AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Dive in {Privado}
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Dive in {Privado}
Huía, y esta vez sabía de qué lo hacía. Temblaba, y la certeza de saber el motivo por el que lo hacía me daba ganas de sonreír, o lo haría si no quisiera temblar. ¿Estaba asustada o excitada? No del mismo modo que buscaba provocar en mis clientes, no, sino de un modo distinto, más puro y menos salvaje. No lo sabía. Tampoco sabía por qué me sentía como lo hacía, tan confusa, cuando debía ser feliz, pero lo cierto era que desde que tenía memoria se me mezclaban las cosas, bien fueran los recuerdos o los sentimientos, así que, en ese sentido, no me extrañaba lo más mínimo.
¡Vuelve, vuelve de una buena y maldita vez, estúpida! ¡Vuelve con él!
No, eso no quería; me sentía volverme histérica, y prefería mil veces estar en el burdel que ser internada en el sanatorio mental, ¡eso no lo podía permitir! Aunque mi vida en el prostíbulo (así debía recordarme que se llamaba porque no era de lujo, así insistían mis compañeras más curtidas que debíamos considerarnos) no fuera lo mejor, al menos era una vida, y podía controlarme a mí misma. Todo lo que pudiera controlarme, claro...
¡Para no poder controlarte bien que lo estás haciendo! ¡No seas idiota, vuelve a su lado, con él te irá mejor!
Pero él me aterrorizaba, despertaba algo poderoso en mí que no me gustaba porque era destructivo, ¡lo sabía! Con él me sentía esclava de sus palabras, sus gestos y sus caprichos; me sentía prisionera, aprisionada, y eso no me gustaba: sabía lo suficiente de mí misma para estar segura de ello. Así que no me había quedado más remedio, ante las circunstancias en las que me encontraba sólo me quedaba una opción, y esa era huir lejos, lo más que pudiera, aprovechándome del día y de que él dormía...
Duerme ahora, pero te encontrará en cuanto el sol caiga. ¿Has pensado en eso? ¡No, porque estás demasiado ocupada huyendo, demasiado centrada en ti, sin pensar en nosotras...!
¿Qué nosotras! ¡No hay un nosotras, sólo un yo! Eso me repito, eso debo decir mil veces para convencerme, pero no lo hago, y el tiempo con Aleksandr, o Shura, me ha recordado precisamente eso; ¿cómo no, si él hacía fuerte a la voz que no dejaba de escuchar y que, estaba segura, no venía precisamente de mí...? Por eso había huido. Por eso y porque no confiaba en él, porque despertaba en mí algo oscuro que me ponía fuera de control y dominio mientras éstos no fueran suyos; por eso había tomado la decisión.
Una decisión errónea.
¡Tal vez, pero tomada libremente! Y ¡cuánto tiempo hacía que no podía decir eso...! Al menos, así lo suponía; me comportaba como una prostituta experta, con lo cual deducía que lo había sido antes, y me resultaba natural hacerlo. Así pues, ¿cuánto tiempo hacía que había dejado de depender de mí misma y había sido obligada a aceptar órdenes de otros? Mientras no recordara, no podía saberlo, y debía actuar basándome en el instinto, ¡con esa maldita voz contradiciéndome en cada paso que daba!
Porque tengo razón. Lo verás, ¡lo sabrás!, y será tarde, pero Alchemilla sabe cosas y siempre tiene razón...
No, eso me negaba a creerlo. Aunque no tuviera manera de saberlo, quería elegir la certeza de que la voz erraba en ocasiones porque era preferible, mi salud lo agradecería, incluso la agria de mi cabeza descontrolada. En lo que pudiera tener control, elegiría tenerlo, bien fuera en tratar de enmudecer los chillos femeninos de entre mis dos sienes o en el camino por las callejuelas antiguas (¿góticas? ¿Por qué sabía eso?) en dirección a Notre Dame. Ignoraba por qué, pero me parecía natural; una vez más, confiaba en instintos, pese a que, tal vez, no debería.
¡La catedral? ¡Estás loca, estúpida! ¡Si los curas o los inquisidores descubren lo que somos, se acabará todo, arderemos en la hoguera!
Pero solamente las brujas ardían en la hoguera, ¿no? ¿Eso era lo que yo era? ¿Una bruja...? No quería ni pensarlo; por no querer, ni siquiera quería pensar en el camino que tomaba, porque me parecía extrañamente familiar al girar, al tomar atajos y al evitar la puerta principal en dirección a una lateral, más escondida, ¿sólo para iniciados? No lo sé, pero sí que al verla corrí más rápido, intentando alcanzarla, llegando incluso a sostener el picaporte, que se abrió...
