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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Aruna Lafrancq Sáb Abr 01, 2017 1:08 am

Jean se había ido por negocios a Escocia hacía ya una semana y volvería en diez días. ¡Que libertad experimentaba! Sentía que volvía a ser ella, Aruna, por primera vez en años… Y nada había cambiado en realidad, simplemente sus temores se habían ido a Escocia junto con su esposo.
Como determinante medida, Jean había prohibido que se hablase castellano en la casa, todos debían hablar pura y exclusivamente francés. Sucedía que Aruna se había pasado los últimos dos años estudiando el idioma de aquella tierra, varios profesores habían pasado horas junto a ella aplicando decenas de técnicas de enseñanza y todos se habían rendido al no ver resultados en la joven mujer que parecía entender el francés, mas no podía hablarlo. Durante los últimos siete meses, Aruna y las dos esclavas que habían llegado con ella desde Andalucía, debieron olvidar por completo su lengua madre. Ella ni siquiera se atrevía a rezar en castellano, se limitaba a arrodillarse frente al altar –como cada noche de su vida- y fijar su mirada en la misericordiosa de Cristo, rezando en su corazón segura de que Él, que todo podía escudriñarlo, entendería sus limitaciones.
Aunque Jean Lafrancq se encontrase de viaje, su esposa obedecía su orden de no hablar castellano en la casa porque, ¿qué otra cosa podía hacer? Allí hasta las paredes le temían al hombre y cualquiera podría irle con el cuento cuando llegara, Aruna no podía propiciar una nueva golpiza, ya había comprobado cuanta fuerza tenía él y cuanto tardaban en borrarse los golpes de Jean de su piel. Solo podía oír la hermosa melodía de su idioma cuando salía a pasear por los jardines junto a Nesa, su esclava más cercana, pues, técnicamente, al dialogar allí afuera no quebrantaban la ley impuesta por Lafrancq. En una de esas caminatas, la negra le refirió a su señora que en las afueras de la ciudad había un párroco que confesaba en castellano. Se había enterado porque la familia de una de las muchachas del servicio vivía en la aldea en la que se encontraba la pequeña iglesia y habían pensado en la señora Lafrancq al enterarse que el nuevo párroco del lugar hablaba varios idiomas.


“Ahora no solamente soy la comidilla del personal de la casa, sino también de la gente de las afueras”, se apenó Aruna. ¡Cuánto le avergonzaba no poder hablar el idioma! ¿Por qué Nesa y Lumá no habían tardado en aprender la lengua? ¿Qué estaba mal en ella? No tenía mucho ánimo, pero se dejó convencer por Nesa y le aseguró que en dos días visitarían la iglesia…
Y hacía allí se dirigía Aruna –junto a sus dos esclavas- cuando el cielo penetró en la tierra:

Era una mañana oscura, pero de igual modo irían hasta el lugar que le habían referido. Alleon, el cochero y fiel informante de Jean Lafrancq, había recibido las indicaciones de la señora a través de una de las esclavas y, aunque nada odiaba más aquel hombre que sentir que un negro le daba ordenes, había preparado todo para el recorrido. Se pusieron en marcha y Aruna no tardó en cansarse del andar del coche, ¿tan lejos era? ¿En qué se estaba metiendo? ¿Y si algo les ocurría? De seguro su esposo no aprobaría que hiciese aquel largo trayecto, aunque solo fuera para ir a la iglesia.
Los truenos parecían sacudir la tierra y el ambiente se había tornado húmedo, llovería de forma intensa de un momento a otro.


-Hace tanto frío… –dijo Arú y se ajustó su capa. No estaba comiendo bien, creía que por eso sentía más frío de lo normal. Siempre le sucedía, cuando pasaba largos periodos de angustia su estómago se cerraba y por más que tuviese apetito nada podía ingerir. Todo en su vida cambiaría si pudiera, al fin, tener un hijo. Eso era lo único que Jean deseaba, lo único que ella no había podido darle.
Mientras la señora Lafrancq vagaba en sus grises y eternos pensamientos, un estruendo los estremeció y coche se sacudió hacia un lado y el otro. Gritos de parte de Alleon se oyeron y Aruna creyó entender que insultaba mientras intentaba controlar los caballos. Cuando volvió la estabilidad, tras dos minutos larguísimos, Nesa y Lumá bajaron apresuradas para ver qué había sucedido. Aruna quiso seguirlas, pero Lumá no le permitió bajar y se puso junto a la puertilla –del lado de afuera- para impedírselo.


