AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La estrella prohibida | Privado
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La estrella prohibida | Privado
Siempre le llegaban regalos de admiradores, tarjetas de felicitaciones e invitaciones para cenas importantes. París lo había recibido muy bien, Eric Hamilton no se podía quejar porque desde el comienzo allí –hacía cosa de nueve meses ya- se había sentido a gusto, como si hubiese nacido en el lugar equivocado o como si hubiese crecido sin saber que en verdad era francés.
Entre los regalos que recibía, tras las galas en la ópera, a veces encontraba cartas de mujeres que le declaraban su amor y, descaradas, se ofrecían a él a sabiendas de que era un soltero en verdad codiciado. Incómodo, así podría definirlo, pero en general no respondía aquellas misivas porque prefería quedar como descortés y no como generador de ilusiones. Además, aunque sabía que no podía permitírselo, solo era una la mujer que rondaba en su cabeza sin importar el momento del día –o de la noche- en el que se hallase, mucho menos el lugar o la actividad que estuviese realizando en esos momentos, solo Yvette Béranger se colaba por la fortaleza que había creado durante años en su mente, ella y solo ella había sido capaz de quebrar su autocontrol mental, ese que durante años solo le había llevado a pensar en el trabajo, en su carrera como principal cantante de la ópera.
Y en esos momentos, en los que la presentación estaba llegando a su fin, Eric cantaba un aria triste y aunque la letra no acompañaba lo que sentía al pensar en Yvette, sí lo hacía la melodía de la orquesta. Temía que, al cerrar los ojos y pensar en su sonrisa, la concentración lo abandonase pero no era así, cuánto más la pensaba mejor interpretaba y hasta había llegado a creer que ella era para él una suerte de talismán, un amuleto que le cuidaba y ayudaba.
Aplausos, saludos finales y el telón cerrándose. Todo era siempre igual en la vida del castrato, todo menos Yvette que siempre que acudía a su mente de una forma diferente.
-¡Excelente, caro! ¡París te ama, esta es la mejor decisión que pudimos tomar! ¿Puedes verlo ahora? –le dijo su maestro, saliendo a su encuentro en los pasillos que conducían a la zona de camerinos-. Tienes a alguien que te espera –dijo el hombre cuando se detuvieron junto a la puerta de la pequeña habitación en la que Eric se cambiaba y refrescaba luego de cada noche en el escenario.
Eric se frenó en seco, no quería ver a nadie. Estaba cansado y necesitaba estar a solas. ¿Cómo podía ser tan desconsiderada la gente? De seguro era algún admirador que quería entregarle alguna invitación en mano.
-No quiero ver a nadie, pídele a quien sea que se retire. Este es un sector privado. Cuando no haya nadie volveré –le dijo, enfadado, y se volvió en un amague de retirarse.
-Eric –le dijo su maestro deteniéndolo con una mano sobre su brazo-, no le hubiera permitido pasar si no supiera que es alguien importante.
Entre los regalos que recibía, tras las galas en la ópera, a veces encontraba cartas de mujeres que le declaraban su amor y, descaradas, se ofrecían a él a sabiendas de que era un soltero en verdad codiciado. Incómodo, así podría definirlo, pero en general no respondía aquellas misivas porque prefería quedar como descortés y no como generador de ilusiones. Además, aunque sabía que no podía permitírselo, solo era una la mujer que rondaba en su cabeza sin importar el momento del día –o de la noche- en el que se hallase, mucho menos el lugar o la actividad que estuviese realizando en esos momentos, solo Yvette Béranger se colaba por la fortaleza que había creado durante años en su mente, ella y solo ella había sido capaz de quebrar su autocontrol mental, ese que durante años solo le había llevado a pensar en el trabajo, en su carrera como principal cantante de la ópera.
Y en esos momentos, en los que la presentación estaba llegando a su fin, Eric cantaba un aria triste y aunque la letra no acompañaba lo que sentía al pensar en Yvette, sí lo hacía la melodía de la orquesta. Temía que, al cerrar los ojos y pensar en su sonrisa, la concentración lo abandonase pero no era así, cuánto más la pensaba mejor interpretaba y hasta había llegado a creer que ella era para él una suerte de talismán, un amuleto que le cuidaba y ayudaba.
Aplausos, saludos finales y el telón cerrándose. Todo era siempre igual en la vida del castrato, todo menos Yvette que siempre que acudía a su mente de una forma diferente.
-¡Excelente, caro! ¡París te ama, esta es la mejor decisión que pudimos tomar! ¿Puedes verlo ahora? –le dijo su maestro, saliendo a su encuentro en los pasillos que conducían a la zona de camerinos-. Tienes a alguien que te espera –dijo el hombre cuando se detuvieron junto a la puerta de la pequeña habitación en la que Eric se cambiaba y refrescaba luego de cada noche en el escenario.
Eric se frenó en seco, no quería ver a nadie. Estaba cansado y necesitaba estar a solas. ¿Cómo podía ser tan desconsiderada la gente? De seguro era algún admirador que quería entregarle alguna invitación en mano.
-No quiero ver a nadie, pídele a quien sea que se retire. Este es un sector privado. Cuando no haya nadie volveré –le dijo, enfadado, y se volvió en un amague de retirarse.
-Eric –le dijo su maestro deteniéndolo con una mano sobre su brazo-, no le hubiera permitido pasar si no supiera que es alguien importante.
Eric Hamilton- Humano Clase Alta
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 06/09/2017
Re: La estrella prohibida | Privado
Yvette no se podía quitar la noche de la cena en la ópera de la cabeza, en concreto, el momento en el que Eric Hamilton se levantó de la mesa y se marchó, alegando que no se encontraba bien. No tenía motivos para pensar que había sido culpa suya —al fin y al cabo, sólo había rechazado una invitación para acudir al ballet—, pero algo le decía que la marcha del cantante se había propiciado por su respuesta. Ella no cenó nada más, e instó a su madre y a Arnaud a marcharse pronto, muy al pesar de este último, que quería seguir haciendo contactos entre los asistentes.
