Victorian Vampires
The Smell Of Childhood | Privado 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por León Quartermane Dom Ene 21, 2018 8:18 pm

I grew up overnight
I wanted everything I never had

Luego de una breve pero acalorada discusión con su padre, León no tuvo más remedio que regresar a su alcoba, como le fue ordenado. Azotó la puerta y en medio de un ruido estruendoso, ésta se cerró detrás de él. Luego, se dejó caer sobre un asiento que yacía junto a la única ventana de la habitación, y lo hizo con tanta violencia, que casi fue a dar al suelo. Con rapidez recuperó el equilibrio, pero su torpeza logró enfadarlo aún más. Respiraba aceleradamente y las mejillas le ardían de puro rencor. Aún no había cumplido los nueve años, era sólo un niño, pero también era un Quartermane, y con su actitud explosiva y voluntariosa dejaba bastante claro que era algo que traía en la sangre.

Así, negándose a dejar pasar aquel episodio, resopló frunciendo el entrecejo y apretando la mandíbula. Se sentía sumamente indignado, y aunque no lo admitiese abiertamente, también muy dolido por el trato que recibía en aquel lugar. El Palacio de Versalles, majestuoso y cautivante ante los ojos de cualquiera. Algunos opinaban que el monarca se había empeñado en darle ese esplendor a la construcción por capricho, por el simple placer de derrochar lo que tenía en abundancia, o porque la idea de que alguien más tuviera una residencia más elegante que la suya le resultaba insultante. Y con un rey como él, famoso por sus extravagancias, ¿quién se atrevería a dudar de dicha teoría? Pero no todo era cierto. El verdadero y principal motivo, por el cual Nigel no había escatimado en gastos al ordenar su ampliación hasta convertirlo en casi una ciudad privada, era su hijo. Deseaba la comodidad y la seguridad de León. Pensaba que si a no le faltaba nada y llegaba a sentirse verdaderamente cómodo allí, éste no tendría la necesidad de salir y por ende no se enfrentaría a los peligros del exterior, mismos que se triplicaban a causa de su enfermedad. Por ese motivo, a León se le había enseñado desde muy pequeño a verlo como su hogar, una instrucción que no tuvo éxito. Y es que a pesar de su corta edad, eventualmente lo entendió: en su jaula de oro, era un prisionero.

Conforme más tiempo pasaba allí, la asfixia se intensificaba. León renegaba de eso todo el tiempo y sin empacho alguno exponía sus disconformidades. Nadie lo tomaba en serio porque, en realidad, ¿qué adulto era capaz de dejar de lado sus decenas de ocupaciones para detenerse a escuchar el sentir y las ocurrencias de un niño? No, no tenían tiempo para eso. Y el asunto a tratar era simple, cargado de lógica: si realmente iba a morir antes de lo esperado, como todos los médicos aseguraban, ¿por qué no dejarlo vivir y disfrutar mientras aún tenía la oportunidad de hacerlo? ¿Por qué resultaba tan complicado hacerle entender eso a su padre, por ejemplo? ¿Acaso no era consciente de que el tiempo se le agotaba a pasos agigantados? En lugar de dejarlo ser y procurar su felicidad, intentaba controlarlo y por órdenes suyas los empleados lo abrumaban con excesivos cuidados, mismos que rayaban en lo absurdo. Para León era difícil dar rienda suelta a su espíritu libre cuando decenas de ojos se cernían sobre él, vigilándolo día y noche. ¡Si tan solo su padre lo escuchara! Las cosas serían diferentes. En cambio, delegaba sus responsabilidades paternales a otros y se enfadaba con él cada vez que manifestaba sus sentimientos. ¡Lo odiaba! Extrañaba tanto a su madre, la única persona que había demostrado amarlo. Rodeado de extraños, se sentía cada vez más incomprendido y solo. A veces, en la oscuridad de su alcoba y con el rostro hundido entre los almohadones (para que nadie pudiera escucharlo), lloraba amargamente su suerte. Pero también odiaba sentirse así: el eslabón más débil de la familia.

