AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Camellia —Priv. Ferenc
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Camellia —Priv. Ferenc
Camellia
Donde brotan las camelias, descansan las ilusiones, pasiones promiscuas de los corazones alborotados.
El carruaje le dejó en los límites de la ciudad, allí donde las calles aún conservaban sus adoquines y el polvo de las hectáreas verdes se acumulaba entre sus vetas. Rhett pagó al cochero el costo de su viaje y adicionó una suma considerable por regresar a recogerle en las siguientes dos horas.
Resuelto aquel detalle, el joven se aventuró hacia la caballeriza de alquiler más cercana y desembolsó otros cuantos francos por un animal de su agrado, el dinero no suponía para ningún O’Shaughnessy el más mínimo inconveniente, así que no tuvo reparos en seleccionar al más ágil, puesto que pretendía realizar el intrincado recorrido que le aguardaba en adelante con la menor cantidad de preocupaciones ocupándole la mente.
Cargó su maletín de cuero en la silla y montó en el joven frisón de pelo corto con destino en el circundante bosque. A paso constante surcó los senderos empedrados y rodeó los campos sembrados menos extensos, la arboleda privaba el ingreso lineal del sol y, aunque la temperatura pudiera considerarse templada, la ventisca gélida resultaba incómoda al cobijo de la sombra.
Rhett puso los pies en la tierra cuando las raíces enmarañadas supusieron un impedimento para que el caballo avanzara sin trastabillar. Lo tomó por las riendas y le guio hasta un reducido claro donde la hierba crecía en abundancia; amarró el animal a un árbol delgado mediante una cuerda prolongada y retiró sus pertenencias del asiento.
Olfateó el aire con los ánimos renovados y comenzó a avanzar hacia la espesura. Se detuvo, finalmente, al reconocer la vegetación que crecía en determinado sector, a partir de allí conocía el trayecto de memoria, puesto que él mismo lo había despejado el día en que realizó su gran descubrimiento.
El crujir del follaje seco hizo que volteara alarmado, le sorprendió vislumbrar la silueta de un rocín que no era el suyo, a juzgar por la montura que llevaba sobre el lomo, debía pertenecer a algún otro aventurero. Ligeramente preocupado, cerró los párpados y se concentró en los sonidos que arribaban desde el bosque, aves, insectos, el viento removiendo las hojas y el irregular sonido de una caminata bípeda. Olfateó la brisa para comprobar la juventud de los pinos, el vigor de los abetos, la proximidad de algún cadáver en descomposición y un sutil pero dulce perfume floral. Su intuición le advirtió sobre una catástrofe inminente y se encontró surcando la distancia que le separaba de su tesoro a toda velocidad.
Se detuvo al divisar la figura de un hombre en medio de un claro, su claro.
—¡Espere! —Exclamó sin aliento, recargándose en el tronco más próximo. Dedicó unos segundos a recuperar el aliento y, tan pronto se encontró en condiciones de componerse, irguió la espalda y se acomodó el cabello.
—Agradecería, suponiendo que así se lo propusiera, que se privara de tocar las flores; no es habitual que crezca una Camellia japónica Dona Herzilia de forma natural en esta región. Sería una desgracia que se perdiera este fantástico espécimen. —Informó con su característica elocuencia, sin reparar en la identidad de la persona que tenía delante.
De pie en su sitio imponía la imagen de un joven en su elemento, ataviado con una chaqueta de franela grisácea, superpuesta a un chaleco de pana gruesa del que sacudió una pizca de polvo acumulado, su camisa de seda blanca permanecía impoluta, aunque el pañuelo que le bordeaba el cuello se percibía ligeramente desarreglado; las botas de cuero le cubrían hasta las rodillas, de no haber sido por la cerrera, seguramente hubiesen conservado su radiante lustre.
El único hijo de la familia O’Shaughnessy se aclaró la garganta, en un intento por clamar la atención del intruso, quería escuchar una explicación que justificara su presencia allí y, como de costumbre, no se contentaría de ningún otro modo.
Resuelto aquel detalle, el joven se aventuró hacia la caballeriza de alquiler más cercana y desembolsó otros cuantos francos por un animal de su agrado, el dinero no suponía para ningún O’Shaughnessy el más mínimo inconveniente, así que no tuvo reparos en seleccionar al más ágil, puesto que pretendía realizar el intrincado recorrido que le aguardaba en adelante con la menor cantidad de preocupaciones ocupándole la mente.
Cargó su maletín de cuero en la silla y montó en el joven frisón de pelo corto con destino en el circundante bosque. A paso constante surcó los senderos empedrados y rodeó los campos sembrados menos extensos, la arboleda privaba el ingreso lineal del sol y, aunque la temperatura pudiera considerarse templada, la ventisca gélida resultaba incómoda al cobijo de la sombra.
Rhett puso los pies en la tierra cuando las raíces enmarañadas supusieron un impedimento para que el caballo avanzara sin trastabillar. Lo tomó por las riendas y le guio hasta un reducido claro donde la hierba crecía en abundancia; amarró el animal a un árbol delgado mediante una cuerda prolongada y retiró sus pertenencias del asiento.