Y caemos. Las dos lo hacemos, pero lo sentirás tú, ¡tú que estás controlando todo, tú que te mueves y nos mancillas, tú!
¡Au! El impulso me tiró hacia atrás y la gravilla se me clavó en las manos al intentar usarlas para suavizar el golpe. Cortes que dejaron al descubierto sangre roja (¡Hermosa! ¡Tiene el tono perfecto!) se me abrieron en las palmas, y al abrir los ojos tuve que entrecerrarlos un tanto para que la nube de polvo que había levantado no me los lastimara en exceso. Tras unos segundos, al poder centrarme en quién había abierto la puerta, fruncí el ceño, confundida. No estaba segura de por qué, pero tenía la sensación de haber encontrado a alguien a quien ni siquiera estaba segura de que estaba buscando...
Oh, no. Él no. ¡Cualquiera menos él!
¡Vuelve, vuelve de una buena y maldita vez, estúpida! ¡Vuelve con él!
No, eso no quería; me sentía volverme histérica, y prefería mil veces estar en el burdel que ser internada en el sanatorio mental, ¡eso no lo podía permitir! Aunque mi vida en el prostíbulo (así debía recordarme que se llamaba porque no era de lujo, así insistían mis compañeras más curtidas que debíamos considerarnos) no fuera lo mejor, al menos era una vida, y podía controlarme a mí misma. Todo lo que pudiera controlarme, claro...
¡Para no poder controlarte bien que lo estás haciendo! ¡No seas idiota, vuelve a su lado, con él te irá mejor!
Pero él me aterrorizaba, despertaba algo poderoso en mí que no me gustaba porque era destructivo, ¡lo sabía! Con él me sentía esclava de sus palabras, sus gestos y sus caprichos; me sentía prisionera, aprisionada, y eso no me gustaba: sabía lo suficiente de mí misma para estar segura de ello. Así que no me había quedado más remedio, ante las circunstancias en las que me encontraba sólo me quedaba una opción, y esa era huir lejos, lo más que pudiera, aprovechándome del día y de que él dormía...
Duerme ahora, pero te encontrará en cuanto el sol caiga. ¿Has pensado en eso? ¡No, porque estás demasiado ocupada huyendo, demasiado centrada en ti, sin pensar en nosotras...!
¿Qué nosotras! ¡No hay un nosotras, sólo un yo! Eso me repito, eso debo decir mil veces para convencerme, pero no lo hago, y el tiempo con Aleksandr, o Shura, me ha recordado precisamente eso; ¿cómo no, si él hacía fuerte a la voz que no dejaba de escuchar y que, estaba segura, no venía precisamente de mí...? Por eso había huido. Por eso y porque no confiaba en él, porque despertaba en mí algo oscuro que me ponía fuera de control y dominio mientras éstos no fueran suyos; por eso había tomado la decisión.
Una decisión errónea.
¡Tal vez, pero tomada libremente! Y ¡cuánto tiempo hacía que no podía decir eso...! Al menos, así lo suponía; me comportaba como una prostituta experta, con lo cual deducía que lo había sido antes, y me resultaba natural hacerlo. Así pues, ¿cuánto tiempo hacía que había dejado de depender de mí misma y había sido obligada a aceptar órdenes de otros? Mientras no recordara, no podía saberlo, y debía actuar basándome en el instinto, ¡con esa maldita voz contradiciéndome en cada paso que daba!
Porque tengo razón. Lo verás, ¡lo sabrás!, y será tarde, pero Alchemilla sabe cosas y siempre tiene razón...
No, eso me negaba a creerlo. Aunque no tuviera manera de saberlo, quería elegir la certeza de que la voz erraba en ocasiones porque era preferible, mi salud lo agradecería, incluso la agria de mi cabeza descontrolada. En lo que pudiera tener control, elegiría tenerlo, bien fuera en tratar de enmudecer los chillos femeninos de entre mis dos sienes o en el camino por las callejuelas antiguas (¿góticas? ¿Por qué sabía eso?) en dirección a Notre Dame. Ignoraba por qué, pero me parecía natural; una vez más, confiaba en instintos, pese a que, tal vez, no debería.
¡La catedral? ¡Estás loca, estúpida! ¡Si los curas o los inquisidores descubren lo que somos, se acabará todo, arderemos en la hoguera!
