AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The sky all day is as black as night | Privado
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The sky all day is as black as night | Privado
“Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas”
Mario Benedetti
Mario Benedetti
El taconeo de Bárbara retumbaba en el silencio del Banque de France, provocando un eco profundo. Su paso era firme, decidido. Era la primera en llegar, cuando el Sol recién comenzaba a nacer en el horizonte, y las criaturas nocturnas volvían a sus aposentos, a continuar con su muerte. No les temía y, de hecho, algunos de sus más prestigiosos colaboradores eran de esa especie perseguida por una Iglesia cada vez más atrofiada. Su doncella la seguía por detrás, y completaban la comitiva un contador y un abogado, que oficiaban, también, de guardaespaldas. La viuda jamás había preguntado, pero sospechaba que ellos también pertenecían a esos seres de los que nadie quería hablar. A ella no le importaba la procedencia ni la naturaleza, siempre y cuando le fueran útiles. Bárbara medía a la vida en costo y beneficio, y todo se volvía más simple, más práctico.
Ingresó a su despacho, ubicado en el segundo piso, se quitó la capa de color bordó que le dio a la muchacha, quien en un mutismo ensayado la colgó. Luego, salió del lugar a preparar los cafés con leche que el trío bebía todas las mañanas. Los dos hombres tenía un respeto divino hacia la figura de Destutt de Tracy, y no se esmeraban demasiado en ocultarlo. Conversaron unas pocas palabras, y rápidamente Anaïs regresó con las infusiones. La rapidez con la que hacía las tareas, era uno de los motivos por los cuales la llevaba a todos lados. El otro era la discreción. Era muy joven y se había ganado la confianza de Bárbara, algo que muy pocos conseguían.
—Puedes retirarte —y la doncella, con sigilo, acató la orden tras hacer una leve reverencia. —Ahora, caballeros, me dirán si han encontrado todo lo que solicité de los Grimaldi —colocó un terrón de azúcar en la taza y comenzó a revolver.
Ambos abrieron sus maletines de cuero negro y dispusieron sobre la mesa una serie de documentos, muchos de ellos con el sello de confidencialidad de la corona francesa, de la inglesa e, incluso, de la española. Otro de los detalles de aquellos dos empleados era que resultaban excelentes consiguiendo información. A la viuda no le interesaban los métodos, sino el resultado. Ellos sabían hacer muy bien su trabajo, no dejaban rastro y mantenían cuidado el nombre de la dueña de aquel imperio monetario. Tras vaciar sus tazas con algunas que otras explicaciones entre medio, se retiraron, dejando a Bárbara repleta de papeles. Había citado a Maximilien a la tarde, por lo que disponía de muchas horas para estudiar lo recibido.
No almorzó, pero su doncella se encargó de dejarle algún que otro bocadillo y mantener siempre llena la jarra con agua de menta. Picoteó aquí, allá, sin despegarse de la lectura. El día pasó más rápido de lo esperado y, a las cuatro y media de la tarde, Anaïs le recordó que en media hora llegaba Grimaldi. La invadió una increíble ansiedad, completamente impropia de ella, pero que supo disimular. Se refrescó el rostro en el toilette, se enjuagó la boca y la muchacha le retocó la sencilla trenza. Se miró en el espejo, y su vestido verde plomo se mantenía intacto. Era muy sencillo y cómodo, el típico atuendo que utilizaba para sus largas jornadas laborales. Juzgó su aspecto como demasiado sobrio y simple, al tiempo que colocaba esencia de rosas detrás de sus orejas y en el escote. Regresó a su escritorio y en el instante mismo que se sentaba, tocaron la puerta para anunciar al recién llegado. Bárbara se puso de pie para recibirlo.
—Bienvenido, Monsieur —extendió su mano de forma tal que Maximilien le diera un apretón, y no un beso. —Debo decir que su puntualidad es exquisita —y Bárbara lo agradecía. Nadie la hacía esperar, y menos cuando necesitaban de su ayuda con aquella urgencia. Pero a lo que no le daba gracias era al vuelco que se daba en su estómago cuando cruzaba miradas con aquel príncipe sin corona.