Olfateó el aire con los ánimos renovados y comenzó a avanzar hacia la espesura. Se detuvo, finalmente, al reconocer la vegetación que crecía en determinado sector, a partir de allí conocía el trayecto de memoria, puesto que él mismo lo había despejado el día en que realizó su gran descubrimiento.
El crujir del follaje seco hizo que volteara alarmado, le sorprendió vislumbrar la silueta de un rocín que no era el suyo, a juzgar por la montura que llevaba sobre el lomo, debía pertenecer a algún otro aventurero. Ligeramente preocupado, cerró los párpados y se concentró en los sonidos que arribaban desde el bosque, aves, insectos, el viento removiendo las hojas y el irregular sonido de una caminata bípeda. Olfateó la brisa para comprobar la juventud de los pinos, el vigor de los abetos, la proximidad de algún cadáver en descomposición y un sutil pero dulce perfume floral. Su intuición le advirtió sobre una catástrofe inminente y se encontró surcando la distancia que le separaba de su tesoro a toda velocidad.
Se detuvo al divisar la figura de un hombre en medio de un claro, su claro.
—¡Espere! —Exclamó sin aliento, recargándose en el tronco más próximo. Dedicó unos segundos a recuperar el aliento y, tan pronto se encontró en condiciones de componerse, irguió la espalda y se acomodó el cabello.
—Agradecería, suponiendo que así se lo propusiera, que se privara de tocar las flores; no es habitual que crezca una Camellia japónica Dona Herzilia de forma natural en esta región. Sería una desgracia que se perdiera este fantástico espécimen. —Informó con su característica elocuencia, sin reparar en la identidad de la persona que tenía delante.
De pie en su sitio imponía la imagen de un joven en su elemento, ataviado con una chaqueta de franela grisácea, superpuesta a un chaleco de pana gruesa del que sacudió una pizca de polvo acumulado, su camisa de seda blanca permanecía impoluta, aunque el pañuelo que le bordeaba el cuello se percibía ligeramente desarreglado; las botas de cuero le cubrían hasta las rodillas, de no haber sido por la cerrera, seguramente hubiesen conservado su radiante lustre.
El único hijo de la familia O’Shaughnessy se aclaró la garganta, en un intento por clamar la atención del intruso, quería escuchar una explicación que justificara su presencia allí y, como de costumbre, no se contentaría de ningún otro modo.
Rhett O'Shaughnessy- Cambiante Clase Alta
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Re: Camellia —Priv. Ferenc
Ferenc había gozado de muchas facilidades a lo largo de su vida, y una de ellas era la de haber aprendido a montar desde muy pequeño, como casi todos los varones de la época. Si bien no era un pasatiempo que él prefiriera, que además descuidó durante sus años en Dinamarca, ahora le resultaba sumamente útil. La noche anterior avisó a su padre que saldría ese día al amanecer, e hizo preparar uno de los mejores caballos de Valcourt, una bestia robusta pero ágil que, según el encargado de los establos de la casa, era portugués. Ferenc no sabía mucho de esas cosas, así que por toda respuesta sólo sonrió incómodo.
El sol no había salido todavía cuando Ferenc ya estaba listo para partir. Las mujeres de la cocina le prepararon un desayuno ligero y llevó consigo una mochila de cuero para recoger lo que iba a buscar: plantas. Pero no plantas cualquiera, plantas para sus perfumes, porque en Copenhague, el viejo Eckersberg le proporcionaba todo lo necesario. Aquí apenas si tenía mortero, mechero y unas cuantas cosas más que había comprado de segunda mano en un bazar, ni qué decir de los ingredientes. Algunos los podía adquirir en boticas y hasta verdulerías, pero la mayoría, los mejores, no, y ese era el motivo de toda su travesía. Debía hacerse con lo suficiente para no tener que estar yendo al bosque a cada rato, se recordó.
Estuvo horas en el bosque, recogiendo hojas, flores y raíces. Con una minucia extrema, depositaba los especímenes en tubos de ensaye o frascos esmerilados, para luego rubricarlos con caligrafía pulcra. No tenía prisa, le gustaba estar solo y aunque no era alguien que disfrutara especialmente de la actividad física, el aire fresco le aclaraba la mente. Así, pasó el tiempo sin que él lo notara, ni siquiera le dio hambre por largo, largo rato. Cuando podía, montaba el caballo portugués, cuando no, lo tomaba de las riendas y caminaba delante de él, y en otras ocasiones, lo amarraba para ir solo cuando las cosas se ponían inaccesibles, como era el caso. Un tronco tirado y lleno de musgo le sirvió para amarrar al animal.
Avanzó, guiado por el brillante y peculiar color de una flor que destacaba entre el intenso verde que parecía reinar. Pudo identificar la planta como una camelia cuando la tuvo más cerca. Jamás había tenido una en sus manos, sólo la conocía de los libros que su maestro perfumista tenía. Era una flor rara, más aún ahí, en Francia. Aguantó un suspiro como si se tratara de un animal al que podía asustar con un movimiento en falso. Apenas iba a rozarla con los dedos, cuando casi le da un infarto al escuchar una voz. Al girar el rostro, vio a este joven, como de su edad, recargado en un árbol. Fue a decir algo, pero no supo el qué, además, el desconocido lo dejó un poco aturdido al demostrar tanto conocimiento. Frunció el ceño.