Pero solamente las brujas ardían en la hoguera, ¿no? ¿Eso era lo que yo era? ¿Una bruja...? No quería ni pensarlo; por no querer, ni siquiera quería pensar en el camino que tomaba, porque me parecía extrañamente familiar al girar, al tomar atajos y al evitar la puerta principal en dirección a una lateral, más escondida, ¿sólo para iniciados? No lo sé, pero sí que al verla corrí más rápido, intentando alcanzarla, llegando incluso a sostener el picaporte, que se abrió...
Y caemos. Las dos lo hacemos, pero lo sentirás tú, ¡tú que estás controlando todo, tú que te mueves y nos mancillas, tú!
¡Au! El impulso me tiró hacia atrás y la gravilla se me clavó en las manos al intentar usarlas para suavizar el golpe. Cortes que dejaron al descubierto sangre roja (¡Hermosa! ¡Tiene el tono perfecto!) se me abrieron en las palmas, y al abrir los ojos tuve que entrecerrarlos un tanto para que la nube de polvo que había levantado no me los lastimara en exceso. Tras unos segundos, al poder centrarme en quién había abierto la puerta, fruncí el ceño, confundida. No estaba segura de por qué, pero tenía la sensación de haber encontrado a alguien a quien ni siquiera estaba segura de que estaba buscando...
Oh, no. Él no. ¡Cualquiera menos él!
Invitado- Invitado
Re: Dive in {Privado}
«In nomine Patris
et fillii
et Spiritus Sancti.»
et fillii
et Spiritus Sancti.»
Se había sentido especialmente atribulado últimamente. Haber visto a Elia y luego haberle perdido la pista fue algo que no tenía planeado, y todo aquello que se saliera de sus planes, lo molestaba como una espina en su costado. Como era siempre, fue a refugiarse en la piedad de Jesús Cristo muerto en la cruz. Entró por la puerta del transepto de la Catedral de Notre Dame desde el lado Norte, y se quedó en una de las capillas laterales, donde guardaban la eucaristía, pues sentía que no había sitio más cercano a Dios, que estando junto a su carne y su sangre. Se persignó, se hincó y comenzó a rezar en silencio. A esa hora, faltando bastante para la liturgia de la tarde, el lugar estaba bastante tranquilo, eso le permitía estar a solas con sus pensamientos. También estaba ese otro asunto con Zarkozi. Oh, quién era él para juzgar, aún así, era un hombre perfectible, hijo de Dios, y cometía errores como pecar de soberbia.
Algo lo sacó de su concentración. Una fuerza oscilante, fuerte pero intermitente. Desde que había sido entrenado por los hermanos Sorrentino, podía captar a otros con poderes sobrenaturales como él. No estaba de caza, es más, desde que había ascendido a líder de los Condenados, rara vez se ensuciaba él las manos, así que decidió que lo mejor era dejar el lugar, antes de montar una escena en un sitio santo como aquel. Se persignó de nuevo y puso de pie con una elegancia aprendida para su farsa, cruzó la nave transversal del Notre Dame para salir por la puerta de la otra fachada lateral, del lado Sur; a un jardín contiguo.
Cuando tomó el picaporte, supo que era tarde. Al abrir, una polvareda no lo dejó ver de inmediato. Tosió y con una mano hizo ademán de alejar la tierra levantada por la otra persona, aquella que sintió antes (lejos, se dio cuenta, debía poseer un gran poder). Pero para cuando la nube se disipó, entonces la vio en el suelo, con las manos ensangrentadas como las del Cristo en la cruz.
—Elia —musitó. Por un momento dejó de la lado la fuerza mágica y oscura que sintió antes. Si bien, sus encuentros anteriores no habían resultado muy satisfactorios, Aurélien, o Umberto, seguía teniendo la esperanza de hacerla entrar en razón.
Se apresuró para agacharse a su lado, y tomó ambas manos. Al simple contacto, sintió un rechazo incorpóreo que lo hizo soltarla, casi aventándola. Pero no era una fuerza que viniera en dirección contraria, todo lo opuesto, era tan parecida a su propia magia, que eso provocó que, como los polos iguales, se repeliera. Aurélien no supo que pensar, porque a pesar de su vida dedicada a Dios y al celibato, sabía muy bien que las fuerzas que danzaba por las noches no eran unas de luz, sino de oscuridad.
—Ponte de pie —ordenó, como solía hacer con los Condenados, y recordó que ella no era una de sus reclutas. A pesar de la sensación anterior, se atrevió a tocarla de nuevo, ahora sabiendo qué esperarse, pudo hacerlo de mejor manera. La sostuvo de los hombros y la levantó—. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde habías estado? —Preguntó al tiempo comenzaba a revisar las manos heridas. Era superficial. Él, como experto herborista, había visto heridas como esas y había hecho ungüentos para aliviarlas.
