Victorian Vampires
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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Melchior Jue Ene 26, 2017 10:10 pm



Brothers in madness
el impulso que guía al hombre hacia el pecado es el de sentirse más humano

Polvo, faldas, tacones, adoquines; ¿qué tanto más podía acaparar un roedor en su campo de visión? Pero París no era un simple océano de bajas maravillas, los ojos eran solo una herramienta y la más inútil de todas las del cuerpo. París era humareda, era pan recién horneado, fruta madura, jazmines y alcohol; era peste de alcantarilla, orina felina, vino agrio y papel; también océano, madera, especias y sudor. Más aún, exquisita sinfonía de atroces chirridos, multitudinaria algarabía, relinchos, ladridos, cánticos descoordinados, plegarias, sermones sacerdotales, gemidos, suspiros y el latir de millares de corazones.
Y cuán anonadado hubiese quedado en un comienzo el lirón, frente a tan suntuoso bosque de oportunidades, donde el follaje eran ventanales iluminados, toldos de colores y letreros de hierro doblegado; las malezas carruajes, pomposos vestidos, hambrientos pordioseros, puestos ambulantes y farolas mortecinas. Los troncos los hacían edificios, abismales en toda su extensión, dotados de bocas y ojos de cristal, que durante el día observaban las calles aledañas y de noche celaban su alumbrado seno.

Sortear pasos era una actividad de lo más entretenida, escalar abrigos un reto tentador, pero menos riesgoso y confidencial era surcar tejados o escarbar entre cimientos. También estaban los callejones sin concurrencia para realizar la transición de niño a roedor y viceversa, así como para vigilar la caza de tesoros ambulantes, siempre pendiendo en propiedad de los hombres.
Escapar de la rutina se había vuelto una costumbre, Melchior se negaba a asistir a sus clases de francés, tío Reginald insistía en que era fundamental que aprendiera el idioma cuanto antes, que comunicarse resultaba esencial en sociedad. Pero lo esencial para el niño eran la ciudad y sus aventuras, insectos entre ladrillos, las interpretaciones de un tímido violinista que se resguardaba del público en su reducido apartamento, aunque no de las polillas y el lirón.
Que la historia era necesaria, las matemáticas, primordiales; la música, un privilegio; la ciencia, imprescindible. La insistencia se tornaba sofocante y el huérfano se encontraba plenamente satisfecho con sus catorce años de existencia desprovista de historia, matemáticas, música y ciencias; a él le bastaban los aromas, los sonidos y la observación, su mundo se reducía voluntariamente a un extenso campo de tesoros por capturar.

Aunque París fuera su escenario preferido, en aquella ocasión, había optado por alejarse de las multitudes y sus cacharros destellantes para internarse en los vastos parajes que le recordaban a su antiguo hogar. Quizá no se hubiese inmerso en los bosques, creía que ya había tenido suficiente de corteza y ramas, pero la hierba abrazando su reducido cuerpo resultaba, sin lugar a dudas, sumamente familiar.
Iba ocioso y se le ocurrió probar a surcar el pastizal con la anatomía que su tío le obligaba a vestir. El forraje no era tan ameno al tacto de la piel humana como lo era al pelaje de un lirón, pero no era desagradable, hacía cosquillas.
Ascendió hasta la cima de una colina y reparó en que, en las proximidades, existía un modesto poblado de agricultores. Las casas parecían brotar del suelo, como las flores en primavera, y esparcían hacia el cielo su humeante respiración; eran custodiadas por un ejército de estacas pulidas que se tomaban de las manos e impedían que el ganado se aventurara más allá de sus dominios. Al mismo tiempo, restringía la entrada de carnívoros intrusos.
Melchior se encontraba desnudo y no disponía de los ánimos para relacionarse con la gente que adornaba la tierra con frutos, pero estaba hambriento. Optó por alejarse del poblado y pasearse por los alrededores; logró hurtar tres huevecillos de un nido desguarnecido y engullir su contenido, arrojando a su paso los fragmentos de cascarón.

El viento trajo consigo el hedor del agua estancada y guio al curioso jovencito hasta un inmenso pantano. El estado enmohecido de las raíces salientes, el constante gotear del follaje y la tierra inestable bajo sus pies le quitaron toda voluntad de adentrarse más allá. No podía ignorar el complejo malestar que le infundían las almas que merodeaban por los alrededores, tan desagradables y pútridas como todo lo que nacía a orillas del negro caudal.
Se instaló a la sombra de un árbol, suficientemente lejos de la aldea y prudentemente apartado del fangal. Hacía algunas horas que se había fugado de la casa, tras atestarle una mordida a su instructor de francés cuando éste, en un impetuoso intento por acaparar su atención, le había agitado bruscamente el brazo. No deberían demorar demasiado en iniciar su búsqueda, tío Reginald estaría sumamente enfadado y se saldría de sus casillas cuando, al igual que siempre, Melchior simplemente le ignorara durante la reprimenda. Aquella que le encontraría sin importar dónde se escondiera era Emeraude, contaba con un séquito de espíritus obedientes que siempre daban con su paradero; pero al niño no le importaba que ella supiera dónde estaba, la curiosa personalidad de la joven hacía que se sintiera a gusto en su compañía y, aunque también la hiciera enloquecer con sus berrinches, siempre volvía a recurrir a ella cuando tenía una petición.
Se recargó contra el tronco del árbol e inició un entretenido juego por el cual debía descubrir siluetas entre las hojas de la copa.
Un conejo.
Una tortuga.
El rostro de un caballo.
Un ave en pleno vuelo.
Tal vez un sombrero.
Melchior
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Mensaje por Emeraude Archambault Miér Abr 12, 2017 1:08 am

