AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El Ventarrón | Privado
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El Ventarrón | Privado
T oda la noche el viento había galopado a diestro y siniestro por la colina, bramando, apoyando siempre sobre una sola nota. A ratos cercaba la mansión, se metía por las rendijas de las puertas y de las ventanas y revolvía los tules del mosquitero. No hacía más que incrementar las pesadillas de la duquesa, males que la ubicaban huyendo de licántropos y cosas peores. Haber visto a uno de esos transformarse en sus propios calabozos había sido fatal para su moral, y se le estaba notando en los ánimos y en la mirada.
A cada vez Capucine encendía la luz de su vela, que titubeaba, resistía un momento y se apagaba de nuevo. Cuando su criada de confianza entró en el cuarto, cerca de las tres de la mañana, la encontró recostada sobre el hombro izquierdo, respirando con dificultad y gimiendo.
– ¡Mi señora! ¡Mi señora!
El llamado la incorporó en el lecho. Para poder mirar Aimée separó y echó sobre la espalda la oscura y lisa cabellera.
– Mi señora, ¿soñabais?
– Oh sí, sueños horribles.
– ¿Por qué dormís siempre sobre el corazón? Es malo para vuestra salud.
– Ya lo sé. ¿Qué hora es? ¿Por qué esta ventolera? ¿Se aproxima una tormenta?
– Así me temo. Estamos trasladando a la gente en los sótanos. Si se rompe alguna ventana… Dios nos libre.
Capucine estaba tan somnoliente que quiso cerrar de inmediato los ojos, pero entonces recordó que su objeto más preciado también estaba en riesgo.
– ¡Aimée, mi telescopio! – exclamó incorporándose de inmediato y vistiéndose a velocidad – ¡Daos prisa! Haced que los hombres me acompañen arriba con todas las cuerdas que tengan.
Bajo un cielo revuelto, allá, contra la tempestad, Capucine ordenaba con bravura que antes de resguardas las propias vidas, reforzaran su gran telescopio. Su amor, el mensajero entre los astros y ella. Sus sirvientes le anunciaban que había llegado gente de los alrededores a refugiarse, pero ella no escuchaba; sólo asentía. Como nunca, empuñaba ataduras entre sus manos para salvar su contacto con universos foráneos. Increíblemente, aquello la hizo más fuerte. Le recordó que, no importaba lo que ocurriera en la Tierra o qué tan potentes fueran las pisadas de los gigantes, siempre serían menos que una partícula de arena flotando en la colosal masa del cosmos.
A cada vez Capucine encendía la luz de su vela, que titubeaba, resistía un momento y se apagaba de nuevo. Cuando su criada de confianza entró en el cuarto, cerca de las tres de la mañana, la encontró recostada sobre el hombro izquierdo, respirando con dificultad y gimiendo.
– ¡Mi señora! ¡Mi señora!
El llamado la incorporó en el lecho. Para poder mirar Aimée separó y echó sobre la espalda la oscura y lisa cabellera.
– Mi señora, ¿soñabais?
– Oh sí, sueños horribles.
– ¿Por qué dormís siempre sobre el corazón? Es malo para vuestra salud.
– Ya lo sé. ¿Qué hora es? ¿Por qué esta ventolera? ¿Se aproxima una tormenta?
– Así me temo. Estamos trasladando a la gente en los sótanos. Si se rompe alguna ventana… Dios nos libre.
Capucine estaba tan somnoliente que quiso cerrar de inmediato los ojos, pero entonces recordó que su objeto más preciado también estaba en riesgo.
– ¡Aimée, mi telescopio! – exclamó incorporándose de inmediato y vistiéndose a velocidad – ¡Daos prisa! Haced que los hombres me acompañen arriba con todas las cuerdas que tengan.
Bajo un cielo revuelto, allá, contra la tempestad, Capucine ordenaba con bravura que antes de resguardas las propias vidas, reforzaran su gran telescopio. Su amor, el mensajero entre los astros y ella. Sus sirvientes le anunciaban que había llegado gente de los alrededores a refugiarse, pero ella no escuchaba; sólo asentía. Como nunca, empuñaba ataduras entre sus manos para salvar su contacto con universos foráneos. Increíblemente, aquello la hizo más fuerte. Le recordó que, no importaba lo que ocurriera en la Tierra o qué tan potentes fueran las pisadas de los gigantes, siempre serían menos que una partícula de arena flotando en la colosal masa del cosmos.