—Necesitas atención. Espero que esta vez sí me hagas caso, y vengas conmigo —sin darse cuenta, apretó con una fuerza desmedida las muñecas ajenas, al tiempo que abría un poco más los ojos azules. Tan azules con el cielo del Infierno. Había algo diferente en ella, algo esencial y profundo, sin embargo, aún no alcanzaba a ver el qué.
Aurélien Varèse- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/04/2017
Localización : París
Re: Dive in {Privado}
No lo busqué, pero lo encontré; ante mí, mirándome sorprendido y después agarrándome para soltarme, ¿por qué? Genuinamente no lo comprendía: ni siquiera sabía si lo conocía, de acuerdo, y no recordaba gran cosa de mi pasado, pero sí recordaba que los hombres solían buscar mi contacto, y no al contrario. ¿Sería la sangre? Había salido de la iglesia aquella, quizá era un religioso y mi vida corría peligro, pero no lo creía, pues salvo una sensación generalizada de rechazo por su parte, no creía que fuera a hacerme daño... ¿No?
¿Y qué importa! ¿Es que no ves que es peligroso! Huye de él, Alchemilla, huye...
Entonces él habló y yo fruncí el ceño. Elia, otra vez ese nombre, ¿acaso era el mío? ¡No! ¡Basta, calla! Ya sabía que el real mío no era Alchemilla, no lo sentía como mío, pero ¿Elia? Quizá... quizá sí. No era el primero en llamármelo, en referirse a mí como si me conociera; si hubiera sido el primero lo habría creído una coincidencia, pero cuando las coincidencias se repiten, lo parecen mucho menos. Y, de todas maneras, Elia... Me sonaba familiar. Se sentía familiar.
¡No, no! ¡Alchemilla Gillespie, hermana de Alessa, hija de Murphy Pendleton...!
Pero eso no se sentía correcto. Él tampoco, fuera quien fuese; se sentía como un muro sólido con el que había impactado y que me daba órdenes, ante las que fruncí el ceño, aunque obedecí. Supongo que podía llamarse así a lo único que pude hacer, que era levantarme, pero no lo toqué de nuevo y me aparté de su contacto, buscando el mío propio al abrazarme el torso y mirarlo con recelo. No sabía quién era yo, mucho menos sabía quién era él, ¿cómo pretendía que confiara algo en él?
– No sé quién eres, no voy a ir contigo. – respondí, con el ceño fruncido, pero no pude evitar sisear entre dientes por el escozor de mis manos, para el que él parecía tener una solución aguardándome. No podía negar que era tentador, justo como él no lo era, y no dejaba de ser curioso que no me lo pareciera porque, objetivamente, suponía que era un hombre bello. Sin embargo, nada, ni una sola reacción en mí salvo ese rechazo y el creciente dolor de cabeza por la voz que no dejaba de chillar en mi cabeza, en mis oídos, detrás de mis ojos, en todas partes.
¡Que te largues, demonios, no sé cómo decírtelo!
– Me has llamado Elia. – pregunté, como de la nada, tras un rato callada y sumida en mis pensamientos, intentando ordenarlos. Sin éxito, por supuesto. – ¿Es... es mi nombre? – pregunté, soltándome de mi abrazo autoimpuesto, y entonces me fijé en los brazos, donde él me había agarrado, que empezaban a acusar las marcas de la fiereza de su propio cuerpo. Con el ceño fruncido, acaricié los morados que empezarían a formarse en breve, y sin poder evitarlo los manché de la sangre de mis manos, heridas de forma estratégica para parecer las yagas de Jesús. ¿Por qué sabía eso?
Porque es algo que sabe todo el mundo, hasta los campesinos. ¿Podemos irnos ya!
– De acuerdo, te sigo. – acepté, dócil de repente. No entendía nada, ni siquiera me entendía a mí misma, pero él tenía respuestas, eso sí lo intuía, y yo las necesitaba. Así pues, lo seguí a donde él me llevó, pero no permití que me tocara; su contacto me había incomodado la primera vez, cuando él se había apartado, y no quería repetirlo otra más, aunque él hubiera insistido. Fulana o no, si él no era mi cliente podía permitirme elegir si me tocaba o no, y eso era algo que tenía muy claro, aunque quizá fuera erróneo, eso lo ignoraba.
Nadie debería tocarnos sin nuestro permiso...