—Sé lo rara que es —dijo a la defensiva—, por eso la quiero. Bien destilada su esencia, podría darme para hacer muchos perfumes que serían muy apreciados por su singularidad. Esta flor no es de nadie, ya lo has dicho, creció de manera natural. —Alzó el mentón, aunque eso de imponerse jamás se le había dado bien, pero se dijo que no podía titubear, así que aunque sentía las manos temblarle, se mantuvo en su lugar.
—¿Cuál es tu interés en ella? —preguntó entonces—, pareces saber mucho, entonces entiendes lo que digo, respecto al aroma que puede desprender. —Se lo imaginó y casi le da por cerrar los ojos en éxtasis, esa flor, tan sólo unas gotas de esa flor combinada con maderas, o cítricos, o cuero… había tantas posibilidades. ¡Era su hallazgo! Ese desconocido no iba a arrebatárselo.
Última edición por Ferenc Blâmont el Lun Jul 23, 2018 10:15 pm, editado 2 veces
Ferenc Blâmont- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 11/07/2017
Localización : París
Re: Camellia —Priv. Ferenc
Camellia
Y si mi nombre danzara en los confines de un papel que nos ata al mismo destino, ¿me prestarías tus estrofas para citarlas con pasión?
Fue vasta su sorpresa al vislumbrar con mayor detenimiento el rostro de aquel muchacho. Para comenzar, resultaba sorprendente que alguien de distinguido porte merodeara en la espesura del bosque sin motivo aparente; más tomando en consideración su juventud y, por qué no, el hecho de que no llevara consigo arma alguna, ni siquiera un uniforme propicio para la caza. Rhett se atrevió a avanzar hacia la luz, con la barbilla en alto y aires de obstinación que colaboraban, como había podido apreciar en más de una ocasión, a imponer su templanza y dominio de las circunstancias.
El inusual intruso, debía admitir, era toda una deidad renacentista traída a la dimensión de los cuerpos animados. Si bien la irregular disposición de las sombras sobre su rostro desfavorecía los resultados de una detenida observación —como la del exacto color de sus ojos, por ejemplo— por todo cuanto restaba, podía juzgarle sumamente atractivo, y a Rhett le fascinaban las cautivantes compañías. Desafortunadamente, el joven tuvo que abrir la boca y arruinar su primera impresión, hablar de desmenuzar inusitados vegetales en presencia del cambiante era como citar los evangelios apócrifos delante del obispo.
El inglés comprendía mejor que nadie el deseo de poseer un ejemplar floral tan maravilloso como el de la camellia japónica aludida en esta ocasión, sin embargo, había aprendido a respetar la supervivencia silvestre de las plantas tras varias decepciones acontecidas en su infancia. Si hacerse con la dulce damisela reducía a la mitad la prolongación de su belleza, prefería visitar esporádicamente su lecho en la tierra a juntar, acongojado, sus pétalos marchitos consumidos por el cautiverio.
—Es rara, claro que lo es —reiteró, sin alcanzar a comprender cómo era posible que el jovencito no hallara en ese evidente factor los motivos necesarios para dejarla en paz—. Si comprendes su independencia, entonces, ¿por qué la reclamas y pretendes beneficiarte con sus atributos? —Le increpó, con firmeza, dejando su maletín sobre el suelo para poder cruzarse de brazos.
Qué curioso interés manifestaba el muchacho por la planta, lo último que se hubiese imaginado era que alguien de su aparente edad expusiera cierta atracción hacia las flores, pero más aún que las buscara por su aroma. Perfumes. Oh, tan blasfema invención del hombre; como si con la esencia más pura de la naturaleza lograra ocultar sus malformaciones. Convivir en armonía con la colonia enfrascada pululando en el aire contenido en las salas de reunión era una de las hazañas que más esfuerzo le suponían a la hora de defender su faceta de primogénito perfecto.
A pesar de ello, la fragancia que destilaba el joven y se amalgamaba con el de la brisa en el bosque era tolerable y hasta agradable.
—Mi interés en la camelia no es de tu incumbencia —increpó, haciendo uso evidente del discurso informal, puesto que él lo había empleado en una primera instancia—. Sin embargo, notarás que lo último que busco es aprovecharme de ella.
»Veamos, tú quieres arrancar las flores y llevártelas contigo para hacer quién sabe qué cachivache en base a sus cualidades; empero (y lo destaco por una cuestión de mutuo beneficio) el estado en el que se halla el ejemplar no te servirá de mucho. Aún le falta bastante por crecer y los capullos no están siendo especialmente vigorosos en esta floración. Si dejaras que la planta adquiriera más volumen, es posible que el año entrante nacieran pimpollos más robustos.
