Miserables (privado M. Lamberg)

por **Derry Byrne** Mar Mar 13, 2018 9:07 pm

No es una calle cualquiera en un lugar remoto. Es la más pobre de todas en una de las ciudades más ricas de Europa. La noche trae consigo el milagro con el que el lugar fue bautizado: los ciegos empiezan a ver y los cojos a correr; solo borrachos y fulanas permanecen afuera, el resto se retira paulatinamente a su hogar. El ruego por unas monedas es rápidamente sustituido por insinuaciones lujuriosas o inicios de pelea, mientras un hombre robusto y rubio con andar errático llega al lugar.

Dermont solo iba a la Corte de los Milagros cuando su adicción era o bien saciada o bien más liviana. Aquella noche se trataba de lo segundo, pues su adicción era como la de cualquier adicto al opio: al principio era duro resistir la falta de 'dosis', pero pasados unos días el cuerpo se acostumbraba y era más llevadero. Iba a aquella zona porque nadie le juzgaba o humillaba por su aspecto desaliñado, vistiendo ropas viejas y gastadas por el uso, sin ninguna otra muda con que cambiarse. Solo hacía unos pocos días que finalmente obtuvo un trabajo, de pocas horas y muy duro, pero al menos le permitía pagarse una habitación en la que dormir de vez en cuando y tal vez más adelante pudiera comprarse ropa nueva.

Esa noche no buscaba vampiros ni un cuerpo caliente con el que engañar la soledad, había ido con la esperanza de encontrarse con alguna buena mujer que pudiera zurcir su camisa, que a parte de sucia por el trabajo de horas antes tenía más agujeros que los calcetines. A su nuevo jefe no le agradaba la idea de que uno de sus empleados se viera en un estado tan lamentable y necesitaba solucionar aquello rápidamente. También deseaba un baño pero eso era aspirar ya a demasiado. Por suerte había fuentes suficientes en la ciudad para acicalarse de vez en cuando. Su sorpresa se llevó al ver no muy lejos un rostro conocido. No sabía su nombre porque apenas se habían visto un par de veces, pero era agradable reconocer a alguien en medio de aquella algarabía de gritos y peleas.

Se encaminó hacia la joven y, a falta de palabras que no saldrían de sus labios debido al voto de silencio, le puso una mano en el codo para hacerse notar, sonriendo y esperando no haberla asustado, que era lo que normalmente provocaba al resto de damas de la ciudad, ya fuera por su aspecto de mendigo o por el metro ochenta que medía. Inclinó la cabeza deseándole en silencio las buenas noches.