– Huía. He estado por ahí. ¿Quién eres? ¿Por qué me has llamado Elia? – insistí, como si fuera de vital importancia, y aunque le había respondido, él no parecía satisfecho, en absoluto. Me miraba con los ojos fríos, críticos, como si mi existencia le molestara; me miraba de una forma que ningún cliente me había dedicado nunca, así que, incluso antes de que me respondiera, deduje que no era un antiguo cliente. Bien, entonces, ¿quién demonios era! Y ¿por qué parecía conocerme mejor que yo misma? Eso era lo que quería que me respondiera; eso era lo que no me había atrevido a preguntar.
Ni te atreverás, te da demasiado miedo la respuesta... Alchemilla.
¿Y qué importa! ¿Es que no ves que es peligroso! Huye de él, Alchemilla, huye...
Entonces él habló y yo fruncí el ceño. Elia, otra vez ese nombre, ¿acaso era el mío? ¡No! ¡Basta, calla! Ya sabía que el real mío no era Alchemilla, no lo sentía como mío, pero ¿Elia? Quizá... quizá sí. No era el primero en llamármelo, en referirse a mí como si me conociera; si hubiera sido el primero lo habría creído una coincidencia, pero cuando las coincidencias se repiten, lo parecen mucho menos. Y, de todas maneras, Elia... Me sonaba familiar. Se sentía familiar.
¡No, no! ¡Alchemilla Gillespie, hermana de Alessa, hija de Murphy Pendleton...!
Pero eso no se sentía correcto. Él tampoco, fuera quien fuese; se sentía como un muro sólido con el que había impactado y que me daba órdenes, ante las que fruncí el ceño, aunque obedecí. Supongo que podía llamarse así a lo único que pude hacer, que era levantarme, pero no lo toqué de nuevo y me aparté de su contacto, buscando el mío propio al abrazarme el torso y mirarlo con recelo. No sabía quién era yo, mucho menos sabía quién era él, ¿cómo pretendía que confiara algo en él?
– No sé quién eres, no voy a ir contigo. – respondí, con el ceño fruncido, pero no pude evitar sisear entre dientes por el escozor de mis manos, para el que él parecía tener una solución aguardándome. No podía negar que era tentador, justo como él no lo era, y no dejaba de ser curioso que no me lo pareciera porque, objetivamente, suponía que era un hombre bello. Sin embargo, nada, ni una sola reacción en mí salvo ese rechazo y el creciente dolor de cabeza por la voz que no dejaba de chillar en mi cabeza, en mis oídos, detrás de mis ojos, en todas partes.
¡Que te largues, demonios, no sé cómo decírtelo!
– Me has llamado Elia. – pregunté, como de la nada, tras un rato callada y sumida en mis pensamientos, intentando ordenarlos. Sin éxito, por supuesto. – ¿Es... es mi nombre? – pregunté, soltándome de mi abrazo autoimpuesto, y entonces me fijé en los brazos, donde él me había agarrado, que empezaban a acusar las marcas de la fiereza de su propio cuerpo. Con el ceño fruncido, acaricié los morados que empezarían a formarse en breve, y sin poder evitarlo los manché de la sangre de mis manos, heridas de forma estratégica para parecer las yagas de Jesús. ¿Por qué sabía eso?
Porque es algo que sabe todo el mundo, hasta los campesinos. ¿Podemos irnos ya!
– De acuerdo, te sigo. – acepté, dócil de repente. No entendía nada, ni siquiera me entendía a mí misma, pero él tenía respuestas, eso sí lo intuía, y yo las necesitaba. Así pues, lo seguí a donde él me llevó, pero no permití que me tocara; su contacto me había incomodado la primera vez, cuando él se había apartado, y no quería repetirlo otra más, aunque él hubiera insistido. Fulana o no, si él no era mi cliente podía permitirme elegir si me tocaba o no, y eso era algo que tenía muy claro, aunque quizá fuera erróneo, eso lo ignoraba.
Nadie debería tocarnos sin nuestro permiso...
– Huía. He estado por ahí. ¿Quién eres? ¿Por qué me has llamado Elia? – insistí, como si fuera de vital importancia, y aunque le había respondido, él no parecía satisfecho, en absoluto. Me miraba con los ojos fríos, críticos, como si mi existencia le molestara; me miraba de una forma que ningún cliente me había dedicado nunca, así que, incluso antes de que me respondiera, deduje que no era un antiguo cliente. Bien, entonces, ¿quién demonios era! Y ¿por qué parecía conocerme mejor que yo misma? Eso era lo que quería que me respondiera; eso era lo que no me había atrevido a preguntar.
Ni te atreverás, te da demasiado miedo la respuesta... Alchemilla.
