Velada en las Tullerías (Dalmau) ACTIVO

Hacía un par de horas que había anochecido. Eso significaba que Raxa llevaría seguramente una y media sentada en el tejado, esperando a que alguna presa cayera en sus manos. Su sistema nunca le había fallado hasta el momento: si era una mujer, prefería que fuera una cortesana, ya que necesitaba presas libres, y las mujeres solán ir acompañadas de maridos o amigas. Si era un hombre, como en este caso, se acercaba caminando normalmente por la acera y al llegar a su altura, se chocaba contra él utilizando el hombro. A la hora de pedir disculpas, lo miraba fijamente a los ojos y manipulaba su mente a su antojo. Solía "comer" en lugares apartados como los callejones, siempre solitarios, pero aquella noche, el viento había arrastrado hojas por todas partes, y caminar sin pisar al menos una, resultaba tan difícil como extraordinario, así que esa vez, daría igual dónde actuara.

Notaba sus manos temblar. Ya habían pasado dos días desde que se alimentó por última vez. Bajó al suelo de un salto silencioso, y comenzó su andanza hasta que se adentró en el corazón de las Tullerías, esperando encontrarse cara a cara con su víctima, esperando un trabajo sencillo...
Finalmente, dio un par de giros, primero a izquierda, y luego a derecha. Allí estaba su hombre, caminando cabizbajo, quizá mirando las hojas mientras crujían.

Se paró en seco, y mantuvo su figura dentro del abrigo. No tenía frío, pero lo llevaba por no llamar demasiado la atención. Se quedó quieta, mirando la figura del hombre moverse lentamente hacia su propia condena...

El frío de la noche era patente; el invierno había llegado a París, de facto y oficialmente, apenas unos días atrás, pero la crudeza del clima ya había entrado con fuerza, en demasía, a juzgar por lo que el empresario catalán pudiera pensar. Él, acostumbrado al suave clima de la Ciudad Condal, se había provisto de un grueso abrigo en el que resguardarse y, así, poder caminar bajo la luz de la luna. Andaba en soledad, ahora sí, sin rumbo, sólo disfrutando de aquellos jardines que crecían simétricos y bien cuidados en frente del piso que tenían alquilado; sin embrargo, su hermana no debía distar mucho de él, pues, siempre que podía, le gustaba cuidar de su, en teoría, hermano mayor, ahora que era ella la más fuerte, al menos físicamente, de la familia. Dalmau no se rebelaba ante ello, pues poco le importaba mientras pudiera seguir disfrutando de la vida más o menos de la forma en que quería.

Aquel día, como tantos otros, había sido algo monótono, durmiendo largas horas durante la jornada diurna, para despertar poco antes que su hermana, apenas a una hora para el anochecer. Lo cierto era que el estricto orden que había llevado durante la mayor parte de su vida, se había visto totalmente destruido en aquellos escasos meses en la capital del Sena. La falta de deberes, el ritmo natural de vida de Laia y su escaso sentido de la regla en determinados campos, le habían terminado llevando a un descontrol que, en realidad, no molestaba al joven, sino que le permitía dedicarse a disfrutar más plenamente de todo lo que le rodeaba.

Las botas del catalán prensaban la húmeda tierra, que no embarrada, sembrada de alguna de las últimas hojas que el paso del tiempo aún no había hecho desaparecer. Los espaciados árboles, por contra, se presentaban desnudos, con aquella ruda y áspera corteza que se ennegrecía aún más en aquella densa noche, que, aunque bien iluminada, oscura no dejaba de ser. Su devenir era lento, aunque el chico sabía que tampoco debiera demorarse demasiado en regresar a su casa, ya que, a la mañana siguiente, debiera madrugar para seguir con los temas burocráticos concernientes a la apertura de la sucursal de la textilería que ya, desde hacía largas décadas, su familia tenía cerca de Barcelona, y no era menester presentarse somnoliento, al menos no en demasía.

Paso a paso, Dalmau fue avanzando hacia el frente, tratando de regresar al paseo central por la parte cercana al palacio que daba nombre a los jardines y a las grandes fuentes que se habían instalado a sus pies, pero algo parecía querer impedirle el paso. Era una figura lejana, una persona de la cual aún no alcanzaba a distinguir el sexo, y que, al parecer, se había instalado en medio del camino, aunque, en realidad, éste era ancho. Dalmau, sin embargo, no se amedrentó y, negando su intuición haciendo uso de su buena razón, siguió avanzando sin disminuir apenas el ritmo, dispuesto a pasar al lado de aquella persona sin dirigirle una palabra o, como mucho, desearle una buena noche. El muchacho aún no sabía que aquella persona estaba allí precisamente por él.

¿Quién hubiera imaginado que su víctima iba a ser tan inocente? ¿Acaso ni se había preguntado qué hacía ella allí?
Raxa olió el ambiente. Era un muchacho joven, y no parecía tener miedo, al menos no física o palpable al olfato.
Raxa desabrochó su abrigo, intentando acomodarse, pues éste era algo estrecho para ella. Cerró los ojos unos instantes, pensando en que iba a ser una víctima más, a la cual dejaría en algún banco y la cual no recordaría nada una vez despertara.

Había días, incluso más de 150 años después, en los que todavía le daba repelús tener que depender de la sangre de otras personas para sobrevivir.
Abrió las piernas en actitud dominante, y entrecerró los ojos tras abrirlos para poder agudizar aún más su visión. Efectivamente, era un muchacho joven, y no tenía intención de detenerse. ¿Se habría dado cuenta de verdad de su presencia? Raxa esperó a tenerlo lo suficientemente cerca como para actuar. No obstante, su truco no podía funcionar ahora, debido a que el paseo del parque era lo suficientemente ancho como para que pasaran dos personas sin ni siquiera mirarse a la cara.

Caminó lentamente, cabizbaja, y dejó caer un pañuelo al suelo. Se agachó a cogerlo también muy despacio, haciendo tiempo hasta tenerlo justo a su lado.
Cuando el muchacho llegó, se detuvo.
Raxa entonces solamente tuvo que separar los labios y crear una especie de media sonrisa, y esperó a que aquel chico dijese algo, o pasara de largo para atacarle por la espalda…

- Adelante, chico… Ayúdame a permanecer en este injusto y putrefacto mundo… - dijo en un susurro.

Sí, quizá era a traición, pero más le valía una traición que no recordaría la víctima, a morir de hambre…