AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Commedia ੭ Privado
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La lectura sería en la Residencia del matrimonio Savary, Monsieur y Madame mismos habían invitado en persona a Fleur, después de encontrarla alegre en un recital de Bach, en las salas privadas de Madame La Motte, quien por cierto, no estuvo presente. El corazón de Fleur se aceleró y aceptó sin siquiera pedir licencia a su tía o avisar a nadie, es decir, se trataba de Dante Alighieri, uno de sus poetas favoritos. Lo dejó saber en esa ocasión y Madame Savary tuvo a bien informarle que se haría la lectura en el idioma original, no la traducción del Conde Rivarol. Lo disimuló muy bien, pero una vez en casa, mientras se dejaba desvestir por su hermana ya que Gertrude no tenía más acceso a la habitación de las mellizas, le confesó a ésta que no estaba muy familiarizada por el italiano.
—Pero, ¿qué dices? Si la tía nos hizo aprender a hablar casi sánscrito—, apeló su hermana, mientras le deshacía los amarres del corpiño. Fleur le explicó que no era italiano en sí, sino toscano y si bien, estaba al tanto del idioma, lo entendía y pronunciaba bien, había cosas que se le escapaban; sumamente avergonzada, pensó en declinar la invitación pero, además de la enorme grosería, no deseaba hacerlo, debía asistir, se lo debía a su corazón y a esa insaciable ansiedad por cerrar los ojos y dejarse llevar a través de ese viaje que Dante había realizado. Se durmió con de la idea de que al menos podría practicar por la mañana, olvidando la cita que tenía con Madame Renoir para recoger los hechizos que había pedido sobre nigromancia. Se durmió pensando en eso, mientras se acomodaba entre los brazos de Marion y comenzaba a enroscar los pequeños dedos en los rizos rojizos de su hermana.
Al día siguiente, hizo todo lo que tenía que hacer y más, llevaba una vida bastante activa, ya que se había comprometido en muchísimas causas, recitales, lecturas, lecciones y demás llenaban sus horas juveniles, dejándola exhausta a la hora de la merienda, único momento en el que podía relajarse y conversar con Marion. Dos días después, llegado el momento y sin haber jamás vuelto a practicar, arribó a la Residencia Savary en compañía de Gertrude: la vista era magnífica, si bien, los du Bouëxic de Guich se jactaban de tener uno de los jardines más hermosos de París, los Savary no se quedaban atrás. Tres plazas amplias de columnas erguidas sobre techos altísimos, pintados desde siglos atrás por artistas italianos, tapices y alfombras de complicados diseños que jugaban a matizar los demás ornamentos que serían la envidia de cualquier maestro orfebre. Fleur, fascinada por tales detalles, deslizó suavemente la mirada desde arriba hacia abajo, mientras caminaban hacia la sala de lectura donde los demás invitados estaban.
Cualquiera podía intimidarse, pero los Savary eran buenas personas que a pesar de las riquezas, amaban el arte y abrían sus puertas a todos aquellos, no por nada sus propiedades en Inglaterra e Italia estaban abiertas al público cada tanto. Fleur saludó afectuosa al matrimonio y fue presentada a aquellas nuevas amistades; había de todo, desde periodistas hasta escritores y señoritas como ella. El aura del lugar era cálida y entre los rostros, pudo distinguir uno que llamó su atención por encima de los otros, no por el aspecto físico, sino porque había algo alrededor de él que la atrajo primeramente. A ella y a otras jóvenes presentes, pero el interés de Fleur no estaba en el porte físico, sino lo que traspasaba esa mirada amable pero con ciertos toques de hostilidad. Cuando Madame Savary los presentó, Fleur su discreta e hizo uso de la Empatía que poseía para no caer con tan poca gracia como las demás.
—Permítame presentarlo—, dijo afable Madame Savary, mientras posaba una mano sobre el hombro de Fleur. —Signore Pecora, ella es Fleur du Bouëxic de Guich, una de las pocas jóvenes que conozco que ha leído casi tanto como usted; Fleur, él es Il Signore Donato Pecora, periodista, un invitado nuevo a nuestro círculo de lecturas, permanente, esperemos...
—Monsieur—, dijo Fleur, haciendo una pequeña reverencia mientras inclinaba el rostro un poco y sonreía. Alzó el mentón y lo vio a los ojos, sintiéndose un poco abrumada por la firmeza y el gesto del joven. —Un placer, espero también que nos acompañe en más ocasiones...