»Para ello, no obstante, deberíamos cortar esas ramas de allí —anunció, señalando con la mano a lo que se refería—, de modo en que le dé mayor cantidad de luz. Oh, claro que luego tendrás que esperar hasta la próxima primavera —agregó, con gozosa ironía.
Se inclinó para revisar en el interior del maletín, estaba seguro de que antes de salir de la casona había introducido en él unas tijeras. Procuró ocultar a la vista la silueta de su diario, algo le decía que cuanto menor interés manifestara él hacia la planta, en menor medida se vería tentado el extraño a reclamar su botín.
—Puedo ofrecerte un cuajo pequeño para que lleves a casa y hagas crecer, si dispones el ejemplar en una maceta, entonces estarás en condiciones decir que es tuyo y de nadie más, pudiendo, así, aprovechar las flores a gusto. —Se incorporó con la tijera en la mano diestra y salvó cierta distancia interpuesta entre el joven y él.
El bosque era un escenario sumamente amplio, extensivo en todas las direcciones, mas las cualidades del claro en que se hallaban apostados aquel muchacho y él, debiérase a la espesura de la vegetación o al contraste entre las sombras, daba la impresión de componer una reducida habitación de carácter exclusivo para el encuentro de dos completos desconocidos.
El inusual intruso, debía admitir, era toda una deidad renacentista traída a la dimensión de los cuerpos animados. Si bien la irregular disposición de las sombras sobre su rostro desfavorecía los resultados de una detenida observación —como la del exacto color de sus ojos, por ejemplo— por todo cuanto restaba, podía juzgarle sumamente atractivo, y a Rhett le fascinaban las cautivantes compañías. Desafortunadamente, el joven tuvo que abrir la boca y arruinar su primera impresión, hablar de desmenuzar inusitados vegetales en presencia del cambiante era como citar los evangelios apócrifos delante del obispo.
El inglés comprendía mejor que nadie el deseo de poseer un ejemplar floral tan maravilloso como el de la camellia japónica aludida en esta ocasión, sin embargo, había aprendido a respetar la supervivencia silvestre de las plantas tras varias decepciones acontecidas en su infancia. Si hacerse con la dulce damisela reducía a la mitad la prolongación de su belleza, prefería visitar esporádicamente su lecho en la tierra a juntar, acongojado, sus pétalos marchitos consumidos por el cautiverio.
—Es rara, claro que lo es —reiteró, sin alcanzar a comprender cómo era posible que el jovencito no hallara en ese evidente factor los motivos necesarios para dejarla en paz—. Si comprendes su independencia, entonces, ¿por qué la reclamas y pretendes beneficiarte con sus atributos? —Le increpó, con firmeza, dejando su maletín sobre el suelo para poder cruzarse de brazos.
Qué curioso interés manifestaba el muchacho por la planta, lo último que se hubiese imaginado era que alguien de su aparente edad expusiera cierta atracción hacia las flores, pero más aún que las buscara por su aroma. Perfumes. Oh, tan blasfema invención del hombre; como si con la esencia más pura de la naturaleza lograra ocultar sus malformaciones. Convivir en armonía con la colonia enfrascada pululando en el aire contenido en las salas de reunión era una de las hazañas que más esfuerzo le suponían a la hora de defender su faceta de primogénito perfecto.
A pesar de ello, la fragancia que destilaba el joven y se amalgamaba con el de la brisa en el bosque era tolerable y hasta agradable.
—Mi interés en la camelia no es de tu incumbencia —increpó, haciendo uso evidente del discurso informal, puesto que él lo había empleado en una primera instancia—. Sin embargo, notarás que lo último que busco es aprovecharme de ella.
»Veamos, tú quieres arrancar las flores y llevártelas contigo para hacer quién sabe qué cachivache en base a sus cualidades; empero (y lo destaco por una cuestión de mutuo beneficio) el estado en el que se halla el ejemplar no te servirá de mucho. Aún le falta bastante por crecer y los capullos no están siendo especialmente vigorosos en esta floración. Si dejaras que la planta adquiriera más volumen, es posible que el año entrante nacieran pimpollos más robustos.
»Para ello, no obstante, deberíamos cortar esas ramas de allí —anunció, señalando con la mano a lo que se refería—, de modo en que le dé mayor cantidad de luz. Oh, claro que luego tendrás que esperar hasta la próxima primavera —agregó, con gozosa ironía.
Se inclinó para revisar en el interior del maletín, estaba seguro de que antes de salir de la casona había introducido en él unas tijeras. Procuró ocultar a la vista la silueta de su diario, algo le decía que cuanto menor interés manifestara él hacia la planta, en menor medida se vería tentado el extraño a reclamar su botín.
—Puedo ofrecerte un cuajo pequeño para que lleves a casa y hagas crecer, si dispones el ejemplar en una maceta, entonces estarás en condiciones decir que es tuyo y de nadie más, pudiendo, así, aprovechar las flores a gusto. —Se incorporó con la tijera en la mano diestra y salvó cierta distancia interpuesta entre el joven y él.