Invitado- Invitado
Re: Dive in {Privado}
Algo parecía estar jodidamente mal con los Carracci, como si una maldición pendiera de todos ellos y Aurélien, o Umberto, veía en ese hecho una justicia mayor y divina, misma por la cual ningún hombre puede interceder, sólo es, enviada desde el Cielo para castigar. Lo merecían, se dijo, porque había pecado mucho, habían querido ser quiénes no eran, habían errado de todos los modos posibles, y aunque a él le tocara pagar parte de la factura, no le quitaba el sueño, sólo quería que algún día terminara. Se dio cuenta que no importaba qué tan piadoso fuera él, cuando el resto de su árbol estaba plagado de gusanos.
Frunció el ceño y tensó las mandíbulas. Fue a decir algo, pero no supo el qué y eso hizo que su rictus se tensara aún más. Le molestó ese sencillo hecho, el no encontrar palabras. Trató de leer algo en el semblante de su hermana, pero la vio genuinamente perdida, y eso borró toda esperanza dentro de él. Soltó aire al fin, como para tranquilizarse, aunque no tuvo mucho éxito.
—En verdad no lo sabes —dijo al fin, sin apartar los ojos de ella. No fue una pregunta, más como una diáfana afirmación—. ¿Qué te pasó? —musitó bajito, no esperando una respuesta. Fue una cuestión lanzada para él mismo, como una nueva misión, la de averiguar qué sucedía con Elia, qué habitaba ahora dentro de ella, pues todavía podía sentirlo, batallando ahí dentro, como un anguila que se niega a ser capturada. Un poder que Aurélien mismo, hábil hechicero, no había experimentado antes.
—¿Cuál es tu nombre ahora, entonces? —continuó y alzó el mentón, mirando a su propia hermana como si se tratara de una mancha roja en un lienzo blanco—. Primero lo primero, ven. Si no curamos rápido esas heridas, pueden infectarse. —Con ello, dio media vuelta y regresó al interior de la catedral. Pegado al muro de la derecha, la condujo hasta la sacristía, donde unas cinco velas ardían y provocaban que todos los tesoros sacros brillaran con mustio esplendor.
—Elia, sí… —Tomó una de las velas y con calma, la inclinó sobre una mesa para hacer caer algo de la cera y luego fijarla sobre esa superficie dispareja. Se sentó ahí mismo, y con un ademán, le dijo que ella hiciera lo mismo—. Elia es tu nombre, pero es obvio que lo has olvidado… o alguien lo ha borrado. ¿De qué huías exactamente? Creo que llegaste aquí porque Elia todavía habita en ti, y me buscaba. —Eso no podía saberlo con certeza, pues sus encuentros anteriores habían sido infructuosos. Le gustó creer que así había sido.
Se puso de pie y fue a buscar algo a un rincón donde la luz no alcanzaba. Regresó al cabo de unos segundos, con un tarro color marrón, muy sucio, como de grasa.
—Soy… —Se lo pensó. Sopesó la idea de decirte quién era. Era peligroso, mientras no supiera qué era lo que había sucedido con ella—. Soy un viejo conocido tuyo. Y si me cuentas, puedo ayudarte. —Arqueó una ceja, la miró brevemente y luego se concentró en el frasco.
Lo abrió y de inmediato un aroma mentolado inundó la pequeña habitación.
—Muéstrame tus manos. Voy a curar tus heridas. Dolerá, no voy a mentir, pero será breve —dijo sin mayor emoción en su voz—. ¿Por qué te heriste así? ¿O quién te hizo tales cortes? ¿Sabes lo que significan? Creo que… creo que quien haya sido, quería que vinieras aquí, ante mí. —Sin esperar, jaló una de las manos ajenas e hizo que la palma estuviera hacia arriba. Limpió con un trapo, y luego untó la pomada. Iba a arder, y lo sabía.
Había enfrentado cosas muy extrañas a lo largo de su vida. Los hermanos Sorrentino, por ejemplo, no eran un modelo de normalidad, pero esto se salía de todo lo que hubiera visto antes, y que se tratara de Elia lo hacía aún más complicado. Pero Aurélien no era de los que se dieran por vencidos, y cualquier cosa que la estuviera atacando, él la arrancaría de raíz.
Aurélien Varèse- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Localización : París
Re: Dive in {Privado}
Dolió, sí, pero apenas lo noté. Fui consciente del ardor en mis manos y casi sentí burbujas en los cortes tras el paso de su pañuelo empapado, conducido por otras manos, las suyas, que no sentía familiares. Si no las recordaba, ¿significaba eso que nunca habían estado sobre mí? ¿O simplemente que formaba parte de esa faceta mía que no podía recordar? Lo ignoraba. Eran demasiadas cosas las que no sabía, sobre él y sobre mí misma, y esa confusión se estaba convirtiendo en rabia hacia mí (¿mí? ¿O ella?) y hacia él, una que no se sentía familiar y que trataba de disimular, aunque sintiera que a fuerza de tragarla se me iba a terminar atragantando.