—Pero, ¿qué dices? Si la tía nos hizo aprender a hablar casi sánscrito—, apeló su hermana, mientras le deshacía los amarres del corpiño. Fleur le explicó que no era italiano en sí, sino toscano y si bien, estaba al tanto del idioma, lo entendía y pronunciaba bien, había cosas que se le escapaban; sumamente avergonzada, pensó en declinar la invitación pero, además de la enorme grosería, no deseaba hacerlo, debía asistir, se lo debía a su corazón y a esa insaciable ansiedad por cerrar los ojos y dejarse llevar a través de ese viaje que Dante había realizado. Se durmió con de la idea de que al menos podría practicar por la mañana, olvidando la cita que tenía con Madame Renoir para recoger los hechizos que había pedido sobre nigromancia. Se durmió pensando en eso, mientras se acomodaba entre los brazos de Marion y comenzaba a enroscar los pequeños dedos en los rizos rojizos de su hermana.
Al día siguiente, hizo todo lo que tenía que hacer y más, llevaba una vida bastante activa, ya que se había comprometido en muchísimas causas, recitales, lecturas, lecciones y demás llenaban sus horas juveniles, dejándola exhausta a la hora de la merienda, único momento en el que podía relajarse y conversar con Marion. Dos días después, llegado el momento y sin haber jamás vuelto a practicar, arribó a la Residencia Savary en compañía de Gertrude: la vista era magnífica, si bien, los du Bouëxic de Guich se jactaban de tener uno de los jardines más hermosos de París, los Savary no se quedaban atrás. Tres plazas amplias de columnas erguidas sobre techos altísimos, pintados desde siglos atrás por artistas italianos, tapices y alfombras de complicados diseños que jugaban a matizar los demás ornamentos que serían la envidia de cualquier maestro orfebre. Fleur, fascinada por tales detalles, deslizó suavemente la mirada desde arriba hacia abajo, mientras caminaban hacia la sala de lectura donde los demás invitados estaban.
Cualquiera podía intimidarse, pero los Savary eran buenas personas que a pesar de las riquezas, amaban el arte y abrían sus puertas a todos aquellos, no por nada sus propiedades en Inglaterra e Italia estaban abiertas al público cada tanto. Fleur saludó afectuosa al matrimonio y fue presentada a aquellas nuevas amistades; había de todo, desde periodistas hasta escritores y señoritas como ella. El aura del lugar era cálida y entre los rostros, pudo distinguir uno que llamó su atención por encima de los otros, no por el aspecto físico, sino porque había algo alrededor de él que la atrajo primeramente. A ella y a otras jóvenes presentes, pero el interés de Fleur no estaba en el porte físico, sino lo que traspasaba esa mirada amable pero con ciertos toques de hostilidad. Cuando Madame Savary los presentó, Fleur su discreta e hizo uso de la Empatía que poseía para no caer con tan poca gracia como las demás.
—Permítame presentarlo—, dijo afable Madame Savary, mientras posaba una mano sobre el hombro de Fleur. —Signore Pecora, ella es Fleur du Bouëxic de Guich, una de las pocas jóvenes que conozco que ha leído casi tanto como usted; Fleur, él es Il Signore Donato Pecora, periodista, un invitado nuevo a nuestro círculo de lecturas, permanente, esperemos...
—Monsieur—, dijo Fleur, haciendo una pequeña reverencia mientras inclinaba el rostro un poco y sonreía. Alzó el mentón y lo vio a los ojos, sintiéndose un poco abrumada por la firmeza y el gesto del joven. —Un placer, espero también que nos acompañe en más ocasiones...
Fleur du Bouëxic de Guich- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 26/02/2018
Localización : París, Francia
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Re: Commedia ੭ Privado
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«Modicum, et non videbitis me; et iterum».
«Modicum, et non videbitis me; et iterum».
Recientemente, los sueños que le frecuentaban durante su reposo escalaban en verosimilitud hasta sumirle en un profundo desconcierto. Despertaba todas las mañanas cuando la catedral anunciaba las seis sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba. Bastaba con echar un vistazo en la habitación y remover los pies debajo de las cobijas para recuperar la seguridad extraviada, mas resultaba imposible volver a conciliar el sueño una vez recuperado el sosiego. En tales ocasiones, optaba por abandonar la cama y revisar algún texto, al cabo de una hora, tal vez más, bajaba a la sala común y reclamaba su parte del desayuno, incluida en el monto de alquiler correspondiente a la pensión. Madame Bibi tenía particular aprecio por el muchacho y se encargaba de servirle una tostada extra todas las mañanas. La pobre mujer había perdido a una de sus hijas recientemente y Donato se había visto involucrado en el asunto por puro orgullo, ahora desempeñaba una exhaustiva investigación en la magia con objeto de darle una solución a las circunstancias que condicionaron tal desafortunado evento.
