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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Edvige Diermissen Vie Jul 21, 2017 2:48 am


"Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente.
A través de la fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado".
(Dr. Vergerus).



Cuando Lord Calenberg la adoptó, había asumido que ella sería una bruja talentosa; una mujer que podría liderar el más terrible de todos los aquelarres de las tierras germanas. Y sus pretensiones se cumplieron. Edvige se convirtió en una mujer poderosa, y como no, demasiado oscura y frívola para ser real. Ni siquiera las brujas que aparecían en las leyendas tan famosas del Medioevo lograban compararse con ella, porque las superaba por mucho. Era como si representara todo lo malo; la oscuridad en sí misma... una necesidad de causar caos que no se contrastaba con los comportamientos corrientes del humano promedio. Y no, su matrimonio tampoco la detuvo, porque no era mujer de ser dócil con ningún hombre, por más que se encontrara atada a él por un simple contrato. Así es, Edvige consideraba al matrimonio como un negocio, tal y como lo pensaron los babilonios hacía siglos atrás. Pero no nos desviemos, porque hablar de su unión con Jannick Diermissen no es importante en este caso.

Edvige, como buena bruja negra que se respetara, se encargaba de organizar una de las mayores reuniones de hechiceros en todo el territorio del Sacro Imperio. Aquella fecha tan propia de mayo, que coincidía incluso con la festividad de Beltane de los celtas, era propicia para toda clase de ritos morbosos, en donde las pasiones más oscuras de sus participantes se desbocaban en una única noche. Así es, la referencia apunta directamente a un Sabbat, aquelarre... o como quieran denominarlo. En fin, que Edvige estaba preparando la fecha propicia para asistir al más importante de todos, aquel que se hacía llamar Walpurgisnacht, porque era, ¿el qué? Ah sí, cumpleaños de una señora llamada Santa Walpurgis (¡cuánta ironía!).

Sin embargo, y para tener mejor informados a los curiosos, a la festividad no sólo acudían brujos y brujas, sino también adeptos a aprender artes arcanas; fisgones que pretendían iniciarse, o simples observadores que querían entregar sus aberrantes conductas en esa noche. Y fue ese motivo el que condujo a un hombre, cazador de profesión, a presentarse ante Edvige, motivado por todo lo que había escuchado de ella: la bruja más joven que lideraba el aquelarre más grande de todo el imperio. ¡Cómo no sentirse completamente aludida ante semejante visita! Era un honor descarriar más almas (aunque la de ese hombre ya estaba muy pútrida, así que daba igual). Lo que si la sorprendió es que decidiera acudir a ella de nuevo, y según sus informantes, tenía mucho que ver con tan peculiar fiesta pagana.

—¡Vaya! Las noticias vuelan tan rápido, que uno no se puede percatar de ello —soltó, justo en el momento en que aparecía en el vestíbulo en donde se hallaba su visitante—. No hace falta entrar en conversaciones triviales esta vez, Fausto. ¿Qué pretende ahora? No siempre se visita a una bruja por simple cortesía, y menos tratándose de alguien como usted.

¡Claro que no! Edvige Diermissen no se reservaba verdades ante nadie, a menos que se obligara a hacerlo por obtener algún interés, pero esa vez no tenía los motivos suficientes para guardarse nada. Siempre solía ser muy directa, y no cambiaría de parecer, y menos con Fausto, porque él ya se había dado cuenta de lo muy venenosa que resultaba ser aquella hechicera (¡ni que fuera tan estúpido para no reconocerlo!). Así que, nada, cero conductas hipócritas con ese señor tan peculiar. Aun así, no dejaba de verse tan encantadora que hasta parecía contradictorio en todo sentido.

—Debo admitir que me sorprende verlo de nuevo, pero más que sorpresa, me remueve la cabeza la curiosidad. ¿Cuál es su motivo principal? Y sí, señor, a todos nos motiva algo, sino imagínese cuán aburrido sería el mundo —habló con la debida mesura que solía conservar con determinados invitados, y Fausto pertenecía a ese selecto grupo. Si él lo tomaba bien o mal, eso era asunto suyo—. Vamos a un lugar más discreto, así podrá explayarse con toda la debida confianza que amerita la ocasión. Sígame.