Ingresó a su despacho, ubicado en el segundo piso, se quitó la capa de color bordó que le dio a la muchacha, quien en un mutismo ensayado la colgó. Luego, salió del lugar a preparar los cafés con leche que el trío bebía todas las mañanas. Los dos hombres tenía un respeto divino hacia la figura de Destutt de Tracy, y no se esmeraban demasiado en ocultarlo. Conversaron unas pocas palabras, y rápidamente Anaïs regresó con las infusiones. La rapidez con la que hacía las tareas, era uno de los motivos por los cuales la llevaba a todos lados. El otro era la discreción. Era muy joven y se había ganado la confianza de Bárbara, algo que muy pocos conseguían.
—Puedes retirarte —y la doncella, con sigilo, acató la orden tras hacer una leve reverencia. —Ahora, caballeros, me dirán si han encontrado todo lo que solicité de los Grimaldi —colocó un terrón de azúcar en la taza y comenzó a revolver.
Ambos abrieron sus maletines de cuero negro y dispusieron sobre la mesa una serie de documentos, muchos de ellos con el sello de confidencialidad de la corona francesa, de la inglesa e, incluso, de la española. Otro de los detalles de aquellos dos empleados era que resultaban excelentes consiguiendo información. A la viuda no le interesaban los métodos, sino el resultado. Ellos sabían hacer muy bien su trabajo, no dejaban rastro y mantenían cuidado el nombre de la dueña de aquel imperio monetario. Tras vaciar sus tazas con algunas que otras explicaciones entre medio, se retiraron, dejando a Bárbara repleta de papeles. Había citado a Maximilien a la tarde, por lo que disponía de muchas horas para estudiar lo recibido.
No almorzó, pero su doncella se encargó de dejarle algún que otro bocadillo y mantener siempre llena la jarra con agua de menta. Picoteó aquí, allá, sin despegarse de la lectura. El día pasó más rápido de lo esperado y, a las cuatro y media de la tarde, Anaïs le recordó que en media hora llegaba Grimaldi. La invadió una increíble ansiedad, completamente impropia de ella, pero que supo disimular. Se refrescó el rostro en el toilette, se enjuagó la boca y la muchacha le retocó la sencilla trenza. Se miró en el espejo, y su vestido verde plomo se mantenía intacto. Era muy sencillo y cómodo, el típico atuendo que utilizaba para sus largas jornadas laborales. Juzgó su aspecto como demasiado sobrio y simple, al tiempo que colocaba esencia de rosas detrás de sus orejas y en el escote. Regresó a su escritorio y en el instante mismo que se sentaba, tocaron la puerta para anunciar al recién llegado. Bárbara se puso de pie para recibirlo.
—Bienvenido, Monsieur —extendió su mano de forma tal que Maximilien le diera un apretón, y no un beso. —Debo decir que su puntualidad es exquisita —y Bárbara lo agradecía. Nadie la hacía esperar, y menos cuando necesitaban de su ayuda con aquella urgencia. Pero a lo que no le daba gracias era al vuelco que se daba en su estómago cuando cruzaba miradas con aquel príncipe sin corona.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: The sky all day is as black as night | Privado
Observó el reloj de bolsillo, forjado en oro blanco y turmalina negra, una reliquia Grimaldi de las pocas que los habían acompañado hasta Francia, el país que los hospedaba, aunque él sentía más bien que estaban cautivos, porque ¿quién busca asilo en el mismo reino que tomó por fuerza el trono de Mónaco? Cerró el artefacto y lo guardó en el bolsillo interior de su saco azul muy oscuro, casi negro, a juego con el chaleco y el pantalón. Antaño había ocultado el vibrante cerúleo de sus ojos, porque era recordatorio de lo diferente que era al resto de su familia, pero ya no más y ahora hacía todo para resaltar su mirada, como vestir inteligentemente en esos tonos, para que sus fanales se vieran más garzos.
Observó el edificio del Banque de France desde la acera de enfrente, y decidió que, en lo que cruzaba la calle, era anunciado, conducido a la oficina de su interés y todo eso, llegaría justo a tiempo. Y así fue, no en vano era Maximilien el cerebro detrás de la familia real monegasca.
