AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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“I have been casting shadows all my life without caring about how deeply they stain my soul.”
— Friedrich Nietzsche
— Friedrich Nietzsche
A esto había venido a París. Para esto había dejado Irlanda y luego Inglaterra. Para renacer como un fénix. ¿Era capaz? La respuesta le daba miedo y por única respuesta tenía el actuar. Hacer las cosas, no pensarlo más. Por días enteros, en la soledad del piso que rentaba cerca del centro, había trazado este plan. Sentía una extraña e incómoda náusea en el estómago, el nerviosismo, que no quería aceptar, de comenzar a trabajar solo. Era mejor… siempre era mejor estar solo. Tras las pérdidas y las heridas, esa era una realidad que le llegó de frente hasta dejarlo sangrando. No había otro modo de vivir para un hombre como él.
Antes de salir, se miró frente al espejo. De Dublín y luego las ciudades en Inglaterra que visitó, se trajo un par de trajes de buena calidad. Disfraces. Fachadas confeccionadas a la medida. Debía aparentar todo, menos quien era en realidad. A veces, en sus momento de mayor cordura, temía disolverse entre las muchas identidades que tomaba para trabajar. No reconocerse más. Por eso, ahí, viendo su reflejo, se tocó el rostro, la barba pelirroja bien recortada y se miró directo a los ojos, diciéndose quién era, y por qué estaba ahí.
Rentó un buen carruaje para llegar a la casa de subastas. No podía dejar ningún cabo suelto. Toda su actuación debía ser perfecta, cada detalle debía estar cuidado. Como nombre eligió Fergus, en honor a su mentor, y como apellido Buchanan. Era un empresario escocés (acento que tenía dominado), de bajo perfil, pero el suficiente dinero como para pretender comprar algún bien incautado (aunque desconociera que fueran precisamente, objetos obtenidos por la inquisición). Algunas semanas atrás, se encargó de que el rumor de la llegada de Fergus Buchanan corriera por París. Después de unos días, la gente ya no se preguntaba quién diablos era, sino qué tratos podrían trabar con él. Era una táctica muy sencilla. Distraer la atención de lo importante.
Al entrar al lugar quedó maravillado y lamentó tener que comportarse. Riagán tenía un amor muy arraigado por las artes decorativas, ahí, en ese sitio, estaban las piezas más exquisitas que había visto jamás. No lo sabía, pero muchas de ellas eran tan antiguas que los sitios de donde venían ya ni siquiera existían, y es que provenían de esas lúgubres casonas de los vampiros. Seres que, hasta el momento, le eran desconocidos. Un mozo se acercó para tomar su abrigo, y con educación, Riagán, o Fergus, se lo dio, sólo para seguir avanzando.
Tomó asiento en la tercera fila del anfiteatro. Arriba del escenario, ya estaba el subastador vestido de etiqueta y con guantes blancos. Un hombre delgado y de nariz respingada, que distaba mucho de ser apuesto. Riagán oteó el lugar y cuando su vista se dirigió al pasillo por el que él mismo había entrado, la vio llegar. Era hermosa, no iba a negarlo, no obstante, ese hecho no tenía por qué entorpecer su trabajo. Tratando de no ser muy obvio, siguió sus movimientos. Se sentó al otro lado, un dos filas atrás. Fingiendo que iba al baño, se puso de pie, desapareció unos minutos y a su regreso, tomó lugar junto a ella. Para su fortuna, el lugar que había estado ocupando previamente, había sido ocupado, asunto que jugó a su favor. Era horrible trabajar solo, uno debía atenerse a las circunstancias y eso era poco fiable, por decir lo menos.
—Espero no le moleste, madame —le habló con educación, haciendo un leve asentimiento con la cabeza—, mi lugar previo ya ha sido ocupado —y señaló con vaguedad allá donde había estado sentado. Luego le sonrió—. Así que amante de las antigüedades. No hay muchas mujeres jóvenes interesadas en esto. Siento si la estoy molestado —e hizo amago de girarse al frente para dejar de hablarle.
—Oh, ¿ya vio? Es una hermosa bedenza de caoba, parece isabelina… creo que será la primera pieza en ser subastada —comentó y la miró por el rabillo del ojo. Aquello no había sido aprendido, Riagán genuinamente sabía esas cosas. Si la vida hubiera sido más benevolente con él, aún se dedicaría a vender y restaurar muebles finos entre otras cosas. Si bien estaba solo en la ciudad, y en esa misión, había indagado lo suficiente para poder ganarse a la dama en cuestión, a pesar de que más de una persona le advirtió que no se trataba de una mujer común: cuidado con Abigail Zarkozi, le dijeron, pero Riagán decidió hacer oídos sordos y continuar.