-¡Lumá, muévete! Quiero ver qué ha sucedido –le dijo, desconcertada. Al cabo de unos minutos, cuando las esclavas y el cochero entendieron que no había peligro, la negra dejó que la señora Lafrancq descendiera y viera con sus ojos lo ocurrido: Un rayo había caído justo frente a ellos, en la carretera a unos cinco metros. Un agujero humeante daba muestra del impacto.-Oh, mejor volvamos –pidió Aruna asustada.

-¡No, señora Arú! ¡Más que nunca tenemos que encontrar al cura! ¿No lo ve? ¡Esto es una señal! –dijo Nesa tomándola de la mano, ambas estaban junto al hoyo-. Es Dios mostrándole que oye sus rezos y que entrará a su vida sin que usted lo note, así como nadie pudo saber que el rayo caería justo delante de nosotros.
Aruna sintió un escalofrío y con su mano libre buscó la cruz de oro que llevaba siempre al cuello, la apretó mientras pedía a Dios protección. Tal vez aquello fuera una señal, pero para mostrarles que debían regresar.

-No, a mí no me parece... Creo que deberíamos regresarnos a la casa –dijo en un susurro mientras alzaba su rostro al cielo plomizo que no tardaría en descargarse sobre ellos.
Las negras se negaron a volverse sin la bendición del sacerdote, hablaban de forma apresurada y atropellada acerca de las bendiciones y las maldiciones que traían el impacto de un rayo tan cercano. Aruna acabó cediendo a lo que ellas decían y no pasó desapercibido a ella el gesto que el cochero hizo al ver que quienes decidían el inmediato futuro de todos eran las esclavas.


-Seguimos camino –le anunció en su pésimo francés, llenándose de vergüenza al oírse pronunciar la simple orden.
No tardó en comenzar a llover, por lo que la marcha se ralentizó. De igual modo, al cabo de unos cuarenta minutos más de incómodo viaje, Aruna Lafrancq llegó a la pequeña aldea.
La iglesia era mucho más pequeña de lo que ella se había imaginado durante el viaje. Descendió del carro y se apuró a ingresar en la santa edificación, ¡era tan cálida! Al ver el altar con las velas encendidas, Arú se sintió atraída como a un imán y salvó por el pasillo central los pocos metros que la separaban de Dios. A punto estaba de arrodillarse cuando un movimiento a su derecha la asustó.
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Mensaje por Tavish MacRaighnaill Mar Mayo 16, 2017 11:32 pm

Le había ofrecido su vida y devoción eterna a Dios. A esa entidad abstracta de la que muchos dudaban, que otros tantos negaban, y que una gran mayoría recordaba cuando se veían acuciados por los problemas. Tavish, por supuesto, pertenecía a este tercer grupo, aunque su fe había terminado mutando en una verdadera paz consigo mismo y su misión. No la misión impuesta por los hombres, sino la que fue aprendiendo a lo largo de los años que duró su preparación para ejercer el sacerdocio. Sabía que era un hombre que debía marcar el camino a aquellos que lo necesitaban, era un pastor representante de Dios en la Tierra, encargado de salvar a los corderos que se habían alejado del rebaño. La contemplación, la oración y escuchar al prójimo, se habían terminado convirtiendo en dogmas, en palabras con un significado real y vívido, no simplemente ideas sueltas en un discurso moralista.

Había desarrollado un don especial para escuchar, por eso no había quién, en la pequeña aldea, no hubiera recurrido a él. Incluso los que eran ateos o agnósticos lo buscaban, sorprendidos de descubrir, detrás del sacerdote, un hombre inteligente y con quien se podía conversar. Había terminado enfundado en el traje de un líder, que guiaba esa pequeña comunidad, carente no sólo de esperanza, sino también de recursos básicos para la supervivencia. Los fieles eran, en gran parte, personas muy pobres y humildes, y Tavish se las ingeniaba para enseñarles a cultivar sus alimentos y pudieran proveerse de ellos. Aquellos que no podían, comían en su mesa. No sabía si para la Iglesia sería correcto su accionar, pero nadie le había dado una directiva clara sobre cómo haría para sobrevivir en aquel lugar tan inhóspito. Debió recurrir a las herramientas que había adquirido en su vida.

Ser licántropo lo había dotado de una fuerza superior, por lo que ayudaba a montar casas, podar, trasladar escombros. Claro que dejaba tiempo para orar, dar misa, confesar, ungir a los enfermos y dar la extremaunción. Pero con su personalidad no iba la reclusión, por eso había salido y se había puesto manos a la obra. Además, quería ser un buen ejemplo para el pequeño Alexander, quien lo consideraba su padrino y que, también, aún estaba triste por la muerte de su madre y asustado por los cambios repentinos.