¿Con qué derecho se cree a cuestionarte! ¡No dejes que te toque! ¡No confíes en sus mentiras, Alchemilla!
Aparté la mirada como si así fuera a conseguir algo, como si la voz viniera de fuera y no de mis malditos pensamientos. Dios, me estaba volviendo loca, lo notaba a la perfección, y el anonimato no ayudaba; él decía que yo era Elia, sí, y también que era un viejo conocido, ¡eso lo notaba hasta yo! Pero si no me decía más, si no me daba una mínima pizca de cuerda a la que poder aferrarme, ¿cómo podía saber si merecía la pena intentar confiar en él si ni siquiera sabía si me mentía en algo tan básico como eso? ¡Quería utilizarme!
Sí, sí, desconfía, eso tienes que hacer, pero primero ¡apártate! Que quite tus sucias manos de ti...
– Mi nombre ahora... No lo sé. Sé uno, ese nombre es el que pienso que es mío, pero no se siente como mío, ¿entiendes? – pregunté. Probablemente no, pensé a continuación, y casi escuché la risa de mis pensamientos, no mía aunque sólo yo pudiera oírme; me estremecí y casi pareció que fue por el dolor de su cura, no por mis propios demonios. – Alchemilla. Es artificial, creo, ¿no? Elia... Elia suena mejor. – reflexioné, mordiéndome el labio inferior.
Vulgar fulana, ¿quieres seducirlo! ¿De verdad esa es la solución?
¿Qué...? ¡No! No quería; la sola idea me repelía. Aunque era capaz de admitir que era un hombre imponente, atractivo incluso, era incapaz de sentir el más mínimo efecto diferente al miedo al encontrarme bajo su mirada. Nada de calor, nada de presión entre las piernas, nada salvo rechazo a la idea estúpida que me había venido a la cabeza y en la que estaba de acuerdo con Alchemilla. ¿Sería ese su nombre, el de ella? Pero ¿quién era la dueña de esa voz...? No era yo, de eso estaba casi segura. Sí, no podía ser yo, ¡no se sentía bien!
– Huía de un hombre. – afirmé, y en lugar de apartar la mirada con la timidez que debía sentir una mujer al admitir semejante cosa (¿cómo demonios sabía yo eso, si se suponía que era una fulana? Esa era una de las pocas cosas que sabía con certeza: mi cuerpo lo había demostrado con creces), la alcé hacia él, con el ceño fruncido. La madame me recriminaría que eso me arrugaría la piel, pero me daba igual; apenas si le ponía cara, mientras que al hombre misterioso de delante de mí sí se la ponía.
Le has enfadado, lo ves en sus rasgos. Intenta disimular, pero le duele. A lo mejor le pertenecías, ¡tienes que dejar que me libre de él...!
– Aunque, en realidad, no era un hombre. Era un vampiro. – corregí, y no supe por qué lo dije, ya que antes de Aleksandr ni siquiera había creído en esos seres... ¿No? Lo cierto era que no podía recordarlo, y ni siquiera tenía una intuición que me permitiera saber si la respuesta era correcta o no. Así debían de sentirse las personas que no sabían leer al ver libros, supuse: todo un mundo de posibilidades pero sin ser capaces de saber por dónde empezar o qué hacer.
No va a creerte, no lo va a hacer, ¡te va a tomar por loca y te va a llevar al sanatorio y no, no, no...!
Sentí su sorpresa, la de Alchemilla, cuando en los ojos del hombre se reflejó la comprensión, no el rechazo ni la creencia en una demencia que sabía que estaba aproximándose inexorablemente. La sentí y me sentí feliz, ¡casi habría podido gritar o abrazarlo!, pero no lo hice; en su lugar, preferí esos segundos de libertad mía y nada más que mía para concentrarme en mis intuiciones y tratar de sacar conclusiones que pudiera tomar como ciertas.
– Eres inquisidor. Provienes del sur, no de aquí, ¿como yo? No recuerdo quién eres. No tengo ni idea de tu nombre, ni de que estabas aquí, ni nada en torno a ti. Me conociste en el pasado. Pero... No eres cualquiera. De eso estoy segura. – razoné, y entonces abrí los ojos, que ni recordaba haber cerrado, para mirar los suyos, tan diferentes pero tan... familiares. ¿Familia? ¿Sería él familia?