El bosque era un escenario sumamente amplio, extensivo en todas las direcciones, mas las cualidades del claro en que se hallaban apostados aquel muchacho y él, debiérase a la espesura de la vegetación o al contraste entre las sombras, daba la impresión de componer una reducida habitación de carácter exclusivo para el encuentro de dos completos desconocidos.
Rhett O'Shaughnessy- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 10/01/2018
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Re: Camellia —Priv. Ferenc
Tuvo que aguantar un suspiro al poder verlo mejor y recordó los castigos a los que los hermanos franciscanos recurrían cuando descubrían situaciones como la suya. Estaba enfermo, y no sólo eso, se avergonzaba tanto que no se lo había dicho a nadie nunca, como para que alguien le pudiera brindar una solución a su problema, aunque fuera recluirse en una monasterio de Ravenna, no le importaba si con ello expiaba sus culpas, o eso creía, porque tanto le importaba que se callaba todo y se trabaja la hiel de sus mentiras, envenenándose a sí mismo, y sólo a él. Tragó saliva y prefirió mirar a otro lado, de todos modos, el repentino estupor se vio roto cuando su inesperado acompañante abrió la boca y Ferenc no supo qué le sorprendió más, el conocimiento poseído o la forma en cómo era expresado. Cualquiera de las dos, lo enfadó más que encantarlo y apretó los puños, aunque sabía que eran tan inofensivos como él.
—No pretendo beneficiarme —respondió al fin, con una amargura que parecía de un hombre del triple de su edad. Entonces volvió el rostro para ver al desconocido, creyendo que esta ocasión, una vez que ya lo había visto mejor, podría soportarlo, soportar ver sus rasgos definidos y sus ojos claros que parecían contar la historia de mil vidas; estaba en un error, pero como suplicio autoimpuesto, se obligó a no volver a desviar la atención—. Pretendo beneficiarnos a todos con su aroma, mismo que sólo yo puedo conjurar en un perfume balanceado —explicó con ese enojo juvenil y absurdo tirante en sus palabras y en su voz.
Entornó la mirada entonces y antes de poder hablar de nuevo, sintió que el mundo se detenía cuando el otro chico se acercó, con unas tijeras, pudo ver. No que temiera que fuera a dañarlo, eso ni siquiera pasó por su cabeza, sino que al verlo caminar hacia él creyó que podía oler en su miedo esa peste sodomita que había aprendido a despreciar, aunque fuera parte de él como ese par de ojos heredados de su madre o esos rasgos señoriales que su padre le legó.
—Sabes demasiado sobre estas cosas. —Lo observó hacer lo suyo—. ¿Por qué? Ya sé que dijiste que no es de mi incumbencia, pero… —Suspiró, pensando detenidamente cómo continuar y llegó a la resolución de que por ahora, no iba a decirle el qué.
—Podría aceptar lo que propones, pero hay un detalle. El aroma jamás es el mismo si se trata de una flor silvestre a una cultivada en un invernadero. Sino, créeme, hace mucho que lo hubiera hecho —soltó con algo de ironía. Era un decir, en realidad, porque llevaba realmente poco en París como para ya haber dispuesto un sitio especial para ello en la propiedad de su padre. Una ventaja era que los Blâmont poseía grandes terrenos como para satisfacer esa parte, pero ese no era el tema, el asunto aquí era esta flor en específico.
—Además, no puedo esperar un año por ella —mintió, porque en realidad no hacía diferencia alguna. Cambio el peso de su cuerpo de una pierna a otra y se relamió los labios—. Es obvio que no entiendes el sutil arte de la perfumería, mi maestro me dijo que me encontraría a muchos como tú, el problema ahora es que te interpones entre mi arte y yo, y no puedo permitir eso —habló arrogante. ¿Acaso eso era una amenaza? Si lo era, resultaba risible en el cuerpo menudo y la suave voz de Ferenc.
—¿Por qué sabes tanto de estas cosas? —insistió con esa pregunta, como si esperara que la respuesta le satisficiera y con ello, zanjar el tema entre los dos.
Ferenc Blâmont- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 11/07/2017
Localización : París
Re: Camellia —Priv. Ferenc
Camellia
Basta un mentiroso para dar con otro.
La obstinación del muchacho —que aunque aparentara la misma edad del inglés, no dejaba de ser un capullo a su lado— le indujo una sonrisa socarrona, de esas que se pronunciaban más hacia la comisura derecha. Rhett percibió en el destello de su mirada algo que le clamó inevitablemente la atención; como si el jovencito estuviera contemplándolo con la misma curiosidad que en él despertara, aquella que cualquier hombre esperaría percibir en una mujer, pero que Rhett solía buscar en otros de su mismo sexo.
El cambiante decidió hacer caso omiso a su intuición esta vez, pues algo le decía que las cosas no resultarían como de costumbre. Esquivó al muchacho y avanzó en dirección de la planta en disputa, apoyándose sobre el tronco del árbol con el que lindaba. Se extendió para recortar las ramas más tiernas, las cuales bloqueaban los rayos de sol, derramando su sombra sobre el espécimen de camelia.
Mientras realizaba su labor, se dedicó a escuchar las declaraciones de su acompañante, debatiéndose si, acaso, sentirse irritado o seguirle la corriente.
