AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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"Mardröm" se cierne sobre París -Libre-
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"Mardröm" se cierne sobre París -Libre-
“¿Dónde estoy? Sangre, eso es, busca sangre... No, estoy limpio. Estoy... En una cama. No huele a muerte, todo está... Tranquilo -Eden se incoporó, apoyando su espalda en el ajado cabecero de su cama, tratando de calmarse-. Recuerda, anoche llegaste a París, ya no estás en las mazmorras de Nitt. Eres libre.”
En no pocas ocasiones durante el último año se había repetido las mismas palabras. No importaba, siempre que se sumía en un sueño profundo, tenía la certeza de que al despertar retornaría a aquel pozo de desesperación donde estuvo cautivo durante trece años. Podía sentir al brujo, Akvasgard, dentro de él. Aunque tenía la certeza de que se hallaba a un mar de distancia, no podía borrar aquella incómoda sensación. Tenía miedo, estaba asustado. En cualquier momento el lobo podía irrumpir y sembrar la muerte a su alrededor. Era aquella la más cruel de las libertades, aquella que le obligaba a lidiar con sus monstruosos instintos.
Trémulo, el licántropo se puso en pie. El cuerpo todavía le dolía del largo viaje en aquel barco de mercancías. Por ventura, se había servido del favor que le debía un revisor portuario para embarcarse en uno de los pocos navíos que comunicaba las costas escandinavas con Francia. La travesía había sido ardua, mas estaba de vuelta, París, la ciudad en la que nació.
La primera sensación que le embargó a su llegado, fue una indócil sensación de peligro. Sus instintos animales le gritaban que aquel era el último lugar en el que “Mardröm” debía anidar. Empero, no podía refrenar el impulso de descubrir sus raíces, de desembozar el futuro que sufrió su madre tras su marcha. Quizás ella, si todavía vivía, le podría decir quién era en realidad.
Eden no tardó mucho en disponerse para salir de su humilde habitación. Bombín en testa, descendió las escaleras carcomidas por la podredumbre del cuchitril en el que se veía obligado a hospedarse. Allí algunas miradas, que él creyó juiciosas, se fijaron en él. No pudo evitar sentir cómo su ser se ponía alerta: “Cálmate, Eden, estás a salvo, estás a salvo...”
Era inútil, en aquellas situaciones la bestia de su interior era la que tomaba el control. Tenso, se sentó frente a la barra emplazada en las dependencias inferiores de la venta para atender a los clientes. El posadero se aproximó hasta él. Algo le dijo, mas Eden no pudo escucharlo. Sus manos temblaban, ante sí reverberaban los ojos verdes de Akvasgard. De pronto, ya no estaban.
-¿Me oís, forastero?
El licántropo salió de su ensimismamiento, cerró los ojos y respiró con profundidad.
-Agua -contestó, adusto.
“Todavía no me acostumbro a esto. Hablar con seres humanos, no sentirme amenazado. Es difícil, muy difícil -pensó, sin dejar de temblar-. Pero estoy aquí, al fin he llegado a París. No recordaba la ciudad fuera tan... Variopinta. Por no mencionar su tamaño. Me resultará difícil encontrar alguna pista de lo que le pudo ocurrir a mi madre hace más de treinta años. Solo tengo vagos y caóticos recuerdos, imágenes, sonidos... Debo estar listo”.
Eden introdujo la mano derecha en el bolsillo de su chaleco y extrajo una libreta. En ella anotaba, según despertaba en su memoria, todo aquello que podía recordar de su infancia. Se dispuso a escribir con su bruna pluma, mas el temblor que gobernaba su mano izquierda se lo impidió. Decidió soltar la estilográficay beber un poco de agua para tratar de calmarse.
Fue entonces, cuando alzó la testa, que sus instintos volvieron a revolucionarse.
“No puedo soportarlo -pensó-. Tengo que salir de aquí.”
Podía sentir cómo las miradas, las atenciones, acuchillaban sus espaldas. Le resultó una sensación tan desagradable, que Eden no tuvo más remedio que guardar su libreta, su pluma, y abandonar despavorido la posada.