De todos los inquilinos él era uno de los contados que madrugaban, de los restantes, la mayoría asistía a sus clases por la tarde, los afortunados que contaban con un empleo directamente se ausentaban a la primera comida y aquellos otros que estaban desocupados, o bien dormían hasta el mediodía o se esfumaban al amanecer para encabezar las filas de candidatos en el puerto. La pensión que les acogía no era particularmente ostentosa, en realidad, apenas trascendía en términos de estructura; pero la comida era buena y la administradora una mujer gentil, además de poco quisquillosa a la hora de aceptar nuevos ingresantes extranjeros.
El joven dedicó la comida a leer el periódico regional, sólo contaban con un ejemplar del mismo en el salón, puesto que, si bien últimamente el alcance del periodismo impreso se había expandido enormemente, seguía siendo relativamente caro para las clases más bajas, así que, los pocos hospedados que sabían leer, habían decidido aportar en un pozo común para comprar la edición semanal. Debido a que no era emitido por la imprenta en la que trabajaba, aprovechaba la oportunidad para indagar en los redactores rivales y su foco de interés. Olvidó el transcurso del tiempo mientras realizaba su lectura, mas, una vez finalizada, reparó en la fecha que exhibía la portada. ¡Claro! Era el primer viernes del mes, lo que implicaba que debía asistir al correo y, más aún, que se había comprometido con los Savary y su supervisor para asistir a una jornada de lectura social en su residencia. Si llegaba tarde, estaría acabado.
Se despidió de Madame Bibi apresuradamente, prometiéndole que haría lo posible por arribar antes de medianoche, puesto que era ella quien portaba la llave de la entrada principal y odiaba acostarse tarde.
Detuvo un coche que surcaba la avenida más próxima y solicitó al conductor que le llevara al edificio del correo; su madre de seguro le habría enviado la correspondencia mensual y cuanto antes la retirara, mejor. Descendió en la calle aledaña a la institución y pidió a los encargados que buscaran el sobre a su nombre; prefería retirar sus paquetes personalmente, puesto que el contenido era importante y no podía permitirse extravíos ni confusiones. Una vez realizada su primera tarea, se trasladó hasta la residencia en la ciudad de un veterano italiano que se encargaba de intercambiar las liras italianas por francos. El señor Borgogni se había instalado en París tan pronto se instituyó el Reino de Italia a manos de Napoleón y había permanecido allí desde entonces, sobreviviendo a base de transacciones desconocidas e intereses en sus préstamos; era un allegado curioso y una fuente inacabable de chismes y habladurías, así que Donato optaba por hacer negocios con él con debida frecuencia.
Para cuando concluyó sus tareas ya había transcurrido el mediodía, así que, tras tomar un almuerzo ligero en constante revisión de su reloj de bolsillo, partió rumbo a la editorial, donde el encargado y su sobrino —aquel al que todos en la imprenta tachaban de privilegiado— le esperaban con impaciencia. Los tres ocuparon un carruaje que Donato agradeció no tener que pagar y partieron rumbo a la residencia Savary. En el trayecto, el hechicero se distendió leyendo la carta que le había escrito su madre, quien se expresaba ansiosa por conocer su suerte, aunque preocupada por las prácticas políticas en las que parecía haberse estado involucrando su padre. El resto del viaje se lo pasó mirando el exterior por la ventana mientras el señor Gustave mencionaba a Petit Gustave quiénes asistirían a la reunión y a cuántos de ellos conocía personalmente; algo que, evidentemente, el italiano prefería ignorar a toda costa.
Era la primera vez que visitaba los dominios de la prestigiosa familia, puesto que todos sus encuentros se daban por casualidad en algún que otro espectáculo semanal. Madame Savary había mostrado especial interés en sus artículos, insistiendo, en esta ocasión, para que asistiera a la jornada de lectura que llevaría a cabo, con la excusa de que esperaba leer una crítica exclusivamente de su autoría respecto del evento en cuestión.