En su afán de contrarrestar la opresión en la que vivía y convertirse en un audaz aventurero, había ideado un plan. Era muy arriesgado, pero sabía que tenía que hacerlo y ya no quería ni podía esperar más. Rápidamente fue hasta la cama, se arrodilló ante ella y comenzó a sacar de abajo mantas que había estado recolectando durante semanas, sin que nadie se percatara de la ausencia de éstas. Se dedicó a unirlas con varios nudos, una tras otra, hasta que logró formar con ellas una especie de cuerda bastante larga y fuerte que sería imprescindible en su escape. Finalmente, ató muy bien la punta a la pesada cama y echó un vistazo al exterior a través de la ventana. Todo se veía tranquilo y desierto, lo cual no ocurría a menudo. Era el momento ideal.

León trepó a la barandilla del balcón de su ventana y se detuvo allí para mirar hacia abajo, intentando calcular la altura. Una repentina punzada de temor lo tomó desprevenido. Estaba lo suficientemente alto como para matarse, o por lo menos quedar lisiado, si algo llegaba a salir mal. No se dejó amedrentar. Se auto infundió ánimos y tomó aire, luego dejó caer el otro extremo de la larga cuerda de tela por la ventana y, seguro de sí mismo, comenzó a bajar.

Le tomó un buen rato llegar al suelo, pero cuando al fin lo tocó, estaba ileso. ¡Qué increíble! Una sonrisa, enorme y pícara, se le dibujó en la cara. Acababa de demostrarse que era capaz de realizar lo irrealizable. Se sintió satisfecho y muy poderoso, no el niño débil y enfermizo que su padre insistía en sobreproteger. Así, imparable y con la emoción de estar logrando su objetivo, León se condujo con cautela a través de los exteriores del palacio, logrando salir de él. La sensación de traspasar con éxito los límites de la propiedad le resultó increíble, casi hipnótica. No podía creer que hubiera sido tan fácil. Se echó a reír una vez más, rebosante de felicidad. En ese momento, el relincho de un caballo interrumpió su festejo y lo alertó. León se agazapó detrás de un seto y esperó, observando muy atento cómo el carruaje de alquiler se detenía frente al palacio. Una pareja descendió y se dispuso a hablar con el chófer sobre algo que él no pudo escuchar, pero aprovechando que todos estaban distraídos, sin pensarlo dos veces, corrió hasta el carro y trepó en él, tan increíblemente ágil e invisible como si se tratara de un auténtico ladronzuelo. Se ocultó muy bien debajo del asiento y minutos después el carruaje se puso en marcha de nuevo.

Él no lo sabía aún, pero París lo esperaba. Y con ella, una auténtica aventura.


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Mensaje por Ishbel de Dianceht Sáb Feb 10, 2018 2:55 am

"Sentí deseos de intentar que las personas prestaran atención a esta extraordinaria aventura
por la que pasamos demasiado fugazmente: el grandioso misterio de la vida.
Para experimentarlo, tal vez necesitemos volver a ser niños.
Debemos despojarnos de nuestras costumbres mundanas
y actuar como niños."

—Josteein Garder —




Hacia unos días que Diana tenía más libertad por parte de su madre. Hasta ahora, apenas la había dejado sola más que en un par de ocasiones, en las que siempre había habido alguien ya fuera una dama o su institutriz cuidando de ella. Sin embargo, en los últimos días su madre, tras asistir a un baile de máscaras, se había descuidado un poco de ella. No es que fuera malo que se descuidase de ella. En los siete años que tenía, su madre muy pocos días no había estado encima de ella o controlándola a todas horas. Danna si en algo era una licantropa, era cuando se trataba de la relación con su hija. Diana se había vuelto su amparo y vida; su tesoro más vital e importante desde su nacimiento. Jamás habían tenido que llegar a la sangre, pero Diana a pesar de su tierna edad, sabía que si algún día le pasaba algo, su madre loca de dolor, mataría a cualquiera que le hubiese hecho daño. O si quiera, que lo hubiese intentado. Si algo era cierto era que la duquesa amaba con locura a su hija, y Diana también, no obstante, como toda Dianceht, su alma era la de una niña inquieta y aventurera. No podían atarla, cuando toda ella deseaba ser libre. Muchos en Escocia veían un parecido más que notable tanto en la madre como en la hija, pero era en el alma donde se veían más similitudes. La pequeña era tan soberanamente terca como su madre e incluso, mucho más bondadosa que ella.

