Victorian Vampires
Un, dos, tres asientos vacíos. 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Lady Rouge Dom Abr 09, 2017 5:56 pm

Era su función favorita.

Una, dos, tres filas vacías. Cuatro, cinco al contar las de la izquierda. Dos balcones sin un alma a la vista y el silencio que les caracteriza. Uno, dos, tres asientos vacíos al fondo. Cuatro, cinco minutos esperando tranquila y un suspiro sin aliento. Uno, dos, tres caballeros frunciendo el ceño. Cuatro, cinco damas conversando entre ellas y a dos se les nota demasiado el perfume.

Una, dos, tres pecas plateadas. Cuatro, cinco miradas de tristeza y una piel casi traslúcida y húmeda a la vista.

Cinco, seis, siete décadas acudiendo a las peores obras, en los peores asientos vacíos en las horas menos concurridas, todo sea por disfrutar con cierta libertad de la única pasión verdadera que le resta de su antigua realidad: el teatro. Cualquiera podría creer que bastaría con tan sólo aparecerse frente a algún clase alta en su vista lujosa de balcón, espantarlo y tomar su lugar; pero mira, la no-vida tiene sus dificultades. La espectral visión no lograría tan sólo el terror y huida del pobre ser mortal, no, sería apenas el comienzo de un molesto efecto dominó de ansiedades y alboroto, puede que incluso gritos y un posterior abandono del recinto por parte del público. Desastre, en pocas palabras.

La gente viva tiende a ser idiota e impresionable, sobre todo en una época en la que la más mínima actividad fuera de lo normal pasa a ser considerada escándalo y generar alguna consecuencia realmente indeseable. ¿En qué le afectaría, pues, a la señorita en cuestión? Ella está muerta y nada podría afectarle, más lo que desea es contemplar la obra con relativa paz. Prefiere escoger el silencio antes que la calidad y ocupar aquel asiento vacío al fondo de todo, dejarse ver por cualquiera, sentirse viva por un instante en lugar de flotar o aparecer en medio de algún pasillo o en el mismo escenario, invisible a los ojos de todos, tan triste y sin sentido.

Nadie la miraría, nadie repararía en su presencia aún si decidiese alzar la voz al escaso público; simplemente está sola, silenciosa, arraigada en el peor asiento del teatro, esperando dentro del éxtasis más lento de la historia a que al fin las cortinas den paso a los protagonistas, aquellos seres angelicales que, a pesar del poco talento o precaria belleza que pudiesen condenarles, le parecían la más sensual de las caricias.

Alisar las inexistentes arrugas de su falda, fuera de moda desde hace siglos, juntar las manos y frotarlas en un acto que no genera ni una sola chispa de calidez, calmar los nervios que no siente y perder infinitamente la mirada en un punto distante de la madera del suelo bajo sus pies. No lleva zapatos; igual no los necesitaría nunca más. La gente aún entra, tal vez inicie en pocos minutos más. 

Cierra los ojos mientras espera.


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Mensaje por Edelweiss Babenberg Sáb Abr 29, 2017 1:23 am



Contemplar a la pequeña Babenberg era contemplar a la muerte. Para aquel entonces, podría decirse que su aspecto macilento era el símbolo más consustancial del futuro acontecimiento; y sin embargo, los indicios que más constataban este hecho eran vislumbrados en los rasgos de su rostro. Sus ojeras valían como testimonio de un eterno cansancio, y el único detalle que lograba equilibrarlo era la particularidad de su mirada vidriosa; fenómeno que agudizaba la intensidad del iris azulino. Aún cuando era posible dilucidar su destino fatídico, nadie lograba ignorar los atributos estéticos — perfectamente envidiables, aún en una niña — que la dolencia aportaba a la víctima. Las tuberculosas de espíritu más dramático, solían denominarse como cánones de belleza, intentando, tal vez, contrarrestar el memento mori, mismo que terminaba consumiéndolas en un estado de locura. Pero ella no entendía de cánones fisonómicos. Edelweiss comprendía la hermosura desde el ángulo inmaterial. Aquella para la que, según su concepción, debía prepararse en base al estudio del alma. De ahí a que se interesara tanto en los espíritus errantes. No tenía un conocimiento certero de su muerte, pero sabía que llegaría, y estaba segura que, de no llegar a seguir los pasos del vampirismo, ella también pasaría a ser un fantasma. No sabría por cuanto tiempo tampoco.

Estamos de acuerdo en asentar a la curiosidad como comportamiento inherente en todo infante, aún en niñas como ella. Puesto que, sin importar los riesgos que supondría realizar esfuerzos físicos (sin mencionar, claro está, el peligro que representa exponer su existencia frente a los enemigos de Jaecar), siempre estaba dispuesta a conocer ciertos espacios culturales o artísticos de París que pudieran aportarle conocimiento. Desde luego, su padre no contentaba con la idea, y en la mayoría de las ocasiones triunfaba en su esfuerzo por retenerla en su residencia. Pero esta vez no serviría. Esta vez su padre la acompañaría de la mano al viejo teatro, siendo que él ya conocía el horario en el cual habría la menor cantidad de audiencia. Entendían que, cuando se abriera el telón, verían probablemente la obra de peor valoración. Pero a Edelweiss no parecía importarle mucho. Estaba emocionada; al menos en sentido alegórico, pues su semblante no decía lo mismo. Sus ubicaciones estaban en el fondo, más precisamente en un extremo lateral. El recinto parecía haber completado el número de asientos comprados.