Última edición por Riagán O'Rourke el Lun Jun 19, 2017 9:10 pm, editado 1 vez
Riagán O'Rourke- Humano Clase Media
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Localización : París
Re: Stained → Privado
La leyenda decía que hacía mucho, mucho tiempo, yo había sido una inquisidora tan buena y tan profesional que aproximadamente tres cuartas partes de los objetos incautados en la subasta a la que me tocaba acudir aquella noche los había conseguido yo. Y digo leyenda porque hacía tanto que no tenía una misión real que ya casi me había olvidado; la mayor parte de la acción y del trajín de mi vida se producía en la luna llena por algo que no podía controlar, pero que cada vez deseaba más que me sucediera porque, así, al menos salía. Precisamente por eso, casi había redondeado la fecha de la subasta en el calendario que manejaba para poner algo de orden en mi ya de por sí demasiado monótona vida, y había estado tachando todos los anteriores hasta que por fin llegó el momento de acudir, aunque sólo fuera por unas horas, con la excusa de decorar mi hogar. Lo cierto era que tenía la casa medio vacía de muebles porque ya apenas pasaba tiempo allí, así que la excusa era más bien un motivo de peso que justificaba mi asistencia igual que la de los empresarios extranjeros que, según había oído, acudirían al local donde se celebraría. Quién sabía, a lo mejor entre muebles y hombres encontraba algo que me pudiera entretener mínimamente... Así que, con esa idea en mente y las intenciones bien claras, como siempre, decidí que había llegado el momento de llamar al servicio para que me prepararan un baño, me seleccionaran un vestido elegante con un corsé más sutil que los del resto de damas (porque, a decir verdad, tampoco es que me hiciera mucha falta usar uno) y se ocuparan de pulirme y darme el esplendor que los documentos e informes se habían ocupado de robarme cada noche. Con una tarea tan fácil, porque la materia prima con la que tenían que trabajar era de calidad notable, enseguida terminaron conmigo, y para cuando salí de mi casa (me negaba a llamarlo hogar; yo de eso no tenía), parecía una verdadera dama... una mentira tan grande como cualquier otra de las que contaban en la Iglesia.
Dado mi atuendo, un largo vestido de seda esmeralda con escote sutil y un abrigo negro por encima para protegerlo, no podía ir caminando y arriesgarme a mancharlo de barro o de la suciedad de la ciudad, por lo que no tuve más remedio que subirme a un carruaje que me conduciría directamente hasta el pequeño local, enclavado en la zona comercial de París. Una vez allí, decidí mantener la apariencia de dama un rato más y acepté la ayuda del cochero para descender e incluso para entrar en el local, donde aparentemente no quedaba bien que una inquisidora que no iba vestida de ello se paseara sola, como lo estaba haciendo yo. En fin, qué le iba a hacer; resignada, porque a aquellas alturas ya me había mentalizado de que incluso en la subasta iba a aburrirme condenadamente, me dirigí hacia mi sitio, sin pasearme entre las piezas expuestas porque haberlas conseguido yo misma me daba cierto conocimiento sobre lo que había... Apenas nada, ¿eh? Lo suficiente para poder sentarme con las piernas cruzadas y las manos, con guantes de encaje también negros, sobre el regazo, mirando al frente y deseando que todo terminara lo más rápido posible hasta que alguien me interrumpió de la mejor manera posible: atrayendo mi atención. Había sido inevitable que me fijara en su melena pelirroja desde el instante en que había entrado, y su acento escocés lo delató como Fergus Buchanan, un empresario del que todos habíamos oído hablar en los días previos, pero que nadie había visto hasta la fecha de la subasta. ¿Debía, pues, sentirme honrada, o simplemente curiosa porque había presenciado su sutil acercamiento hasta mí, que me parecía que de casual tenía poco? Tal vez fuera mi instinto de inquisidora, pero había algo en él en lo que no terminaba de confiar; sin embargo, estaba lo suficientemente bien educada para dejarlo en la parte trasera de mis pensamientos y enfrentarme a él de cara, con una amplia sonrisa y la mejor de mis actitudes, esa que desde hacía tiempo parecía no existir ya.
– Oh, para nada, no es molestia, ¿Monsieur...? Lo cierto es que si me encuentro aquí es más por necesidad que por pasión: me encuentro a la búsqueda de muebles para decorar ciertas estancias de mi hogar, y escuché que aquí habría algunas gangas... interesantes. Y pese a que la bedenza de caoba, isabelina, sea fascinante, tengo la atención puesta en un bargueño de ébano, carey y marfil de en torno a 1600, que creo que subastarán después. ¿Usted qué opina? ¿Me merece la pena esperar o manifiesto ya mi interés por esa bedenza...?
