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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Inna Văcărescu Lun Ene 16, 2017 6:37 pm

«Ahora ya no son niñas pequeñas, ahora son Mujercitas»
Louisa May Alcott

Más que sus hermanas, Zoya y Katia eran como sus hijas. Había colocado sobre sus hombros la crianza de éstas, cuando sus padres, demasiado egoístas, demasiado egocéntricos, demasiado carentes de amor, decidieron que los tres frutos de su matrimonio no eran tan importantes como sus propios problemas. Inna, como la mayor, indefectiblemente, acurrucó bajo sus alas a las dos menores. Zoya, la más débil, la más frágil, era la que demandaba mayor atención; Katia, sin embargo, era la más pequeña, y no podía simplemente ignorarla. Se creó entre ellas una relación diferente, sin las peleas habituales de los hermanos, sin la complicidad propia del vínculo.

El matrimonio Plisetski pasaba temporadas ausente. Fiódor, el padre de las jovencitas, demasiado abocado a su vida militar; Evyenia, si bien vivía bajo el mismo techo que sus hijas, disfrutaba de las fiestas y las bondades de ser parte de la corte de la zarina. Las tres muchachas se encerraron, armaron un bloque para soportar el abandono. Ni su dedicación al ballet pudo socavar el afecto que decidieron brindarse, entendiendo que se tenían la una a la otra, y que no podían contar con nadie más. No fue fácil de asimilar, no dejaban de ser unas niñas, pero entendieron que la única posesión importante era el amor fraternal.

A pesar de que la adultez las distanció, Inna continuó apoyando la carrera de Katia. Aquel día, el ballet las unió una vez más, ya que la menor tenía una presentación. La licántropo, lejos de querer una reunión con niños, decidió que sólo llevaría a Zoya, que necesitaban aquel tiempo para las tres. Se emocionó hasta las lágrimas al ver a su hermana en escena, aplaudió efusivamente, y aceptó como una madre, las felicitaciones de los presentes. No hubo quien no la reconociera: Inna Plisétskaya –ahora Văcărescu- era una verdadera leyenda viviente, y cualquiera que se jactase de conocer mínimamente de baile, sabía quién era ella. No soltó la mano de Zoya en ningún momento, y el trayecto hacia los camarines, fue más largo de lo esperado.

Disculpa, cariño, esa gente estuvo a punto de enloquecernos —sabía de lo difícil que resultaba para Zoya la vida social. Le acomodó, en un maternal gesto, un mechón rubio que caía por su frente. La tomó del rostro con ambas manos y le sonrió. —Estuviste fantástica. Te desenvolviste maravillosamente —volvió a tomarla de la mano, sin esperar una respuesta.

Oh lalá… ¡Qué visión de los dioses! —un vestuarista salía del camarín donde se suponía, se encontraba Katia. —¿Cuántos años sin verte, querida Inna? —le dio un efusivo abrazo y le besó ambas mejillas.

¡Gerard! Ahora que te encargas de mi hermana, me olvidaste por completo —bromeó. Inna, en secreto, extrañaba la vida tras bambalinas. Pensó en que su marido no estaría muy contento con el prolongado contacto entre su antiguo amigo y ella.

Eso jamás, preciosa —le acarició el mentón con el dedo índice. —¿A quién tenemos aquí? —observó a Zoya, que se mantenía un paso atrás de su hermana. Inna no la había soltado. —Pero si eres tú, Zoya. ¡Cada día más hermosa! Qué trío de mujeres las Plisétskaya. El sueño de todo hombre —bromeó. Gerard era homosexual. —Katia está adentro. Hoy estuvo estupenda —les abrió la puerta para que ingresasen. Se despidieron, nuevamente, con un abrazo y un beso en cada mejilla.

Inna y Zoya ingresaron, la primera sonriendo, pues Gerard siempre era un motivo de alegría. El aroma del camarín, los brillos, la iluminación, le provocaron una sensación de nostalgia, de la cual no lograría desprenderse jamás. Aquella había sido su vida, lo que la había salvado del desastre, la que le había dado la posibilidad de romper el terrible vínculo con sus padres. El ballet la había salvado de sí y de los demás, y esperaba que lo mismo hubiera hecho con Katia. La menor se encontraba sentada, de espaldas a ellas, aunque podían verse a través del espejo. A su derecha, en un jarrón, descansaba el ramo de treinta y seis rosas blancas que le habían regalado sus hermanas antes de salir a escena.