Había pasado, quizá horas, postrada en su cama, sin ánimos de querer mover un músculo; no se sentía tan animada como de costumbre, y ni siquiera quiso acudir a las hierbas para ahorrarse el desasosiego que le albergaba en ese instante. Afuera hacía un lindo día, uno que valía la pena disfrutar, sin embargo, ella no quiso ni asomarse por la ventana. Por más que una doncella le insistió en repetidas veces que abandonara su lecho, no quiso. Emeraude era testaruda cuando se lo proponía, en especial, cuando su humor estaba más oscuro que cualquier noche en el bosque. Era casi imposible hacerla abandonar ese estado luctuoso; sólo había que esperar su recuperación espontánea. Al menos así lo dictaba Reginald, quien, ya acostumbrado a perder la batalla en ese caso, dejaba a la jovencita en paz.

Había recibido noticias de Eliette hacía varios días, le comentaba que estaba bien, que todo marchaba con viento en popa y que aprendía muchísimo con los bibliotecarios en la Inquisición, pero, seguía extrañándola, y rezaba para que, en algún momento, todo aquello que las separaba terminara. Era, sin duda, una súplica noble de su parte. No obstante, para Emeraude parecía no haber esperanzas, su propia magia la estaba condenando, y desde que se había topado con aquel joven extraño en la biblioteca, las cosas no eran las más comunes. Prefería que su hermana gemela estuviera alejada, aunque le doliera muy en el fondo.

¿Por qué no podía simplemente tener una vida normal?

El grito histérico que dio el instructor de francés le dio la respuesta: Ella no vivía con personas normales. Aquello la llevó a suspirar repetidas veces, con una pesadumbre, que ni ella, creía que era real. Sin embargo, todo el alboroto de abajo fue suficiente para hacerla reaccionar un poco, quedando sentada en el borde de su cama, mirando un punto fijo en la pared, mientras oía como Reginald lanzaba improperios en otro idioma. Emeraude sonrió, y negando ligeramente con la cabeza, se arrastró de su lugar para poder llegar al vestíbulo con odiosa lentitud. Su tío estaba enojado, el profesor de francés estaba silente, como una tumba, pero en su cara se evidenciaba el malestar.

—Adivino, ¿Melchior lo hizo de nuevo? —dijo, como si se tratara de cualquier cosa, ni siquiera mostró sorpresa—. No puede estar muy lejos, ya regresará. Siempre lo hace.

—Ve a buscarlo mejor, a ti si te... bueno, no sé cómo llamarlo, pero al menos te hará caso —respondió Reginald, dando por zanjada con la conversación.

Emeraude se quedó mirando el suelo, luego sus manos entrelazadas sobre la falda de su vestido, y, finalmente, la enorme puerta que daba hacia la salida principal de la residencia. Le daría un coscorrón a Melchior cuando lo encontrara, y no por el embrollo que causó, sino, por haberla sacado de su estado catatónico. ¡Y lo peor! Tenía que usar magia para hallarlo, y eso no cabía dentro de sus planes, pero no tenía otra alternativa. Fue entonces que, estando ya sola, se dedicó a hacer uso de la rabdomancia para hallar la ubicación exacta del menor. Si bien podía consultarle a sus espíritus, aquella práctica solía agotarla más de lo pensado, así que prefería optar por métodos más sencillos, e igualmente eficaces.

Luego de largos minutos de consulta con el péndulo, éste finalmente cayó sobre una zona en el mapa, una que se encontraba bastante retirada. Emeraude suspiró con hastío; el lugar en cuestión era bastante predecible. De haber estado segura al cien por ciento, se habría ahorrado tiempo valioso. Pero, antes de continuar lamentándose, fue en busca de aquel revoltoso. Primero optó por viajar un coche, luego, simplemente, se internó en el bosque, cruzando una larga senda de árboles y vegetación, para así poder toparse, después de un largo rato, con Melchior, quien reposaba bajo la sombra cálida de un árbol.

—De sombrero te van a dejar la cabeza si sigues causando desastres en casa —habló, una vez cerca de él—. Al menos vístete, ya no eres el niño de la selva. —Le dejó caer la ropa encima—. De nada.


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