—Vaya, discúlpame por haberte juzgado un ignorante; si sabes que los ejemplares criados en casa no cuentan con las cualidades de aquellos que nacen en la naturaleza, entonces conoces lo necesario para comprender mi postura —comentó, aún ocupado, haciendo alarde de una ironía personal dirigida en represalia a la empleada por su interlocutor al hablar.
Rhett, de espaldas al joven, rodó los ojos tan pronto la plática tomó una dirección más exasperante.
—Te equivocas, mon chéri, no es que no entienda tu arte, sino que no me interesa —expresó, con el tono henchido de sarcasmo—, lamento que tuvieras que toparte con alguien como yo en esta ocasión, sin embargo, no estoy dispuesto a ceder.
El cambiante se arremangó la camisa y, valiéndose de las irregularidades en el tronco del mismo árbol, ascendió hasta la primera ramificación lo suficientemente gruesa como para soportar su peso. Se esforzó por disimular su destreza, puesto que, de haber sido por él, habría bastado con un salto para aterrizar sencillamente en el sitio previsto.
Continuó cortando el follaje que interfería con la luz, aunque se hacía progresivamente más complicado hacerlo con una tijera tan pequeña.
—Me sorprende que te interese saber por qué alguien como yo sabe más sobre la planta de lo que se esperaría —pronunció, desistiendo de su labor al tiempo en que se reclinaba graciosamente sobre la rama. Con ambas piernas pendiendo hacia los costados y el torso recargado en su totalidad, extendió el brazo diestro hacia abajo, con la tijera en la mano.
—Ya que estás aquí, ¿podrías hacerme el favor de buscar en mi maletín una navaja? Está envainada en una separación ahí dentro, ten cuidado con el filo —exigió, desistiendo de entrar en conflicto con el muchacho. Realmente no había necesidad y aquella curiosidad que insistía en manifestar respecto de sus conocimientos le inducía cierta satisfacción.
—Respondiendo a tu pregunta, lo que sé se encuentra en los libros. Así como a ti parecen gustarte los perfumes, a mí me fascina la botánica, simplemente eso —acotó pacientemente—. ¿Por qué?, ¿acaso te parezco demasiado joven como para mostrar interés por unos cuantos vegetales? Te sorprendería descubrir con qué cosas llega a entretenerse la gente.
El cambiante decidió hacer caso omiso a su intuición esta vez, pues algo le decía que las cosas no resultarían como de costumbre. Esquivó al muchacho y avanzó en dirección de la planta en disputa, apoyándose sobre el tronco del árbol con el que lindaba. Se extendió para recortar las ramas más tiernas, las cuales bloqueaban los rayos de sol, derramando su sombra sobre el espécimen de camelia.
Mientras realizaba su labor, se dedicó a escuchar las declaraciones de su acompañante, debatiéndose si, acaso, sentirse irritado o seguirle la corriente.
—Vaya, discúlpame por haberte juzgado un ignorante; si sabes que los ejemplares criados en casa no cuentan con las cualidades de aquellos que nacen en la naturaleza, entonces conoces lo necesario para comprender mi postura —comentó, aún ocupado, haciendo alarde de una ironía personal dirigida en represalia a la empleada por su interlocutor al hablar.
Rhett, de espaldas al joven, rodó los ojos tan pronto la plática tomó una dirección más exasperante.
—Te equivocas, mon chéri, no es que no entienda tu arte, sino que no me interesa —expresó, con el tono henchido de sarcasmo—, lamento que tuvieras que toparte con alguien como yo en esta ocasión, sin embargo, no estoy dispuesto a ceder.
El cambiante se arremangó la camisa y, valiéndose de las irregularidades en el tronco del mismo árbol, ascendió hasta la primera ramificación lo suficientemente gruesa como para soportar su peso. Se esforzó por disimular su destreza, puesto que, de haber sido por él, habría bastado con un salto para aterrizar sencillamente en el sitio previsto.
Continuó cortando el follaje que interfería con la luz, aunque se hacía progresivamente más complicado hacerlo con una tijera tan pequeña.
—Me sorprende que te interese saber por qué alguien como yo sabe más sobre la planta de lo que se esperaría —pronunció, desistiendo de su labor al tiempo en que se reclinaba graciosamente sobre la rama. Con ambas piernas pendiendo hacia los costados y el torso recargado en su totalidad, extendió el brazo diestro hacia abajo, con la tijera en la mano.
—Ya que estás aquí, ¿podrías hacerme el favor de buscar en mi maletín una navaja? Está envainada en una separación ahí dentro, ten cuidado con el filo —exigió, desistiendo de entrar en conflicto con el muchacho. Realmente no había necesidad y aquella curiosidad que insistía en manifestar respecto de sus conocimientos le inducía cierta satisfacción.
—Respondiendo a tu pregunta, lo que sé se encuentra en los libros. Así como a ti parecen gustarte los perfumes, a mí me fascina la botánica, simplemente eso —acotó pacientemente—. ¿Por qué?, ¿acaso te parezco demasiado joven como para mostrar interés por unos cuantos vegetales? Te sorprendería descubrir con qué cosas llega a entretenerse la gente.
