el tiempo suficiente para convertirse. Como era de esperar, el vampiro centró su atención en evitar el impacto del puñal y el cuerpo de Leila fue cambiando –por suerte para ella con rapidez-. Ante Ciro apareció un oso pardo, un oso de unos ciento cincuenta kilos y dos metros de altura si se ponía sobre las patas traseras. En ese cuerpo era Leila tan solo al cincuenta por ciento, el animal dominaba sus acciones y atacaría al menor indicio de peligro, sus garras fuertes y gruesas desgarraban cualquier cosa que tuviera delante, la mandíbula era poseedora de una fuerza muy superior a la de cualquier vampiro y estaba armada por unos colmillos del tamaño de un índice humano.
La que hacía un momento parecía una situación desventajosa para Leila, ahora había dado un giro de ciento ochenta grados. Ciro no parecía tan juguetón, su gesto había cambiado por completo y ahora sí parecía alertado por la competencia, no tardó en recomponerse y volver a marcar una postura defensiva frente a ella pero ya no veía a la joven frágil que podría haber desangrado o incluso desmembrado con facilidad, tenía ante él a una bestia más grande que él, igualmente fiera y con una capa de pelaje y grasa capaz de soportar peleas y ataques durante bastante tiempo. Un gruñido de júbilo rasgó la garganta del úrsido, ¿qué más quería esa osa que ser liberado y tener una presa a la que dar caza? Estaba deseosa de probar su sangre, de derribarle de un manotazo y sentir la ira de su oponente, la adrenalina corría por sus venas y era posible que para entonces Ciro fuera el único que pudiera detener una de las dos muertes. La pelea la comenzó la bestia, inició la carrera hacia el vampiro en el poco espacio que los separaba y chocó contra su cuerpo con toda la fuerza que pudo haciéndole retroceder hasta la pared pero sin conseguir que cayera al suelo. Las manos de Ciro, así como sus brazos, luchaban por que el hocico de Leila no lograra alcanzar su propio cuerpo. Lucha de titanes en una guerra que ni les pertenecía.
Leila Misrahi, aun en el suelo repasó la historia de su vida. Sus comienzos junto a Tala en una familia que no era la propia, ambas trabajando como sirvientas, la generosidad de aquel que las enseñó a combatir, a blandir espadas, cuchillos y dagas; a vivir por la muerte. Aquel hombre les había regalado una nueva oportunidad en la vida y ambas estarían eternamente agradecidas, fue únicamente gracias a él por lo que continuaban con vida y actualmente libres. Llevaban años matando por dinero, sin pesar, sin remordimientos, acabando con las vidas que otras personas consideraban innecesarias… Y ahora tenía delante a su último encargo. Sintió miedo, uno que tan solo había sentido cuando mató a su primera víctima, a su marido. Aquella vez temió por su hermana, esta por sí misma.
Su animal interior estaba arañando a Leila por salir, se sentía cada vez más amenazada por Ciro y sus comentarios, -Y aunque lo estuvieras no ibas a tocarme, prefiero clavarme un puñal que ceder mi cuerpo al control de un hombre-, espetó. Su manera de hablar ya no era tan calma y medida como antes, se sabía más violenta, más animal. Ya no estaba tendida en el suelo sino agazapada en cuclillas, rara vez usaba su forma úrsida para pelear, disfrutaba trabajando con armas blancas; pero ¡ay! ¿dónde habrían quedado las suyas? No tenía mochila, no tenía las dagas entre la ropa, nada de plata cerca; tan solo el puñal con el que había matado a aquel despojo humano que yacía en el suelo. Lo sujetó con la diestra y lo lanzó contra el vampiro. Sabía que eso no iba a impedir un enfrentamiento, sino que daba pie a él; pero necesitaba una distracción que la diera el tiempo suficiente para convertirse. Como era de esperar, el vampiro centró su atención en evitar el impacto del puñal y el cuerpo de Leila fue cambiando –por suerte para ella con rapidez-. Ante Ciro apareció un oso pardo, un oso de unos ciento cincuenta kilos y dos metros de altura si se ponía sobre las patas traseras. En ese cuerpo era Leila tan solo al cincuenta por ciento, el animal dominaba sus acciones y atacaría al menor indicio de peligro, sus garras fuertes y gruesas desgarraban cualquier cosa que tuviera delante, la mandíbula era poseedora de una fuerza muy superior a la de cualquier vampiro y estaba armada por unos colmillos del tamaño de un índice humano.