Última edición por Capucine de La Tousche el Mar Mar 28, 2017 5:26 pm, editado 1 vez
Capucine de La Tousche- Realeza Francesa
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Re: El Ventarrón | Privado
La noche estaba cálida, el frió y fuerte viento proveniente del norte otorgaba un ambiente agradable en medio de los grandes árboles del bosque cercano a una pequeña villa.
El cuerpo inerte y desnudo de una joven mujer se encontraba apoyado en un grueso tronco de un árbol junto a un arroyo, sus ojos semi-abiertos aun tenían restos de lagrimas que recorrían sus ahora blancas mejillas. Tenía dos agujeros perfectamente redondos en su cuello, con finos hilos de sangre fresca saliendo de ellos. Lo que parecía ser su ropa estaba a unos cuantos metros de ella cubierto de barro y con claros signos de haber sido desgarrada.
A su lado el joven Elliot arreglaba su ropa, aun habían manchas rojas en la comisura de sus labios, se acerco al arroyo y dejo que la corriente limpiara sus manos, tomo un poco de agua entre ellas para lavar su rostro y boca, finalmente aprovecho de peinar su cabello, con la ayuda de sus húmedos dedos.
Se acerco y arrodillo junto al cuerpo de la joven, acaricio suavemente su fría mejilla y sonrió al ver su rostro sin expresión.
- Lo siento preciosa señorita - Comenzó a decirle entre suspiros - A veces no puedo controlarme - Se encogió de hombros a modo despreocupado, se acerco un poco mas hasta que sus labios rozaron una de sus orejas del ahora cadáver - Pero te diré un secreto, eres una de las mas deliciosas que he saboreado - entre risas se aparto y se interno en el oscuro bosque, dejando que los animales del bosque se ocuparan de su cuerpo.
El viento aumento, no había duda de que se aproximaba una tormenta. El joven Bellerose camino unas horas disfrutando de la noche, estaba satisfecho, hace tiempo no tenía esa sensación de saciedad tan agradable, la sonrisa no se borraba de su rostro.
Se detuvo al escuchar pasos apresurados y voces femeninas a poca distancia, sus ojos siguieron a dos mujeres que avanzaban rápidamente por el camino que conducía a una mansión. Eliott sonrió aun mas al ver esa escena, a pesar de que ya no tenía hambre no era mala idea preparar su próxima cena con anticipación, por lo cual siguió a las jóvenes.
Cuando llegaron a la entrada de la mansión, el joven vampiro vio la oportunidad de unírseles y ganarse rápidamente su confianza, mientras ellas esperaban que alguien les abriera la gran puerta.
- Buenas noches señoritas, se aproxima una gran tormenta ¿Que hacen en esta zona tan tarde? - Preguntó intentando parecer interesado y preocupado, mantuvo una sonrisa cálida todo el tiempo, para no levantar sospechas, pero al parecer su plan iba bien encaminado, las dos jóvenes se miraron y rieron entre ellas.
- Nos quedamos en el bar de la villa por más tiempo del que pensábamos, íbamos de camino a nuestra cabaña, pero ... - Contestó la que parecía ser la mayor de ambas, pero antes de poder terminar su historia la gran puerta se abrió y después de un intercambio de palabras los tres lograron entrar para resguardarse del mal tiempo.
Justo a tiempo, grandes gotas comenzaron a empapar las ventanas y la sombra de los árbol cercanos se movían ferozmente con el vendaval que recién iniciaba. El que parecía ser uno de los empleados los guio a unas habitaciones cercanas, pero las múltiples voces que venían del piso superior llamo la atención de Elliot, quien se separo del pequeño grupo y comenzó a recorrer la mansión. Llego a uno de los pisos superiores donde varios hombres trabajaban velozmente, observó con atención desde umbral de la puerta como una joven mujer daba las órdenes.