Al arribar a la casona, la primera impresión de Donato fue la de hallarse en un amplio monumento al arte clásico. Los jardines, en particular, ostentaban una perfección casi matemática, ajena a la pureza de sus verdes. La señora de la casa recibió a sus invitados con cortesía y efusivo interés, se la veía muy emocionada, pues el acontecimiento parecía haber invocado la presencia de considerable número de ilustres personalidades.
Monsieur Gustave y su sobrino, Petit Gustave, no demoraron demasiado en reclamar una copa de vino y comenzar a entablar conversación con los invitados; Donato, por su parte, prefirió recluirse en un costado, para poder dedicarse a su actividad preferida después de la lectura: la observación. Paseó la mirada por cada recinto y sus respectivos presentes, saludando eventualmente a algún conocido y, principalmente, reuniendo información para el artículo que debería escribir en el futuro.
Eventualmente, Petit se aburrió de la actividad estimulada por su tío y acabó uniéndose al italiano en su labor de no hacer nada en particular. El joven era poco brillante, pero retenía un mínimo de sensatez que a su consanguíneo le escaseaba completamente. Habían iniciado una plática sobre la peculiaridad de cierto brocado popular cuando Madame Savary les abordó en compañía de otra mujer y una muchacha, a quien presentó de manera particular. Donato enarcó las cejas, perplejo, mientras la jovencita se anunciaba por cuenta propia.
—Encantado, Mademoiselle —respondió, inclinando ligeramente la cabeza—. También ansío que se convierta en un hábito, no he oído más que maravillas respecto de las reuniones organizadas por Monsieur y Madame Savary, estoy deseoso de darlos a conocer a través de mi pluma. —Esbozando una sonrisa profesional, echó un vistazo a la muchachita de nombre Fleur, sumamente consciente de lo que estaba haciendo. Una tos falsa clamó su atención antes de que pudiera agregar otra cosa.
—¡Oh!, claro, le presento a mi acompañante, Gerard Bergier, sobrino de Gerard Brisbois —acotó, señalando a Petit con la mano.
—Es un placer, Mademoiselle, he oído hablar con frecuencia de los Du Bouëxic de Guich, me alegra finalmente conocer a una. —Soltó el joven, tendiéndole la mano a la aludida. Petit Gerard podía llegar a tornarse una molestia en ocasiones, tenía una habilidad admirable para importunar a las personas, algo que seguramente habría heredado de su tío.
Un criado clamó la atención de Madame Savary, quien se excusó un momento para ocuparse del llamado. Mientras tanto, Donato aprovechó la oportunidad para dedicar un exhaustivo escrutinio a Fleur du Bouëxic de Guich que había captado rápidamente su atención por un factor en particular y no era, precisamente, su numeroso historial de lecturas.
—No es necesario que haga eso, señorita —anunció el italiano por lo bajo, procurando que fuese únicamente Fleur quien fuera capaz de oírle—. Independientemente de su aspecto, hubiera captado mi interés a raíz de otra peculiaridad. En todo caso, su intento no es compatible con el tipo de habilidad de la que dispongo. —Informó, rescatando una copa repleta de la bandeja de un servidor. Donato podía ser agradable cuando el protocolo se lo exigía, pero sus preferencias rondaban el descaro. La muchachita, sin embargo, le infundía cierta nostalgia que atribuyó a la memoria de su hermano menor, carta que portaba a favor; eso y que el atrevimiento expuesto al emplear sus habilidades le catalogaba, a su parecer, bajo el título de osada, quizá no en un mal sentido del término. En todo caso, Donato estaba siendo tan gentil como se lo permitía su obstinación.
Donato G. Pecora Lippi- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 09/01/2017
Localización : Mi habitación, casi seguro. Sino, buscando alguna noticia.
Re: Commedia ੭ Privado
En los ojos del periodista, en ese gesto que la abrumó al principio, pudo notar cierto brillo perceptible quizás solamente para ella, la duda emergió en su interior y si no pudo avanzar más, fue por el ruido de una molesta interrupción que tuvo que tomar de la mejor manera. El largo cuello de Fleur giró apenas para notar así al hombre que acompañaba a Pecora, un joven cuya aura no le quedaba del todo clara. Fleur sonrió amable, por supuesto y notó con cierto recelo la mano que se le extendía, no iba a bastar una simple reverencia así que sin más, aceptó ofrecer su mano para saludar al otrora desconocido. —Monsieur, espero poder cumplir cualquier expectativa acerca de mi familia—, respondió, sonriendo de buena gana al final, esperando que cualquier cosa que aquel hombre hubiese escuchado de su familia fueran los logros y méritos de su padre y no las habladurías contra su madre. Con Madame Savary ausente, Fleur quedó a cargo de los invitados y como tal se condujo; lo primero sería buscar un tema de conversación adecuado para los invitados, estando en una reunión artística sería fácil, además había algo de interés, Monsieur Pecora y Monsieur Bergier eran periodistas y ese era un tema que llamaba la atención de Fleur, más que nada porque Madame Rossini, su tía, no le permitía leer los periódicos que circulaban por París.