Dado mi atuendo, un largo vestido de seda esmeralda con escote sutil y un abrigo negro por encima para protegerlo, no podía ir caminando y arriesgarme a mancharlo de barro o de la suciedad de la ciudad, por lo que no tuve más remedio que subirme a un carruaje que me conduciría directamente hasta el pequeño local, enclavado en la zona comercial de París. Una vez allí, decidí mantener la apariencia de dama un rato más y acepté la ayuda del cochero para descender e incluso para entrar en el local, donde aparentemente no quedaba bien que una inquisidora que no iba vestida de ello se paseara sola, como lo estaba haciendo yo. En fin, qué le iba a hacer; resignada, porque a aquellas alturas ya me había mentalizado de que incluso en la subasta iba a aburrirme condenadamente, me dirigí hacia mi sitio, sin pasearme entre las piezas expuestas porque haberlas conseguido yo misma me daba cierto conocimiento sobre lo que había... Apenas nada, ¿eh? Lo suficiente para poder sentarme con las piernas cruzadas y las manos, con guantes de encaje también negros, sobre el regazo, mirando al frente y deseando que todo terminara lo más rápido posible hasta que alguien me interrumpió de la mejor manera posible: atrayendo mi atención. Había sido inevitable que me fijara en su melena pelirroja desde el instante en que había entrado, y su acento escocés lo delató como Fergus Buchanan, un empresario del que todos habíamos oído hablar en los días previos, pero que nadie había visto hasta la fecha de la subasta. ¿Debía, pues, sentirme honrada, o simplemente curiosa porque había presenciado su sutil acercamiento hasta mí, que me parecía que de casual tenía poco? Tal vez fuera mi instinto de inquisidora, pero había algo en él en lo que no terminaba de confiar; sin embargo, estaba lo suficientemente bien educada para dejarlo en la parte trasera de mis pensamientos y enfrentarme a él de cara, con una amplia sonrisa y la mejor de mis actitudes, esa que desde hacía tiempo parecía no existir ya.
– Oh, para nada, no es molestia, ¿Monsieur...? Lo cierto es que si me encuentro aquí es más por necesidad que por pasión: me encuentro a la búsqueda de muebles para decorar ciertas estancias de mi hogar, y escuché que aquí habría algunas gangas... interesantes. Y pese a que la bedenza de caoba, isabelina, sea fascinante, tengo la atención puesta en un bargueño de ébano, carey y marfil de en torno a 1600, que creo que subastarán después. ¿Usted qué opina? ¿Me merece la pena esperar o manifiesto ya mi interés por esa bedenza...?
Invitado- Invitado
Re: Stained → Privado
La mitad, o más, de su trabajo era mera observación. Captar detalles, inflexiones, cualquier cosa que pudiera servirle después, eso, sin parecer un maniático que no despega la mirada de sus interlocutores. Había algo muy sutil en ese arte; Fergus, el verdadero, solía decirle que con esa habilidad era imposible nacer, que se podía ser observador, pero poseer esa agudeza y discreción sólo se conseguía con el tiempo. Riagán creía estar listo para ello, más de una vez ya le había resultado, aunque la advertencia de que se cuidara de esta mujer en específico, seguía revoloteando en su cabeza como un ave herida que da tumbos por doquier. Esbozó una sonrisa y ofreció su mano.
—Buchanan. Fergus Buchanan, un placer ¿señorita…? —continuó en su papel de hombre recién llegado a París. La advertencia era latente, pero la recompensa también pesaba en la balanza, y pesaba más. Arqueó una ceja ante la explicación ajena.
Ese que se mostró ligeramente sorprendido era el Riagán amante de los muebles, no el estafador y debía ponerse un alto en ese mismo instante si no quería cometer una idiotez. Era su primer golpe grande en Francia, todo debía salir perfecto. Pensó que debía usar esto a su favor, y no que fuera lo contrario, un obstáculo.
—Todo depende, madame. ¿Qué habitación es la que quiere decorar? Creo saber de qué pieza me habla, la vi al llegar —estiró el cuello e hizo como que miraba a su alrededor. La verdad es que, tan pronto puso un pie ahí, localizó todo objeto y toda persona en el salón; y todas las puertas, nunca estaba de más prevenir una huida de emergencia—. Es un mueble exquisito. Para ese se me ocurre aquella silla —señaló más allá—, harían buen juego. Y ese sofá de tapiz negro; es muy peculiar, ¿no lo cree? Un sillón único para una habitación única. No logro ubicar de dónde o cuándo proviene esa pieza —mantuvo los ojos azules en aquel mueble que tanto llamaba su atención (de manera real, aunque le servía para su farsa) y luego se giró para verla y le sonrió—. Siempre he creído que los sitios que uno mismo decora, representan la personalidad propia —terminó, mirándola fijamente. Para entonces ya entendía que Abigail Zarkozi no era una persona sencilla, que no muchos se atrevían a mirarla de ese modo, porque imponía.
—No todos los días encuentro personas que conozcan de muebles. Muchos vienen y adquieren las piezas porque son caras o bonitas, dudo que entiendan el verdadero valor de ellas, ¿usted qué cree? —Continuó de manera afable. Riagán, ni de lejos, era tan parlanchín, pero este no era Riagán, era Fergus Buchanan y Fergus Buchanan era un maldito encanto.