Se giró y con un ligero movimiento de cabeza, lo invitó a seguirla a través del salón principal hacia otras secciones más de aquella fastuosa residencia, que era más bien una antigua fortaleza medieval, demasiado sobrecargada de lujos, pero sin perder su origen arquitectónico en lo más mínimo. Así pues, terminaron en una habitación un poco más reservada, en donde podrían hablar plácidamente, sin ningún fisgón de por medio.

—Bien, póngase cómodo, después de todo soy la anfitriona y me gusta tratar bien a mis invitados —señaló los asientos que se hallaban justo detrás de la mesa posicionada en el interior del salón, mientras le encargaba a uno de los criados que llevara algo de beber—. ¿Puedo tomarme el atrevimiento de adivinar? —inquirió, observándolo con una ceja enarcada—. ¿Se trata de magia negra otra vez? Veo que es muy insistente con dicho tema...

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Mensaje por Fausto Lun Jul 24, 2017 5:34 pm

Vítores germánicos a cuerpo de rey, especialmente cuando los impulsaba la más blasfema de las artes oscuras. Brujería en su estado puro, la prueba más fiel de por qué aquel lugar en el mapa del mundo daba origen a tantos cuentos y leyendas sobrenaturales. Expertos en no dejar que los niños se durmieran, en infundir temores hasta a los pobres padres que habían llevado demasiado lejos su pedagogía. Cuán macabra podría ser la broma para niños y adultos si algún día se les presentaba la oportunidad de quitarse el velo de los ojos y descubrir que, en efecto, todo eso tenía una causa y una consecuencia más allá de la ficción. Ningún mito decente surgía de la más remota nada, y mucho menos allí, en la futura Alemania.

No había, pues, otro rincón de la tierra más apropiado para que hubiera nacido alguien como Fausto.

En el pasado, no siempre había prestado una atención tan asquerosamente poética al significado de su propio nombre, el nombre con el que su maestro, Georgius, marcó el rumbo de su vida. El Mefistófeles de su propia historia tampoco se había bautizado al azar para él y para siempre en el primer encuentro que lo cambiaría todo, ni su destino parecía lejano a la leyenda de la ambición y el diablo. 'Nigromancia' llamaban a lo que supuestamente consumió a su predecesor en cánticos, escritos y representaciones, y aunque no era un área desconocida para el cazador incluso antes de matar a su auténtico padre con las manos desnudas, la había observado siempre con cierta… cautela. La sola palabra sonaba vergonzosa pronunciada por semejante ego y quizá por eso se mantuvo tan alejado mientras Georgius seguía con vida —o no-vida—, y por eso mismo también cobró un nuevo sentido después de que el hombre real y el personaje acabaran convergiendo en algo más que una referencia al mismo tipo de tragedia final…

Claro que el verdadero final aún no había llegado, ni siquiera su destino en la ficción acababa de esa manera.

Edvige Diermissen, la bruja implacable adoptada por lores, había tenido oportunidad de encontrarse con las escalofriantes pisadas de Fausto sin obtener a cambio su mirada de desdén. Una de las mujeres —aunque no iba a reconocerlo públicamente, él no estaba para hacerle favores a nadie— más interesantes con las que se había topado últimamente entre los mundanos parajes de la sobrenaturalidad y en este caso, de la que habitaba en los humanos con poderes. Por muy rematadamente… cabrón malnacido que fuera, la lógica de Fausto albergaba opiniones que la humanidad desechaba para seguir involucionando —y después dirían que el villano era él...—, y aunque no reivindicaba ideas feministas —ni de nada que no llevara su propio nombre— él ya las tenía al no haber hecho nunca distinciones de géneros, edades o rangos. Por lo que una fémina contraria al sistema de una forma tan poderosa merecía, al menos, parte de su atención.