Fue entonces, que en medio de un intercambio banal de frases con Monsieur Bergier, aquel joven periodista la abordó de forma discreta. Ella, acostumbrada a ese tipo de secreteos entre sus amigas, tomó en gracia la circunstancia, sin contar que con cada palabra, iría abriendo un poco más cada vez, lo ojos. No entendió al principio, supuso que era ese dejo de coquetería en sus ademanes pero realmente no lo había hecho mucho y menos consciente para con Monsieur Bergier, no intentaba para nada llamar su atención, sin embargo, todo le quedó más claro y pudo darle una explicación a ese brillo que había notado al principio. ¿Él también era...? La sola idea la hizo sonreír ampliamente, dejando al descubierto todas las perlitas pequeñas y ordenadas que formaban sus dientes, cuidados con esmero igual que toda ella. Fue evidente aquella compenetración inmediata que la hizo ignorar el hecho de que hubiese mencionado su aspecto, cosa que por ejemplo, en Monsieur Bergier hubiese reprobado totalmente. ¿Qué habilidad?, ¿conocía también a Madame Renoir?, ¿podía percibir él también las auras y ver en sueños lo que sucedería en un futuro? Tuvo tantas preguntas que de improvisto todos en aquel lugar le estorbaron; la ansiedad con la que vio al joven periodista no pasó inadvertida y hasta que no recobró un poco su buen juicio, sin olvidar la emoción que le representaba conocer por fin a otro hechicero, Madame Savary volvió, alegre y cantarina como siempre.
—Está todo listo, por favor—, dijo, mientras indicaba el camino hacia donde sería la lectura. Para acallar un poco los murmullos, fue ella quien llevó del brazo a Fleur pero de forma pícara la hizo sentarse junto al periodista, acomodando de paso a Monsiuer Bergier en el otro flanco; como todos, había malinterpretado el interés de la jovencita pero era mejor eso a admitir que había ahí dos seres con una naturaleza diferente a la de ellos. —Creo, Monsieur, que usted y yo debemos hablar un poco más...—, murmuró, cuidando, al igual que él con anterioridad, que sus palabras solamente llegaran a sus oídos. —Debo confesarle que si bien, sé que no soy la única, hasta ahora no había conocido a nadie más... Fue interrumpida por la llegada del caballero que haría la lectura, un hombre entrado en años, con lentes redondos y pequeños, dotado de una voz cavernosa que haría casi todo el trabajo al acompañar la interpretación. En cuando comenzó, Fleur comenzó a recordar el inconveniente que la había hecho dudar de asistir a la reunión. Dominaba a medias el italiano, pero no era precisamente ese idioma el que estaba escuchando. Escaparon de ella ciertas palabras que le impedían entender al cien por cierto lo que estaba escuchando, conocía la obra pero no era lo mismo, jamás sería lo mismo una traducción que la obra original. Comenzó a lamentar muchísimo su situación y lejos de gozar la experiencia, parecía estar apenada y mortificada.
Miró a los costados, primero a Monsieur Bergier quien estaba segura no entendía nada, pero tenía en el rostro un gesto de autosuficiencia que a ella le chocó, ojalá pudiese fingir así de bien, pensó, girando el rostro hacia signore Pecora. De perfil era aún más apuesto y ese pensamiento la hizo voltear al frente de súbito, ¿qué fue eso, Fleur?, se preguntó, mientras volvía el rostro y con un toque de su mano contra la contraria, llamó su atención. —Disculpe—, murmuró, atrayendo un par de miradas, haciéndola interrumpirse en su ánimo de interrumpir. Se resignó pero, intentó memorizar algunas de las frases con sus respectivas dudas para preguntar después o investigar, quizás. Cuando acabó, después de un rato, la primera parte y el lector dispuso un descanso para beber un poco de agua, Fleur estiró bajo el vestido las piernas y disimuló un bostezo, no de aburrimiento sino de cansancio. —Me sienta mal decir que estoy disfrutando esto—, comentó de pronto. —Me he perdido poco más de la mitad de toda la lectura, debo admitirlo con usted, que me ha confiado algo casi tan grande aunque no vergonzoso para nada...