El invierno estaba resultando lluvioso y demasiado frío. El día había amanecido gris, y eso parecía trasladarse al ánimo de los lugareños. Más de uno había aparecido en la parroquia pidiendo la confesión, aunque sólo contaban angustias, más de uno lloró y una jovencita hasta le planteó la idea del suicidio. Con la tranquilidad que lo caracterizaba, y con la calidez que poseía, había persuadido a la muchacha y hasta había conseguido sacarle una sonrisa. El propio Alexander estaba angustiado, se cumplían ocho meses del fallecimiento de su progenitora y había despertado llorando. Tavish lo había acunado hasta lograr que se durmiera de nuevo. Al despertar, estaba un poco más animado.

Padrino, alguien entró —comentó el niño, que detuvo el cucharón de sopa a mitad de camino. Estaban almorzando en la sacristía. En cualquier otro lugar, ello hubiera sido plausible de sanción, pero no allí, donde estaban olvidados.

Iré a ver. Termina de comer —se limpió la boca, sacudió sus manos y se puso de pie. El trayecto era más bien corto, y se detuvo al notar que una persona se inclinaba ante el altar. A pesar de que intentó no sorprenderla, notó que la asustó. —Disculpe. No quise interrumpirla —su voz grave, profunda, retumbó en el silencio de la estancia. Llevaba la sotana negra y un crucifijo colgado, como siempre. —Puedo volver luego si le parece —se acercó con prudencia. Descubrió que era una mujer… Quizá, la mujer más hermosa que hubiera visto. Lo mejor hubiera sido desviar la vista pero, simplemente, no podía parar de mirarla. Hizo un enorme esfuerzo para que no se notara el impacto. Luego, notó que ella lo miraba confundido. — ¿Habla francés? —le pareció extranjera.
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Mensaje por Aruna Lafrancq Dom Mayo 21, 2017 11:30 pm

Le habían bastando dos segundos de estar a solas ante el altar –aunque solo fuese de pie- para saber que todo aquel viaje en medio de la tormenta había valido la pena. Pero ese momento de paz fue interrumpido y, asustada, se volvió hacia su derecha para ver al sacerdote que a ella se dirigía, mientras su mano trepaba hasta su cuello para apretar la cruz de oro por segunda vez en pocas horas.

Era alto y mucho más joven de lo que había imaginado. Y hermoso, muy hermoso. Aruna se permitió observarlo durante un instante, luego –al entender quién era él y en qué contexto se encontraban- se apresuró a bajar la mirada y a corresponder a su saludo con un asentimiento de cabeza.
Con voz suave y hasta melódica, el sacerdote se dirigió a ella en francés y eso, algo tan simple y cotidiano, la angustió terriblemente. Después de todo, habían ido hasta las afueras de la ciudad –en medio de una aldea que parecía olvidada por Dios- en busca del sacerdote que hablaba y confesaba en castellano… Sólo por él estaba allí porque a Dios podía rezarle en cualquiera de las iglesias del centro –incluso en Notre Dame, aunque no le gustaba pues estaba siempre demasiado concurrida- y de esa forma no tardaría más que unos pocos minutos en estar de vuelta en su casa, en su cárcel privada.


“Tengo que hablarle”, pensó. Su mente intentó formar alguna frase en ese idioma que comprendía vagamente, pero que no podía hablar. Estaba bloqueada a la idea del francés.
Perdía tiempo y lo sabía, él la miraba tranquilo –al parecer-, pero era evidente que esperaba una respuesta de su parte.


“Soy tan estúpida”, se dijo angustiada, pues había empezado a creer que Jean tenía razón al calificarla de ese modo. ¡Había hecho caso de las ideas de las esclavas! ¿Y si todo aquello era un invento? Les tenía cariño, hasta las consideraba casi sus amigas, pero no dejaban de ser lo que eran por mucho que Aruna las quisiera. ¡Por culpa de los chismes entre las empleadas y las esclavas ella estaba allí ahora, frente al sacerdote más bello que jamás había visto, y sin poder decidir qué debía hacer! Tal vez lo más sensato fuese rezar una plegaria corta y huir del lugar, esperando que todos los involucrados olvidasen aquello…

“No, tengo que hablarle, tengo que averiguar si es cierto el dato de Nesa y Lumá”, se dijo, obligándose a ser valiente.
Sin poder armar ninguna frase coherente en francés, y notando que su esclava la había dejado sola allí -que no había ingresado-, Aruna decidió hablar en su lengua madre, deseando que no se hubieran equivocado al viajar hasta aquella iglesia:


-Por favor, dígame que es usted el sacerdote que habla castellano –rogó mientras se acercaba a él con pasos tímidos-. Por favor, dígame que no he venido en vano.
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Mensaje por Tavish MacRaighnaill Vie Jun 23, 2017 11:46 pm

Tavish no podía negar que era un hombre vivido. Había visto lo suficiente para reconocer un alma atormentada, que pugna por liberarse de la opresión. Inmediatamente, la mirada de la joven, lo llevó al rostro de aquellas muchachas que aparecían en el burdel, desesperadas, en busca de ayuda, de alimento, de algo que pudiera sostenerlas. Esa clase de emoción, no sólo existía en las mujeres de los estratos sociales más bajos, era universal. La infelicidad no distinguía de clase, y ni todo el dinero del mundo podía comprarla. Debajo de aquella ropa elegante, de ese rostro precioso, distinguió la angustia, y no era sólo por no comprender el idioma. La mirada triste de aquella extraña, lo atravesó como un puñal. Pudo sentirle haciéndose carne en él, y tuvo que reprimir el deseo de abrazarla. Parecía una niña que necesitaba protección, que le dijeran que todo iba a estar bien.

Esperó en silencio que ella lograra replicar algo. Era un hombre paciente, y sabía que nadie que se encontrara en bien, recurría a una Iglesia. Esbozó una sonrisa, muy pequeña, una suave curvatura que, escasamente, movió su barba, siempre prolija y recortada. Los ojos le brillaron en un gesto de simpatía, y asintió. A pesar de que no podía quitarse el anhelo de cuidar de ella como si se tratase de su propio hijo, hizo un paso más y, ésta vez, su boca sí se amplió, dejando al descubierto la blancura de sus dientes, esos que cuando la Luna se llenaba, se convertían en brutales, hambrientos de carne y sangre.

—Sí, soy el sacerdote que habla español —dijo, finalmente. La gravedad de su voz parecía cubrir la estancia. Era claro en el idioma, y sólo lo acompañaba un pequeño acento, producto de su irlandés. —Y no ha venido en vano —quiso agregar que nadie iba en vano a la casa de Dios, pero decidió no agregar nada. Cuando la tuvo cerca, pudo inspirar su aroma, no el del perfume, sino el de la mujer. Allí estaban sus instintos, esos que se habían agudizado con su nueva naturaleza, jugándole una mala pasada. Debió apretar la mandíbula. Era demasiado hermosa para ser real. ¿De dónde había salido una beldad semejante?

—Soy el padre Tavish, pero aquí todos me tienen confianza y ya me llaman Tavish. Puedes hacerlo tú también —no hacía falta ser demasiado iluminado para notar su procedencia española, andaluza específicamente. El licántropo era un hombre culto, se había codeado con la suficiente cantidad de personas para poder distinguir la región del país en la que habían nacido. — ¿Cómo se llama, señorita? —por acto reflejo, desvió su mirada un instante hacia la mano de la muchacha, donde un anillo delataba su estado civil. —Señora, disculpe —se corrigió inmediatamente. Afortunado aquel que veía aquel rostro cada mañana. Debía haber hecho algo demasiado jodidamente bueno para ser premiado de aquella manera.

—Padrino, ¿quién entró? —Alexander, con gesto de preocupación, interrumpió la conversación. Se colocó detrás de él, y Tavish le acarició la cabeza.

—La señora estaba justo por presentarse —le habló en español, pues el niño comprendía el idioma, si bien no lo hablaba bien. El sacerdote elevó su mirada, una vez más, en la espera de una respuesta. Quería saber el nombre de ella.
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Mensaje por Aruna Lafrancq Mar Ago 01, 2017 7:42 pm

Lo miró a los ojos. Se quedó prendada de su mirada segura y pacifica, de su fuerza y de la benignidad que parecía irradiar. Por un momento fue ajena por completo a lo que sucedía alrededor de ellos, no hacía caso de la voz del niño que les hablaba ni de la poderosa tormenta que descargaba su furia y fuerza contra la aldea. Nada podía importarle menos que el entorno en el que se encontraba, nada podía importarle más que aquel hombre. ¡Había deseado tanto oír a alguien más hablar su idioma! ¡Le había pedido tanto a Dios!

“Dios siempre nos oye, nunca nos desampara y siempre nos sostiene con su fuerte mano derecha”, se recordó, mas el recuerdo le llegó con una tonalidad de voz que no era la propia, sino la de su madre pues era esa una de las frases que ella más decía. Era una certeza que quería dejarle a sus hijas, la fe inquebrantable que la mujer deseaba legarles a las tres niñas y al menos en ella –en Aruna, la mayor- sí que lo había logrado.

