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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Frederick Feemster Sáb Abr 01, 2017 1:09 pm

Escapar, e hundirse en la soledad.

El día, no muy distinto de todos los demás, había sido para el joven Williams uno de esos más en los que afortunadamente, y como amante de lo cotidiano y lo esperado, nada había ocurrido. Un paseo por la Compañía: verificar los reportes que eran enviados desde Inglaterra y llegaban según cambiaban las condiciones dispuestas para la correspondencia, ver que sus riquezas sobre la competencia seguían creciendo a pasos, por supuesto, lentos ahora con la llegada del invierno y sin noticias más distintas de las que esperaba de su ama de llaves, quien había quedado encargada de ejercer el liderazgo en la Baronía de Lambeth en ausencia del joven señor de aquellos lejanos dominios ingleses.

Tranquilidad, algo que muchos, en estos tiempos, añoraban con vehemencia y algunos no tantos.

Pese a ya conocer los mitos y leyendas que surcaban por todas las ciudades de Europa de criaturas que rondaban las noches, acechando en la oscuridad que brindaban las calles y callejones de las metrópolis humanas, hacer caso omiso a esas creencias y supersticiones de gente ignorante era lo que el heredero de la Casa Williams hacía. Edmond, por supuesto, era un joven educado, refinado y muy preparado, y su forma de pensar, idealista y de calculadora inteligencia, carecía y estaba alejada de caer en los cuentos que la mayoría creía sobre magia y criaturas de las cuales, hasta ahora, nunca había visto ninguna. Su creencia, era una sola: La Corona, y la Fe como parte fundamental del sistema que regía el mundo, ninguna estaba despegada de la otra pues así era como se concebía la forma de pensar inglesa, desde que, hacía ya siglos, Inglaterra había decidido independizar su cultura del Vaticano bajo el gobierno del Rey Enrique VIII, y no era extraño, por supuesto, que los ingleses, bien fueran de cualquier escalafón de la pirámide social, pensara de esa forma. El joven Edmond, aquel día, había dicho a su cochero que no le esperase y que partiera a la mansión, pues tenía asuntos que atender, y este, preocupado sin duda por creer en si en los mitos de las criaturas nocturnas, no chisto y obedeció deseándole suerte a su joven señor. Llevando las ropas propias de la nobleza: camisa blanca con el cuello levantado, rodeado por un pañuelo con lazada de color blanco inmaculado, chaleco corto, pantalones largos ajustados, chaqueta de doble botonadura de bronce con faldón trasero y una gabardina inglesa que, sumado a los guantes que cubrían sus manos por el invierno en el que París se encontraba en ese momento, le hacían ver portar la elegancia de un caballero claramente reconocible por la marca textil que resaltaba en lugares escondidos de cada una de las prendas que le vestían: Williams.

Habiendo ya llegado a la biblioteca, fue rápidamente reconocido por el bibliotecario encargado de mantener el orden de uno de los lugares más concurridos por los ilustres y los jóvenes estudiantes, pues pese a aquella visita fuese sin duda inusual, la cara de Edmond no podía ser menos reconocida cuando era el dueño de la una de las compañías más importantes de Inglaterra y mencionadas de Europa. –¡Oh…Mo…Monsieur Williams!– Dijo el hombre, acomodando sus lentes y de mantener un tanto nerviosa y sorprendido que el hombre más reservado de la nobleza pisase aquel lugar. –Bienvenido. Es un grato placer tenerle por aquí.– Sonrío nerviosamente. –Dígame, ¿en qué le podemos servir, Moseiur?– Dijo, quitándose los lentes e inclinando un poco la cabeza en señal de respeto, acción a la que el joven Edmond respondió de igual forma. –Me es, dicho quizá por rumores, conocida la fama ganada del lugar.– Dijo, mirando el lugar, con expresión tranquila y calmada, como era común en él. –Victor Hugo , seguramente debe saber quién es, tal posibilidad me dio la esperanza de leer su trabajo.– El hombre sonrío. –Por supuesto, Monseiur, sígame usted.

Un camino un tanto largo, que iba en pasos cortos entre las secciones divididas de cada una de las partes de la biblioteca de París, que a esas horas, por supuesto, no era especialmente concurrida. –Así que le agrada la poseía, un gusto suculento, debo admitir. Monseiur, Poesía y dramaturgia: Victor Hugo y cualquier trabajo que, a su buen juicio, por supuesto, pueda usted, considerar de su lectura.– Dijo, deteniéndose, para dirigir una mirada una vez más al joven Edmond. –Si me lo permite, he de retirarme. Hay aún revisiones pertinentes que hacer en el inventario, con su permiso, Monseiur Williams.– Terminó diciendo, dejando al joven Barón en aquella sección, con todo un compendio de libros de carácter poético y dramaturgia, al alcance de su vista.