Habían pasado unos días desde entonces en los que la joven apenas había pegado ojo. Soñaba con la cara de desilusión de Eric constantemente, y no necesariamente el tiempo que pasaba dormida; cada vez que su madre hablaba sobre la cena, en concreto, sobre «lo bien que congeniaste con él, ¿no, crees, hija?», a Yvette se le revolvía el estómago. Se maldijo una y mil veces el haberlo rechazado, pero sentía que ya no había forma de arreglar su error. ¿O tal vez sí?
Era sábado por la tarde y Arnaud había salido con unos conocidos. Debía haber alguna subasta en las afueras y no volvería hasta el día siguiente. Su madre, poseedora de una barriga descomunal que la impedía moverse con soltura, descansaba en su diván con un libro entre las manos. En la casa tan sólo se oía el crepitar de la chimenea, los sonidos de las doncellas que comenzaban a preparar la cena y las pisadas de Yvette en la tarima. Se asomó a la puerta de la habitación donde Clara descansaba y carraspeó para llamar su atención.
—Hola, madre. —Tragó saliva—. Quería preguntarle si puedo salir hoy. Me gustó mucho la actuación de monsieur Hamilton, y he sabido que esta tarde vuelve a cantar. Lo cierto es que me gustaría mucho escucharlo de nuevo.
—Te gustaría escucharlo de nuevo —repitió Clara con una sonrisa—. Claro, hija. Sal y disfruta, pero llévate a Julia.
Yvette asintió y subió deprisa a su habitación. Debía ser cuidadosa en la elección del vestido que llevaría a la ópera ese día, puesto que quería causar buena impresión en Eric sin parecer una buscona atrevida. No se arriesgó y eligió uno que sabía que le sentaba bien: era de un tono verde pastel con una tira de perlas bordadas en la cintura. Las mangas largas de gasa le daban aspecto de recatada sin parecer una mojigata, y evitaban comentarios malintencionados sobre la cantidad de piel visible que llevaba. El pelo recogido, tal y como dictaban las normas de la época, dejaba a la vista el cuello, adornado con una fina cadena de oro que portaba una perla en forma de gota. Los pendientes a juego terminaban el conjunto, sencillo pero sumamente elegante. Se despidió de su madre —que no pudo evitar comentar lo hermosa que iba para aquella ocasión— antes de llamar al cochero que las llevaría, a ella y a su doncella, hasta la ópera.
El camino se le hizo más largo de lo acostumbrado, pero, una vez allí, no se detuvo en nimiedades. Con Julia siguiéndola a duras penas, compró los pases para la siguiente sesión y esperó a que los asistentes fueran llamados. Los nervios impedían que se estuviera quieta, pero pensar en que volvería a ver a Eric le producía un cosquilleo en el vientre que no conseguía controlar. En cuanto se abrieron las puertas, se lanzó a buscar su asiento; no era tan bueno como el de la vez anterior, pero le daba exactamente igual, porque nada más abrirse el telón y ver a la estrella en el escenario se olvidó de todo lo que la rodeaba. Tal y como le pasó la vez anterior, la voz de Eric la envolvió de tal manera que casi no se percató de que el espectáculo llegaba a su fin. Se levantó y, mientras todos se dedicaban a aplaudir, ella se dirigió a su acompañante.
—Julia, espérame en el coche. Tengo que ir a ver a alguien, no tardaré.
Sin darle tiempo a que protestara, Yvette salió corriendo para llegar al camerino de Eric Hamilton. Mintió como una bellaca, asegurando que era una buena amiga del cantante y que él le había pedido que acudiera allí al terminar la función. Por suerte, el maestro recordaba haberla visto en la cena, así que eso facilitó mucho las cosas. La mandó pasar a una habitación y le pidió que esperara allí, algo que la hechicera hizo sin rechistar. Ni siquiera se movió del trozo de suelo donde se había plantado, o, al menos, eso intentó, porque en cuanto escuchó las voces del hombre y de su alumno en el pasillo, se giró, ansiosa, hacia la puerta.
—Buenas noches —saludó en cuanto ésta se abrió. Quiso llamarlo por su nombre, pero no sabía si él querría que lo hiciera—. Enhorabuena por su actuación. Ha estado magnífico, como siempre. —Bajó la mirada, dudando, por un momento, sobre por qué estaba ahí—. Supongo que estará cansado, así que no le quitaré mucho tiempo. Sólo he venido porque necesitaba decirle algo importante.
Levantó la mirada y la clavó en la ajena, tan azul y tan bonita que a Yvette le temblaron las piernas.
Habían pasado unos días desde entonces en los que la joven apenas había pegado ojo. Soñaba con la cara de desilusión de Eric constantemente, y no necesariamente el tiempo que pasaba dormida; cada vez que su madre hablaba sobre la cena, en concreto, sobre «lo bien que congeniaste con él, ¿no, crees, hija?», a Yvette se le revolvía el estómago. Se maldijo una y mil veces el haberlo rechazado, pero sentía que ya no había forma de arreglar su error. ¿O tal vez sí?
Era sábado por la tarde y Arnaud había salido con unos conocidos. Debía haber alguna subasta en las afueras y no volvería hasta el día siguiente. Su madre, poseedora de una barriga descomunal que la impedía moverse con soltura, descansaba en su diván con un libro entre las manos. En la casa tan sólo se oía el crepitar de la chimenea, los sonidos de las doncellas que comenzaban a preparar la cena y las pisadas de Yvette en la tarima. Se asomó a la puerta de la habitación donde Clara descansaba y carraspeó para llamar su atención.
—Hola, madre. —Tragó saliva—. Quería preguntarle si puedo salir hoy. Me gustó mucho la actuación de monsieur Hamilton, y he sabido que esta tarde vuelve a cantar. Lo cierto es que me gustaría mucho escucharlo de nuevo.