El subastador carraspeó y golpeteó con un pequeño martillo de madera el podio. Todos se giraron para prestarle atención. Explicó que sería una subasta estilo inglés (ascendente), y que no había límite de piezas por pujante.
—Si sólo va a decorar una habitación, le recomiendo que aguarde al bargueño —se inclinó hacia ella para hablarle bajito, como en complicidad al momento que dos hombres enguantados tomaban la bedenza y la ponían al centro—. Mejor veamos. Esta pieza nos servirá para medir a nuestros rivales esta noche —le guiñó un ojo. Lo mejor, se dijo, era mostrar seguridad, misma que sólo un ignorante demostraría. No un hombre valeroso que se ha de enfrentar a Abigail Zarkozi, cualquier cosa tan terrible que fuera capaz de hacer y que la hiciera merecedora de tantas advertencias; sino de alguien que la desconoce por completo.
Después de todo, Fergus Buchanan sólo era un empresario de medio pelo que había causado alboroto. Un extranjero que era la novedad por su acento de las tierras altas o por su cabello rojo, rasgo que Riagán usualmente despreciaba de los escoceses, como si se tratara de algo exclusivo de los irlandeses, y que ahora, jugaba a su favor.
Última edición por Riagán O'Rourke el Lun Oct 30, 2017 10:04 pm, editado 1 vez
Riagán O'Rourke- Humano Clase Media
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Localización : París
Re: Stained → Privado
No era nada personal lo que me impedía confiar en él: no confiaba del todo en casi nadie, mucho menos a la primera, así que ni con todo el encanto del mundo conseguiría el señor Buchanan que me abriera y le contara todos mis secretos, que no eran pocos en absoluto, simplemente por su cara bonita. Por bien que interpretara el papel de la educación, que por otro lado yo también desarrollaba con mucho talento (la duda ofende), algo chirriaba, pero ni por un millón de francos sería capaz de identificar qué era ese algo. Hasta entonces, decidí, seguiría su juego, porque ¿por qué no? Hacía mucho que no me comportaba como la Abigail Zarkozi que la sociedad buscaba que fuera, demasiado refugiada en la inquisidora con la excusa perfecta para hacer lo que le viniera en gana, así que esa era la oportunidad perfecta para un cambio de aires; satisfecha, lo escuché con paciencia, respondí a sus preguntas (”alcoba”, ”por supuesto, ese sofá es una joya” y ”en absoluto, para muchos los muebles son sólo eso, muebles, y nada más”) y, finalmente, me centré en la subasta. Y ahí fue cuando lo encontré, claro, eso que fallaba: ¿qué hombre, empresario o no, se tomaría tantas libertades con una mujer sin acompañante que, además, apenas había revelado nada de su identidad? ¿Qué hombre me trataría con el respeto de una igual salvo si quería algo de mí, aunque todavía no supiera qué era ese algo? Por eso no confiaba: ni siquiera el hecho de ser extranjero justificaba que me tratara como si fuera algo diferente a una mujer en un mundo que todos me negaban por sistema, y al encontrar por fin un motivo de peso para desconfiar, sonreí ampliamente y, tomándome unas confianzas semejantes a las suyas, no recorté la distancia ni siquiera cuando la puja comenzó, tomándonos algo por sorpresa.
– Conozco a algunos de los asistentes, puedo garantizarle que no son un desafío particular. El hombre que acaba de pujar, por ejemplo, no tiene dónde caerse muerto, pero sabe que van a superarlo y no se llevará la pieza, así que puja por fingir, no por interés. Aquel otro de allí, el que sigue pujando cada vez más alto, tiene dinero y posición, pero carece de gusto, así que sólo se llevará las piezas que alcancen un mayor precio. Yo, sin embargo... Tengo muy claro lo que quiero, y me temo que sólo pujaré por ello.
Arrastrando las palabras, con dulzura, el tono me salió más divertido de lo que pretendía, y terminé mi intervención mordiéndome el labio inferior un instante, el suficiente para que él me viera pero que nadie más a mi alrededor pudiera ser testigo de algo que tanto podría dañar mi reputación... de no estar, a aquellas alturas, hecha trizas ya. Lo cierto era que ese estigma, que me acompañaba desde que era una adolescente y, como tal, me había rebelado contra mi familia, nunca se iría, y solamente podía ir en aumento cada vez más; el hecho de que él no lo conociera bien podía deberse a que era extranjero, pero ni siquiera así me lo creía del todo, pues era una de esas cosas que se decían en cuanto alguien pisaba una habitación. En mi caso, sin embargo, en vez de rumorear que me había quedado embarazada del bastardo de algún noble, lo que se decía era que les calentaba la cama a casi todos, y por eso me trataban con un respeto sólo aparente que, para alguien observador (como yo misma, por ejemplo), era una farsa, exactamente igual que el resto de convenciones sociales. Con ello en mente, atendí perezosamente a la subasta, que transcurría de forma tan lenta que sólo mis modales me impidieron bostezar de aburrimiento, y únicamente intervine cuando sacaron a subasta el bargueño, por el que no comencé a pujar de inmediato. A diferencia de mi principal rival, que se había hasta incorporado de interés, yo seguía pareciendo cordialmente aburrida, como una noble cualquiera, y sólo al abrir la boca y murmurar una cifra que hizo enrojecer hasta a mi principal rival, demostré mi verdadero interés en la pieza a alguien que no fuera el señor Fergus Buchanan, empresario. Alguien que, tras mis palabras, no tuvo más remedio que cederme la pieza, abochornado por haber sido derrotado por nada más y nada menos que “una fulana como la Zarkozi.” ¡Casi hasta podía oírlo!