Fue entonces, que en medio de un intercambio banal de frases con Monsieur Bergier, aquel joven periodista la abordó de forma discreta. Ella, acostumbrada a ese tipo de secreteos entre sus amigas, tomó en gracia la circunstancia, sin contar que con cada palabra, iría abriendo un poco más cada vez, lo ojos. No entendió al principio, supuso que era ese dejo de coquetería en sus ademanes pero realmente no lo había hecho mucho y menos consciente para con Monsieur Bergier, no intentaba para nada llamar su atención, sin embargo, todo le quedó más claro y pudo darle una explicación a ese brillo que había notado al principio. ¿Él también era...? La sola idea la hizo sonreír ampliamente, dejando al descubierto todas las perlitas pequeñas y ordenadas que formaban sus dientes, cuidados con esmero igual que toda ella. Fue evidente aquella compenetración inmediata que la hizo ignorar el hecho de que hubiese mencionado su aspecto, cosa que por ejemplo, en Monsieur Bergier hubiese reprobado totalmente. ¿Qué habilidad?, ¿conocía también a Madame Renoir?, ¿podía percibir él también las auras y ver en sueños lo que sucedería en un futuro? Tuvo tantas preguntas que de improvisto todos en aquel lugar le estorbaron; la ansiedad con la que vio al joven periodista no pasó inadvertida y hasta que no recobró un poco su buen juicio, sin olvidar la emoción que le representaba conocer por fin a otro hechicero, Madame Savary volvió, alegre y cantarina como siempre.
—Está todo listo, por favor—, dijo, mientras indicaba el camino hacia donde sería la lectura. Para acallar un poco los murmullos, fue ella quien llevó del brazo a Fleur pero de forma pícara la hizo sentarse junto al periodista, acomodando de paso a Monsiuer Bergier en el otro flanco; como todos, había malinterpretado el interés de la jovencita pero era mejor eso a admitir que había ahí dos seres con una naturaleza diferente a la de ellos. —Creo, Monsieur, que usted y yo debemos hablar un poco más...—, murmuró, cuidando, al igual que él con anterioridad, que sus palabras solamente llegaran a sus oídos. —Debo confesarle que si bien, sé que no soy la única, hasta ahora no había conocido a nadie más... Fue interrumpida por la llegada del caballero que haría la lectura, un hombre entrado en años, con lentes redondos y pequeños, dotado de una voz cavernosa que haría casi todo el trabajo al acompañar la interpretación. En cuando comenzó, Fleur comenzó a recordar el inconveniente que la había hecho dudar de asistir a la reunión. Dominaba a medias el italiano, pero no era precisamente ese idioma el que estaba escuchando. Escaparon de ella ciertas palabras que le impedían entender al cien por cierto lo que estaba escuchando, conocía la obra pero no era lo mismo, jamás sería lo mismo una traducción que la obra original. Comenzó a lamentar muchísimo su situación y lejos de gozar la experiencia, parecía estar apenada y mortificada.
Miró a los costados, primero a Monsieur Bergier quien estaba segura no entendía nada, pero tenía en el rostro un gesto de autosuficiencia que a ella le chocó, ojalá pudiese fingir así de bien, pensó, girando el rostro hacia signore Pecora. De perfil era aún más apuesto y ese pensamiento la hizo voltear al frente de súbito, ¿qué fue eso, Fleur?, se preguntó, mientras volvía el rostro y con un toque de su mano contra la contraria, llamó su atención. —Disculpe—, murmuró, atrayendo un par de miradas, haciéndola interrumpirse en su ánimo de interrumpir. Se resignó pero, intentó memorizar algunas de las frases con sus respectivas dudas para preguntar después o investigar, quizás. Cuando acabó, después de un rato, la primera parte y el lector dispuso un descanso para beber un poco de agua, Fleur estiró bajo el vestido las piernas y disimuló un bostezo, no de aburrimiento sino de cansancio. —Me sienta mal decir que estoy disfrutando esto—, comentó de pronto. —Me he perdido poco más de la mitad de toda la lectura, debo admitirlo con usted, que me ha confiado algo casi tan grande aunque no vergonzoso para nada...