—Te gustaría escucharlo de nuevo —repitió Clara con una sonrisa—. Claro, hija. Sal y disfruta, pero llévate a Julia.
Yvette asintió y subió deprisa a su habitación. Debía ser cuidadosa en la elección del vestido que llevaría a la ópera ese día, puesto que quería causar buena impresión en Eric sin parecer una buscona atrevida. No se arriesgó y eligió uno que sabía que le sentaba bien: era de un tono verde pastel con una tira de perlas bordadas en la cintura. Las mangas largas de gasa le daban aspecto de recatada sin parecer una mojigata, y evitaban comentarios malintencionados sobre la cantidad de piel visible que llevaba. El pelo recogido, tal y como dictaban las normas de la época, dejaba a la vista el cuello, adornado con una fina cadena de oro que portaba una perla en forma de gota. Los pendientes a juego terminaban el conjunto, sencillo pero sumamente elegante. Se despidió de su madre —que no pudo evitar comentar lo hermosa que iba para aquella ocasión— antes de llamar al cochero que las llevaría, a ella y a su doncella, hasta la ópera.
El camino se le hizo más largo de lo acostumbrado, pero, una vez allí, no se detuvo en nimiedades. Con Julia siguiéndola a duras penas, compró los pases para la siguiente sesión y esperó a que los asistentes fueran llamados. Los nervios impedían que se estuviera quieta, pero pensar en que volvería a ver a Eric le producía un cosquilleo en el vientre que no conseguía controlar. En cuanto se abrieron las puertas, se lanzó a buscar su asiento; no era tan bueno como el de la vez anterior, pero le daba exactamente igual, porque nada más abrirse el telón y ver a la estrella en el escenario se olvidó de todo lo que la rodeaba. Tal y como le pasó la vez anterior, la voz de Eric la envolvió de tal manera que casi no se percató de que el espectáculo llegaba a su fin. Se levantó y, mientras todos se dedicaban a aplaudir, ella se dirigió a su acompañante.
—Julia, espérame en el coche. Tengo que ir a ver a alguien, no tardaré.
Sin darle tiempo a que protestara, Yvette salió corriendo para llegar al camerino de Eric Hamilton. Mintió como una bellaca, asegurando que era una buena amiga del cantante y que él le había pedido que acudiera allí al terminar la función. Por suerte, el maestro recordaba haberla visto en la cena, así que eso facilitó mucho las cosas. La mandó pasar a una habitación y le pidió que esperara allí, algo que la hechicera hizo sin rechistar. Ni siquiera se movió del trozo de suelo donde se había plantado, o, al menos, eso intentó, porque en cuanto escuchó las voces del hombre y de su alumno en el pasillo, se giró, ansiosa, hacia la puerta.
—Buenas noches —saludó en cuanto ésta se abrió. Quiso llamarlo por su nombre, pero no sabía si él querría que lo hiciera—. Enhorabuena por su actuación. Ha estado magnífico, como siempre. —Bajó la mirada, dudando, por un momento, sobre por qué estaba ahí—. Supongo que estará cansado, así que no le quitaré mucho tiempo. Sólo he venido porque necesitaba decirle algo importante.
Levantó la mirada y la clavó en la ajena, tan azul y tan bonita que a Yvette le temblaron las piernas.
Yvette Béranger- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 96
Fecha de inscripción : 17/07/2016
Re: La estrella prohibida | Privado
En el listado mental de personas que esperaba encontrar allí, la señorita Yvette ni siquiera figuraba, aunque llevaba días siendo la dueña de su mente. Tras la cena que habían compartido –y que había acabado pésimamente, según su apreciación, y por su culpa-, Eric Hamilton no esperaba volver a verla y aunque era una pena, él entendía que eso era lo mejor para ambos. Él no podía enamorarse de Yvette, no podía enamorarse de nadie y lo sabía bien. Aparentar lo contrario era necedad.
-Gracias, maestro –le dijo y el hombre cerró la puerta, dejándolos a solas, algo realmente incómodo si se quería cuidar la reputación de la dama aunque… ¿quién podría pensar mal de un castrato?-. Señorita –dijo, tras unos segundos de sorpresa-, déjeme decirle que no la esperaba, pero su visita es para mí un rayo cálido de sol en medio de un crudo invierno. –Tomó la mano de la muchacha para besarla con cortesía. –Espero que se encuentre usted muy bien, ¿cómo está su madre? ¿Ha dado a luz ya o la ha acompañado hoy?
Eran preguntas que debía hacer, lo cierto era que no sabía de qué más hablar porque le incomodaba la presencia de la muchacha en ése, su espacio privado, tanto como la agradecía porque estar cerca de ella, besar su mano y recibir sus sonrisas era una bendición que él no creía merecer. Yvette era más de lo que él podía aspirar a alcanzar.
-Oh, gracias. Me alegra que haya disfrutado, aunque me sorprende que haya querido volver después de… bueno, después de la cena. Me porté de manera tan pobre, me disculpo si con mi repentino deseo de abandonar la velada la ofendí o incomodé –le dijo con sinceridad, aunque no estaba arrepentido de haberlo hecho, pero sí de haberle provocado un mal momento-. No me quita tiempo en lo absoluto, por favor, querida, es un placer para mí recibirla. ¿Qué desea decirme? –la curiosidad comenzó a picarle en el pecho, y Eric acabó por rascarse con una mano.
Se adentró en la habitación, dirigiéndose a la mesa. Había sidra allí, era exquisita y refrescante, pero no tenía alcohol. Eric sirvió dos copas, porque estaba sediento, y le entregó una a ella. No le había preguntado si deseaba beber, ¡qué modales tan terribles tenía cuando se hallaba cerca de ella! Primero dejaba una cena antes de que concluyese, ahora le servía una copa sin preguntar… como defensa podía alegar que sus ojos lo enloquecían, le quitaban el juicio haciéndole olvidar todo lo que había tenido que aprender cuando había comenzado a moverse en las altas esferas sociales. Cuando estaba con Yvette, Eric volvía a ser el niñito sucio y mal comido del orfanato, que ante un trozo de pan recién horneado se olvidaba de todo y comenzaba a babear. Ella era el trozo de pan caliente ahora, pero nunca lo sabría. Probablemente se iría y ya no volvería a verla –como debía ser- y él jamás podría contarle su historia.