– Señor mío, puede usted continuar pujando toda su fortuna por esa pieza si lo desea, pero los dos sabemos que seré yo quien termine quedándomela al final, así que le recomendaría que se ahorre el mal trago y proceda ya a permitirme quedármela.
– Conozco a algunos de los asistentes, puedo garantizarle que no son un desafío particular. El hombre que acaba de pujar, por ejemplo, no tiene dónde caerse muerto, pero sabe que van a superarlo y no se llevará la pieza, así que puja por fingir, no por interés. Aquel otro de allí, el que sigue pujando cada vez más alto, tiene dinero y posición, pero carece de gusto, así que sólo se llevará las piezas que alcancen un mayor precio. Yo, sin embargo... Tengo muy claro lo que quiero, y me temo que sólo pujaré por ello.
Arrastrando las palabras, con dulzura, el tono me salió más divertido de lo que pretendía, y terminé mi intervención mordiéndome el labio inferior un instante, el suficiente para que él me viera pero que nadie más a mi alrededor pudiera ser testigo de algo que tanto podría dañar mi reputación... de no estar, a aquellas alturas, hecha trizas ya. Lo cierto era que ese estigma, que me acompañaba desde que era una adolescente y, como tal, me había rebelado contra mi familia, nunca se iría, y solamente podía ir en aumento cada vez más; el hecho de que él no lo conociera bien podía deberse a que era extranjero, pero ni siquiera así me lo creía del todo, pues era una de esas cosas que se decían en cuanto alguien pisaba una habitación. En mi caso, sin embargo, en vez de rumorear que me había quedado embarazada del bastardo de algún noble, lo que se decía era que les calentaba la cama a casi todos, y por eso me trataban con un respeto sólo aparente que, para alguien observador (como yo misma, por ejemplo), era una farsa, exactamente igual que el resto de convenciones sociales. Con ello en mente, atendí perezosamente a la subasta, que transcurría de forma tan lenta que sólo mis modales me impidieron bostezar de aburrimiento, y únicamente intervine cuando sacaron a subasta el bargueño, por el que no comencé a pujar de inmediato. A diferencia de mi principal rival, que se había hasta incorporado de interés, yo seguía pareciendo cordialmente aburrida, como una noble cualquiera, y sólo al abrir la boca y murmurar una cifra que hizo enrojecer hasta a mi principal rival, demostré mi verdadero interés en la pieza a alguien que no fuera el señor Fergus Buchanan, empresario. Alguien que, tras mis palabras, no tuvo más remedio que cederme la pieza, abochornado por haber sido derrotado por nada más y nada menos que “una fulana como la Zarkozi.” ¡Casi hasta podía oírlo!
– Señor mío, puede usted continuar pujando toda su fortuna por esa pieza si lo desea, pero los dos sabemos que seré yo quien termine quedándomela al final, así que le recomendaría que se ahorre el mal trago y proceda ya a permitirme quedármela.
Invitado- Invitado
Re: Stained → Privado
Encontró satisfactorias las respuestas que hasta entonces pudo obtener de ella, quizá demasiado. Excepto del detalle del nombre, aunque ya lo supiera, se suponía que no era así. No podía quejarse, pero para tantas advertencias…, era extraño. No más extraño que cualquier otro trabajito de esos suyos de los que no puede hablar (porque no va a ir por la vida diciendo que se dedica a estafar personas). Se dijo que no debía dejarse distraer por la evidente belleza de la chica; era un problema, sin duda, pero para entonces Riagán ya pasaba de eso, el error ya lo había cometido una vez, y no fue a quien estafó, se trató de su hija, ni más, ni menos. Se concentró en tratar de parecer relajado, lo cual era una completa paradoja, pero todo en ese oficio suyo lo era.
Se acercó a ella para escuchar un poco sobre los antecedentes de otros pujantes. Aunque se tomaba la información con cautela, anotó todo mentalmente, para posibles futuros fraudes, claro.
—No todos los días se encuentran damas que saben lo que quieren —halagó, como parte de la faramalla, aunque hubo verdad ahí también. Trató de ignorar el gesto coqueto («concéntrate Riagán», se dijo). Era obvio que Abigail no se andaba con medias tintas, y tomaba lo que consideraba suyo. O esa impresión le daba, lo cual complicaba todo, sin embargo, no se desanimaba, al contrario, aceptaba el reto.