La que hacía un momento parecía una situación desventajosa para Leila, ahora había dado un giro de ciento ochenta grados. Ciro no parecía tan juguetón, su gesto había cambiado por completo y ahora sí parecía alertado por la competencia, no tardó en recomponerse y volver a marcar una postura defensiva frente a ella pero ya no veía a la joven frágil que podría haber desangrado o incluso desmembrado con facilidad, tenía ante él a una bestia más grande que él, igualmente fiera y con una capa de pelaje y grasa capaz de soportar peleas y ataques durante bastante tiempo. Un gruñido de júbilo rasgó la garganta del úrsido, ¿qué más quería esa osa que ser liberado y tener una presa a la que dar caza? Estaba deseosa de probar su sangre, de derribarle de un manotazo y sentir la ira de su oponente, la adrenalina corría por sus venas y era posible que para entonces Ciro fuera el único que pudiera detener una de las dos muertes. La pelea la comenzó la bestia, inició la carrera hacia el vampiro en el poco espacio que los separaba y chocó contra su cuerpo con toda la fuerza que pudo haciéndole retroceder hasta la pared pero sin conseguir que cayera al suelo. Las manos de Ciro, así como sus brazos, luchaban por que el hocico de Leila no lograra alcanzar su propio cuerpo. Lucha de titanes en una guerra que ni les pertenecía.
Leila Misrahi- Cambiante Clase Media
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Fecha de inscripción : 23/08/2016
Re: Upsidedown [Leila Misrahi]
Ciro estuvo tentado, por un momento, de hacer una pequeña cuenta atrás, a ver cuánto le costaba a la mujer transformarse en la criatura peluda (¡qué ganas de saber cuál y ver si había acertado! Aunque sabía, obviamente, que sí lo había hecho) que escondía detrás de su aspecto civilizado y exótico. Si no lo hizo fue porque, bueno, ella la atacó y se defendió, y aunque Ciro era un hombre que sabía hacer varias cosas a la vez (sorprendente, ¿a que sí?), en aquel momento prefirió centrarse en esquivar y estudiar a la vez cada uno de los movimientos de la rival. ¿Por qué? Porque a veces le fallaba el subconsciente de brillante general, quien prefería saber a qué se enfrentaba antes de dar mordiscos sin ton ni son, y esa había sido una de esas veces… Que antes, por cierto, solían ser mucho más frecuentes, pero, en fin, había perdido la práctica y la sana costumbre.
Ante sus ojos, antes de que lo que él hubiera dicho, ella finalmente se transformó, y sintió cierta satisfacción al darse cuenta de que, efectivamente, era un oso. ¡Y vaya pedazo de oso! Una bestia de semejante calibre, si estaba suelta por las calles de París, causaría el terror como su sola presencia bastaba para hacer la mayor parte de las veces; si no, directamente se mandaría al circo, donde se le pondría una pajarita para el entretenimiento del público que disfrutaba con los animales encadenados. ¿Podía considerarse Ciro uno de ellos? Bueno, dependía; con aquél (¿o aquella? Siendo un oso era más difícil darle un sexo u otro) sí que disfrutaría viéndolo revolverse contra cadenas de… ¿plata? Por qué no. Pero únicamente porque lo estaba atacando, y Ciro notaba que, en breve, empezaría a aburrirse, lo cual nunca era buena señal.
Si le importara lo más mínimo, tal vez se habría planteado, extenuado, por qué demonios su capacidad de atención se había visto reducida a la de un escolar, o peor, a la de un infante, pero lo cierto era que Ciro tenía cosas mejores en las que pensar que esa, como por ejemplo danzar con un feroz oso pardo que… bueno. Era enorme. No se andaría con las minucias de pretender calcular su altura o su peso porque, ¡hola!, lo tenía encima, sabía empíricamente que era enorme, pesado y maloliente, ¡y eso que la fama de lo último a veces se la había llevado él en los últimos tiempos! Ah, semejante desidia por su integridad física iba a terminar con él, pero en fin, que batalló contra el oso, que daba la impresión de haber estado siempre ahí en vez de proceder de una joven a la que le había salvado el cuello.