-Gracias, maestro –le dijo y el hombre cerró la puerta, dejándolos a solas, algo realmente incómodo si se quería cuidar la reputación de la dama aunque… ¿quién podría pensar mal de un castrato?-. Señorita –dijo, tras unos segundos de sorpresa-, déjeme decirle que no la esperaba, pero su visita es para mí un rayo cálido de sol en medio de un crudo invierno. –Tomó la mano de la muchacha para besarla con cortesía. –Espero que se encuentre usted muy bien, ¿cómo está su madre? ¿Ha dado a luz ya o la ha acompañado hoy?
Eran preguntas que debía hacer, lo cierto era que no sabía de qué más hablar porque le incomodaba la presencia de la muchacha en ése, su espacio privado, tanto como la agradecía porque estar cerca de ella, besar su mano y recibir sus sonrisas era una bendición que él no creía merecer. Yvette era más de lo que él podía aspirar a alcanzar.
-Oh, gracias. Me alegra que haya disfrutado, aunque me sorprende que haya querido volver después de… bueno, después de la cena. Me porté de manera tan pobre, me disculpo si con mi repentino deseo de abandonar la velada la ofendí o incomodé –le dijo con sinceridad, aunque no estaba arrepentido de haberlo hecho, pero sí de haberle provocado un mal momento-. No me quita tiempo en lo absoluto, por favor, querida, es un placer para mí recibirla. ¿Qué desea decirme? –la curiosidad comenzó a picarle en el pecho, y Eric acabó por rascarse con una mano.
Se adentró en la habitación, dirigiéndose a la mesa. Había sidra allí, era exquisita y refrescante, pero no tenía alcohol. Eric sirvió dos copas, porque estaba sediento, y le entregó una a ella. No le había preguntado si deseaba beber, ¡qué modales tan terribles tenía cuando se hallaba cerca de ella! Primero dejaba una cena antes de que concluyese, ahora le servía una copa sin preguntar… como defensa podía alegar que sus ojos lo enloquecían, le quitaban el juicio haciéndole olvidar todo lo que había tenido que aprender cuando había comenzado a moverse en las altas esferas sociales. Cuando estaba con Yvette, Eric volvía a ser el niñito sucio y mal comido del orfanato, que ante un trozo de pan recién horneado se olvidaba de todo y comenzaba a babear. Ella era el trozo de pan caliente ahora, pero nunca lo sabría. Probablemente se iría y ya no volvería a verla –como debía ser- y él jamás podría contarle su historia.
Eric Hamilton- Humano Clase Alta
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 06/09/2017
Re: La estrella prohibida | Privado
Claro que no la esperaba, ¿cómo iba a hacerlo después del rechazo que había recibido de su parte? Yvette ni siquiera sabía bien qué hacía ahí, en su camerino, intentando resarcirse de algo que no tenía que haber pasado. Ella esperó palabras cortantes de parte de Eric y, de haberlas recibido, no le hubiera culpado; él la había invitado al ballet y ella había dicho que no, dando así por terminada la relación que pudiera haber habido entre ellos. Entendía perfectamente que estuviera molesto y dolido, pero, contra todo pronóstico, todo lo que recibió de él fue amabilidad y elegancia. Dejó que besara su mano, un gesto que para ella era una bendición, antes de hablar.
—Ella está bien, aún no ha dado a luz pero se ha quedado en casa. El médico le ha dicho que debe descansar —contestó, retrasando al máximo el momento en el que le soltara la mano—. Le diré que ha preguntado por ella, es usted muy amable por haberse preocupado.
¿Aceptaría sus disculpas? Estaba confundida y con la cabeza hecha un auténtico lío. Deseaba de corazón que le perdonara su rechazo, porque en su vida había conocido a un hombre tan atento como él. Claro que, siendo realistas, toda esa amabilidad y dulzura que desprendía bien podía deberse a la forma que tenía de comportarse frente a su público. Nada le aseguraba a ella que, en privado, no fuera un tipo grosero y malhablado, pero Yvette siempre había tenido un don con las personas y, cuando estaba con él —dos veces contando esa noche— la sensación que había tenido siempre había sido muy pura.
—De eso venía a hablarle, precisamente —dijo, aceptando la copa que le tendía—. No me sentí ofendida por que se marchara; en realidad, siento que fui yo quien propició ese desenlace. No tiene de qué disculparse, monsieur, debería ser yo la que lo hiciera.
Bebió de la copa, un poco temerosa de que fuera a sentarle mal —puesto que no estaba acostumbrada a beber—, aunque en cuando saboreó el primer trago se dio cuenta de que aquello era dulce, sin una pizca de alcohol. Siendo así, bebió un trago más largo para refrescar la garganta, que se le había quedado seca a causa de los nervios. Sentía los latidos del corazón en los oídos y en las sienes, y sus manos temblaban ligeramente. Tenía la mirada fija en la mullida alfombra que decoraba el suelo porque no se atrevía a alzarla para cruzarse con la de Eric. Durante la cena no se dio cuenta de lo valiente que había sido al invitarla a acompañarlo a aquella actuación, aún pudiendo recibir una negativa, como había sido el caso.
—Quería pedirle disculpas por haber rechazado su invitación de la manera en la que lo hice. No esperaba que me fuera a invitar, a mí —enfatizó las últimas palabras porque todavía no podía creerse que alguien como él se hubiera fijado en ella para algo así—, y creo que no supe cómo reaccionar. En realidad —ahora sí, alzó la vista—, me encantaría ir con usted al ballet. Lo que le dije no era mentira; mi madre no puede acompañarme y dudo que Arnaud me lo permita, pero creo que ella podría llegar a convencerlo. Me ha dejado venir hoy hasta aquí, así que...
