Go the distance. (Priv)

Ian caminaba con las manos en los bolsillos mientras silbaba una canción tranquila. Le gustaba el mercado; allí nadie le reconocía y si lo hacían, podía escabullirse con facilidad. Y todo por ser el hijo de Stein Ackerman y Aveline Faith Blackmore. Su padre era un mentalista poderoso, famoso en los barrios bajos por haber sido uno de los brujos más infames jamás conocidos. Sin embargo, se puso a trabajar para la Logia de hechiceros, donde le encomendaron la importante misión de ser el enviado de preservar sus intereses en la Orden de Hellsing, el grupo de cazadores con más influencia de París. Y allí fue donde conoció a su madre.

Aveline Blackmore era la lady inglesa más famosa de la ciudad, criticada en parte por ser soltera a su edad y envidiada en otra por ser La Parca, una de las cazadoras más letales que jamás se había conocido. Y en aquella doble vida, de lady y orfebre del arpa de día y cazadora mortal de noche, cuando parecía que nunca cambiaría nada, apareció el mentalista alemán. Y años después... él. En la Corte se decía que Aveline no podría tener hijos, ya que en una ocasión un vampiro la apuñaló en el abdomen, haciéndole perder un ovario y la posibilidad de ser madre para siempre. O eso creía.

Ian Blackmore había nacido entre algodones en una familia adinerada y respetada, en la que nunca le faltó de nada. Aún así, no era un chico caprichoso en absoluto. Su padre, nacido en una familia humilde, le había enseñado el valor real de las cosas y aunque difería con él en lo que a moralidad de algunos asuntos se refería, le adoraba. Igual que a su madre, que como arpista de la filarmónica y noble le había enseñado las maravillas de la música. A Ian no se le daba nada mal cantar, pero no le gustaba hacerlo en público. No es que tuviera vergüenza por poder cantar mal o por no gustarle a la gente. Más bien todo lo contrario.

Sus ojos eran profundos, de un extraño azul cambiante. Unidos a su pelo castaño, corto y revuelto, a juego con una barba bien recortada y un cuerpo bien formado por los entrenamientos diarios de cazador, hacían las delicias de las mujeres con las que trataba a diario. Y eso, al contrario que a su padre, le incomodaba bastante. Las mujeres sólo querían su físico, su cara bonita, no se molestaban en preguntarle cuáles eran sus aficiones o a qué se dedicaba... aunque su forma de vida fuera ilegal. Había heredado los poderes de su padre. Era hechicero, y un dual, algo raro entre los propios brujos. Eso significaba que poseía dos ramas de poder, dos afinidades con las deidades a las que honraban los brujos.

Gaia le daba poder sobre los elementos de la naturaleza. Era elementalista, aunque se especializaba en el viento, el fuego y el agua. La tierra y la naturaleza no eran muy afines a él, pero el rayo le obedecía, y tanto era así que muchas veces sus propias emociones intereferían en el clima, formando tormentas cuando su alma se agitaba y luciendo un Sol radiante cuando su interior estaba en paz. Pero por otro lado, también era mentalista. Podía bucear en los recuerdos de las personas, haciendo que los revivieran una y otra vez. Exactamente igual que su padre. Y los recuerdos eran un arma muy poderosa. Pero aunque Stein intentaba que Ian siguiera sus pasos en el mentalismo, a Ian le llamaba más su otra parte, llegando a pasar noches enteras en el bosque para comprender mejor las energías de Gaia. No quería defraudar a su padre, pero no podía ignorar la llamada de los elementos. Y tan sumido en sus pensamientos caminaba, que no se dio cuenta de que estaba dentro del teatro hasta que la escuchó.

Era una voz, dulce pero de una fuerza increíble, que venía desde el escenario y rebotaba en las paredes, amplificando la belleza inaudita de aquel que tuviera el lujo de escuchar aquel sonido que parecía surgir de la mismísima garganta de Freya. Ian había estado multitud de veces allí, viendo tocar a su madre, pero nunca había escuchado aquella voz.
Algo desconocido en su interior, algo sobrecogedor y espiritual que respondía a aquella voz, le guió corriendo sigilosamente hasta las butacas, donde se quedó mudo de asombro.
Una chica cantaba. Con los ojos cerrados, dando vueltas y giros perfectamente ensayados, mostrando el sentimiento de esperanza que la canción anhelaba, modulando aquella voz que salía de su boca y llenaba la oscura estancia de colores. El muchacho tuvo que coger aire ante tal espectáculo. No movió ni un músculo, observando la actuación de aquella muchacha que le tenía totalmente sobrecogido.