*Me sabía un poco más que interrumpiera tan de pronto, pero en la segunda parte si Donato se ofrece, lo estará interrumpiendo seguido.
Fleur du Bouëxic de Guich- Hechicero Clase Alta
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Re: Commedia ੭ Privado
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Jamás comprenderán los ángeles por qué un perdido padece menos estando acompañado.
Jamás comprenderán los ángeles por qué un perdido padece menos estando acompañado.
La champaña le impregnó el paladar con el burbujeante dulzor de las uvas marchitas, si había algo para destacar en aquel acontecimiento social, era la meticulosa perfección con la que parecían estar preparadas todas las cosas; desde los suelos de cerámica pulida hasta los bocadillos que pululaban en bandejas de plata. Cualquiera con un poco de juicio atribuiría tal factor a alguna suerte de obsesión detentada por los anfitriones; pero aquel término resultaba, cuanto menos, ingrato para estar divulgando. Quizá el uso de consideración sonara más apropiado a la hora de volcarlo en el papel. Tomaría nota mental de aquello.
El rostro de la joven Fleur se distorsionó al oírle murmurar, señal de que no había cometido un error al reconocerla —vamos, nunca lo hacía— y de que, evidentemente, a ella le emocionaba saberse en compañía de uno de sus pares. Le dedicó una sonrisa sutil, efímera, como muestra de su complicidad, mas no pretendió ahondar en el asunto más de lo debido, relacionarse con otros seres fuera de lo humanamente convencional no le había acarreado otra cosa que problemas hasta el momento. Madame Savary arribó, entonces, para salvarle de la guardería, anunciando el comienzo del motivo por el que se hallaban congregados.
En vistas de que la mujer ya había seleccionado a sus privilegiados, le siguió en dirección de la sala dispuesta para la lectura, luego de depositar la copa vacía sobre la flameante bandeja de un servidor. Petit Gerard le escoltaba como niño a una madre, aparentemente interesado en la predisposición que ostentaba la anfitriona para entablar conversación con el italiano, además, claro, de la constante proximidad que compartía con la muchachita Du Bouëxic, producto de una discreta estratagema desplegada por la dueña de casa, que, a pesar de sus esfuerzos, no pasaba desapercibida a Donato.
Tomó asiento con su compañero y la hechicera apostados a sus costados, consciente de las miradas que se paseaban por sus rostros, aunque dispuesto a serles indiferente, por el bien del oficio y su breve paciencia.
La voz aguda y curiosamente entonada de Fleur llegó hasta sus oídos elevada en un murmullo, él apenas se inclinó para acaparar la totalidad de su comentario, guardándose una respuesta para otro momento, puesto que el lector arribó justo antes de que pudiera emitir palabra alguna.
La narración afloró desde la garganta del discursante como una tempestad, arremolinando el silencio; los rostros entre la moderada multitud manifestaban con sinceridad el desconcierto y la expectación según fuese el sentimiento instalado en el pecho de cada uno. Petit Gerard le dedicó una penetrante mirada a Donato, como buscando consuelo, pero éste le ignoró soberanamente, decidido a cerrar los ojos mientras la congregación recorría el Infierno en los zapatos de Dante.
El toscano no era el dialecto más utilizado en la región que le había visto nacer, sin embargo, y gracias a su hambre voraz de conocimientos, se hallaba suficientemente familiarizado con él como para entenderlo extensamente. De regreso en el monasterio, había gozado el privilegio de ser instruido por un monje florentino, quien había confesado recurrir al celibato como expiación de los pecados cometidos por sus antepasados. Aquel mismo religioso le había instado a leer y contemplar la comedia de Alighieri, no como fuente fidedigna de los misterios expectantes más allá de la muerte, sino como reflexión sobre las acciones que estaría dispuesto a cometer el resto de su vida.
En un pasado, quizá, los versos que conformaban el texto no le habrían ocasionado mayor consternación, pues era joven y más ignorante; sin embargo, ahora que las metáforas se sucedían en una viva voz ajena, hallando sitio en sus oídos y echando raíz en su conciencia, un malestar creciente parecía irse apoderando de su cuerpo.
Recorrer los círculos con la mente y toparse en ellos con sus dolientes y demonios le generaba cierto escozor en el pecho, como quien visita un sitio tempranamente y rememora la experiencia en un futuro lejano, instado por las narraciones de otro. Donato temblaba al imaginar con una nitidez indescriptible las fosas y vendavales, las lagunas de almas estancadas y, lo peor, los rostros de los malignos.