Su instinto no le fallaba y los encuentros pseudo!casuales para llegar a acuerdos beneficiosos entre ellos habían derivado inevitablemente en aquella habilidad hechicera que tanto perturbaba su nombre. De un modo sutil hasta entonces, pero de un tiempo a esa parte sus tormentos personales se las ingeniaban siempre para ponerlo justo donde querían y donde ni siquiera el propio Fausto sabía definir con claridad. ¿Por qué le interesaba el tema de un modo más profundo? ¿Curiosidad científica? ¿Curiosidad literaria? ¿Deseos, ideas… hacia la única persona muerta que realmente le hizo tastar el vago sustento de las emociones?

Masoquismo puro y duro, en resumidas cuentas. Pero para combatirlo tenía que acabar haciéndole frente. Sólo entonces quizá descubriría las oscuras motivaciones de su propia alma.

Así pues, cuando aquella comitiva llegó a sus oídos no se lo pensó demasiado a la hora de viajar hasta su tierra natal para un reencuentro más… contundente acerca de sus posibles intereses.

—Ninguna noticia que hable de tus intenciones públicas es tan sutil como para evitarme —respondió a su peculiar saludo junto a una leve inclinación de cabeza, cuya formalidad casi era contradictoria al acompañarla de su sonrisa torcida—. Aunque todos sabemos que si lo fuera, tampoco bastaría para no acabar en mis redes.

No añadió nada más para darle a ella un poco de margen en su terreno y finalmente siguió a su anfitriona hasta la sala que había dispuesto para ambos. El abrigo negro, elegante y característico en la figura de aquel hombre, acabó en un sofá que daba al crepitar de una chimenea de llama verdosa. Por su parte decidió permanecer de pie, aunque sí se aproximó tranquilamente hacia los asientos señalados por la exuberante Edvige, en camisa holgada y chaleco negro, como un alquimista al que habían estorbado en mitad de un hábitat creativo. Una imagen ligeramente más íntima pero impecable.

—En efecto, las brujas estáis acostumbradas a toda falta de casualidad en vuestras visitas, sin embargo, en este caso no es nada personal: yo nunca visito a nadie por cortesía —apuntó, haciendo referencia a su comentario de hacía unos minutos en la entrada—. Y para otra germana como yo, también debe de ser bastante curioso preguntar qué le fascina de la magia negra a un hombre llamado Fausto —prosiguió, mientras se detenía por fin a unos pasos de ella para analizar mejor el resto de la estancia—. Siento decepcionar tu curiosidad pero si tanto te interesa la verdad, no he venido a por un favor directo. Ningún coleccionista de conocimientos desaprovecharía la ocasión de asistir a este tipo de concentraciones mágicas y mi presencia es la mejor prueba de ello. Pero mentiría si dijera que no estoy aquí para un fin concreto y dicho fin, lo creas o no, es tu conversación —admitió, antes de abrir toda la palma de la mano sobre los bordes de la mesa y dirigir la ferviente seriedad de sus ojos azules hacia ese mismo punto que acariciaban sus dedos; hasta el mobiliario de aquella mansión era digno de interés—. Sólo vengo a charlar sobre el tema con una eminencia, porque… ¿Cuán versada estás en el campo de la nigromancia, Edvige? —entró en materia directamente, justo cuando los criados llegaban con parte de la comida que su ama había pedido antes.
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Mensaje por Edvige Diermissen Sáb Ago 12, 2017 1:37 am

Oh sí, la magia no dejaba de ser esa luz nefasta que atrae a las mariposas para quemarles las alas lentamente, hasta llevarlas a su propia destrucción. Era una condena dulce, e igualmente cruel. ¡Y que lo asegurara Edvige Diermissen! Cuando ella misma se encargaba de usar semejante habilidad para atrapar a los incautos, por muy sabiondos que resultaran estos. Daba la impresión de que se le hubiera otorgado el poder de ver más allá de los intereses corrientes de las personas, para luego usarlos en su contra. Aunque, en determinadas ocasiones, solía sólo sacarle provecho a la situación para diversión personal, como si se tratara de algo usual en ella. Quizá, porque una parte suya seguía siendo mortal, hacía sus excepciones, pero eso era muy de vez en cuando, precisamente porque sabía que así podía disfrutar más de la circunstancias que de otra manera.