Rhett O'Shaughnessy- Cambiante Clase Alta
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Re: Camellia —Priv. Ferenc
Infló las mejillas y cerró los puños muy fuerte hasta que los nudillos se le pusieron blancos. ¡Este muchacho era muy necio! Quizá tanto como él y eso era lo peor. Sintió la tormenta de una jaqueca formarse detrás de los ojos. Lo que sí no pudo ver fue el rubor que pintó sus mejillas. Tampoco el otro chico, por fortuna.
Observó cada uno de sus movimientos de manera inconsciente. Este chico era grácil, y apuesto, pero ésto último no tenía por qué ser relevante. Entonces alzó las cejas ante la petición y pareció realmente aturdido, como si le hubiera hablado en otro idioma. Parpadeó varias veces y sopesó sus posibilidades, para luego dirigirse al maletín y sacar el cuchillo solicitado.
Se acuclilló ahí y no tardó en dar con la herramienta. Miró su reflejo en el filo y regresó sobre sus pasos para entregarle el objeto. Tomó la hoja para que el mango quedara en dirección al otro. Pero apenas fue a hacerlo, el filo tocó su índice y medio, haciendo un corte inmediato. ¡Esa cosa estaba realmente afilada!
Silbó de dolor y soltó el cuchillo de inmediato, cayendo éste sobre la hierba crecida.
—Pero qué mierda hacer cargando algo así de peligroso —espetó y se llevó los dedos heridos a la boca. El corte iba de una falange media a la otra, así que parecía que se estaba dando un beso sobre los dedos—. Joder, cómo arde —se quejó con la boca aún pegada a la mano.
La sangre salía y no dejaba de correr al grado que aquello comenzó a asustar a Ferenc. Alzó el rostro y con la mirada le pidió ayuda al otro, era demasiado orgulloso como para hacerlo con palabras.
—¿No traes nada para curar en tu maletín? —preguntó y bajó la mano. La sangre goteó desde sus dedos y hasta el suelo—. Eso que te gusta, la botánica, puede ser peligroso, plantas con espinas, caminos complicados, seguro traes algo de primeros auxilios —continuó. Sonó a exigencia pero en realidad era súplica.
Alzó la mano, roja y pegajosa. No alcanzaba a ver la herida, podía ser muy superficial o profunda, tampoco podía ver el tamaño, pero adivinó que no sería muy grande, había sido apenas un roce, como si el cuchillo le hubiera acariciado los dedos de manera letal.
—Genial, no sólo me has robado mi flor —enfatizó en el pronombre posesivo—, sino que también acabé herido. Debí quedarme en casa —se quejó, algo más como para sí mismo que otra cosa.
Ferenc Blâmont- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 11/07/2017
Localización : París
Re: Camellia —Priv. Ferenc
Camellia
¿Cómo consideraríamos al mar si lo dimensionáramos en gotas?
A pesar de la ineficiencia de la tijera a la hora de rebanar las ramas más robustas, Rhett se abocó a eliminar el follaje que sí le permitía tajar aquella herramienta. Saber que el muchacho, aunque a regañadientes, se había propuesto hacer lo que le pedía le ocasionó vasta satisfacción. Entre ambos parecía haberse estacionado una tensión palpable, aunque invisible, que les jalaba el uno hacia el otro; el inglés era consciente de ello y, muy a su pesar, le resultaba inevitable desear ceder a tan enigmático impulso.
Un chillido le hizo zumbar los oídos y no debió mirar hacia el suelo para descubrir la herida, puesto que la brisa se había encargado de trasladar el ferroso aroma de la sangre hasta su nariz.
—¿Pero qué estás haciendo?, ¡mira que te advertí! —replicó, con cierta molestia, lanzándose desde el árbol sin pensárselo dos veces, para posarse sobre la tierra con la elegancia de los felinos. Esperaba que el muchacho estuviese suficientemente ocupado preocupándose por su herida como para debatirse cómo era que no se había, cuanto menos, torcido los tobillos luego de semejante aterrizaje.
Lanzó la tijera a un lado del cuchillo y se aproximó al joven apresuradamente. Tomó la mano afectada entre las suyas y observó el corte con detenimiento. Aquel seguía parloteando, apostaba a que eran sus nervios tomando forma; mientras, él se deleitaba —así es— con el aroma de la sangre; quisiera o no, en sus entrañas habitaba un predador y aquel signo de vulnerabilidad en el otro le inducía cierta cínica atracción. Cuando se percató de que, quizá, había estado demasiado rato contemplando la lesión, se apresuró a rebuscar en sus bolsillos para extraer un pañuelo de seda color borgoña.
—Mal día para ti, ¿eh? —se burló irrisoriamente—. Desafortunadamente, suelo irme con cuidado cuando hago esto que me gusta y, por ende, no traigo nada para tratar la herida. Pero podemos cubrirla una vez deje de sangrar, así cuando llegues con el médico lo único que deberá hacer será limpiarla —sugirió, más impositivo que colaborativo.