Por fin, creyendo estar solo y habiendo conseguido un espacio para continuar aquello que le permitía expandir su mente aún más, hundido en la dulzura de la literatura, miró con cuidado los libros, selectívamente con la mirada, en busca de algo que pudiera despertar su interés.
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Mensaje por Jared Canaan Dom Abr 02, 2017 10:33 am

“Tu piel tiene cicatrices y duele,
Eres hermoso
Sé que te mantendrás por tu palabra,
Porque eres hermoso… secretamente hermoso”

La noche me parecía un tanto inquietante, yo estaba nervioso, muy nervioso, me sentía acorralado y absorbido por las sonoras voces de la ciudad, los caballos, y carretas sonando en la acera. Todo me parecía un tanto extravagante que parecía hundirme en una severa sordera, luego comencé a caminar rápidamente recorrí por horas las calles, más la guerra era meramente interior. Cualquiera que me viese en aquel momento vería a una persona cualquiera caminar dando un paseo por la noche. Pero el interior desgarrador me daba ganas de escribir, de blasfemar, de parafrasear, de matar a alguien con la poesía. La distancia entre la muchedumbre y mi mente era abismante. Aquella noche vestía con una camisa blanca sencilla, aguardada en unos pantalones café que se amoldaban a mi delgado cuerpo, tomados por suspensores que ajustaban y ordenaban un poco mi figura y mi aspecto demacrado, bajo la protección de una simple gabardina negra.

Luego, logré llegar impoluto frente a la biblioteca de la ciudad. Como si aquellos tortuosos momentos hubieran sido largos años en un minuto… así de perdido me sentía. Algunos humanos quedaron mirándome extrañados, puesto a que mi mano la tenía posada en mi estómago y con la otra me había sujetado del barandal de la escalera de entrada. Una sutil y exquisita voz femenina preguntaba por mi estado:

-¿Se encuentra bien Monsieur?- la miré directamente a los ojos, supe que se había asustado ante mis ojos recriminadores, de rechazo. Pero ella aun cautiva por su bondad me preguntó: -¿Hay algo en que pueda ayudarle?- su voz parecía una caricia de estrellas reunidas para un ritual de timidez sensual.

-Disculpe madame, es que el frío me acelera.-respondí en tono sensual, mientras quitaba su mano de mi hombro suavemente, después de que la posó preocupada por mí. Y me alejé rápidamente a entrar en la biblioteca. La mujer había quedado en shock, pero no me importaba la perra. Solo quería leer en la biblioteca, para que los disparates de mi cabeza se disiparan.

Nuevamente oí la voz de la compasión dentro de mí, una voz que detestaba… a veces me hablaba en un lenguaje tan antiguo que me recordaba tiempos de oro en Escandinavia. Me fui a la sección de los poetas más famosos de aquel entonces, pues la envidia se apoderaba de mí y hacía renacer mi rabia y una sangrienta sed, así mismo mi admiración por sus letras. Todo junto, todo me hacía sentir algo. No había nada en este putrefacto mundo que yo pudiera ignorar para una bestia como yo hay momento de difícil adaptación en el mundo humano, en especial cuando son mero alimento para la hambrienta bestia, para la resurrección de ésta en un crepúsculo negro y olvidado.

Y allí le encontré… sangre noble la preferida de mi paladar, un aristocrático bien estirado llamado Edmond Williams, si así es, un empresario textil que se forraba en francos, porque conquistaba todos los placeres exóticos de Francia y en Europa en general… Cuantas veces yo mandé a hacerme ropas y telas para mi mansión traídas desde el auténtico auge de Inglaterra y su comercio, la marca ‘Williams’ reconocida por su calidad en telas, y el exquisito gusto hacia los sectores más altos de la sociedad. Estaría de visita seguramente, en un viaje de negocios, no lo sé… pero el hedor de su sangre noble me atrajo al momento en que pisó la biblioteca y conversaba con el bibliotecario. Aquel hombre de nervioso desplante, que cuando Williams le saludaba el tartamudeaba, que risa el viejo adulador, seguramente no ganaría mucho dinero al encargarse de esta biblioteca si tenía actitudes de ser alguien que se las sabía todas… apenas había vivido sus 70 y tantos años. Todo aquello se vio de inmediato dentro del lugar, pero yo presté atención al hombre de cabello colorín, de fruncida mirada azulina y elegante con sus patillas perfectamente delineadas a la forma de su rostro.