Junto a ella, a veces haciendo comentarios inteligentes, muy en su papel de Fergus Buchanan, Riagán observó la subasta. Una a una las piezas fueron compradas, hasta que llegó el momento del bargueño. En algún punto, cuando todavía le fue pagable, él mismo pujó por él, para luego desistir y ver, como todos los demás, aquel duelo. Al final, ella triunfó, aunque todavía estaba que así lo declarara el subastador, y el silencio se apoderó de la sala con las palabras de Abigail. La tensión lo reinó todo.
Riagán entonces rio. Soltó una carcajada divertida, que empezó como una actuación y que se hizo real en un santiamén.
—Vendido a la señorita… —Al fin llegó el veredicto. El hombre en el podio golpeó con su pequeño martillo de madera y la señaló con el mismo. Para entonces, Riagán había extinguido su carcajada, aunque parecía todavía muy divertido.
—Lo dejó sin el bargueño, y sin palabras —felicitó. Ese pequeño pasaje le dio una idea más clara sobre la chica. Si era sincero, comenzaba a arrepentirse. Bien podía dejar el asunto como una experiencia de una sola velada, pero no, insistió en seguir adelante.
Luego las piezas se siguieron sucediendo. Fergus, o Riagán, se quedó con un tríptico oriental en pan de oro, más pequeño de lo usual, con aves del paraíso representadas en él. Era una pieza bonita, aunque no especialmente inspiradora. Eligió ese objeto porque su precio era elevado, pero no demasiado, y le ayudaba a continuar con la fachada. Luego lo vendería o algo, para recuperar el dinero, que era del poco que le quedaba de su viaje desde Dublín.
La subasta terminó, los asistentes se pusieron de pie, los compradores fueron a por sus piezas y Riagán pensó que no podía terminar esto así.
—Fue una noche productiva, ¿no le parece? —le dijo, sonriéndole al tiempo que se acercaba para firmar los papeles de propiedad de la antigüedad. Tenía practicadas muchas firmas falsas, para no titubear al hacerlo—. Perdón que sea tan directo, pero veo que usted es una mujer bastante… ¿cómo decirlo? Fuerte, aunque me parece que esa palabra no la define en su totalidad. En fin, me estoy desviando, a lo que iba es a que me encantaría ver esa habitación que va a decorar, podría ayudarle, si me deja… señorita… Oh, lo siento, llevamos toda la noche charlando, y aún desconozco cómo se llama —Ahí estuvo de nuevo, un intento más de sonsacarle el nombre, que ya sabía, pero para avanzar, necesitaba que ella se lo dijera de viva voz.
Última edición por Riagán O'Rourke el Mar Feb 20, 2018 11:15 pm, editado 1 vez
Riagán O'Rourke- Humano Clase Media
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Localización : París
Re: Stained → Privado
De acuerdo, estaba dispuesta a admitir que me había regodeado en mi comportamiento, pero ¿realmente podía culparme alguien? Desde que era una niña, todos los hombres de mi vida habían creído que podían controlarme o ser mejores que yo simplemente por tener un colgajo entre las piernas del que yo carecía, y aunque no negaba que la herramienta en cuestión podía ser útil si se utilizaba bien, no justificaba nada de lo demás, en absoluto. Sólo en algunos casos excepcionales me había topado con hombres que no se comportaran así, y salvo que supiera que tenían algún motivo para justificar su actitud, ese era otro de los motivos que me llevaban a desconfiar... Como si no lo hiciera ya lo suficiente de Fergus Buchanan, escocés, que no creía que tuviera la excusa de mi hermano Roland de ser un maldito trozo de pan para no tratarme como si fuera uno de los muebles subastados. A aquellas alturas, probablemente, ya estaba buscándole tres pies al gato, pero lo hacía movida por mi instinto, y los años que me había pasado entrenando y desarrollándolo me daban plena confianza en esas corazonadas que tenía a veces, como las que me decían que mi mano derecha en la facción era un loco déspota y fanático o las que me gritaban que el señor Buchanan escondía mucho más de lo que decía. Así pues, me comporté con la hipocresía amable de cualquier señorita de sociedad, como llevaba un rato fingiendo ser (y hasta eso, que me había apetecido tanto al inicio, estaba empezando a perder su interés, ¡gajes del oficio!), en todo lo que restaba de la subasta, desde el pago hasta la firma de los documentos de propiedad, bajo los atentos ojos del hombre que seguía intentando averiguar mi nombre... Sin éxito, claro. Con cada frase nueva que decía, mi sonrisa se volvía más amplia, mezcla de cordialidad y de diversión por su transparente actitud conmigo, y aún entonces, con todo terminado, me negué a ceder en lo que a él le interesaba. ¿Acaso no sabía lo testarudas que éramos las mujeres francesas...?