El cuerpo inerte y desnudo de una joven mujer se encontraba apoyado en un grueso tronco de un árbol junto a un arroyo, sus ojos semi-abiertos aun tenían restos de lagrimas que recorrían sus ahora blancas mejillas. Tenía dos agujeros perfectamente redondos en su cuello, con finos hilos de sangre fresca saliendo de ellos. Lo que parecía ser su ropa estaba a unos cuantos metros de ella cubierto de barro y con claros signos de haber sido desgarrada.
A su lado el joven Elliot arreglaba su ropa, aun habían manchas rojas en la comisura de sus labios, se acerco al arroyo y dejo que la corriente limpiara sus manos, tomo un poco de agua entre ellas para lavar su rostro y boca, finalmente aprovecho de peinar su cabello, con la ayuda de sus húmedos dedos.
Se acerco y arrodillo junto al cuerpo de la joven, acaricio suavemente su fría mejilla y sonrió al ver su rostro sin expresión.
- Lo siento preciosa señorita - Comenzó a decirle entre suspiros - A veces no puedo controlarme - Se encogió de hombros a modo despreocupado, se acerco un poco mas hasta que sus labios rozaron una de sus orejas del ahora cadáver - Pero te diré un secreto, eres una de las mas deliciosas que he saboreado - entre risas se aparto y se interno en el oscuro bosque, dejando que los animales del bosque se ocuparan de su cuerpo.
El viento aumento, no había duda de que se aproximaba una tormenta. El joven Bellerose camino unas horas disfrutando de la noche, estaba satisfecho, hace tiempo no tenía esa sensación de saciedad tan agradable, la sonrisa no se borraba de su rostro.
Se detuvo al escuchar pasos apresurados y voces femeninas a poca distancia, sus ojos siguieron a dos mujeres que avanzaban rápidamente por el camino que conducía a una mansión. Eliott sonrió aun mas al ver esa escena, a pesar de que ya no tenía hambre no era mala idea preparar su próxima cena con anticipación, por lo cual siguió a las jóvenes.
Cuando llegaron a la entrada de la mansión, el joven vampiro vio la oportunidad de unírseles y ganarse rápidamente su confianza, mientras ellas esperaban que alguien les abriera la gran puerta.
- Buenas noches señoritas, se aproxima una gran tormenta ¿Que hacen en esta zona tan tarde? - Preguntó intentando parecer interesado y preocupado, mantuvo una sonrisa cálida todo el tiempo, para no levantar sospechas, pero al parecer su plan iba bien encaminado, las dos jóvenes se miraron y rieron entre ellas.
- Nos quedamos en el bar de la villa por más tiempo del que pensábamos, íbamos de camino a nuestra cabaña, pero ... - Contestó la que parecía ser la mayor de ambas, pero antes de poder terminar su historia la gran puerta se abrió y después de un intercambio de palabras los tres lograron entrar para resguardarse del mal tiempo.
Justo a tiempo, grandes gotas comenzaron a empapar las ventanas y la sombra de los árbol cercanos se movían ferozmente con el vendaval que recién iniciaba. El que parecía ser uno de los empleados los guio a unas habitaciones cercanas, pero las múltiples voces que venían del piso superior llamo la atención de Elliot, quien se separo del pequeño grupo y comenzó a recorrer la mansión. Llego a uno de los pisos superiores donde varios hombres trabajaban velozmente, observó con atención desde umbral de la puerta como una joven mujer daba las órdenes.
Elliot Bellerose- Vampiro Clase Alta
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Re: El Ventarrón | Privado
P or órdenes de la Duquesa, se desplegaron las prudencias necesarias para afirmar el telescopio. Competían contra el tiempo, poderoso combatiente que, a medida que transcurría, inclinaba la balanza otro tanto a su favor. El viento se ponía más agresivo, inestable e impredecible, pero Capucine era más terca que él. Incluso una vez que sus hombres le aseguraron que su joya querida no sufriría impacto alguno, ella se le quedó viendo con inseguridad y congoja.
¿Y si se caía? ¿Y si su sueño de partía en miles de pedazos ante sus ojos? ¿Cuándo, cómo volvería a tener un telescopio como ese? Capucine no era tonta. Tenía razón en su fatalista sensación. Si perdía su preciado objeto, nunca más volvería acercarse a los astros. Lo planetas se alejarían aún más y los cometas se burlarían de ella al pasar. Qué vergüenza. Qué deplorable sería ser ella.