Se alzó de hombros y bebió otro trago antes de juguetear con la copa entre sus dedos. Ahora llegaba la parte que más temía, porque era en la que él podía llegar a rechazarla de la misma manera que había hecho ella algunas noches atrás.
—Eric —lo llamó por su nombre, aún sabiendo que eso podría molestarlo—, quería preguntarle si aún sigue en pie la invitación —tragó la poca saliva que le quedaba y respiró hondo—, porque, de ser así, me gustaría aceptarla.
Nada más decirlo se sintió estúpida. ¡Claro que no seguía en pie! Estaba segura de que ya habría encontrado otra persona, mucho mejor que ella, con la que acudir a la actuación. Sus mejillas se tornaron de un rosa oscuro y un sudor frío le recorrió la espalda.
—Supongo que la respuesta es que no —sonrió con tristeza—, pero sentía que debía venir a preguntárselo. Discúlpeme si le he molestado.
Apretó los labios y dejó la copa a medio terminar sobre una mesa cercana, dispuesta a salir de los camerinos y olvidar ese momento tan vergonzoso que acababa de vivir. ¿En qué estaría pensando cuando creyó que eso era buena idea? En los ojos azules y la divina sonrisa de Eric, probablemente.
—Ella está bien, aún no ha dado a luz pero se ha quedado en casa. El médico le ha dicho que debe descansar —contestó, retrasando al máximo el momento en el que le soltara la mano—. Le diré que ha preguntado por ella, es usted muy amable por haberse preocupado.
¿Aceptaría sus disculpas? Estaba confundida y con la cabeza hecha un auténtico lío. Deseaba de corazón que le perdonara su rechazo, porque en su vida había conocido a un hombre tan atento como él. Claro que, siendo realistas, toda esa amabilidad y dulzura que desprendía bien podía deberse a la forma que tenía de comportarse frente a su público. Nada le aseguraba a ella que, en privado, no fuera un tipo grosero y malhablado, pero Yvette siempre había tenido un don con las personas y, cuando estaba con él —dos veces contando esa noche— la sensación que había tenido siempre había sido muy pura.
—De eso venía a hablarle, precisamente —dijo, aceptando la copa que le tendía—. No me sentí ofendida por que se marchara; en realidad, siento que fui yo quien propició ese desenlace. No tiene de qué disculparse, monsieur, debería ser yo la que lo hiciera.
Bebió de la copa, un poco temerosa de que fuera a sentarle mal —puesto que no estaba acostumbrada a beber—, aunque en cuando saboreó el primer trago se dio cuenta de que aquello era dulce, sin una pizca de alcohol. Siendo así, bebió un trago más largo para refrescar la garganta, que se le había quedado seca a causa de los nervios. Sentía los latidos del corazón en los oídos y en las sienes, y sus manos temblaban ligeramente. Tenía la mirada fija en la mullida alfombra que decoraba el suelo porque no se atrevía a alzarla para cruzarse con la de Eric. Durante la cena no se dio cuenta de lo valiente que había sido al invitarla a acompañarlo a aquella actuación, aún pudiendo recibir una negativa, como había sido el caso.
—Quería pedirle disculpas por haber rechazado su invitación de la manera en la que lo hice. No esperaba que me fuera a invitar, a mí —enfatizó las últimas palabras porque todavía no podía creerse que alguien como él se hubiera fijado en ella para algo así—, y creo que no supe cómo reaccionar. En realidad —ahora sí, alzó la vista—, me encantaría ir con usted al ballet. Lo que le dije no era mentira; mi madre no puede acompañarme y dudo que Arnaud me lo permita, pero creo que ella podría llegar a convencerlo. Me ha dejado venir hoy hasta aquí, así que...
Se alzó de hombros y bebió otro trago antes de juguetear con la copa entre sus dedos. Ahora llegaba la parte que más temía, porque era en la que él podía llegar a rechazarla de la misma manera que había hecho ella algunas noches atrás.
—Eric —lo llamó por su nombre, aún sabiendo que eso podría molestarlo—, quería preguntarle si aún sigue en pie la invitación —tragó la poca saliva que le quedaba y respiró hondo—, porque, de ser así, me gustaría aceptarla.
Nada más decirlo se sintió estúpida. ¡Claro que no seguía en pie! Estaba segura de que ya habría encontrado otra persona, mucho mejor que ella, con la que acudir a la actuación. Sus mejillas se tornaron de un rosa oscuro y un sudor frío le recorrió la espalda.
—Supongo que la respuesta es que no —sonrió con tristeza—, pero sentía que debía venir a preguntárselo. Discúlpeme si le he molestado.
Apretó los labios y dejó la copa a medio terminar sobre una mesa cercana, dispuesta a salir de los camerinos y olvidar ese momento tan vergonzoso que acababa de vivir. ¿En qué estaría pensando cuando creyó que eso era buena idea? En los ojos azules y la divina sonrisa de Eric, probablemente.
Yvette Béranger- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 96
Fecha de inscripción : 17/07/2016
Re: La estrella prohibida | Privado
Eric Hamilton estaba en serios problemas, de hecho tenía a la causante de ellos frente a él… ¿Cómo diablos iba a hacer ahora para vivir sin la voz dulce de la señorita Béranger en su día a día? ¿Cómo haría para olvidar la sonrisa tímida, pero hermosa, que ella le había dedicado? Se rascó la cabeza confundido, buscaba acomodar sus ideas. Sabía que debía cortar toda relación con ella, pero no se creía fuerte para hacerlo.
-Oh, no. Por favor, no se culpe, se lo ruego. No es así como recuerdo que sucedieron las cosas, señorita –se acercó y tomó la mano que ella tenía libre con un descaro del que no se sabía capaz antes-. Todo ha sido mi culpa, soy… a veces soy demasiado susceptible, temo no ser querido. Si conociera mi vida sabría por qué me aterra el rechazo, pero nada de eso es su culpa, mi estimada señorita, se lo aseguro. –Apretó la mano de Yvette y reprimió a tiempo el deseo de elevarla para llevarla a sus labios.