¿Y acaso no estaba haciendo alguna clase de excepción con ese hombre llamado Fausto? Por supuesto que sí, porque, a pesar de todo, Edvige estúpida no era, y sabía perfectamente con quien estaba lidiando; ya sus informantes (nada convencionales, a decir verdad) le habían suministrado suficiente información sobre el susodicho. Ella siempre debía estar un paso más adelante que el otro, y con Fausto no iba a ser nada diferente en ese caso. Por muy permisiva que hubiera sido con él (por el simple interés que el mismo tenía hacia las artes arcanas), tampoco era motivo para dejarlo avanzar dentro de su territorio con total libertad. ¡Antes muerta que permitirle a alguien más dictar las reglas del juego! Ah, no, no. Esas siempre las dictaría ella, y nada más que ella. Y a quien no le gustara, bien que podía irse por la puerta grande... si es que salía vivo.

Y no nos creamos que Fausto no estaba al tanto de ello. Él sabía perfectamente a quien se estaba enfrentando esta vez, y, como era de suponerse, impondría sus condiciones. ¡Vaya! Pero si es que estamos en frente de un campo de lucha de voluntades. Aun así, ahí Edivige seguía mandando, así que al cazador no le quedaba más alternativa que irse con cuidado, a pesar del morbo que lo conducía hasta el nido de la serpiente.

—Tampoco nos convienen las visitas personales. Aunque —hizo una pausa, la suficiente para generar una ligera tensión en el ambiente—, tu interés sí es personal, así que podría quedar tu argumento ¿inválido? —Chasqueó la lengua, mientras se paseaba por la elegante habitación, con ese paso lento y firme, tan característico de una mujer de su estatus—. No te ofendas, querido Fausto, pero no es fácil engañarme, y menos cuando se trata de las cosas que conozco más que a la palma de mi mano.

Se detuvo sólo cuando un criado había aparecido con una bandeja que contenía lo que ella había pedido: una botella del mejor vino, acompañado de dos copas de cristal. Cuando el mozalbete finalmente se retiró del salón, Edvige se permitió observar fijamente a su visitante; lo hizo con tanta intensidad, que casi parecía escudriñarle el alma. ¡Y cuán podrida estaba! ¿Un festín digno de sus demonios o será que ya él contaba con uno personal? Interesante pregunta, porque lo más probable era que se decantara por la segunda opción. Ay, Fausto, Fausto... si supiera.

—¡Vaya! Entonces siempre había sido eso. La nigromancia. No podía esperar menos de ti —dijo, fingiendo sorpresa, pero no. En realidad se esperaba esa pregunta en algún momento, aunque no tan repentinamente—. Ahora me toca a mí hacer las preguntas. ¿Qué tanto crees que conozco del tema? Digo, como para que vengas a verme y ser tan directo. ¡Me encanta que no te andes con frases tan rimbombantes conmigo! Supongo que has de saber lo mucho que me aburren. Es mejor ser directo y no darle tantas vueltas al asunto, ¿cierto? Aunque en mi caso no crea que pueda dar el ejemplo.

Esbozó una sonrisa maliciosa (¿y qué no lo era en ella?), justo en el instante en que tomaba una copa con vino y probaba un poco, saboreando ese sabor agridulce tan característico de la bebida. Edvige se había preparado para ese momento, y dado el rumbo que tomaban las cosas, no le extrañaba que Fausto hubiera escuchado algo sobre los aquelarres en la Sierra de Harz y por eso se había dirigido a ella. Con cuál fin, no lo sabía, pero eso sólo era asunto suyo.

—¿Qué tanto quieres saber, Fausto? No voy a advertirte nada sobre el asunto porque, al fin y al cabo, es tu integridad la que está en juego y no la mía...