– Está bien, Madame La Tousche. Dejadlo. Esto es muy peligroso. – dijo Aimée, tranquilizando a su señora. Tuvo que tomarla del brazo para hacerla avanzar. Ella, al igual que el resto de las personas de la mansión, se tenía que refugiar.
Ante de que pudiera bajar, los ojos rasgados de Capucine chocaron con otros más grandes y eclipsados. Debía haberlo visto antes, pero no recordaba en dónde ni cuándo.
– Es Monsieur Bellerose, señora. – le susurró la criada al oído. Era deber de una duquesa conocer a los súbditos de la Corona.
Capucine agradeció la ayuda y se dirigió al hombre casi gritando, porque apenas podía oír con el aire impiadoso, impactando contra ella.
– ¡Monsieur Bellerose!, ¿me escucháis? no suméis vuestra puesta en peligro a mi imprudencia. Hay que refugiarnos cuanto antes. ¿Vuestra familiar os acompaña? Informadme todo cuanto habéis visto mientras nos guarecemos de este terrible vendaval.
¿Y si se caía? ¿Y si su sueño de partía en miles de pedazos ante sus ojos? ¿Cuándo, cómo volvería a tener un telescopio como ese? Capucine no era tonta. Tenía razón en su fatalista sensación. Si perdía su preciado objeto, nunca más volvería acercarse a los astros. Lo planetas se alejarían aún más y los cometas se burlarían de ella al pasar. Qué vergüenza. Qué deplorable sería ser ella.
– Está bien, Madame La Tousche. Dejadlo. Esto es muy peligroso. – dijo Aimée, tranquilizando a su señora. Tuvo que tomarla del brazo para hacerla avanzar. Ella, al igual que el resto de las personas de la mansión, se tenía que refugiar.
Ante de que pudiera bajar, los ojos rasgados de Capucine chocaron con otros más grandes y eclipsados. Debía haberlo visto antes, pero no recordaba en dónde ni cuándo.
– Es Monsieur Bellerose, señora. – le susurró la criada al oído. Era deber de una duquesa conocer a los súbditos de la Corona.
Capucine agradeció la ayuda y se dirigió al hombre casi gritando, porque apenas podía oír con el aire impiadoso, impactando contra ella.
– ¡Monsieur Bellerose!, ¿me escucháis? no suméis vuestra puesta en peligro a mi imprudencia. Hay que refugiarnos cuanto antes. ¿Vuestra familiar os acompaña? Informadme todo cuanto habéis visto mientras nos guarecemos de este terrible vendaval.
Capucine de La Tousche- Realeza Francesa
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Re: El Ventarrón | Privado
Las gotas de la fuerte lluvia que ya estaba sobre ellos, golpeaban de lleno en los cristales de las grandes ventanas, el viento las sacudía, parecía que en cualquier comento estas darían una bienvenida a la ventisca en la mansión.
Elliot observo por un par de minutos intentando de descifrar que era ese objeto que los hombres aseguraban con tanto ímpetu, nunca antes había visto un aparato de ese estilo, le tomo un tiempo para poder encajar las piezas y saber de qué se trataba o al menos para que se utilizaba.
Al parecer los hombres ya habían terminado de realizar el arduo trabajo que su señora solicito tan encarecidamente. Una criada que se encontraba todo el tiempo en las espaldas de la mujer, logro hacer que ella entendiera que el trabajo estaba listo y era el momento de refugiarse de la tormenta.
Los ojos de la humana y el vampiro se encontraron, Elliot sostuvo la mirada con una pequeña sonrisa en sus labios, esa típica mueca coqueta que se dibujaba en su rostro cada vez que encontraba algo que le agradaba o llamaba la atención.
Una risita escapo de su boca, cuando la mujer se dirigió a él casi con un grito, pero lo disimulo lo mejor que pudo.
-Madame La Tousche - Saludo con una elegante reverencia, con el nombre que escucho de la criada anteriormente, sin duda ella era la dueña de todo ese lugar, no era difícil darse cuenta gracias a su semblante y el respeto que los demás demostraban hacia ella - La escucho perfectamente, Madame - Le contesto mientras se alejaba de la zona para dirigirse a un lugar seguro en la mansión.
Cuando ya se encontraban en un lugar más tranquilo Elliot respondió sus preguntas.
