AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Cause and effect | Privado
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Cause and effect | Privado
but all I could do was to get drunk again
El ambiente en el interior del establecimiento se fue volviendo cada vez más tenso. Completamente rígidos, sobre sus asientos, los jugadores apenas se atrevían a respirar, temerosos ante la posibilidad de cometer cualquier equivocación. Les costaba mantener la mirada fija en un solo punto y éstas bailoteaban, inquietas, yendo de aquí a allá; estudiaban las cartas de cartón doblado y grasiento que sostenían entre las manos, luego, con discreción, echaban un rápido vistazo a la expresión del compañero de al lado. Perder no era una opción para ninguno de ellos, no cuando la apuesta había ido aumentando gracias al apasionamiento de los involucrados, hasta convertirse en una jugosa cantidad. En ese momento, obtener la victoria, pero sobre todo echarse el dinero a los bolsillos, lo significaba todo.
Rampling era la excepción. Su actitud, en extremo relajada, contrastaba con el angustioso cuadro que el resto conformaba. Cuando llegó su turno de mostrar las cartas, mientras todo el mundo contenía el aliento y la tensión pululaba a su alrededor, él, frío y sereno, como si aquello no le importara en absoluto, se atrevió a dejar a todos en suspenso y bebió parsimoniosamente de su tarro de cerveza. Sólo cuando el recipiente (ahora vacío) estuvo nuevamente sobre la mesa, ejecutó el tan esperado movimiento. Tenía la mano más alta sobre la mesa; había ganado. Un estallido colectivo de frustración se dejó escuchar.
—¡Maldita sea! ¡No puede ser! —se quejó uno de los jugadores, llevándose las manos a la cabeza, alisando su cabello hacia atrás con evidente decepción. Aunque era difícil, con un audible suspiro aceptó su derrota.
Se fueron poniendo de pie; mientras unos recogían sus sombreros, otros terminaban de beber sus cervezas, para luego colocarse las chaquetas. Todos parecían resignados, a excepción de uno.
—Tú, miserable pedazo de porquería —espetó el inconforme y corpulento hombre de espesa barba roja—. ¿Creíste que no me daría cuenta de cómo nos has visto la cara?
River ni se inmutó. No se había movido de su silla tras haber obtenido la victoria. Con la misma desgana alzó la vista para observar a quien lo acusaba y, sin necesidad de abrir la boca para decir algo, con su actitud, lo desafió.
—¿Qué insinúas? ¿Que soy un tramposo? —Cuestionó, tan sosiego como hasta entonces, con evidente desfachatez. Era cierto, había hecho trampa, y lo había hecho deliberadamente, ocultando cartas bajo la manga, esperando ser descubierto. Por más increíble que resultara, provocar irritación y enfado en ellos, había sido el propósito a cumplir desde el inicio. Era su juego, uno estúpido y retorcido. Ansiaba la violencia porque era la única forma en la que podía drenar el dolor que significaba su pasado y lo intolerable de su absurdo presente. Para triplicar el enfado del pelirrojo sólo tuvo que añadir una frase más—: Estás paranoico.
—¡Te cortaré el cuello, bastardo! —El hombre tembló de ira. Parecía peligroso, y si se le comparaba con Rampling, que era delgado y de apariencia debilucha (aunque realmente no lo fuera), éste era bastante grande y bien podía molerlo a golpes hasta matarlo.
De un solo manotazo el pelirrojo tiró la mesa hacia un lado, provocando que el dinero se esparciera ruidosamente por todo el suelo, y con una navaja en la mano se le acercó con la intención de agredirlo. River se levantó y casi tropezó; la mayoría de los presentes los rodeaba y arrodillados sobre el piso hurtaban monedas. También se tambaleó porque estaba borracho, y aunque aún se sintiera capaz de defenderse, no hizo nada por esquivar el primer golpe que le atestó su contrincante. Recibió un puñetazo limpio, que fue a dar directamente a su cara. Su nariz crujió, fracturándose al instante, dejándolo momentáneamente aturdido. Mientras se recuperaba del impacto y escupía su propia sangre, el pelirrojo lo pescó de la camisa y lo lanzó contra una mesa, derribándolo.
Todo el mundo comenzó a agredirse; todos contra todos. El resto de los jugadores defendía de los ladrones lo que era suyo, luego se golpeaban entre sí. La taberna se convirtió en un verdadero circo.