Desde mi posición usé mi poder de clarividencia para sondear sus pensamientos, mas poesía surgía en mí. Más a saber…

Aquel hombre, presa de mi deseo por su sangre no sabía de nuestra existencia y era mejor, porque con un loco como yo ya era suficiente. ‘Williams’ se dirigió junto al bibliotecario, al pasillo de las poesías de Victor Hugo, un poeta bastante cortante en su métrica, directo y al grano. Yo no tenía preferencias por ningún poeta, yo tenía demasiado amor enfermizo por mí mismo para llegar a admirar a alguien desde lo profundo, pero había leído cosas buenas de él… y entonces, con una voz sutil, en volumen moderado casi para mí mismo, pero lo suficiente para que se escuchara leí:

"La tumba dijo a la rosa:
-¿Dime qué haces, flor preciosa,
lo que llora el alba en ti?

La rosa dijo a la tumba:
-de cuanto en ti se derrumba,
sima horrenda, ¿qué haces, di?

Y la rosa: -¡Tumba oscura
de cada lágrima pura
yo un perfume hago veloz.

Y la tumba: -¡Rosa ciega!
De cada alma que me llega
yo hago un ángel para Dios."

"-¡Ah! Pero que ambiciosa conversación entre la Rosa y su tumba-",
pensé y luego de ello miré al joven al aristócrata, con intensa atención que de seguro habría de escucharme. Así era como yo atraía a las presas… así era como cualquier poesía se transformaba en sangre para mi paladar…
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Mensaje por Frederick Feemster Dom Abr 02, 2017 6:28 pm

Ruptura, compañía.

El joven Barón ingles había, por supuesto, esperado encontrar la soledad en aquel lugar. La lejanía de los días que continuaban, con un solo propósito: ir en contra del mundo mismo, pero quizá para Edmond, aún visionario, y aún suspicaz, darse cuenta de ellos era algo que parecía estar lejos, ¿o no? La Compañía Williams era algo distinto a lo que la mayoría esperaba, Edmond, a diferencia del resto de empresarios de la época, que no se podía esperar que fuesen más que nobles con grandes fortunas, o personas que en algún punto de su linaje, habían tenido mucha suerte y ahora poseían la virtud de estar en la cima de la sociedad: la clase alta. Una paradoja terrible que era bien pues, un poco de ambas en la virtud de Edmond Williams. El misterioso, bastardo llamaban las lenguas dedicadas a criticar, hijo del hombre viudo y ahora difunto más misterioso de toda Inglaterra.

Una verdad que aunque muchos querían desvelar, un misterio que muchos querían obtener, pero que tal como su madre, y su padre, era parte del olvido y la sepultura.

Los ojos, decorados con el azul del cielo, del joven noble se vieron obligados a moverse levemente cuando su atención, hallada en la concentrada búsqueda del autor al cual por hoy, había dispuesto más de su tiempo para hundirse y dar un viaje entre sus letras como lo hiciese con Shakespeare, fue captada a través de un leve eco que venía de las cercanías de la gran extensión de la sección donde se disponían los grandes libros del genero poético y los grandes autores de toda la Europa, y más allá. Aquellas palabras, una por una, iban dando una danza casi perfecta que formaba una coreografía pacífica y tranquila envuelta en cada pasó que el Barón inglés daba hacia la voz, haciéndose, a la cercanía claramente visible. El joven Edmond, le observó, con un libro en mano y entonces sintió la mirada del extraño hombre que no esperaba encontrar, entonando una dulce poesía que, sin duda, habría de reconocer. –La tumba y la rosa, Victor Hugo.– Dijo, claramente impactado, más que por el don lingüístico con el que el hombre había llevado a cabo la lectura, por la clara expectación del aspecto, ni bien más, de una extraña forma atractivo, algo que ya seguramente estaba acostumbrado a encontrar en su diario hacer, pero que de alguna forma, le resultaba un tanto más curioso que los encuentros normales que recordaba haber tenido.

Una sensación extraña, e incómoda, que quizá en algún otro momento había tenido, pero que ahora mismo no recordaba, y que no achaco más que a su propia y secreta debilidad.

Tras unos segundos de silencio, y como era de esperarse, tras su rostro tranquilo y su semblante característicamente frío y lleno de calma, controlando de manera inconsciente cada uno de los pequeños impulsos que normalmente en la gente salían a flote de formas más evidentes, el joven noble, trasmitiendo esa misma sensación visible en su rostro en el eco de sus refinadas y educadas palabras. –Una prosa directa, y podría agregar, convencionalmente compleja, Sr.– Dijo, con las manos detrás, y una vez haciendo gala de su característico silencio que le concedía el rasgo de un caballero reservado. –Perdone mi intromisión, que no ha sido, le aseguro, causada a adrede, pero resulta, he de admitir, que es poco probable que se pueda ignorar una lectura bien hecha.– Una pausa. –Buenas noches, Barón Williams, Edmond Williams.– Concluyó, en una presentación protocolar necesaria ante, quizá, la falta de respeto que pudo haber causado.

Una mentira que, de alguna forma, debía maquillar su verdadera expectación por la figura masculina, pero que claramente, como siempre había sido, debía negarse a aceptar.
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