Nada más poner un pie en el exterior, se vio golpeado por un intenso sol primaveral, al tiempo que un inhabitual alivio se apoderaba de su pecho. Tragó saliva, y comenzó a caminar. París no se parecía en nada a las ciudades que sus ojos habían visto. Su genuino estilo arquitectónico la convertía en un constante estímulo para los sentidos. Por no hablar de sus gentes, veleidosas, perdidas en sus intrigas, cada uno con una interesante historia por contar.
Cuando alcanzó el tumultuoso centro de la urbe, los nervios del licántropo se vieron, de nuevo, crispados. Se quedó pétreo, sin poder mover un músculo, percibiendo cómo, dentro de su perturbado psique, se abría paso una abyecta ensoñación: Mardröm en el epicentro de aquel escenario, bañado en la sangre de las gentes parisinas, lamiéndose sus garras, despreocupado. Pudo verse a sí mismo, encerrado dentro del lobo, como espectador de excepción de aquella oda a la muerte y la destrucción. De aquel sangriento espectáculo.
No pudo soportarlo más. En pánico, corrió sin mirar atrás. Sabía que aquello no era una alucinación, era un vaticinio de la fatalidad que acaecería si permanecía en París. Debía huir, correr, marcharse a algún lugar donde nadie pudiera encontrarlo y allí encerrar a Mardröm por siempre. Fue entonces cuando, sin mirar al frente, chocó con alguien, perdiendo su sombrero.
En no pocas ocasiones durante el último año se había repetido las mismas palabras. No importaba, siempre que se sumía en un sueño profundo, tenía la certeza de que al despertar retornaría a aquel pozo de desesperación donde estuvo cautivo durante trece años. Podía sentir al brujo, Akvasgard, dentro de él. Aunque tenía la certeza de que se hallaba a un mar de distancia, no podía borrar aquella incómoda sensación. Tenía miedo, estaba asustado. En cualquier momento el lobo podía irrumpir y sembrar la muerte a su alrededor. Era aquella la más cruel de las libertades, aquella que le obligaba a lidiar con sus monstruosos instintos.
Trémulo, el licántropo se puso en pie. El cuerpo todavía le dolía del largo viaje en aquel barco de mercancías. Por ventura, se había servido del favor que le debía un revisor portuario para embarcarse en uno de los pocos navíos que comunicaba las costas escandinavas con Francia. La travesía había sido ardua, mas estaba de vuelta, París, la ciudad en la que nació.
La primera sensación que le embargó a su llegado, fue una indócil sensación de peligro. Sus instintos animales le gritaban que aquel era el último lugar en el que “Mardröm” debía anidar. Empero, no podía refrenar el impulso de descubrir sus raíces, de desembozar el futuro que sufrió su madre tras su marcha. Quizás ella, si todavía vivía, le podría decir quién era en realidad.
Eden no tardó mucho en disponerse para salir de su humilde habitación. Bombín en testa, descendió las escaleras carcomidas por la podredumbre del cuchitril en el que se veía obligado a hospedarse. Allí algunas miradas, que él creyó juiciosas, se fijaron en él. No pudo evitar sentir cómo su ser se ponía alerta: “Cálmate, Eden, estás a salvo, estás a salvo...”
Era inútil, en aquellas situaciones la bestia de su interior era la que tomaba el control. Tenso, se sentó frente a la barra emplazada en las dependencias inferiores de la venta para atender a los clientes. El posadero se aproximó hasta él. Algo le dijo, mas Eden no pudo escucharlo. Sus manos temblaban, ante sí reverberaban los ojos verdes de Akvasgard. De pronto, ya no estaban.
-¿Me oís, forastero?
El licántropo salió de su ensimismamiento, cerró los ojos y respiró con profundidad.
-Agua -contestó, adusto.