Mientras esperaban el inicio, la niña dio un rápido vistazo a los presentes, pero entonces no pudo quitar la vista de una joven ubicada en el extremo lateral contrario. Esta tenía sus ojos cerrados, y pasarían así algunos minutos antes de que la menor decidiera levantarse de su lugar, e ir en su dirección. En lo que respecta la expresión facial de Jaecar ante su separación, se diría que no fue la más entrañable de todas.
Edelweiss sonreiría de manera poco perceptible luego de prestar mayor atención a la extraña apariencia del cuerpo ajeno, para luego dirigirse a ella:
— Está muerta.
No se entendía si el tono de semejante atrevimiento era una especie de interrogación, o más bien un simple comentario, tan certero como innecesario. No podía equivocarse. Su guardiana — otro espíritu — tenía el mismo aspecto.
Pero luego entendió su precipitación, y bajó la cabeza.
— Lo siento... Es usted muy bonita.
»Mi nombre es Edelweiss. ¿Cuál es el suyo?
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Mensaje por Lady Rouge Dom Abr 30, 2017 4:24 pm

Y dentro de un suspiro, giraba la cabeza con parsimonia. Dirigía una triste mirada llena de dudas a su acompañante y le dedicaba el más leal e inquebrantable de los silencios. No es sino en la gloria, vana, decadente, que ha encontrado al fin el significado de su gran carencia; llegó al mundo tan sólo para observar el derrumbe. Abrió los ojos para descubrir un tacto que jamás sería suyo y, oh, naturaleza vil, que ha de tragar y retirarse a su escondrijo. La joven pareja jamás sería bendecida con el fruto y cúspide de toda relación. Maldita la semilla que jamás prosperará. Maldita es, pues nunca verá más luz que la de sus propios ojos en el agua. Agua somos, agua seremos.
 
Extendió una delgada mano hacia el rostro de su marido. Éste la rechazó al moverse levemente hacia la izquierda. Sus ojos de canela y miel, fríos, ya no mostrarían jamás ninguna chispa de aprecio a la joven princesa. El sueño estaba roto, la sangre, derramada. Tan sólo quedaba esperar y pronunciar la última frase.
 
— Está muerta.
 
El público vitorea y sufre a grandes voces el fin de la obra... No, esas palabras no han salido de la dama que interpreta a la melancólica hija del Rey. Tampoco ha sido el poco agraciado pero rico hijo de un Conde vecino. ¿Quién ha sido, pues, la persona en entonar las odiosas palabras? Llenas de aire helado, secas como la gracia de una institutriz.
 
La pelirroja despierta de su -¿Sueño? ¿Los muertos sueñan?- lo que sea que haya sido aquel momento de lucidez perdida para encontrarse de cara con una obra -real, sea dicho- a punto de comenzar y, más importante que cualquier cosa alrededor, la dueña de aquella voz. Aquella que, sin reparo, se inmiscuyó en su gran acto final. Chasqueó la lengua con desenfado. O, al menos, lo fingió tan bien como cualquier vivo lo haría.
 
— No estoy muerta, tan sólo he olvidado cómo se respira.
 
Aquella joven se ha disculpado y dicho su nombre. Las buenas costumbres no han cambiado en los últimos siglos; es turno de la pobre fallecida el hacer otro tanto. Sin embargo, no puede dejar pasar la oportunidad de mostrar aquel lado suyo de habladora, de charlatana, ¡Qué descortesía!.
 
— Agradezco el cumplido, señorita, más me temo no ser capaz de devolverlo, al menos no con la misma intensidad. Ya que es usted una joven despierta y directa en su hablar, no le debe importar que me refiera a la triste apariencia que exhibe. Me llaman Lady Rouge y, ciertamente, puedo asegurarle que reconozco a alguien en sus últimas lunas con tan sólo verla. ¡Belleza dramática, se atreven a decirle!. No puedo simplemente concebir una sociedad en la que se toma por ideal de perfección a los últimos suspiros de (...) sería entonces yo la reina de las desgraciadas agraciadas (...) y es que perder el aliento no es más que entrar en un paréntesis, en un ciclo que...
 
Pilas y pilas de palabras y opiniones que nadie ha pedido. ¿No es acaso la peor escena por encontrar? La de un ser incorpóreo molestando a un vivo con su charla frenética. Quizá en algún momento se dé cuenta que tiene interlocutora y, por al menos respeto a ella, se detenga. Más en su personalidad es fuerte la idea que todo gira a su alrededor. Triste. Acaba con su aburrido monólogo al recordar que no está sola y que podría fastidiar a la única persona que le ha hablado con calma en bastante tiempo. Avergonzada de sí misma y sin poder enrojecer realmente, se aclara la garganta como cualquier vivo hiciera y decide, al fin, dirigirse a ella con cortesía y verdadera curiosidad.
 
— ¿Qué relación tan cercana tiene con la muerte una señorita que es capaz de reconocerla y no temerle? Disculpe mis modales, desvarío todo el tiempo.
 
Un suspiro dramático y una más dramática mirada aún al vacío, como si se tratase de una actriz mediocre intentando representar vergüenza y tristeza. Acaba de entrar nuevamente a su mundo descolorido, a su mundo sin latidos y el semblante le acompaña en la inmersión. Como si nada, señala el asiento vacío a su lado; duda que a los organizadores les importe. ¿Qué más? Si al fin y al cabo aquel es el peor sitio y nadie discutirá por él.
 
Esta obra es casi un chiste, ¿Qué clase de demonios le han traído a la función de los infelices?
 
Comienza el acto.
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