Rampling era la excepción. Su actitud, en extremo relajada, contrastaba con el angustioso cuadro que el resto conformaba. Cuando llegó su turno de mostrar las cartas, mientras todo el mundo contenía el aliento y la tensión pululaba a su alrededor, él, frío y sereno, como si aquello no le importara en absoluto, se atrevió a dejar a todos en suspenso y bebió parsimoniosamente de su tarro de cerveza. Sólo cuando el recipiente (ahora vacío) estuvo nuevamente sobre la mesa, ejecutó el tan esperado movimiento. Tenía la mano más alta sobre la mesa; había ganado. Un estallido colectivo de frustración se dejó escuchar.
—¡Maldita sea! ¡No puede ser! —se quejó uno de los jugadores, llevándose las manos a la cabeza, alisando su cabello hacia atrás con evidente decepción. Aunque era difícil, con un audible suspiro aceptó su derrota.
Se fueron poniendo de pie; mientras unos recogían sus sombreros, otros terminaban de beber sus cervezas, para luego colocarse las chaquetas. Todos parecían resignados, a excepción de uno.
—Tú, miserable pedazo de porquería —espetó el inconforme y corpulento hombre de espesa barba roja—. ¿Creíste que no me daría cuenta de cómo nos has visto la cara?
River ni se inmutó. No se había movido de su silla tras haber obtenido la victoria. Con la misma desgana alzó la vista para observar a quien lo acusaba y, sin necesidad de abrir la boca para decir algo, con su actitud, lo desafió.
—¿Qué insinúas? ¿Que soy un tramposo? —Cuestionó, tan sosiego como hasta entonces, con evidente desfachatez. Era cierto, había hecho trampa, y lo había hecho deliberadamente, ocultando cartas bajo la manga, esperando ser descubierto. Por más increíble que resultara, provocar irritación y enfado en ellos, había sido el propósito a cumplir desde el inicio. Era su juego, uno estúpido y retorcido. Ansiaba la violencia porque era la única forma en la que podía drenar el dolor que significaba su pasado y lo intolerable de su absurdo presente. Para triplicar el enfado del pelirrojo sólo tuvo que añadir una frase más—: Estás paranoico.
—¡Te cortaré el cuello, bastardo! —El hombre tembló de ira. Parecía peligroso, y si se le comparaba con Rampling, que era delgado y de apariencia debilucha (aunque realmente no lo fuera), éste era bastante grande y bien podía molerlo a golpes hasta matarlo.
De un solo manotazo el pelirrojo tiró la mesa hacia un lado, provocando que el dinero se esparciera ruidosamente por todo el suelo, y con una navaja en la mano se le acercó con la intención de agredirlo. River se levantó y casi tropezó; la mayoría de los presentes los rodeaba y arrodillados sobre el piso hurtaban monedas. También se tambaleó porque estaba borracho, y aunque aún se sintiera capaz de defenderse, no hizo nada por esquivar el primer golpe que le atestó su contrincante. Recibió un puñetazo limpio, que fue a dar directamente a su cara. Su nariz crujió, fracturándose al instante, dejándolo momentáneamente aturdido. Mientras se recuperaba del impacto y escupía su propia sangre, el pelirrojo lo pescó de la camisa y lo lanzó contra una mesa, derribándolo.
Todo el mundo comenzó a agredirse; todos contra todos. El resto de los jugadores defendía de los ladrones lo que era suyo, luego se golpeaban entre sí. La taberna se convirtió en un verdadero circo.
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Alexander Sköld- Cazador Clase Media
- Mensajes : 45
Fecha de inscripción : 18/05/2014
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: Cause and effect | Privado
—Tú sólo llévalo, ¿qué tanto lío puede causar? Ya sé, es un muchacho difícil. Pero mira, sólo basta con conocer alguno de sus puntos débiles y lo tendrás, ya te lo he explicado. Eso me dará tiempo para aparecer sin levantar sospechas y luego obrar a nuestro modo —sentenció, despachando de inmediato al hombre que trabajaba para ella. Isolde se guardaba celosamente un plan entre manos, uno que había estado entretejiendo hacía un par de semanas atrás.
River Alexander Rampling era un hombre de carácter complicado; tan apático como condenadamente irascible. Demasiado voluble y hasta un poco excéntrico. En pocas palabras, un completo dolor de cabeza para los Schubert, o al menos para Isolde, quien tenía que lidiar con él de manera directa. ¡Ay! Que difícil era ser mujer en días como aquellos. Aunque, no podía negarlo, igual salía beneficiada, de algún modo, así ocurría. ¡No iba a sacrificar su paciencia por nada! Eso era algo indigno para su valiosa persona (bueno, al menos para su tío era valiosa, o eso creía). Ella no solía arriesgarlo todo, para nada. Si Isolde no veía el oro, iba a quedarse de brazos cruzados, así se tratara de la muerte de su propio padre. A mujer tan vil sólo la movía el interés, el más pútrido y bajo interés.