No tengo palabras para describir lo sideral que estuviste —se sentía una ridícula, pues los ojos se le llenaron de lágrimas una vez más. —Eres tan maravillosa —decidió seguir contemplándola a través del reflejo. Le gustó el cuatro que componían las tres en aquella intimidad.
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Mensaje por Katia Plisétskaya1 Mar Mayo 30, 2017 9:12 pm


Yo soy el consumidor de mis males,
se levantan y desaparecen en el anfitrión inconsciente,
como sombras en el amor y el olvido de la muerte.

—John Clare.



Katia había nacido para el ballet, ese era su inigualable talento, y gracias a su hermana Inna, había conseguido sacarle provecho. Sin embargo, también fue ese mismo oficio el que terminó distanciándolas. La menor de las Plisétskaya tenía que estar viajando de manera constante, e Inna, bueno, ella ya era una mujer adulta con grandes responsabilidades, lo que hizo que no pudiera hacerse cargo de Katia, en especial, de su evolución emocional. Había desarrollado alexitimia con los años, y de no ser por Antonina, su tutora particular, aquello la habría consumido en el completo aislamiento. Pero quiso Dios que no fuese de ese modo. En el ballet encontró una forma de hacer catarsis, de apartar de sí misma todo ese terrible mal que la destrozaba, aunque ella no era consciente de ello.

Aquella noche estaría presente en uno de los eventos más importantes de su carrera como bailarina. Aunque los nervios la atacaron en un principio, su desenvolvimiento en público fue realmente increíble y los aplausos no se hicieron esperar, en especial los de su hermana mayor. Inna había dejado su puesto en buenas manos, Katia había demostrado que estaba hecha para el ballet, y siempre lo demostraba. Su mal no era impedimento alguno para que ella no se esforzara en el escenario, incluso, practicaba durante tantas horas, que a Antonina solía preocuparle en gran medida su salud. Por eso fue que le insistió a Inna para que se acercara ese día, sabiendo que la mayor de las hermanas Plisétskaya se encontraba en la ciudad.

Luego de que toda aquella parafernalia acabó, Katia se sumió de nuevo en su mente en blanco. Se aisló en su camarín, incluso hizo caso omiso al vestuarista, pero ellos ya estaban acostumbrados a esa faceta de la joven luego de cada presentación, la asociaban con cansancio, quizás. No obstante, no permaneció sola por mucho tiempo, porque luego, tras un par de minutos, ingresaron sus dos hermanos, a quienes observó a través del espejo. Algo en Katia se quebró; sus manos empezaron a sudar y el pulso se le aceleró. Tuvo que respirar hondo para intentar sosegarse, sin saber muy bien el porqué.

Se giró, mostrándole su mejor sonrisa a Inna. Antonina siempre le pedía que sonriera, sin importar la ocasión, que lo hiciera, y ella creyó que era lo mejor cuando sus hermanas aparecieron. Toda una infancia con ellas, ahora parecían tan distantes.

«¿Sideral?» —Anotó aquello en su mente como intentando comprender a qué se refería. Supuso que era algo bueno, así que, simplemente, asintió—. Gracias, que bueno que pudieron venir. Ha pasado mucho tiempo...

Katia no solía conversar mucho, apenas decía lo necesario. Aunque en el escenario parecía una joven espontánea y expresiva, lo cierto es que, detrás de bambalinas, era todo lo contrario. Sintió que sus ojos se humedecieron; desconoció el motivo. Pero antes de poder mencionar una palabra más, entró Antonina, con una amplia sonrisa. Su cabello negro azabache le restaba años, a pesar de estar rondando los cincuenta.

—¡Inna y Zoya! Hacía tanto que no las veía. Me alegro que estén aquí, en especial tú, Inna —habló Antonina, con esa voz fuerte que tanto la caracterizaba—. Estuviste grandiosa, Katia. Fueron muchas horas de entrenamiento y valió la pena. —Aquello lo dijo con demasiado énfasis, dirigiéndole la mirada a Inna, como queriendo confirmarle lo que le había escrito en la carta que le envió—. Bien, las dejo solas. La familia necesita estar unida y yo debo atender unos asuntos afuera. ¡Disfruten este momento, mis niñas!

Antonina abandonó el camarín, con la firme convicción de que aquel encuentro fuera un motivo para afianzar de nuevo los lazos de las hermanas. Katia necesitaba tanto a sus hermanas, a pesar de no percatarse de ello.


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