– Agradezco sus palabras, señor Buchanan. Lo cierto es que iba a proponerle continuar con tan amena conversación, mas no quería pecar de extraordinariamente atrevida ante usted, de modo que me alegra que lo haya propuesto. Estaré encantada de mostrarle la habitación, ¿le molestaría acompañarme ahora...?
Dulce como la miel, falsa como el pecado, pero convincente como la que más, le hice un gesto en dirección a la salida, donde nos esperaría mi carruaje. No le pasó desapercibido que seguía sin decirle mi nombre, claro, pero si estaba escondiendo algo, y su actitud me decía que así era, no insistiría a riesgo de parecer maleducado y echar a perder esa farsa que estaba llevando a cabo, por el motivo que fuese. Así pues, aunque lo notara, no dijo nada, e incluso aceptó mi ofrecimiento, de modo que lo conduje hasta el carruaje que nos aguardaba en la acera de la transitada calle parisina, incluso a aquellas horas. Era perfectamente consciente de que el hecho de haberme ido con él podría poner aún más en tela de juicio mi imagen ante los ricachones de la ciudad, pero partiendo de la base de que nadie creía, a aquellas alturas, en mi pureza ni en mi virtud, la verdad es que me daba bastante igual. Además, no había sido del todo estúpida y me había valido del momento en el que todos estaban más ocupados con sus corrillos y sus documentos de propiedad, de modo que realmente no hubo tantos testigos que pudieran afirmar que Abigail, la fulana de la familia Zarkozi, se había llevado a un desconocido lejos de allí, seguramente a retozar. Ah, ¡cuán equivocados estaban...! Por una vez, y sin que sirviera de precedente, no tenía la menor intención de revolcarme con el hombre que me acompañaba, a quien estaba entreteniendo con una amena conversación durante el trayecto a mi hogar, no demasiado lejos de donde había tenido lugar la subasta. Una vez allí, me valí de la ayuda del cochero para bajar, reforzando todavía más la idea de que era una mujer sin secretos ni habilidades de ningún tipo, y continué con la farsa mientras lo llevaba hacia la trampa, que era la habitación que tanto deseaba ver, al parecer. Así pues, tras un breve paseo por la casa, lo guié hasta la estancia en cuestión, y cuando entré, detrás de él, cerré la puerta tras de mí con el cerrojo y saqué el pequeño revólver, modelo especial de la Inquisición, que había estado ocultando desde que había entrado en la casa para apuntarle con él.
– El bargueño va a ir aquí, pegado a la pared, igual que tus sesos si no me dices inmediatamente quién eres de verdad y qué demonios pretendes sonsacarme. Admito que has mentido mucho y muy bien, eso es digno de admirar, pero ¿de verdad crees que todas somos tan estúpidas para caer ante un hombre atractivo con un buen acento escocés...? Porque me temo que has ido a intentarlo con la mujer equivocada.
– Agradezco sus palabras, señor Buchanan. Lo cierto es que iba a proponerle continuar con tan amena conversación, mas no quería pecar de extraordinariamente atrevida ante usted, de modo que me alegra que lo haya propuesto. Estaré encantada de mostrarle la habitación, ¿le molestaría acompañarme ahora...?
Dulce como la miel, falsa como el pecado, pero convincente como la que más, le hice un gesto en dirección a la salida, donde nos esperaría mi carruaje. No le pasó desapercibido que seguía sin decirle mi nombre, claro, pero si estaba escondiendo algo, y su actitud me decía que así era, no insistiría a riesgo de parecer maleducado y echar a perder esa farsa que estaba llevando a cabo, por el motivo que fuese. Así pues, aunque lo notara, no dijo nada, e incluso aceptó mi ofrecimiento, de modo que lo conduje hasta el carruaje que nos aguardaba en la acera de la transitada calle parisina, incluso a aquellas horas. Era perfectamente consciente de que el hecho de haberme ido con él podría poner aún más en tela de juicio mi imagen ante los ricachones de la ciudad, pero partiendo de la base de que nadie creía, a aquellas alturas, en mi pureza ni en mi virtud, la verdad es que me daba bastante igual. Además, no había sido del todo estúpida y me había valido del momento en el que todos estaban más ocupados con sus corrillos y sus documentos de propiedad, de modo que realmente no hubo tantos testigos que pudieran afirmar que Abigail, la fulana de la familia Zarkozi, se había llevado a un desconocido lejos de allí, seguramente a retozar. Ah, ¡cuán equivocados estaban...! Por una vez, y sin que sirviera de precedente, no tenía la menor intención de revolcarme con el hombre que me acompañaba, a quien estaba entreteniendo con una amena conversación durante el trayecto a mi hogar, no demasiado lejos de donde había tenido lugar la subasta. Una vez allí, me valí de la ayuda del cochero para bajar, reforzando todavía más la idea de que era una mujer sin secretos ni habilidades de ningún tipo, y continué con la farsa mientras lo llevaba hacia la trampa, que era la habitación que tanto deseaba ver, al parecer. Así pues, tras un breve paseo por la casa, lo guié hasta la estancia en cuestión, y cuando entré, detrás de él, cerré la puerta tras de mí con el cerrojo y saqué el pequeño revólver, modelo especial de la Inquisición, que había estado ocultando desde que había entrado en la casa para apuntarle con él.