Se acercó a él y, pese a que no le había tendido la mano para que ella la besase –como sí hacía siempre el sacerdote que la confesaba cada semana en Notre Dame-, Aruna se inclinó, tomó la mano tibia y pesada del hombre santo y la besó.
No se trataba de un beso corriente, no se trataba de religiosidad, no lo hizo por mandato; el impulso sí que había obedecido a la costumbre, pero sólo había sido eso, el impulso. Luego todo había cobrado otra importancia... Ese beso pequeño era sentido, cargaba esperanza, emoción y gratitud. Era, además de una señal de respeto y reconocimiento, la forma en la que Aruna podía expresarle a él –y a Dios- lo feliz que se hallaba al haberle encontrado, al haber dado con el sacerdote que podía confesar en español.


-Oh, padre Tavish –dijo, porque aunque él se lo había ofrecido ella no se animaba a tutearle, no se sentía confiada todavía-, no se imagina cuanto deseé hallar a alguien como usted, le pedí a Dios… -No pudo continuar, su voz se quebró y Aruna necesitó llevarse una mano al pecho como si de esa forma pudiese detener la angustia que afloraba, que se liberaba, aunque no completa-. Lo siento –susurró apenada por el espectáculo que brindaba, intentando dominar su voz. Por fin reparó en el niño y se dijo que debía calmarse si no quería asustarle-. Mi nombre es Aruna, Aruna Lafrancq –dijo tras unos instantes, mirando al pequeño como si sólo se presentase a él, se esforzó por regalarle una sonrisa también antes de volver a mirar al sacerdote-. Quisiera saber si es posible que pueda confesarme, padre.
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Mensaje por Tavish MacRaighnaill Dom Sep 10, 2017 8:59 pm

Tavish era un hombre oportuno. Sabía cuándo hablar y cuándo callar. Si bien los gestos de devoción no le gustaban, supo comprender la verdadera intencionalidad de la mujer, y entendió que no era su mano la que besaba, sino la de Dios. ¡Qué pretenciosos eran los seres humanos! Si había un pecador y alguien que no debía ser un puente entre los hombres y Él, ese era Tavish MacRaighnaill
. Pero también era un entendedor, y cortar el momento de solemnidad de la joven, sería violento. La dejó hacer, y el tacto se le antojó exquisito. La piel de la española era suave, y le recordó a los pétalos de las rosas. Tragó con dificultad, porque los impulsos de la carne eran su gran debilidad. Se encomendó a Dios, pensó en su misión y en que debía luchar contra sí mismo, cada día, a cada instante. Para eso también había tomado los hábitos, y no podía traicionar su juramento.

La voz de Aruna –su nombre le resultó exacto, era para ella- era dulce y melodiosa, y a Tavish le agradó cómo se dirigió a Alexander. Y lo agradeció, porque se encontraba afectado. El pensamiento recurrente, básico y primitivo, era la hermosura de la recién llegada. Algo salvaje se despertó dentro de él, y debió fortalecer su espíritu a base de oración para contener sus emociones. Todos los días iban jovencitas a la iglesia, muchas intentaban seducirlo, y más era dueña de una belleza pagana, pero Aruna era un ser angelical y pagano, capaz de hacerle perder la cabeza a cualquier hombre.

—Mucho gusto, señora Lafrancq —respondió el sacerdote. —Y él es mi ahijado, Alexander —aunque no estuvo demasiado seguro de que lo hubiera escuchado. Asintió ante su petición y el niño entendió que era el momento de retirarse. Saludó a Aruna con una sonrisa muy suave, y desapareció por la misma puerta por la que había entrado segundos atrás.

—Aquí no acostumbramos a tener un confesionario —era todo demasiado precario. —Si no le molesta, tomemos asiento en el primer banco. Usted puede hacerlo detrás, algunos suelen sentirse incómodos cuando los están mirando —se preguntó qué era tan grave para tenerla tan angustiada, no podía imaginar qué había hecho para estar sumida en tamaña desesperación. Se dio cuenta que aquel hombre que no lograba dejar atrás, estaba nublándole la razón, y que esa pobre desdichada lo que necesitaba, era el oído de un representante de la fe, y no un caballero que la rescatase.