Le parecía irreal que aquella muchacha estuviera apenada por él, ¡cuánto más que le estuviese pidiendo disculpas por algo que él y solo él había provocado! Eric se sentía cada vez más preso de ella, de su mirada, de su perfume… ¿Que si estaba vigente la invitación? ¡Pero claro que sí! Eric estaba tan enamorado –sí, enamorado, ya no iba a mentirse más- que se creía capaz de tomarla de la mano todavía con más fuerza -entrelazado los dedos, en señal de verdadera unión- y correr junto a ella por las calles de París hasta llegar al teatro esa misma noche.
Iba a decírselo, a decirle que no le convenía estar con él, que no era su mejor opción. Iba a acabar con todo eso y al parecer ella lo leyó en su rostro porque de inmediato se movió, como si quisiese marcharse… y estaba bien, era una decisión inteligente de su parte, ¡pero qué dolorosa! Eric se rompía por dentro solo ante la inminente ausencia de Yvette, aun no se había ido y él ya sufría.
-¡Un momento, por favor! –le rogó, pero no era su mente la que hablaba, sino su corazón que se resistía a dejarla-. Señorita, no se vaya, no me deje. ¿Qué será de mí hoy sin su compañía? Por favor, quédese –se movió y la detuvo antes de que saliese, con manos imprudentes acarició los hombros de la señorita Béranger que le daba la espalda-. Claro que la invitación sigue en pie. No imagino más grata compañía que la suya. No se vaya, se lo ruego.
Dejó su copa a un lado, sin ver siquiera donde la estaba apoyando. La tomó de la mano y la hizo girar para quedar otra vez frente a frente. ¡Qué maravillosamente se sentía aquello! ¿Por qué no podía simplemente hincar la rodilla allí mismo y decirle que le encantaría poder conocerla más y más? ¿Por qué no se atrevía a acariciar sus labios con los suyos?
-Creo que estamos unidos por los malos entendidos, lamentablemente. Le seré sincero: no imagino en estos momentos nada que me haga más feliz que pasar por usted el sábado a la hora del té para llegar juntos a la función de ballet, señorita. Solo indíqueme la dirección de su casa y yo allí estaré y sepa que me costará dormir hasta el sábado, porque la ansiedad por vivir el encuentro ya está produciendo un cosquilleo en mi estómago.
-Oh, no. Por favor, no se culpe, se lo ruego. No es así como recuerdo que sucedieron las cosas, señorita –se acercó y tomó la mano que ella tenía libre con un descaro del que no se sabía capaz antes-. Todo ha sido mi culpa, soy… a veces soy demasiado susceptible, temo no ser querido. Si conociera mi vida sabría por qué me aterra el rechazo, pero nada de eso es su culpa, mi estimada señorita, se lo aseguro. –Apretó la mano de Yvette y reprimió a tiempo el deseo de elevarla para llevarla a sus labios.
Le parecía irreal que aquella muchacha estuviera apenada por él, ¡cuánto más que le estuviese pidiendo disculpas por algo que él y solo él había provocado! Eric se sentía cada vez más preso de ella, de su mirada, de su perfume… ¿Que si estaba vigente la invitación? ¡Pero claro que sí! Eric estaba tan enamorado –sí, enamorado, ya no iba a mentirse más- que se creía capaz de tomarla de la mano todavía con más fuerza -entrelazado los dedos, en señal de verdadera unión- y correr junto a ella por las calles de París hasta llegar al teatro esa misma noche.
Iba a decírselo, a decirle que no le convenía estar con él, que no era su mejor opción. Iba a acabar con todo eso y al parecer ella lo leyó en su rostro porque de inmediato se movió, como si quisiese marcharse… y estaba bien, era una decisión inteligente de su parte, ¡pero qué dolorosa! Eric se rompía por dentro solo ante la inminente ausencia de Yvette, aun no se había ido y él ya sufría.
-¡Un momento, por favor! –le rogó, pero no era su mente la que hablaba, sino su corazón que se resistía a dejarla-. Señorita, no se vaya, no me deje. ¿Qué será de mí hoy sin su compañía? Por favor, quédese –se movió y la detuvo antes de que saliese, con manos imprudentes acarició los hombros de la señorita Béranger que le daba la espalda-. Claro que la invitación sigue en pie. No imagino más grata compañía que la suya. No se vaya, se lo ruego.
Dejó su copa a un lado, sin ver siquiera donde la estaba apoyando. La tomó de la mano y la hizo girar para quedar otra vez frente a frente. ¡Qué maravillosamente se sentía aquello! ¿Por qué no podía simplemente hincar la rodilla allí mismo y decirle que le encantaría poder conocerla más y más? ¿Por qué no se atrevía a acariciar sus labios con los suyos?
-Creo que estamos unidos por los malos entendidos, lamentablemente. Le seré sincero: no imagino en estos momentos nada que me haga más feliz que pasar por usted el sábado a la hora del té para llegar juntos a la función de ballet, señorita. Solo indíqueme la dirección de su casa y yo allí estaré y sepa que me costará dormir hasta el sábado, porque la ansiedad por vivir el encuentro ya está produciendo un cosquilleo en mi estómago.
Eric Hamilton- Humano Clase Alta
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 06/09/2017
Re: La estrella prohibida | Privado
Salir de de ese camerino y no volver a verlo era lo mejor que podía hacer. Definitivamente, no tendría que haber ido allí, puesto que lo único que había conseguido era ponerse en evidencia y quedar en completo ridículo. ¿Podría llegar a olvidar, alguna vez, lo ocurrido en esa habitación? Yvette lo dudaba y, aunque debía intentarlo por su bien, sabía que jamás podría borrar de su memoria la dulce voz de Eric Hamilton. Apretó los labios para aguantar la vergüenza que le había encendido el rostro, pero no había dado ni siquiera dos pasos cuando esa voz que tan hondo se había grabado en su mente le pidió que se detuviera. Ella obedeció, pero no llegó a girarse temiendo que todo hubiera sido fruto de su imaginación. La mano de Eric sobre su hombro le indicó que, efectivamente, nada de aquello estaban siendo imaginaciones suyas.