Era por ello que su madre a pesar de encontrarse fuera de su querida escocia, sabiendo del buen carácter de su hija y de cuanto peligroso era prohibirle nada, puesto que al final terminaría haciéndolo, aquellos días en que se encontró algo más ausente, la dejó hacer lo que quisiera. Relativamente, claro. Siempre que respetara las horas, no pasaría nada y mientras no se metiese en líos, todo estaría bien. Aquellos días la pequeña montó a caballo y practicó clases de equitación. Dejando los estudios de lado, se puso a aprender baile y a escondidas también practicó magia, que aunque poca cosa pudiera hacer por el momento, todo esto algún día podría servirle y poco a poco iba mejorando en tanto sus habilidades. Muchos días por las mañanas acompañó a las sirvientas en la compra del día. Todo lo que fuera salir de la residencia que tenían en Francia, le agradaba. Verduras, piezas de carne…vino,  todo lo que fueran a buscar y en que ella pudiese acompañar e incluso ayudar, estaba siendo bienvenido por la infante. Entre recados y recados, ocupaba así todas sus mañanas, hasta que a la última mañana que pasaría en Francia antes de volver a su hogar, se sugirió hacer algo distinto. Deseaba pasear por última vez Francia antes de que tuvieran que regresar. Una vez en Escocia, no sabía cuánto podría volver  a la capital francesa y por lo poco que conocía de la ciudad, se encontraba enamorada de sus calles y sus gentes tan distintas a lo que acostumbraba de ver.

Aprovechando la confianza de su madre en ella y en como las sirvientas en el mercado mientras compraban la habían perdido enseguida de vista, recorrió el atestado mercado de gente. A su lado la acompañaba inseparablemente su perra loba, quien hacía de vigilante y protectora. Acarició la suave cabeza de Dasha y siguiendo adelante, se perdió entre las hileras de gente y viniendo de aquel lugar. Todo de olores y sonidos la embargaban al completo. Nunca había visto antes tanta gente reunida en un mismo y estrecho lugar como aquel. Aquella mañana no hacía mucho sol y aunque no hacía calor, tampoco hacia demasiado frío. Se paseó sin prisa por las numerosas tiendas y viendo cantidades desorbitantes de frutas, tomó del cesto que llevaba colgado con fruta para la mañana, una manzana roja que enseguida se llevó a la boca. La manzana al primer bocado la refrescó con su sabor y sonriendo tras quedarse observando unos hombres haciendo magia tras hacer desaparecer una moneda, unas voces y unos tiernos aplausos llamaron fuertemente su atención.

Dio unos pasos a ciegas intentando seguir las voces y unos pocos minutos después, se encontró en uno de los laterales del mercado donde amenizaban la mañana con una sesión de teatro para niños. En él había un pequeño escenario con marionetas que contaban una historia que parecía divertida por las risas de los más pequeños y sus aplausos.

Quedándose en un rincón junto con su perra, observó las marionetas y sonrío, cuando uno de los niños más pequeños allí reunidos rompió a reír. Su risa era contagiosa, muy contagiosa. Río suavemente ella también al final, y acariciando a Dasha que se había sentado a su lado, esperó en aquel lugar a que alguna de las sirvientas se diera cuenta de su ausencia y las buscase. Allí rápidamente la encontrarían, así que mientras esperaba decidió contemplar el mercado desde su posición. En Escocia, se decía que en los mercados podía ocurrir cualquier cosa, y era cierto. Los mercados de allí reunían a tantas personalidades distintas, que más de una vez su madre debía de poner paz. La última vez al ovejero se le escapó todo el rebaño y todos lo ayudaron a recuperarlo. Su madre, aun siendo duquesa participó en la recogida de ovejas junto a los demás. Llegó a empaparse de barro y Diana la siguió feliz, llegando ambas al castillo llenas de barro desde el cabello a los pies. En Francia, empero, eso no parecía ser así. Allá donde fueran sus curiosos ojos, solo veía a gente de clase media y baja por sus alrededores. No había risas más que la de los niños, solo caras largas y regateos constantes. La clase alta francesa parecía frecuentar otros mercados o enviar a sus sirvientes, en vez de ir por si mismos a por la comida, como ella hacía en ocasiones con su madre en Escocia. Diana al final, terminó sentándose junto a Dasha y dejando a un lado la cesta con la comida que llevaba preparada para pasar la mañana, todo su interés se centró en la obra de marionetas que se llevaba a cabo frente de ella. Cada vez había más niños reunidos, y aunque fuera muy infantil para la hechicera, no podía negar que era divertido.


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«—Aquellos que creen en la magia de lo inevitable
están destinados a encontrarla.—»

—Danna Dianceht.
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