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Mensaje por Fausto Miér Ene 17, 2018 8:14 pm

Una vez asentada la comida en escena, como si de algún modo se diera paso a la metáfora de la energía, el apetito, la carne, Fausto volvió a arrojar el helor de su mirada sobre el fuego de la chimenea. A la espera de su propia disponibilidad, tampoco le apetecía discernir en su memoria el momento exacto en que se decidió a pasear aquellos mismos ojos por la figura de Edvige. En más sentidos metafóricos, no os confundáis —todavía—, que también podría haber usado la comparativa de sus oídos al interesarse por el nombre de aquella nigromante. Un aspirante a la certeza más existencial de la propia muerte, un profesor de teología, una sabiduría ambulante, de abrigo oscuro y vista añil, 'como él'... y después, la brujería, el desafío, la herejía, el escándalo de un poder que sólo gente 'como ella' era capaz de sostener en sus dedos. A Fausto, la sociedad en general le valía una risa despectiva, pero en un aquelarre nada estaba sujeto, cualquier cosa que 'los suyos' quisieran encantar podría armar el caos y alzarse en el podio de la ambición y el dominio, desbancando a humanos y sobrenaturales por igual. La entidad de 'Dios' en sí misma nunca había llamado más su atención que cualquiera de las otras tantas cosas que apestaban a su alrededor, recordándole a sus primeros y soporíferos años en la tierra. Sin embargo, cuando un hombre, mujer o cualquier otra forma de género se elevaba sobre tal pretensión y la blasfemaban y retaban, cual aprovechamiento absoluto del opio del pueblo vestido de noble terciopelo, algo en Fausto se permitía otorgarle el beneficio de uno de los bienes más caros de su oscura persona: la duda.

—Cuando he dicho que no es personal, no hablaba del motivo de mi visita sino de que yo nunca visito a nadie por casualidad, no sólo en tu caso. De ahí que tampoco sea nada personal para contigo, anfitriona, pero no desesperes porque el resto de lo que opino de ti claramente sí lo es. De lo contrario, no estaría aquí otorgando mi tiempo y dado que me tienes tan bien estudiado, es algo que ya debes de suponer. ¿Algún afán por oírlo confirmar directamente de mis labios, entonces? ¿Algo personal, tal vez? —incidió en el tema y su sonrisa se torció al degustar las primeras gotas del vino que se facilitó dentro de su copa.

Aquella joven se parecía mucho a los escasísimos especímenes del planeta que lograban exprimirle algo de complicidad. Ambos apenas habían necesitado entenderse más allá de sus cejas enarcadas y esa decisión esculpida en sus miradas que no se apartaba jamás del terreno que dominaban. Ninguno de los dos negaba su poder ni lo que podrían ser capaces de hacer con ello si las cosas no salían a su gusto —o si salían al gusto más placentero que se hubieran propuesto—. Si algo les diferenciaba en ese terreno era que la ¿señora? Diermissen tal vez pensase que ya sabía lo que Fausto necesitaba obtener de su conversación o sus poderes. Pero en realidad, el origen de sus intenciones sólo podía ser revelado en el más puro secreto, quizá al final de su visita, y aun así, la forma en la que lo haría no reflejaría ni la mitad de lo que había realmente al otro lado. Ni Georgius ni Mefistófeles. Sólo el recuerdo de la figura del propio Fausto que ya se estaba enriqueciendo a su costa con el mero hecho de ampliar sus horizontes gracias a lo que la otra germana quisiera a cambio.

—Mucho —respondió a su pregunta sobre qué tanto creía que ella sabía de la dichosa materia: la Nigromancia, y esperó a que la mujer también empezara a comer para estudiarla en mitad de la degustación—, resulta evidente si Mahoma ha recorrido kilómetros para llegar a la montaña. Por mi integridad no te preocupes, aunque no hacerlo te convertiría en una mujer sensata a la vez que desafortunada en tus ambiciones. Pues, ¿acaso la magia se hizo para los prudentes? No, ¿verdad? Y eso se aplica también a quienes la portáis —apuntó, y aprovechó aquellas reflexiones para fijarse de un modo más directo en la persona que, a fin de cuentas, le había hecho desplazarse tan lejos—. ¿Por qué lo dices? ¿Qué has observado tú qué suele ocurrirles a los que acuden a ti por ese apartado concreto de entre tus muchas habilidades?

Puede que lo de pasear sus ojos por la figura de Edvige hubiera dejado ya de ser en un sentido metafórico.
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