—Y no tenga miedo, Aruna. Aquí sólo están usted y Dios. Él será quien, realmente, la escuche —ella parecía desarmarse. Estaba devastada y Tavish no pudo hacer más que sentir un profundo deseo de protegerla.
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Mensaje por Aruna Lafrancq Jue Oct 05, 2017 2:01 am

Mentiría si dijese que la falta de confesionario no la incomodaba, porque sí lo hacía. Temía sentirse expuesta al punto de no poder comenzar a hablar, al extremo de acabar malgastando todo aquel tiempo y esfuerzo invertido en pos de conocer al sacerdote que hablaba su lengua.
Cuando el niño se fue, Aruna dio por ciertas sus sospechas porque ya sabía que estar a solas con el hombre santo y sin el refugio del confesionario la incomodaba. Y, cómo si fuese capaz de oír sus pensamientos, él la reconfortó con palabras que le dieron cierta seguridad y consuelo.


“Es demasiado hermoso para ser sacerdote”, pensó una vez más, mientras aceptaba la invitación a sentarse detrás de él.

Se deshizo otra vez de esos pensamientos inoportunos que a ningún buen puerto la conducirían y se acomodó en el frío banco de madera, justo detrás de él. Los truenos hacían temblar las ventanas y le daban un aspecto lúgubre a aquella iglesia, eso lejos de asustarla le gustaba, era como si en ese lugar se estuviese reflejando lo que había en su interior.


-Oh, ¿por dónde debería comenzar? –dijo, ya repuesta, tras mencionar como autómata las palabras que solían dar inicio a una confesión.

Se suponía que las personas acudían a Dios para confesar sus pecados, Aruna no era tan necia como para creerse santa e inmaculada, pero en verdad ella había acudido a la pequeña iglesia en busca de consejo y dirección, además del aspecto egoísta de poder al fin hablar en español con alguien. Aún así, sabía que tenía cosas para confesar, necesitaba del perdón de Dios al igual que todas las personas. Que fuese una cristiana dedicada no la eximía de los errores del día a día.


-Soy una mala mujer, Padre MacRaighnaill –le dijo con pesar, liberando un suspiro-, mi esposo siempre me lo hace notar. De nada me sirve rezar y dar limosnas a los necesitados, como dicen las Sagradas Escrituras. Sigo siendo una mala mujer y no sé en qué me equivoco… Me esfuerzo por ser obediente a mi esposo en todo, acepto en silencio sus castigos. Incluso me ha prohibido hablar en español dentro de la casa y yo con todo el dolor del mundo en mi alma le obedezco, Dios sabe que sí, pero a pesar de los esfuerzos que hago el Señor ya no me oye. Es por eso que sé que soy una mala mujer, Padre Tavish, hay algo que estoy haciendo mal, pero no puedo verlo. –Una pausa. Un minuto para pensar, para recordar y para volver a desear. Aruna siguió aferrándose a la cruz que tenía entre las manos y cuanto habló, la voz le salió afectada por el esfuerzo que hacía para no volver a llorar-: Mi esposo quiere tener hijos, pero no puedo dárselos. No sé que está mal en mí, no sé qué estoy haciendo mal ni por qué Dios me castiga así. Estoy tan desesperada, padre.
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Mensaje por Tavish MacRaighnaill Vie Mar 30, 2018 2:31 pm

Cuando se disponía a escuchar las confesiones, Tavish elevaba una plegaria pidiéndole asistencia a Dios, para que le diese la palabra justa, para que lo despojase de prejuicios, para que le abriese los oídos del corazón y lo ayudase a guiar a aquellos atormentados que se acercaban a él. Con aquella mujer no fue la excepción, y en ningún momento lo abandonó la necesidad real de querer asistirla. A medida que avanzó el relato, fue apretando más y más los puños, y agradecía que ella no pudiese verlo. Parecía que una cólera animal le encendía el cuerpo y el alma, y por primera vez, no quería seguir escuchando. Se creía incapaz de continuar escuchando el tormenta de Aruna, de cómo ella se flagelaba creyendo las palabras de un marido que no la merecía. No iba a negar que el hombre que habitaba en él estaba dominándolo, y luchó contra su propio instinto para no voltear, abrazarla y obligarla a vivir allí, lejos de todo mal. Esta vez, con mayor énfasis, le rogó al Señor que le llevase sosiego, pues era de la única manera que podría ser útil.

Su marido no la merece —y su voz sonó autoritaria, parecía un dictamen bíblico. —No es usted el problema. Es lo primero que debe ver —logró tranquilizarse. La bestia que vivía en él parecía querer salir en pleno día, aún cuando faltaban semanas para la próxima luna llena, quería provocar caos y destrucción, y aplacar aquella ira que iba poseyéndolo más y más. Tavish era un hombre que respetaba infinitamente a las mujeres, porque se había criado entre ellas. Haber vivido en un prostíbulo le daba una perspectiva del género femenino que otros, por su crianza y por las normas impuestas, eran incapaces de tener. Adoraba a las mujeres, a todas y cada una de ellas, y no soportaba que las hicieran sufrir, quizá porque él también había provocado mucho dolor.