¿Y qué la motivaba en el caso de ese cazador que tantas molestias le causaba? Buena pregunta. No lo sabía con exactitud, pero tenía que reconocerlo, fastidiarlo le divertía lo suficiente como para mantenerla ocupada, y eso se convertía en un magnífico plus. Sin embargo, cuando debía salvarle el trasero (condenado, estúpido y mala cabeza), no resultaba tan atractivo. Si alguien debía darle muerte (o lo que sea), esa persona sería ella. ¡Vamos! Que por ahí se asomaba su más bajo instinto animal (no por nada era una zorra, literal).
Pero, ya se estaba tardando mucho tiempo en cumplir con las instrucciones dadas por su tío. Alexandre le había pedido encarecidamente que destruyera a Rampling, todo por el simple hecho de haber asesinado a su hermano, el padre de Isolde. Se trataba de una venganza muy personal, a pesar de que a ella le daba absolutamente igual; no tuvo la dicha de compartir tiempo de calidad con su progenitor, así que, ¡al diablo! Aun así, era lo menos que podía hacer por su tío, a quien admiraba por sobre todas las cosas. Y lo que le molestaba a Alexandre, le molestaba a ella, naturalmente.
Ese día tenía que ser “el gran día”, o eso se proponía. Era ahora o nunca; debía hacerse cargo de su asunto con Rampling, darle un punto y final a su historia. De seguro a él no le iba a importar, o quién sabe, con ese hombre nunca se sabía. Aquel pensamiento le hizo entornar la mirada, porque, incluso, hasta se esperaba alguna pataleta de su parte. No obstante, tan volátil como solía ser en determinadas ocasiones, le dedicó sus pensamientos a la estrategia urdida junto con sus hombres, mientras se dirigía a alguna taberna de mala muerte en los barrios bajos (como odiaba esos lugares, y eso que ella era mafiosa de pura cepa).
«Espero que el muy estúpido no haya hecho algo que...» y dicho razonamiento se esfumó cuando escuchó el alboroto dentro del lugar. Uno de sus hombres extendió el brazo para ingresar de inmediato, pero Isolde lo detuvo, exhalando de pura molestia.
—Ojalá que le hayan dejado un ojo morado, en serio —espetó, luego permitió que sus acompañantes ingresaran en el recinto, intimidando a los presentes.
Después entró ella, dejándose mostrar ante todos, observando la escena con una ceja enarcada. «Esto es una pocilga, ¡y qué reverenda pocilga!». Buscó con la mirada a River y no pudo contener su malestar. Todos ahí conocían a los ayudantes de Isolde, pero no a ella (no directamente), así que los humos se desvanecieron de inmediato.
—No, caballeros, no hace falta que me digan quién fue el autor de todo esto —habló finalmente, esta vez dirigiendo su atención al hombre de barba roja—. John, John, ¡Juan! ¿Qué te han dicho de aprender a controlar tu ira? El día menos pensado va a llegar alguien que te termine dejando en un mal estado. ¡Mira lo que has hecho! ¿No lo ves? Es tan delgado y débil a tu lado. Haré una excepción esta vez, porque estoy de buen humor, sólo por eso.
El sujeto ofreció una disculpa a secas, huyendo antes de que los ayudantes de Isolde lo capturaran. Pero, la verdad, es que ellos sólo centraron su atención en Rampling, a quien buscaron de inmediato para llevarlo hasta donde estaba su jefa.
—¿Y ahora qué demonios hiciste, Rampling? —inquirió en voz baja, sin embargo, cuando vio que una carta resbaló de su manga, no tuvo más dudas—. ¿En serio? Y no tienes mejor lugar, sino éste... Ya qué, vamos a llevarlo hasta el coche.
Le lanzó un pañuelo en la cara a River, había un notable desdén en ese gesto, como también en sus ojos.
—Al menos límpiate la cara, por favor —no le sugirió, le ordenó, un poco antes de dirigirse a la salida, lo mismo que hicieron los otros hombres, mientras arrastrabam al cazador con ellos—. ¡Te dejo solo y haces tontería y media! Creí que ya te habías aplacado, A-le-xan-der. Todos mis esfuerzos por ti se han ido al demonio y eso me ofende, me ofende como no tienes idea.
River Alexander Rampling era un hombre de carácter complicado; tan apático como condenadamente irascible. Demasiado voluble y hasta un poco excéntrico. En pocas palabras, un completo dolor de cabeza para los Schubert, o al menos para Isolde, quien tenía que lidiar con él de manera directa. ¡Ay! Que difícil era ser mujer en días como aquellos. Aunque, no podía negarlo, igual salía beneficiada, de algún modo, así ocurría. ¡No iba a sacrificar su paciencia por nada! Eso era algo indigno para su valiosa persona (bueno, al menos para su tío era valiosa, o eso creía). Ella no solía arriesgarlo todo, para nada. Si Isolde no veía el oro, iba a quedarse de brazos cruzados, así se tratara de la muerte de su propio padre. A mujer tan vil sólo la movía el interés, el más pútrido y bajo interés.
