Shatter Me → Privado

La línea clara del amanecer ya se empezaba a notar en el horizonte. El frío del alba calaba los huesos y eso provocó que se abrazara a sí mismo, tratando de amilanar su efecto. De su boca, el vaho provocado por el viento helado producía volutas que se elevaban para luego desaparecer. Tenía los zapatos mojados, el saco roto y una ceja abierta, cuya sangre comenzaba ya a formar una costra; quien sabe, si no se atendía y suturaba, quizá le quedaría una fea cicatriz. Por fortuna Riagán era un hombre autosuficiente y sabía cómo hacer esas curaciones, no era la primera, y seguro no sería la última trifulca del estilo en su maldita vida de estafador. Se había visto envuelto en una triste pelea de taberna. La cosa es que no lo había buscado; sólo había estado en el lugar equivocado, aunque no dejaba de pensar que él había detonado todo.

Había ido en aras de perseguir una de sus estafas, quería convencer a un hombre de que invirtiera en su negocio, claro que nada de eso era verdad. Pero su cita no se presentó y cuando tuvo a mal preguntar por él («hey, ¿conoces a Claude Poussin?»), un corpulento sujeto se puso de pie, vociferó algo respecto al susodicho y trató de atacarlo. Otro lo defendió, y así comenzó todo. En medio de la revuelta se enteraría que Poussin era un mafioso temido y agradeció que no apareciera; nadie en sus cinco sentidos se atrevería a estafarlo. Quedaba demostrado así que todavía no conocía París como debería, pues ese era un error de novato. También se enteró que su atacante era enemigo de Poussin y su salvador uno de sus hombres. No le entendió bien, pero al parecer le trató de decir que su jefe estaba huyendo y escondido y por eso no había asistido a la cita. Eso a Riagán le sonó muy familiar, así que ni siquiera pudo enojarse.

Huyó en cuanto pudo, no sin golpes de por medio. Y ahí iba ahora, porque claro, él había propuesto una hora indecible para su cita y Poussin había aceptado, ahora todo le hacía sentido, el hombre no salía a plena luz del día.

Se llevó las manos a las axilas, para calentarlas y escuchó un paso o dos chapotear en el agua de un charco. Se giró momentáneamente, sin dejar de caminar. Maldijo por lo bajo, ¿lo estaba siguiendo? Apresuró el paso, deseó que en ese instante amaneciera de una buena vez, aunque no sabía por qué, el día no había demostrado ser más seguro que la noche, en su experiencia. De nuevo escuchó pasos atrás, calle arriba. Se detuvo al fin y dio media vuelta. Entornó la mirada y oteó las sombras. Su respiración agitada dejaba trazos de su aliento frío en el aire.


—¿Puedo ayudarte? —Al fin habló con firmeza, sin llegar a gritar. Pensó que podía tratarse de un gato, pero para qué se engañaba, no era un animal quien provocaba esos ruidos. Estaba acostumbrado a cubrirse las espaldas, conocía cómo era esto. Sin embargo, más que nunca, le pesó no conocer al cien por ciento París.