—No me voy —aseguró, sin poder apartar sus ojos de los de Eric.
Una maravillosa sensación de victoria se apoderó del cuerpo de Yvette cuando todo el esfuerzo que había puesto en estar allí esa noche dio sus frutos. No sólo la había aceptado como acompañante para la función de ballet, sino que ¡pasaría a buscarla por la misma puerta de su casa! Un cosquilleo placentero, que comenzó en el vientre, fue extendiéndose poco a poco por todo su cuerpo, llegando hasta la punta de sus dedos. Sonrió ampliamente, tanto que las comisuras de sus labios le dolieron.
—¿Me pasará a buscar? —preguntó, con la única intención de que él volviera a decirle que sí, que allí estaría a la hora acordada.
Se cubrió la boca con la mano que le quedaba libre —la otra estaba agarrando la de Eric firmemente— y dio un par de pequeños pasos para acortar la distancia entre ellos. Se sentía tan eufórica que no podía dejar de sonreír, y sus ojos, brillantes de la emoción, no se apartaban de los ajenos. Su corazón latía tan deprisa que era capaz de escuchar el latido en los oídos, y era tal la felicidad que la embargó que su mente no procesaba sus actos con normalidad. Tal fue así que, cuando llegó frente a él, se colocó de puntillas y lo besó en los labios de manera acelerada y bastante torpe, pero ¿qué se podía esperar de una jovencita que no había estado a solas con un hombre en toda su vida?
Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se separó de Eric y se cubrió la boca con ambas manos. Sus mejillas se volvieron rojas como manzanas, mientras que la euforia de hacía un momento se convirtió en un miedo atroz al pensar que lo había arruinado todo sin siquiera darse cuenta.
—Yo no… —balbuceó—. No he debido… lo siento, lo siento. Olvídelo, por favor, olvídelo.
Dio un par de pasos hacia atrás, tomando cierta distancia, e intentó fingir que volvía a tomar las riendas de la situación. ¡Había besado a un hombre! ¡Qué vergüenza, Yvette!
—Mi casa está cerca de la Sorbona, a dos manzanas al sur. Es una casa de piedra blanca pulida con un balcón lleno de flores —explicó—. Estaré lista a la hora del té, se lo prometo.
Estaría lista una hora antes, probablemente, puesto que los nervios que ya empezaba a sentir impedirían que se estuviera quieta hasta que llegara el momento de empezar a prepararse. Tendría que elegir un vestido, el que mejor le sentara de entre los más bonitos que tenía, pero uno de sus favoritos era el que llevaba esa noche, y por supuesto que no podía repetir el atuendo. Se mordió el labio. ¡Ya habría tiempo para pensar en eso!
—Ahora debo irme, monsieur. Se hace tarde y mi madre se preocupará si tardo más de lo previsto —dijo—. ¿Le veré el sábado, entonces?
Después de su atrevimiento —que todavía le mantenía las mejillas sonrojadas—, no quería marcharse de allí sin una confirmación por parte de Eric. Después de todos los malentendidos que les habían llevado a esa situación, deseaba no haberlo estropeado todo.
—No me voy —aseguró, sin poder apartar sus ojos de los de Eric.
Una maravillosa sensación de victoria se apoderó del cuerpo de Yvette cuando todo el esfuerzo que había puesto en estar allí esa noche dio sus frutos. No sólo la había aceptado como acompañante para la función de ballet, sino que ¡pasaría a buscarla por la misma puerta de su casa! Un cosquilleo placentero, que comenzó en el vientre, fue extendiéndose poco a poco por todo su cuerpo, llegando hasta la punta de sus dedos. Sonrió ampliamente, tanto que las comisuras de sus labios le dolieron.
—¿Me pasará a buscar? —preguntó, con la única intención de que él volviera a decirle que sí, que allí estaría a la hora acordada.
Se cubrió la boca con la mano que le quedaba libre —la otra estaba agarrando la de Eric firmemente— y dio un par de pequeños pasos para acortar la distancia entre ellos. Se sentía tan eufórica que no podía dejar de sonreír, y sus ojos, brillantes de la emoción, no se apartaban de los ajenos. Su corazón latía tan deprisa que era capaz de escuchar el latido en los oídos, y era tal la felicidad que la embargó que su mente no procesaba sus actos con normalidad. Tal fue así que, cuando llegó frente a él, se colocó de puntillas y lo besó en los labios de manera acelerada y bastante torpe, pero ¿qué se podía esperar de una jovencita que no había estado a solas con un hombre en toda su vida?
Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se separó de Eric y se cubrió la boca con ambas manos. Sus mejillas se volvieron rojas como manzanas, mientras que la euforia de hacía un momento se convirtió en un miedo atroz al pensar que lo había arruinado todo sin siquiera darse cuenta.
—Yo no… —balbuceó—. No he debido… lo siento, lo siento. Olvídelo, por favor, olvídelo.
Dio un par de pasos hacia atrás, tomando cierta distancia, e intentó fingir que volvía a tomar las riendas de la situación. ¡Había besado a un hombre! ¡Qué vergüenza, Yvette!
—Mi casa está cerca de la Sorbona, a dos manzanas al sur. Es una casa de piedra blanca pulida con un balcón lleno de flores —explicó—. Estaré lista a la hora del té, se lo prometo.