¿Y qué la motivaba en el caso de ese cazador que tantas molestias le causaba? Buena pregunta. No lo sabía con exactitud, pero tenía que reconocerlo, fastidiarlo le divertía lo suficiente como para mantenerla ocupada, y eso se convertía en un magnífico plus. Sin embargo, cuando debía salvarle el trasero (condenado, estúpido y mala cabeza), no resultaba tan atractivo. Si alguien debía darle muerte (o lo que sea), esa persona sería ella. ¡Vamos! Que por ahí se asomaba su más bajo instinto animal (no por nada era una zorra, literal).
Pero, ya se estaba tardando mucho tiempo en cumplir con las instrucciones dadas por su tío. Alexandre le había pedido encarecidamente que destruyera a Rampling, todo por el simple hecho de haber asesinado a su hermano, el padre de Isolde. Se trataba de una venganza muy personal, a pesar de que a ella le daba absolutamente igual; no tuvo la dicha de compartir tiempo de calidad con su progenitor, así que, ¡al diablo! Aun así, era lo menos que podía hacer por su tío, a quien admiraba por sobre todas las cosas. Y lo que le molestaba a Alexandre, le molestaba a ella, naturalmente.
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Ese día tenía que ser “el gran día”, o eso se proponía. Era ahora o nunca; debía hacerse cargo de su asunto con Rampling, darle un punto y final a su historia. De seguro a él no le iba a importar, o quién sabe, con ese hombre nunca se sabía. Aquel pensamiento le hizo entornar la mirada, porque, incluso, hasta se esperaba alguna pataleta de su parte. No obstante, tan volátil como solía ser en determinadas ocasiones, le dedicó sus pensamientos a la estrategia urdida junto con sus hombres, mientras se dirigía a alguna taberna de mala muerte en los barrios bajos (como odiaba esos lugares, y eso que ella era mafiosa de pura cepa).
«Espero que el muy estúpido no haya hecho algo que...» y dicho razonamiento se esfumó cuando escuchó el alboroto dentro del lugar. Uno de sus hombres extendió el brazo para ingresar de inmediato, pero Isolde lo detuvo, exhalando de pura molestia.
—Ojalá que le hayan dejado un ojo morado, en serio —espetó, luego permitió que sus acompañantes ingresaran en el recinto, intimidando a los presentes.
Después entró ella, dejándose mostrar ante todos, observando la escena con una ceja enarcada. «Esto es una pocilga, ¡y qué reverenda pocilga!». Buscó con la mirada a River y no pudo contener su malestar. Todos ahí conocían a los ayudantes de Isolde, pero no a ella (no directamente), así que los humos se desvanecieron de inmediato.
—No, caballeros, no hace falta que me digan quién fue el autor de todo esto —habló finalmente, esta vez dirigiendo su atención al hombre de barba roja—. John, John, ¡Juan! ¿Qué te han dicho de aprender a controlar tu ira? El día menos pensado va a llegar alguien que te termine dejando en un mal estado. ¡Mira lo que has hecho! ¿No lo ves? Es tan delgado y débil a tu lado. Haré una excepción esta vez, porque estoy de buen humor, sólo por eso.
El sujeto ofreció una disculpa a secas, huyendo antes de que los ayudantes de Isolde lo capturaran. Pero, la verdad, es que ellos sólo centraron su atención en Rampling, a quien buscaron de inmediato para llevarlo hasta donde estaba su jefa.
—¿Y ahora qué demonios hiciste, Rampling? —inquirió en voz baja, sin embargo, cuando vio que una carta resbaló de su manga, no tuvo más dudas—. ¿En serio? Y no tienes mejor lugar, sino éste... Ya qué, vamos a llevarlo hasta el coche.
Le lanzó un pañuelo en la cara a River, había un notable desdén en ese gesto, como también en sus ojos.
—Al menos límpiate la cara, por favor —no le sugirió, le ordenó, un poco antes de dirigirse a la salida, lo mismo que hicieron los otros hombres, mientras arrastrabam al cazador con ellos—. ¡Te dejo solo y haces tontería y media! Creí que ya te habías aplacado, A-le-xan-der. Todos mis esfuerzos por ti se han ido al demonio y eso me ofende, me ofende como no tienes idea.
Isolde Schubert- Cambiante Clase Alta
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