- La verdad es que vengo aquí solo, me encontré con dos jovencitas en la entrada, pero no estamos familiarizados, de ante mano le agradezco su hospitalidad ante el imprevisto cambio de clima.
La miró de reojo una y otra vez, la mujer era más alta que las mujeres que él frecuentaba, a pesar de que el media 1.84 esta característica le causo curiosidad.
- Disculpe mi ignorancia, Madame de La Tousche, pero ese objeto que usted decidió proteger con tanto énfasis, ¿Se utiliza para mirar el cielo, verdad? - Pregunto, estaba acostumbrado a entablar temas con frecuencia, sobre todo cuando buscaba un banquete de medianoche, pero debía aceptar que ese tema le interesaba más que los temas cotidianos.
Llevaba muchos años viviendo, pero nunca se detuvo a aprender cosas nuevas, talves era el momento de olvidar saciar sus necesidades naturales y comenzar a adquirir diversos conocimientos.
Elliot observo por un par de minutos intentando de descifrar que era ese objeto que los hombres aseguraban con tanto ímpetu, nunca antes había visto un aparato de ese estilo, le tomo un tiempo para poder encajar las piezas y saber de qué se trataba o al menos para que se utilizaba.
Al parecer los hombres ya habían terminado de realizar el arduo trabajo que su señora solicito tan encarecidamente. Una criada que se encontraba todo el tiempo en las espaldas de la mujer, logro hacer que ella entendiera que el trabajo estaba listo y era el momento de refugiarse de la tormenta.
Los ojos de la humana y el vampiro se encontraron, Elliot sostuvo la mirada con una pequeña sonrisa en sus labios, esa típica mueca coqueta que se dibujaba en su rostro cada vez que encontraba algo que le agradaba o llamaba la atención.
Una risita escapo de su boca, cuando la mujer se dirigió a él casi con un grito, pero lo disimulo lo mejor que pudo.
-Madame La Tousche - Saludo con una elegante reverencia, con el nombre que escucho de la criada anteriormente, sin duda ella era la dueña de todo ese lugar, no era difícil darse cuenta gracias a su semblante y el respeto que los demás demostraban hacia ella - La escucho perfectamente, Madame - Le contesto mientras se alejaba de la zona para dirigirse a un lugar seguro en la mansión.
Cuando ya se encontraban en un lugar más tranquilo Elliot respondió sus preguntas.
- La verdad es que vengo aquí solo, me encontré con dos jovencitas en la entrada, pero no estamos familiarizados, de ante mano le agradezco su hospitalidad ante el imprevisto cambio de clima.
La miró de reojo una y otra vez, la mujer era más alta que las mujeres que él frecuentaba, a pesar de que el media 1.84 esta característica le causo curiosidad.
- Disculpe mi ignorancia, Madame de La Tousche, pero ese objeto que usted decidió proteger con tanto énfasis, ¿Se utiliza para mirar el cielo, verdad? - Pregunto, estaba acostumbrado a entablar temas con frecuencia, sobre todo cuando buscaba un banquete de medianoche, pero debía aceptar que ese tema le interesaba más que los temas cotidianos.
Llevaba muchos años viviendo, pero nunca se detuvo a aprender cosas nuevas, talves era el momento de olvidar saciar sus necesidades naturales y comenzar a adquirir diversos conocimientos.
Elliot Bellerose- Vampiro Clase Alta
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Re: El Ventarrón | Privado
D aba la impresión de que se trataba a esos caballeros jóvenes amantes del peligro, tan seguros de sí mismos y de su suerte que hasta las catástrofes naturales les son amenas. La duquesa pensó que, tal vez, ella sería igual, de no ser que padecía de una astrofilia incorregible y antes que su persona, estaban sus instrumentos amigos. Por ellos era consciente de lo insignificante que era. Por ellos flotaba por el espacio y se sentía completa.
Con infinitas precauciones fue descendiendo las escaleras y escuchando al mozo atentamente. Estaba extenuado por el esfuerzo físico impreso, pero no podía tenderse. Menos con la estadía de gente dependiendo de su correcta administración.
– Sólo soy una servidora, Monseiur. No cumplo más que mi deber de ser útil a su Majestad y a vuestra merced. – se las arregló para decir, tratando de ignorar el fuerte impacto de la mirada de quien, ella ignoraba, no envejecía hacía más de un siglo.