No, no tienes familia, me tienes a mí y a nadie más, ¿entiendes?, ¡nadie más!
¿Con qué derecho se cree a cuestionarte! ¡No dejes que te toque! ¡No confíes en sus mentiras, Alchemilla!
Aparté la mirada como si así fuera a conseguir algo, como si la voz viniera de fuera y no de mis malditos pensamientos. Dios, me estaba volviendo loca, lo notaba a la perfección, y el anonimato no ayudaba; él decía que yo era Elia, sí, y también que era un viejo conocido, ¡eso lo notaba hasta yo! Pero si no me decía más, si no me daba una mínima pizca de cuerda a la que poder aferrarme, ¿cómo podía saber si merecía la pena intentar confiar en él si ni siquiera sabía si me mentía en algo tan básico como eso? ¡Quería utilizarme!
Sí, sí, desconfía, eso tienes que hacer, pero primero ¡apártate! Que quite tus sucias manos de ti...
– Mi nombre ahora... No lo sé. Sé uno, ese nombre es el que pienso que es mío, pero no se siente como mío, ¿entiendes? – pregunté. Probablemente no, pensé a continuación, y casi escuché la risa de mis pensamientos, no mía aunque sólo yo pudiera oírme; me estremecí y casi pareció que fue por el dolor de su cura, no por mis propios demonios. – Alchemilla. Es artificial, creo, ¿no? Elia... Elia suena mejor. – reflexioné, mordiéndome el labio inferior.
Vulgar fulana, ¿quieres seducirlo! ¿De verdad esa es la solución?
¿Qué...? ¡No! No quería; la sola idea me repelía. Aunque era capaz de admitir que era un hombre imponente, atractivo incluso, era incapaz de sentir el más mínimo efecto diferente al miedo al encontrarme bajo su mirada. Nada de calor, nada de presión entre las piernas, nada salvo rechazo a la idea estúpida que me había venido a la cabeza y en la que estaba de acuerdo con Alchemilla. ¿Sería ese su nombre, el de ella? Pero ¿quién era la dueña de esa voz...? No era yo, de eso estaba casi segura. Sí, no podía ser yo, ¡no se sentía bien!
– Huía de un hombre. – afirmé, y en lugar de apartar la mirada con la timidez que debía sentir una mujer al admitir semejante cosa (¿cómo demonios sabía yo eso, si se suponía que era una fulana? Esa era una de las pocas cosas que sabía con certeza: mi cuerpo lo había demostrado con creces), la alcé hacia él, con el ceño fruncido. La madame me recriminaría que eso me arrugaría la piel, pero me daba igual; apenas si le ponía cara, mientras que al hombre misterioso de delante de mí sí se la ponía.
Le has enfadado, lo ves en sus rasgos. Intenta disimular, pero le duele. A lo mejor le pertenecías, ¡tienes que dejar que me libre de él...!
– Aunque, en realidad, no era un hombre. Era un vampiro. – corregí, y no supe por qué lo dije, ya que antes de Aleksandr ni siquiera había creído en esos seres... ¿No? Lo cierto era que no podía recordarlo, y ni siquiera tenía una intuición que me permitiera saber si la respuesta era correcta o no. Así debían de sentirse las personas que no sabían leer al ver libros, supuse: todo un mundo de posibilidades pero sin ser capaces de saber por dónde empezar o qué hacer.
No va a creerte, no lo va a hacer, ¡te va a tomar por loca y te va a llevar al sanatorio y no, no, no...!
Sentí su sorpresa, la de Alchemilla, cuando en los ojos del hombre se reflejó la comprensión, no el rechazo ni la creencia en una demencia que sabía que estaba aproximándose inexorablemente. La sentí y me sentí feliz, ¡casi habría podido gritar o abrazarlo!, pero no lo hice; en su lugar, preferí esos segundos de libertad mía y nada más que mía para concentrarme en mis intuiciones y tratar de sacar conclusiones que pudiera tomar como ciertas.
– Eres inquisidor. Provienes del sur, no de aquí, ¿como yo? No recuerdo quién eres. No tengo ni idea de tu nombre, ni de que estabas aquí, ni nada en torno a ti. Me conociste en el pasado. Pero... No eres cualquiera. De eso estoy segura. – razoné, y entonces abrí los ojos, que ni recordaba haber cerrado, para mirar los suyos, tan diferentes pero tan... familiares. ¿Familia? ¿Sería él familia?
No, no tienes familia, me tienes a mí y a nadie más, ¿entiendes?, ¡nadie más!
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