– Eres una maldita desagradecida, Leila. – escupió, casi literalmente, pero no lo hizo, igual que no resolló ni se dejó dominar por la avasallante criatura que se le había venido encima como una avalancha, excepto porque no se encontraba cerca de una montaña. Demonios, ¡si ni siquiera se encontraba en un bosque, que era donde más probablemente podía encontrarse uno con un oso! Un sitio abandonado, un edificio que se caía a pedazos (como su cabeza, mira, eso que tenía en común con el lugar que lo rodeaba), y un vampiro luchando contra un oso, gruñéndole y ganándose un mordisco a cambio de poder empujarlo y marcar su propio territorio. – Odio sangrar, bestia parda. Esta me la pagas. – espetó, totalmente inconsistente con la realidad de que muchas veces su sangre sí le gustaba probarla, y atacó.
La ventaja de que Ciro estuviera totalmente desquiciado es que nunca nadie tenía en cuenta que era mucho más de lo que aparentaba. Cuando alguien lo miraba podía confundirlo con un mendigo con ínfulas (por eso de que el orgullo de rey no se lo quitaba nada, ni siquiera el sol si alguna vez decidía salir a darle un abrazo), o con un hombre elegante pero debilucho, pero no había nada más lejos de la realidad. Ciro era una bestia con un caparazón apto para todos los públicos y con aspecto más o menos civilizado, sobre todo si se le comparaba con un oso; pero bestia, a fin de cuentas. Y su fuerza, la fuerza de los siglos y de la educación espartana, podían tomar por sorpresa hasta a un oso, especialmente a uno que seguía satisfecho por haberlo mordido.
¡Ja! Él se había dejado morder. Él, que se había envalentonado con el olor de su propia sangre, se movió rápidamente, y no solamente placó al oso, sino que saltó a su espalda para aprisionar su cuello con los brazos firmes, de hierro, que poseía. Si bien el oso era un rival fuerte y sus garras defendiéndose lo estaban hiriendo, a Ciro le daba bastante igual porque no dejaba de ejercer presión, como si de una presa hidráulica se tratara y el animal fuera el objeto a aplastar. Así, Ciro no pensaba, sólo actuaba; no tenía en cuenta las heridas del oso en él, cada vez más, y simplemente lo ahogaba… lo ahogaba… hasta que lo tiró al suelo (al oso) y cayó él también (el espartano).
– Deberíamos hacer esto más a menudo. – sonrió, con la sangre tiñendo sus dientes de sonrisa perfecta, en caso de mostrarla amigable, y no sádica, como estaba haciendo en aquel momento. Se miró al cuerpo magullado y vio las heridas, pero también notó que se empezaban a curar y que no tenían nada que envidiar a las que le había hecho su némesis, así que no le importaron lo más mínimo y volvió a mirar al animal, que resollaba. – Pero ya me estás aburriendo. Y mira que me considero inteligente, pero que una bestia me ataque sin motivo, bueno, me parece una estupidez y una pérdida del tiempo por tu parte, Leila. – comentó, llamándola de nuevo por su nombre y apelando a una parte humana que no estaba muy seguro de encontrar en su rival. Bueno… Algo haría.
Ante sus ojos, antes de que lo que él hubiera dicho, ella finalmente se transformó, y sintió cierta satisfacción al darse cuenta de que, efectivamente, era un oso. ¡Y vaya pedazo de oso! Una bestia de semejante calibre, si estaba suelta por las calles de París, causaría el terror como su sola presencia bastaba para hacer la mayor parte de las veces; si no, directamente se mandaría al circo, donde se le pondría una pajarita para el entretenimiento del público que disfrutaba con los animales encadenados. ¿Podía considerarse Ciro uno de ellos? Bueno, dependía; con aquél (¿o aquella? Siendo un oso era más difícil darle un sexo u otro) sí que disfrutaría viéndolo revolverse contra cadenas de… ¿plata? Por qué no. Pero únicamente porque lo estaba atacando, y Ciro notaba que, en breve, empezaría a aburrirse, lo cual nunca era buena señal.