“Todavía no me acostumbro a esto. Hablar con seres humanos, no sentirme amenazado. Es difícil, muy difícil -pensó, sin dejar de temblar-. Pero estoy aquí, al fin he llegado a París. No recordaba la ciudad fuera tan... Variopinta. Por no mencionar su tamaño. Me resultará difícil encontrar alguna pista de lo que le pudo ocurrir a mi madre hace más de treinta años. Solo tengo vagos y caóticos recuerdos, imágenes, sonidos... Debo estar listo”.
Eden introdujo la mano derecha en el bolsillo de su chaleco y extrajo una libreta. En ella anotaba, según despertaba en su memoria, todo aquello que podía recordar de su infancia. Se dispuso a escribir con su bruna pluma, mas el temblor que gobernaba su mano izquierda se lo impidió. Decidió soltar la estilográficay beber un poco de agua para tratar de calmarse.
Fue entonces, cuando alzó la testa, que sus instintos volvieron a revolucionarse.
“No puedo soportarlo -pensó-. Tengo que salir de aquí.”
Podía sentir cómo las miradas, las atenciones, acuchillaban sus espaldas. Le resultó una sensación tan desagradable, que Eden no tuvo más remedio que guardar su libreta, su pluma, y abandonar despavorido la posada.
Nada más poner un pie en el exterior, se vio golpeado por un intenso sol primaveral, al tiempo que un inhabitual alivio se apoderaba de su pecho. Tragó saliva, y comenzó a caminar. París no se parecía en nada a las ciudades que sus ojos habían visto. Su genuino estilo arquitectónico la convertía en un constante estímulo para los sentidos. Por no hablar de sus gentes, veleidosas, perdidas en sus intrigas, cada uno con una interesante historia por contar.
Cuando alcanzó el tumultuoso centro de la urbe, los nervios del licántropo se vieron, de nuevo, crispados. Se quedó pétreo, sin poder mover un músculo, percibiendo cómo, dentro de su perturbado psique, se abría paso una abyecta ensoñación: Mardröm en el epicentro de aquel escenario, bañado en la sangre de las gentes parisinas, lamiéndose sus garras, despreocupado. Pudo verse a sí mismo, encerrado dentro del lobo, como espectador de excepción de aquella oda a la muerte y la destrucción. De aquel sangriento espectáculo.
No pudo soportarlo más. En pánico, corrió sin mirar atrás. Sabía que aquello no era una alucinación, era un vaticinio de la fatalidad que acaecería si permanecía en París. Debía huir, correr, marcharse a algún lugar donde nadie pudiera encontrarlo y allí encerrar a Mardröm por siempre. Fue entonces cuando, sin mirar al frente, chocó con alguien, perdiendo su sombrero.
Eden Enqvist- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 15
Fecha de inscripción : 17/04/2017
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: "Mardröm" se cierne sobre París -Libre-
Agotada estaba ya de tantas compras, pero a Josephine le gustaba estar al tanto de todo lo que le concerniese. Si iba a donar uniformes nuevos para los niños del orfanato, ella misma debía participar en la elección de las telas y opinar acerca del estilo de la confección. En eso gastaba sus horas en aquellos últimos días.
Quienes la conocían, sabían que era una mujer frívola y dada a lujos que la mayoría juzgaría de excesos. Pero no podía soslayarse su gran corazón, su generosidad… Aunque podía parecer que todas aquellas características difícilmente lograrían convivir dentro de una sola persona, pero así era en Josephine, la viuda de De Lacy.
Caminaba por el centro de la ciudad acompañada por dos de sus esclavos, uno jovencito recientemente adquirido y la otra su adorada Nkunda quien no era solo su esclava de confianza, sino también su amiga más querida. Sucedía que Josephine estaba en contra de las desigualdades sociales –otra de las tantas contradicciones de su vida-, tanto entre esclavos y blancos como entre hombres y mujeres, ¡cuanto más entre humanos y sobrenaturales! Por eso, por ese odio hacia los que promovían la intolerancia, era que se consideraba una fiel seguidora –y financiadora- de la causa de la Orden de los Insurrectos, un organismo fundado por rebeldes que se organizaba en secreto y hacía algún tiempo, con el objetivo de darle batalla a la Inquisición.