A continuación, sostuvo al joven por el brazo y lo guio hasta la base del árbol más robusto, donde tomó asiento, obligando a su acompañante a hacer lo mismo. Antes de dirigirle la palabra, retiró ligeramente el pañuelo, comprobando, así, que la herida, aunque en menor medida, todavía no había dejado de sangrar.
—De haber sabido que serías tan descuidado, no te habría pedido que me alcanzaras el cuchillo, ¡mira que cortarte los dedos de esta manera! —exclamó, negando con la cabeza—. Pero, vaya, renombrado artista, ¿vas a decirme tu nombre o tendré que seguir llamándote en mi cabeza mimado parlanchín? —Inquirió, por último, dedicándole una apuesta sonrisa hilarante.
Ahora que lo veía de cerca y en detalle, pudo juzgar la exquisitez de sus facciones. Tenía ojos grisáceos, acaso por la forma en que el sol les escapaba, como el reflejo del cielo nublado en la superficie de un lago, brillante y nítido, pero profundamente enigmático. Todo en él se encontraba perfectamente equilibrado. Rhett prefirió, pues, ahorrarse el contemplar prolongadamente aquellos labios, puesto que a veces se le olvidaba disimular sus intenciones y, aunque usualmente se interesara en hombres de una edad un poco más madura, no solía dejar pasar oportunidades de carácter excepcional. ¡Ah!, si tan solo el muchacho hablara menos y dejara que fuese su taciturno atractivo el que hiciera las interacciones sociales, el inglés se habría dejado llevar por aquel magnetismo incoherente que insistía en atraerle al muchacho.
Para cambiar la dirección de sus pensamientos, volteó la vista hacia la camellia, presionando inconscientemente el pañuelo que envolvía la herida.
Un chillido le hizo zumbar los oídos y no debió mirar hacia el suelo para descubrir la herida, puesto que la brisa se había encargado de trasladar el ferroso aroma de la sangre hasta su nariz.
—¿Pero qué estás haciendo?, ¡mira que te advertí! —replicó, con cierta molestia, lanzándose desde el árbol sin pensárselo dos veces, para posarse sobre la tierra con la elegancia de los felinos. Esperaba que el muchacho estuviese suficientemente ocupado preocupándose por su herida como para debatirse cómo era que no se había, cuanto menos, torcido los tobillos luego de semejante aterrizaje.
Lanzó la tijera a un lado del cuchillo y se aproximó al joven apresuradamente. Tomó la mano afectada entre las suyas y observó el corte con detenimiento. Aquel seguía parloteando, apostaba a que eran sus nervios tomando forma; mientras, él se deleitaba —así es— con el aroma de la sangre; quisiera o no, en sus entrañas habitaba un predador y aquel signo de vulnerabilidad en el otro le inducía cierta cínica atracción. Cuando se percató de que, quizá, había estado demasiado rato contemplando la lesión, se apresuró a rebuscar en sus bolsillos para extraer un pañuelo de seda color borgoña.
—Mal día para ti, ¿eh? —se burló irrisoriamente—. Desafortunadamente, suelo irme con cuidado cuando hago esto que me gusta y, por ende, no traigo nada para tratar la herida. Pero podemos cubrirla una vez deje de sangrar, así cuando llegues con el médico lo único que deberá hacer será limpiarla —sugirió, más impositivo que colaborativo.
A continuación, sostuvo al joven por el brazo y lo guio hasta la base del árbol más robusto, donde tomó asiento, obligando a su acompañante a hacer lo mismo. Antes de dirigirle la palabra, retiró ligeramente el pañuelo, comprobando, así, que la herida, aunque en menor medida, todavía no había dejado de sangrar.
—De haber sabido que serías tan descuidado, no te habría pedido que me alcanzaras el cuchillo, ¡mira que cortarte los dedos de esta manera! —exclamó, negando con la cabeza—. Pero, vaya, renombrado artista, ¿vas a decirme tu nombre o tendré que seguir llamándote en mi cabeza mimado parlanchín? —Inquirió, por último, dedicándole una apuesta sonrisa hilarante.
Ahora que lo veía de cerca y en detalle, pudo juzgar la exquisitez de sus facciones. Tenía ojos grisáceos, acaso por la forma en que el sol les escapaba, como el reflejo del cielo nublado en la superficie de un lago, brillante y nítido, pero profundamente enigmático. Todo en él se encontraba perfectamente equilibrado. Rhett prefirió, pues, ahorrarse el contemplar prolongadamente aquellos labios, puesto que a veces se le olvidaba disimular sus intenciones y, aunque usualmente se interesara en hombres de una edad un poco más madura, no solía dejar pasar oportunidades de carácter excepcional. ¡Ah!, si tan solo el muchacho hablara menos y dejara que fuese su taciturno atractivo el que hiciera las interacciones sociales, el inglés se habría dejado llevar por aquel magnetismo incoherente que insistía en atraerle al muchacho.
Para cambiar la dirección de sus pensamientos, volteó la vista hacia la camellia, presionando inconscientemente el pañuelo que envolvía la herida.
Rhett O'Shaughnessy- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 10/01/2018
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