Señora Lafrancq, Aruna —se permitió llamarla por su nombre y suavizar sus palabras. — ¿No se ha planteado la posibilidad que sea su marido el que no pueda tener hijos? El Dios al que yo venero, le aseguro, no es un ser cruel que castiga, todo lo contrario. Es misericordioso y ve las penas de todos nosotros, tiene compasión. Dios es amor, por mucho que los hombres se hayan esmerado en convertirlo en un juez. Dios no nos juzga y jamás nos envía batallas que no podamos lidiar —y, contra todo lo establecido, volteó para mirarla a los ojos. Tanta belleza debía ser ilegal, un pecado capital. Jamás había visto un rostro como aquel, tan hermoso y armonioso, y la tristeza que emanaba solo lo volvía más precioso.

Lo que usted está haciendo mal es no ser feliz. Ha venido a serlo, créame —le sonrió, levemente. —No deje de hacer algo que le provoque bienestar. Quizá tanta obediencia es el verdadero camino equivocado —cualquiera que lo escuchara lo creería un loco. Estaba bien visto que los maridos exigiesen y castigasen, estaba bien visto que las esposas fuesen sumisas y acatasen las órdenes. Y él, contra todos aquellos preceptos, hacía sugerencias irreverentes y que podían provocar mucho daño. —Yo estaré aquí siempre que lo necesite. Hablaremos en español y podrá recorrer esta comunidad, si así lo desea. No hace falta ser un vidente para ver la bondad que hay en usted. Debe usarla. Es su mayor arma. Las personas buenas siempre obtienen su recompensa, por más obstáculos y dolores que haya en el medio.

Tavish era un hombre muy seguro de sí mismo, sin embargo, la presencia de Aruna Lafrancq lo hacía dudar, incluso de sus consejos. Él, que creía que a todos ayudaba, sintió temor de que esa hermosa mujer tuviera problemas por seguir lo que le había dicho. Y por un instante, pensó que aquello provocaría que ella volviera a él. La idea le pareció terrible, él era un hombre santo, y la descartó con rapidez.
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Mensaje por Aruna Lafrancq Miér Abr 18, 2018 3:28 pm

Por un instante, Aruna creyó haber oído mal. Tal vez se debiera a la posición, el hombre santo estaba dándole la espalda y su voz era direccionada hacia delante… aunque había sido fuerte y clara. Las dudas se disiparon cuando él lanzó otra frase que reafirmaba la primera y eso hizo tambalear el espíritu de Aruna.

-Pero mi esposo es un hombre bueno –dijo y se arrepintió en el momento pues esa era una mentira. No era bueno, no era cuidadoso y solo había querido hacerse con un buen lazo matrimonial casándose con ella. Bien sabía que frecuentaba burdeles y hasta la insultaba cada tanto llevando a esas mujerzuelas a su casa.

Apretó el rosario otra vez, porque sí que había pensado infinitas veces que podía no ser ella el problema. Después de todo ella intentaba –se esmeraba en verdad- por llevar una vida prolija, trasparente. Vivir sin esconder nada, sin tener de qué avergonzarse. ¿Podía su esposo decir lo mismo? Sabía que no y extrañamente asociaba esa conducta indecente de Jean al castigo divino… pero no le respondió al sacerdote con sus cavilaciones, al final de cuentas ella había creído las palabras de su esposo. Resultaba más fácil culparse de todo que admitir que podía haber algo mal en el hombre con el que se había casado, solo de ese modo podía evitarse los problemas. La obediencia era siempre el camino.


-¿Cómo puede estar mal obedecer? Las Sagradas Escrituras lo dicen, San Pablo lo ha dejado claro: la mujer debe ser sujeta a su marido. –Sí que estaba confundida, tanto que no advirtió que miraba a los ojos al sacerdote más de lo que era prudente según las normas de la sociedad, ahora que él se había girado hacia ella. Se llevó la mano al pecho y, finalmente se sinceró-: Yo no sé ser feliz, padre Tavish. Esa época de mi vida ha quedado tan lejana, siento que no puedo disfrutar de nada. Solo mis momentos de oración me dan algo de paz, pero paz no es felicidad, aunque la agradezco de todos modos. Creo que hay personas, mujeres en verdad, que no han nacido para ser felices y aunque resulte amargo decirlo yo soy parte de ese grupo.