Estaría lista una hora antes, probablemente, puesto que los nervios que ya empezaba a sentir impedirían que se estuviera quieta hasta que llegara el momento de empezar a prepararse. Tendría que elegir un vestido, el que mejor le sentara de entre los más bonitos que tenía, pero uno de sus favoritos era el que llevaba esa noche, y por supuesto que no podía repetir el atuendo. Se mordió el labio. ¡Ya habría tiempo para pensar en eso!
—Ahora debo irme, monsieur. Se hace tarde y mi madre se preocupará si tardo más de lo previsto —dijo—. ¿Le veré el sábado, entonces?
Después de su atrevimiento —que todavía le mantenía las mejillas sonrojadas—, no quería marcharse de allí sin una confirmación por parte de Eric. Después de todos los malentendidos que les habían llevado a esa situación, deseaba no haberlo estropeado todo.
Yvette Béranger- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 96
Fecha de inscripción : 17/07/2016
Re: La estrella prohibida | Privado
Ese beso representó para Eric pura contradicción. No lo esperaba, no lo imaginaba como posible siquiera, pero ahí estaba… Como si la vida le demostrase que si él no avanzaba ella lo hacía. Ese beso era un sueño acariciado, pero su ruina también. A partir de ese momento le costaría el doble poder cortar con esa locura… pero no se quedó en esos pensamientos porque ella había quedado sumamente avergonzada ¡y qué pecado era avergonzarse de algo tan hermoso! Pero era una señorita tímida y recatada, Eric comprendía perfectamente lo que le sucedía.
-No, por favor… sí que ha debido, señorita Yvette. Ha querido hacerlo y lo ha hecho, eso la hace una mujer mucho más valiente que yo porque también he querido besarla desde que entré por esa puerta, pero no he tenido el valor de hacerlo –le confesó y tomó sus manos entre las suyas, acariciándolas como si sus palmas abrazasen las de Yvette.
No quería que se alejase, no quería que se marchase. Si por él fuera la invitaría a quedarse allí todo lo que quisiera, hablando de lo que fuese… solo por el placer de tener su grata compañía, de oír la suavidad de su voz, pero era tarde y él lo comprendía, lo mejor era que regresase a su casa.
-La acompañaré con mucho gusto a la salida –dijo y le ofreció su brazo. Salieron juntos al frío del corredor, a las voces ajenas, a las personas que iban y venían, a la vida. La magia había quedado allí adentro, no los había acompañado como si no quisiera delatarlos.
Caminaron en silencio hasta la puerta principal, los espectadores ya se habían ido y eran pocas las personas que quedaban todavía allí que fuesen ajenas a la organización. Eric la acompañó hasta el coche, allí estaba la dama de compañía de la señorita Yvette que los observaba con expresión confundida. No quiso detenerse en la otra muchacha, no teniendo a Yvette tan cerca.
-Gracias por su grata compañía, gracias por todo lo que compartimos –dijo, y en su mirada podía leerse con claridad que hablaba del beso principalmente-. El sábado estaré allí, se lo prometo –besó su mano a modo de despedida y la ayudó a subir.
No dejó de observarla hasta que el cochero le indicó a los caballos que debían comenzar a andar. Yvette, Yvette… ya no había vuelta atrás, ya no podía hacer nada para olvidarla o imaginar que había dejado de existir. La muchacha ya se había metido en su mente, colado en su pecho. Eric debía afrontar aquello con valor, incluso a sabiendas de la inmensa posibilidad de rechazo que había sobre él. ¿Quién querría de esposo a un hombre incapaz tener hijos? Había desterrado de su mente la posibilidad de amar, hasta que había conocido a aquella mujer.
Una delicada llovizna comenzó a caer, pero él siguió en medio de la calle observando como se alejaba el coche que transportaba a su amada.
-No, por favor… sí que ha debido, señorita Yvette. Ha querido hacerlo y lo ha hecho, eso la hace una mujer mucho más valiente que yo porque también he querido besarla desde que entré por esa puerta, pero no he tenido el valor de hacerlo –le confesó y tomó sus manos entre las suyas, acariciándolas como si sus palmas abrazasen las de Yvette.
No quería que se alejase, no quería que se marchase. Si por él fuera la invitaría a quedarse allí todo lo que quisiera, hablando de lo que fuese… solo por el placer de tener su grata compañía, de oír la suavidad de su voz, pero era tarde y él lo comprendía, lo mejor era que regresase a su casa.
-La acompañaré con mucho gusto a la salida –dijo y le ofreció su brazo. Salieron juntos al frío del corredor, a las voces ajenas, a las personas que iban y venían, a la vida. La magia había quedado allí adentro, no los había acompañado como si no quisiera delatarlos.
Caminaron en silencio hasta la puerta principal, los espectadores ya se habían ido y eran pocas las personas que quedaban todavía allí que fuesen ajenas a la organización. Eric la acompañó hasta el coche, allí estaba la dama de compañía de la señorita Yvette que los observaba con expresión confundida. No quiso detenerse en la otra muchacha, no teniendo a Yvette tan cerca.
-Gracias por su grata compañía, gracias por todo lo que compartimos –dijo, y en su mirada podía leerse con claridad que hablaba del beso principalmente-. El sábado estaré allí, se lo prometo –besó su mano a modo de despedida y la ayudó a subir.
No dejó de observarla hasta que el cochero le indicó a los caballos que debían comenzar a andar. Yvette, Yvette… ya no había vuelta atrás, ya no podía hacer nada para olvidarla o imaginar que había dejado de existir. La muchacha ya se había metido en su mente, colado en su pecho. Eric debía afrontar aquello con valor, incluso a sabiendas de la inmensa posibilidad de rechazo que había sobre él. ¿Quién querría de esposo a un hombre incapaz tener hijos? Había desterrado de su mente la posibilidad de amar, hasta que había conocido a aquella mujer.
Una delicada llovizna comenzó a caer, pero él siguió en medio de la calle observando como se alejaba el coche que transportaba a su amada.
TEMA FINALIZADO
Eric Hamilton- Humano Clase Alta
- Mensajes : 24
Fecha de inscripción : 06/09/2017
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