La atención de la duquesa fue robada bruscamente cuando su intempestivo invitado mencionó con interés el telescopio. Si se trataba de una conversación protocolar, estaba muy bien pensada. Otros hubieran rodeado el tema del ducado o del clima, pero él había tomado el camino directo hacia los asuntos poco convencionales. ¿Haría una sola pregunta al respecto o se extendería con la delicadeza de la alta cuna? Pronto lo comprobaría.
– No se equivoca. Es un telescopio, relativamente nuevo. Me lo regaló mi padre, que en paz descanse. La inmensidad que se puede contemplar es un recordatorio permanente de lo verde y efímera que es la humanidad. Y nos creemos tanto… Oh, si usted supiera cuánto significa para mí esa estructura que me vio proteger. Es mi vida. – expresó como una zagala enamorada, recuperando el ritmo normal de su respiración. Si el caballero quería romper el hielo, ya lo había logrado. – Ay, disculpe mi egoísmo. No debería entenderme sobre mí en estos momentos. ¿Usted se encuentra bien? ¿No está malherido? Es imprescindible saber a cuántos hay que albergar. Este lugar dispone de múltiples cuartos, pero no todos están a salvo. Tendremos que ahorrar espacio y separar a las personas. Si las camas alcanzan, lograré ubicar a los matrimonios en un mismo cuarto, para mayor privacidad, pero como van las cosas, tendremos que separar a hombres y mujeres por igual. ¿Será demasiado? ¿Qué dice usted?
Capucine tenía su orgullo y le costaba admitir que algunas cosas la sobrepasaban, pero tenía la sagacidad de su sangre asiática. Ante todo, estaba la gente de la que era responsable, y si para mantenerla a salvo tenía que disolver las inseguridades con un toque de opinión, lo haría. Una pizca, más nada.
Con infinitas precauciones fue descendiendo las escaleras y escuchando al mozo atentamente. Estaba extenuado por el esfuerzo físico impreso, pero no podía tenderse. Menos con la estadía de gente dependiendo de su correcta administración.
– Sólo soy una servidora, Monseiur. No cumplo más que mi deber de ser útil a su Majestad y a vuestra merced. – se las arregló para decir, tratando de ignorar el fuerte impacto de la mirada de quien, ella ignoraba, no envejecía hacía más de un siglo.
La atención de la duquesa fue robada bruscamente cuando su intempestivo invitado mencionó con interés el telescopio. Si se trataba de una conversación protocolar, estaba muy bien pensada. Otros hubieran rodeado el tema del ducado o del clima, pero él había tomado el camino directo hacia los asuntos poco convencionales. ¿Haría una sola pregunta al respecto o se extendería con la delicadeza de la alta cuna? Pronto lo comprobaría.
– No se equivoca. Es un telescopio, relativamente nuevo. Me lo regaló mi padre, que en paz descanse. La inmensidad que se puede contemplar es un recordatorio permanente de lo verde y efímera que es la humanidad. Y nos creemos tanto… Oh, si usted supiera cuánto significa para mí esa estructura que me vio proteger. Es mi vida. – expresó como una zagala enamorada, recuperando el ritmo normal de su respiración. Si el caballero quería romper el hielo, ya lo había logrado. – Ay, disculpe mi egoísmo. No debería entenderme sobre mí en estos momentos. ¿Usted se encuentra bien? ¿No está malherido? Es imprescindible saber a cuántos hay que albergar. Este lugar dispone de múltiples cuartos, pero no todos están a salvo. Tendremos que ahorrar espacio y separar a las personas. Si las camas alcanzan, lograré ubicar a los matrimonios en un mismo cuarto, para mayor privacidad, pero como van las cosas, tendremos que separar a hombres y mujeres por igual. ¿Será demasiado? ¿Qué dice usted?
Capucine tenía su orgullo y le costaba admitir que algunas cosas la sobrepasaban, pero tenía la sagacidad de su sangre asiática. Ante todo, estaba la gente de la que era responsable, y si para mantenerla a salvo tenía que disolver las inseguridades con un toque de opinión, lo haría. Una pizca, más nada.
Capucine de La Tousche- Realeza Francesa
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