Le sonrió con un dejo triste. ¿Por qué? Porque le salió así, porque no dominó a tiempo el gesto de su rostro y le sonrió para agradecerle que con esas palabras estuviera dispuesto a tener las puertas abiertas de ese lugar para ella.

-Gracias –bajó el rostro, había algo en la mirada del hombre que la atraía por demás, que la obligaba a mirarlo sin poder parar como si los ojos bondadosos de él estuviesen alimentándola. Le gustaba su rostro, deseaba volver a él para que la viese otra vez con esa mirada-, volveré. Me he sentido muy cómoda con usted. Y, por favor, dígame cómo puedo involucrarme en la comunidad. Tengo mucho tiempo libre y puedo ayudar, desde mi hogar o viniendo hasta aquí, para mí sería un placer y en verdad me ayudaría. Tal vez sea aquí, en su comunidad, donde la felicidad se esconde de mí.
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Mensaje por Tavish MacRaighnaill Dom Sep 16, 2018 7:59 pm

Se cuestionó a sí mismo si aquellas palabras que estaba destilando, como si se tratasen de veneno, salían de su corazón o de algún sitio oscuro al que no se atrevía a acceder desde hacía muchos años. Tavish, con sus cientos de defectos, era un buen hombre, y jamás habría sido capaz de dar un consejo, a propósito, que perjudicara a alguien. No había tomado dimensión de sus propias frases hasta que la pobre mujer, que le había abierto el corazón, lo cuestionó con la Biblia misma. Se sintió un completo estúpido, un mezquino. Aruna era una dama sometida a la voluntad de un hombre que hacía con ella lo que quería, la manipulaba, no hacía falta pasar demasiado tiempo con ella para darse cuenta de los detalles de la relación. El lenguaje corporal de la joven hablaba por sí mismo. Él, guiado por el impacto que le había causado su belleza, y en un intento vano de hacerse cargo de una hombría de la que carecía, había hablado con soltura, sin reparar en lo que podía desatar.

¿Cómo darle un rumbo a aquella conversación? Aruna necesitaba consuelo, tranquilidad, sosiego, por eso las personas recurrían a él que, como sacerdote, se suponía, estaba más cerca de Dios, era el puente entre los feligreses y el Santo Padre. Sin embargo, Tavish no podía escapar del embrujo de su mirada, y se sintió encadenado a ella, sin reparar demasiado en sus lamentos. Lo único que quería era borrarle la tristeza y, por arte de magia, convertirla en alegría. Ese anhelo nacía de algo mucho más hondo que el deseo, que el grito del macho que clamaba por una mujer; surgía de su pecho, de un alma repleta de heridas que reconoce a otra y la quiere proteger de todo mal. Tavish, lo que más deseó en ese momento, fue poder abrazar a Aruna y decirle que todo iba a estar bien.

Dios la ha dotado con una gran sabiduría —dijo, al contrario de su voluntad. Y le sonrió con amabilidad. —Nunca sabrá a qué grupo pertenece si no se atreve a salir de su dolor —continuó. —Y no conoceremos lo que el Santo Padre nos tiene reservado hasta el momento de nuestra muerte, luego de haber vivido todo lo que Él ha querido que vivamos —y un poco, eso se lo dijo a sí mismo. Se unió a la Iglesia Católica en busca de un camino para ayudar a las personas, pero también para castigarse, para limpiarse de la herencia materna y de sus propias fechorías. Debí ser fuerte. Debía ser leal a su juramento.

Nuestra comunidad la recibirá con los brazos abiertos, señorita —aseguró, distante. —Los lunes y los viernes los feligreses se reúnen a organizar las diversas actividades, algunos son voluntarios en el hospital, otros en el orfanato, se hacen diversas manualidades para ayudar a los más necesitados. Los miércoles hay un grupo de oración, pero son todas ancianas con las que no creo se sienta muy a gusto —bromeó. —Sábados y domingos celebramos la santa Misa. Luego de la misa de los sábados, se decora para la del día siguiente, ya que se hacen grandes almuerzos para compartir.

¡Padrino! —Alexander irrumpió en la parroquia. —Perdón. Pero hay una emergencia —dijo, nervioso, aferrado al picaporte de la puerta.

Aruna —le apoyó una mano en la coronilla. —La absuelvo de sus pecados. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén —al tiempo que recitó la bendición, trazó una cruz en el aire. —Ahora debo retirarme. Discúlpeme. Ha sido un placer conocerla —se puso de pie rápidamente y corrió a atender la urgencia que lo requería, y le pidió a Dios volver a verla.

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