– El bargueño va a ir aquí, pegado a la pared, igual que tus sesos si no me dices inmediatamente quién eres de verdad y qué demonios pretendes sonsacarme. Admito que has mentido mucho y muy bien, eso es digno de admirar, pero ¿de verdad crees que todas somos tan estúpidas para caer ante un hombre atractivo con un buen acento escocés...? Porque me temo que has ido a intentarlo con la mujer equivocada.
Invitado- Invitado
Re: Stained → Privado
La recompensa prometida era amplia y muy valiosa, sino, no estaría arriesgando el pellejo como lo estaba haciendo, sin caer en la desesperación… aún. Y es que aunque Abigail Zarkozi tuviera toda la pinta de dama fuerte, pero dama al fin, inofensiva hasta cierto punto, esa sensación de peligro se acrecentaba a cada momento. Quizá todos sus años metido en ese negocio non santo le habían ayudado a desarrollar una especie de sexto sentido. Aun así, se obligó a seguirla con la misma gracia con la que ella lo había invitado. Se sorprendió, y no fue actuación, pero tomó su oportunidad.
El transcurso fue acompañado por una conversación banal y amena. Fergus, o Riagán, dijo con ese tono bromista que los franceses eran demasiado recatados para su gusto, agregó luego que los ingleses también, pero rio al hablar de los escoceses e irlandeses. «Unos salvajes, somos unos salvajes, pero muy divertidos» dijo y de ese modo llegaron a la residencia de la joven. Había mucho misterio en su persona, ¿cómo era que alguien de su posición y belleza no estaba casada? Tenía razones para dudar y preocuparse, mismas que no le fueron suficientes para detenerse de entrar a la boca del lobo. Guiado por su anfitriona, arribaron a la habitación y la puerta apenas se hubo cerrado, todo sucedió de pronto.
Riagán, que estuvo momentáneamente de espaldas a ella, alzó las manos y de ese modo se giró. La vio con el arma y le hizo sentido: ella amenazándolo, eso tenía sentido dentro de su cabeza. Sopesó sus posibilidades, mantener la fachada de Buchanan era arriesgarse demasiado, una sentencia de muerte, pues era obvio que Abigail —ese nombre que tanto le negaba— ya sabía que así no se llamaba y que sus planes eran otros. Sonrió aunque sus ojos denotaban que no se estaba tomando la advertencia a la ligera.
—Pero qué importa si soy o no Fergus Buchanan —dijo, aún con las manos arriba. Él mismo llevaba un arma en el interior del saco, jamás salía sin ella, pero mover la mano para intentar tomarla significaba sabor a plomo en la boca, y esa noche no tenía ganas—. De todos modos me vas a matar, ¿no? Abigail. —Sí, la llamó por su nombre, eso podía tener sólo dos desenlaces: su muerte o ganar tiempo para finalmente terminar en su muerte. Se sintió acorralado.
A menos que no estuviera considerando una tercera opción.
—Mi nombre es Riagán O’Rourke, soy irlandés —entonces declaró, cambiando el acento escocés, que le salía muy bien, lo que sea de cada quien, por su natal entonación descuidada—. Mi trabajo es hacerme pasar por otras personas para conocer a gente como tú, y luego quitarles cosas de valor —explicó. Poniéndolo de ese modo, era hasta tonto. Suspiró.
—No quiero morir siendo otro, por eso te digo la verdad. Los hombres como yo sólo conocemos la sinceridad en momentos como este, cuando todo está por terminar, así que no tienes de qué dudar. Lo sé de primera mano, ya una vez morí, y reviví al tercer día. También me sinceré en esa ocasión —a pesar de la tensión, tuvo ganas de bromear de ese modo, era una versión muy resumida que explicaba la cicatriz de bala en su pecho, junto al corazón y la pistola fría que guardaba y no podía tomar.
—Me hablaron de ti. No muchos colegas de la ciudad estaban dispuestos a tratar de timarte, y ahora puedo ver la razón. Creo que me tendieron una trampa, no querían más competencia y era la manera más elegante de deshacerse de mí —se encogió de hombros—. ¿Puedo bajar los brazos? Comienzan a dolerme.
La miró, había una leve resignación en su gesto. ¿Tanto para acabar ahí? Con los sesos esparcidos donde más tarde iría el bargueño, tal como ella había descrito. Bueno, había peores maneras de morir. Riagán lo aceptaba, Abigail era alguien sumamente suspicaz y capaz, era una buena candidata para ser su verdugo.
Riagán O'Rourke- Humano Clase Media
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