Hacía tiempo ya que se había hecho a sí misma un juramento: siempre que pudiera ayudar a los diferentes, a los especiales, a los marginados, a los maltratados, a los sobrenaturales –como ella, como ella, como ella-, lo haría.
Distraída por esos pensamientos caminaba Josephine, seguida de cerca por los dos esclavos. Se dirigían al coche que los esperaba en la esquina, pues ya se acercaba la hora del almuerzo y ella prefería regresar a la casa, cuando un hombre la envistió con tanta fuerza que ella acabó de espaldas en el suelo y bastante aturdida. Nkunda gritó, Guekko se asustó al ver lo que había ocurrido con su señora y tiró los paquetes de telas y regalos que llevaba en las manos, pero Josephine mantuvo la calma. Lentamente se incorporó y, ayudada por los brazos fuertes del esclavo, se puso en pie para ver de cerca y mejor al causante de semejante atropello.
Pero cuando lo vio, cuando sus ojos calmos entraron en contacto con los aturdidos de él, Josephine supo que podía serle útil a ese hombre, a ese licántropo –su aura gritaba cual era su naturaleza-, y acabó por sonreírle. Francamente, una locura.
-¿Se encuentra usted bien? –le preguntó ella, como si toda aquella situación se hubiese dado en realidad al revés, pues notaba que estaba algo perdido y creía que si él se lo permitía ella podría ayudarle.
Quienes la conocían, sabían que era una mujer frívola y dada a lujos que la mayoría juzgaría de excesos. Pero no podía soslayarse su gran corazón, su generosidad… Aunque podía parecer que todas aquellas características difícilmente lograrían convivir dentro de una sola persona, pero así era en Josephine, la viuda de De Lacy.
Caminaba por el centro de la ciudad acompañada por dos de sus esclavos, uno jovencito recientemente adquirido y la otra su adorada Nkunda quien no era solo su esclava de confianza, sino también su amiga más querida. Sucedía que Josephine estaba en contra de las desigualdades sociales –otra de las tantas contradicciones de su vida-, tanto entre esclavos y blancos como entre hombres y mujeres, ¡cuanto más entre humanos y sobrenaturales! Por eso, por ese odio hacia los que promovían la intolerancia, era que se consideraba una fiel seguidora –y financiadora- de la causa de la Orden de los Insurrectos, un organismo fundado por rebeldes que se organizaba en secreto y hacía algún tiempo, con el objetivo de darle batalla a la Inquisición.
Hacía tiempo ya que se había hecho a sí misma un juramento: siempre que pudiera ayudar a los diferentes, a los especiales, a los marginados, a los maltratados, a los sobrenaturales –como ella, como ella, como ella-, lo haría.
Distraída por esos pensamientos caminaba Josephine, seguida de cerca por los dos esclavos. Se dirigían al coche que los esperaba en la esquina, pues ya se acercaba la hora del almuerzo y ella prefería regresar a la casa, cuando un hombre la envistió con tanta fuerza que ella acabó de espaldas en el suelo y bastante aturdida. Nkunda gritó, Guekko se asustó al ver lo que había ocurrido con su señora y tiró los paquetes de telas y regalos que llevaba en las manos, pero Josephine mantuvo la calma. Lentamente se incorporó y, ayudada por los brazos fuertes del esclavo, se puso en pie para ver de cerca y mejor al causante de semejante atropello.
Pero cuando lo vio, cuando sus ojos calmos entraron en contacto con los aturdidos de él, Josephine supo que podía serle útil a ese hombre, a ese licántropo –su aura gritaba cual era su naturaleza-, y acabó por sonreírle. Francamente, una locura.
-¿Se encuentra usted bien? –le preguntó ella, como si toda aquella situación se hubiese dado en realidad al revés, pues notaba que estaba algo perdido y creía que si él se lo permitía ella podría ayudarle.
Josephine De Lacy- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 38
Fecha de inscripción : 28/02/2017
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