Oda a los muertos –Priv.

La brisa tardía, suspiro del crepúsculo, se regodeaba ofreciendo caricias a los rostros del mundo durante su peregrinaje en duelo al sol. El viento acarreaba las voces de una ciudad adormecida que, sobreviviente al baño de lluvia, se disponía a calzarse sus mejores tacones para inaugurar la algarabía del ocio nocturno. El aroma a cilantro, hierba húmeda, tierra revuelta y pétalos huérfanos desbordaba desde los terrenos del cementerio parisense, inspirando a los transeúntes para detenerse e inmiscuirse en sus serpenteantes callejuelas, sus laberintos de lápidas, mausoleos y ángeles custodios de granito. Radu esperaba que aquellas decenas de pares de ojos inertes no repararan en su presencia y cantaran al demonio que se encontraba allí sin su permiso.

Eran contadas las ocasiones en las que el joven Rosenthal merodeaba por zonas desiertas, un par de eternas cadenas nacían de los grilletes que ataviaban sus muñecas, escoltándole el paso sin intenciones de callarse sus metálicos quejidos; si alguien le veía en un sitio como aquel y en esas condiciones, lo más probable –por no decir evidente– resultaría ser que acabara jugando a las escondidas con alguna horda devota de la cruz. ¿Por qué estaba tomándose la libertad de correr ese peligro? Por puro capricho, claro está, pero esta vez también existía un motivo más esencial.
En el cielo despuntaban parpadeantes las estrellas y la luna destronaba al sol, vestida de halo casi perfecto. Así era, dos noches restaban para que el astro soberano en las tinieblas se exhibiera completo en sus siniestros dominios y la maldición que derramaba sobre los hombres con dos pieles se hacía inminente. Radu, pues, sabía que su hermano le ataría de pies y manos, que le confinaría en el pozo especialmente cavado en su honor hasta que la bestia sin moral se desvaneciera, dejando a su paso un cuerpo exhausto y débil, además de una mente ofuscada y confusa. Bertok disfrutaba de tenerlo en la palma de su mano, gozaba del juego del tira y afloja donde él siempre decidía si jalar o soltar. El más joven detestaba esa soberbia y su incapacidad de violar el pacto en vistas de concretar su venganza, por eso también había inaugurado un pasatiempo de esparcimiento personal por el cual escapaba de vez en cuando y se dejaba atrapar cuando ya se sentía satisfecho. Los castigos no eran un problema, su hermano podía torturarlo, insultarlo y aplastarlo, pero jamás asesinarlo y con eso bastaba.

La ilusión de la luna llena se anunciaba mediante susurros a los oídos de sus hijos, fastidiándoles como los zumbidos de los insectos, recordándoles que eran enteramente de su propiedad. A Radu le exasperaba interpretar el papel de perro de compañía cuando el lobo ardía de impaciencia por liberarse en su interior, por ello había escapado, incluso a sabiendas de que su opresor se enfurecería más de la cuenta, siendo que llevaba un claro registro de los ciclos lunares.
Desde hacía tiempo que sentía la necesidad de dar un paseo entre los muertos, quizá para recordarse que continuaba existiendo y que cargaba con un propósito; pero también existía aquel remordimiento mudo alumbrado en el momento de despedir a su último familiar con vida. No había contado con el privilegio de ofrecer cómoda sepultura a su padre, a su hermano o a su madre y de vez en cuando añoraba el poder postrarse frente a sus lápidas para dejarles oír que allí estaba, que sus pasos sobre la tierra estaban aún frescos y que yacería con ellos el día en que enterrara la bala de plata en el corazón del último traidor.
Pero ellos no estaban allí. No en París, no en Francia, ni siquiera conocía el paradero final de sus cuerpos en Alemania. Ningún rastro.
Sin embargo, nada le privaba de visitar los lechos eternos de centenares de nombres desconocidos, privilegio que le había impulsado a encontrarse en aquel lugar.

Afortunadamente no había viudas en las inmediaciones, ningún hijo con noticias al viento o nieto en posesión de flores. Era Radu el único ser viviente dentro de aquel vasto bosque de difuntos. Se perdió en los confines del cementerio, allí donde yacían los vestigios de alguna otra era, región desolada y maltrecha, pues hasta los familiares de aquellos que descansaban bajo tierra habían fallecido y el tiempo se había tragado cualquier indicio de su paso por el mundo.
Halló un inmenso monumento, una pila de ángeles de mármol que custodiaban, ya corroídos, la tumba de una estirpe aristocrática. Escaló los cuerpos de roca y se tumbó sobre los brazos del alado más alto, dispuesto a dormir como todos, solo que con la esperanza de volver a despertar.
Para cuando abrió los ojos, el sol ya había desaparecido y la luna destellaba como el orbe de un gato que le espiara desde el cielo. Se acomodó en su rígido lecho, con intención de ordenar las estrellas de modo en que conformaran siluetas reconocibles.
–¿No está un poco oscuro para un paseo en el cementerio? –Comentó en voz alta–, ¿es que no le temes a los fantasmas? –A continuación se incorporó y enfocó la visión en dirección del único camino que conducía hasta aquel rincón. Ya no estaba solo y le pareció oportuno que así fuera.