Perdió noción del tiempo transcurrido, mas al ser mencionados los nombres de los diablos, debió abrir los ojos y apartar el imaginario de su recreación. ¿Por qué les sentía de ese modo?, como el apodo de un antiguo vecino traído a la luz después de transitados los años, evocando el malestar que suponía su presencia.
No se percató de lo fuerte que se aferraba a la silla hasta que la jovencita sentada a su lado le tocó el dorso de la mano para llamar su atención. El italiano desvió la mirada en su dirección, quizá con demasiada brusquedad, provocando que la interacción resultara aún más evidente. De inmediato volvió a centrar la vista en el lector, lo último que pretendía era brindar a los presentes más tópicos para chismorrear.
Al cabo de una eternidad, el entretenimiento se vio interrumpido para dar lugar a un breve receso; muchos de los presentes se levantaron y trasladaron hacia la sala aledaña con objeto de aprovechar las delicias que allí se ofrecían. Donato, por su parte, aprovechó para acomodarse el chaleco y estirar las piernas; abandonar la silla le brindó un placentero respiro, aunque pronto se vio incordiado por el espontáneo parloteo de Petit Gerard. Era evidente que su colega poco había entendido de la narración, por ello se centraba en elogiar la voz del orador junto con el clima que había despertado —obviamente como resultado de la ignorancia de la mayoría— lo cual, le aconsejó, era digno de mencionar en el artículo.
La señorita Fleur, quien se hallaba a un escaso paso de distancia de él, hizo un comentario que acaparó toda su atención, induciéndole una sonrisa. Claro que el periodista Bergier no toleró su indiferencia y se aproximó más a ambos con ensayada simpatía.
—Oh, disculpe mi torpeza, ¿ha dicho algo, mademoiselle?, el murmullo me ha impedido atender a su dulce voz.
El italiano exhaló un brusco suspiro, dándose la vuelta para encarar a su camarada.
—Gerard, no es muy prudente de tu parte pedir a una señorita que reitere sus palabras, ¿en dónde se han quedado tus modales? Mademoiselle Du Bouëxic, disculpe a mi acompañante, parece ser que la extensa lectura en prosa le ha entorpecido el juicio —acotó con una cordialidad mucho menos verídica que la empleada por el aludido para entrometerse en la conversación.
Unos breves y tensos segundos se suspendieron en el aire antes de que madame Savary arribara al círculo, como invocada por los ángeles de la sensatez. Luego de interrogar sobre el bienestar de sus invitados, convocó a Petit a acompañarle hacia otra habitación, dejando a Donato y su protegida a solas.
Aunque el gesto de la anfitriona no le hizo demasiada gracia al hechicero, en aquella ocasión, agradeció que le librara del fisgón de su compañero. Si bien no había asistido a la lectura predispuesto a entablar relaciones sociales, le estaba implícitamente agradecido a Fleur por haberle extraído de su febril ensimismamiento durante el relato. Le debía, al menos, un poco de su consideración.
—Una dulce jovencita expresaría, sin remordimientos, cuán verdaderamente extenuada se encuentra; pues, de ese modo, se ganaría la empatía de unos cuantos interesados. Sin embargo, una sabia jovencita callaría su malestar para aparentar de buen modo su entereza, acaparando menos atención, pero no por ello la menos indicada —acotó con la mirada fija en el rostro de la adolescente, extendiendo, a continuación, su mano para ayudarle a ponerse de pie.
—Espero que no lo tome a mal, no me ha ofendido ni incordiado su comentario, mucho penos pretendo decirle cómo debe vivir su vida; considere mis palabras como un consejo desinteresado, simplemente —aclaró, con serenidad, librando su agarre tan pronto la percibió equilibrada.
—Rescatando su contribución, ¿puedo preguntarle si, acaso, su distracción se debió a las circunstancias de la lectura o al contenido del texto? —Agregó, con la vista centrada en una pequeña congregación de charlatanes situada más allá—. No recuerdo haberle confiado ninguna información explícitamente, mademoiselle, no obstante, en caso de haberle hecho entender algo con mis palabras, espero que sea lo que imagino y no algo equivocado. De todos modos, si mis respuestas le sirvieran de algo, estaría encantado de poder ayudarla, a través de ellas, en lo que precise. —Ofreció, hinchadas sus oraciones de un característico sosiego.
Donato G. Pecora Lippi- Hechicero Clase Media
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