Si le importara lo más mínimo, tal vez se habría planteado, extenuado, por qué demonios su capacidad de atención se había visto reducida a la de un escolar, o peor, a la de un infante, pero lo cierto era que Ciro tenía cosas mejores en las que pensar que esa, como por ejemplo danzar con un feroz oso pardo que… bueno. Era enorme. No se andaría con las minucias de pretender calcular su altura o su peso porque, ¡hola!, lo tenía encima, sabía empíricamente que era enorme, pesado y maloliente, ¡y eso que la fama de lo último a veces se la había llevado él en los últimos tiempos! Ah, semejante desidia por su integridad física iba a terminar con él, pero en fin, que batalló contra el oso, que daba la impresión de haber estado siempre ahí en vez de proceder de una joven a la que le había salvado el cuello.
– Eres una maldita desagradecida, Leila. – escupió, casi literalmente, pero no lo hizo, igual que no resolló ni se dejó dominar por la avasallante criatura que se le había venido encima como una avalancha, excepto porque no se encontraba cerca de una montaña. Demonios, ¡si ni siquiera se encontraba en un bosque, que era donde más probablemente podía encontrarse uno con un oso! Un sitio abandonado, un edificio que se caía a pedazos (como su cabeza, mira, eso que tenía en común con el lugar que lo rodeaba), y un vampiro luchando contra un oso, gruñéndole y ganándose un mordisco a cambio de poder empujarlo y marcar su propio territorio. – Odio sangrar, bestia parda. Esta me la pagas. – espetó, totalmente inconsistente con la realidad de que muchas veces su sangre sí le gustaba probarla, y atacó.
La ventaja de que Ciro estuviera totalmente desquiciado es que nunca nadie tenía en cuenta que era mucho más de lo que aparentaba. Cuando alguien lo miraba podía confundirlo con un mendigo con ínfulas (por eso de que el orgullo de rey no se lo quitaba nada, ni siquiera el sol si alguna vez decidía salir a darle un abrazo), o con un hombre elegante pero debilucho, pero no había nada más lejos de la realidad. Ciro era una bestia con un caparazón apto para todos los públicos y con aspecto más o menos civilizado, sobre todo si se le comparaba con un oso; pero bestia, a fin de cuentas. Y su fuerza, la fuerza de los siglos y de la educación espartana, podían tomar por sorpresa hasta a un oso, especialmente a uno que seguía satisfecho por haberlo mordido.
¡Ja! Él se había dejado morder. Él, que se había envalentonado con el olor de su propia sangre, se movió rápidamente, y no solamente placó al oso, sino que saltó a su espalda para aprisionar su cuello con los brazos firmes, de hierro, que poseía. Si bien el oso era un rival fuerte y sus garras defendiéndose lo estaban hiriendo, a Ciro le daba bastante igual porque no dejaba de ejercer presión, como si de una presa hidráulica se tratara y el animal fuera el objeto a aplastar. Así, Ciro no pensaba, sólo actuaba; no tenía en cuenta las heridas del oso en él, cada vez más, y simplemente lo ahogaba… lo ahogaba… hasta que lo tiró al suelo (al oso) y cayó él también (el espartano).
– Deberíamos hacer esto más a menudo. – sonrió, con la sangre tiñendo sus dientes de sonrisa perfecta, en caso de mostrarla amigable, y no sádica, como estaba haciendo en aquel momento. Se miró al cuerpo magullado y vio las heridas, pero también notó que se empezaban a curar y que no tenían nada que envidiar a las que le había hecho su némesis, así que no le importaron lo más mínimo y volvió a mirar al animal, que resollaba. – Pero ya me estás aburriendo. Y mira que me considero inteligente, pero que una bestia me ataque sin motivo, bueno, me parece una estupidez y una pérdida del tiempo por tu parte, Leila. – comentó, llamándola de nuevo por su nombre y apelando a una parte humana que no estaba muy seguro de encontrar en su rival. Bueno… Algo haría.
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