Sonrió ante el recibimiento de Bárbara, fue a hacer uno de sus comentarios inteligentes, que seguro no gustaría a ella, y prefirió guardárselo, también el anhelo de besar la mano, porque ella no le dio oportunidad. Arqueó una ceja y correspondió el apretón.
—Gracias por recibirme. —Mantuvo también la distante cordialidad, mientras se desabrochaba el saco para sentarse—. Los monegascos somos puntuales, qué puedo decirle —dijo. Era herencia de sus vecinos del Norte, la propia Francia, porque si por su herencia italiana fuera, serían un desastre como los de la península.
—No podía hacerla esperar, me sentiría muy mal. Además, lo que nos reúne aquí es muy de mi interés como para quedar mal, ¿no lo cree? —Sonrió, pero hubo algo calmado y medido en el gesto. Precisamente eso, que fue algo estudiado y no espontáneo. Debía andarse con cuidado, comenzaba a conocer a Bárbara, un paso en falso podía salirle caro.
Y «conocer» era relativo, claro, no podía pretender haber visto todas las honduras de la mujer, que parecían muchas y muy complejas, un laberinto hecho mujer. Acentuó la sonrisa ante el pensamiento, y esta vez la mueca lució más natural, más parecida a las que ya le había dedicado en ese par de encuentros rarísimos, como si el destino, o lo que fuera, se empeñara en cruzar sus caminos.
—No quiero robarle mucho de su tiempo, pero me temo que es asunto peliagudo el que vamos a tratar, así que… ¿podemos entrar en materia? —Frente a Bárbara estaba un Maximilien desconocido, uno que pedía permiso, casi sumiso. No que de pronto bajara la guardia por tratarse de una mujer tan hermosa, lo que sucedía era que jugaba sus cartas muy cuidadosamente. La batuta ahí la tenía ella, y no era tonto como para creer lo contrario, o que podría quitársela. Estaban en su territorio, literalmente.
Se movió en su asiento, recargando el peso en lado derecho, recargando el codo en el desacansabrazos y descansando la cabeza sobre su mano. Una posición tranquila, no amenazante, casual, incluso amigable, aunque siempre existía en su semblante un latente peligro, en sus ojos, en su rostro, en su porte, algo que te indicaba que con él no se podía jugar, eso mismo que lo hacía tan atractivo también.
Última edición por Maximilien Grimaldi el Miér Ago 29, 2018 9:10 pm, editado 2 veces
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: The sky all day is as black as night | Privado
A pesar de lo complejo de la situación, Bárbara estaba tranquila. Era su escenario predilecto, donde todo se volvía impersonal y la frialdad del dinero congelaba cualquier rastro de humanidad. Relaciones mercantilizadas y la necesidad del otro eran la moneda corriente, y era lo que la viuda mejor sabía manejar. Lejos de la alteración a la que muchos los sometía, la joven dama siempre tenía el semblante imperturbable –más que en su cotidianeidad-, las facciones suavizadas, muy alejado de la dureza que mostraba cuando de un evento social se trataba. Aquella mole que era el Banque de France era su fortaleza, y estaba segura que, de haber podido, se hubiera mudado a vivir allí, donde tenía el mundo a sus pies y los fantasmas del pasado no eran capaces de cruzar la puerta. Era en ese sitio donde se había forjado a sí misma y donde había logrado separar su nombre del de su familia, para tener uno propio, una identidad, donde su individualidad estaba en su esplendor y no hacía falta mostrar algo que no era. En ese sitio no había miedos y era poderosa, incluso lograba calmar lo que la encadenaba. Ciertamente, allí era libre, y eso no pasaba desapercibido para nadie.
Sin embargo, algo no estaba funcionando bien. Desde que Maximilien Grimaldi había cruzado el umbral de la puerta, en el vientre de la viuda se había instalado una especie de cosquilleo que no podía describir de forma racional. Algo generaba él que no le permitía el sosiego, que le provocaba cierto vértigo y, al mismo tiempo, una paz irremediable. ¿Cómo era posible que una sola persona provocara tantas sensaciones contradictorias? El monegasco no le inspiraba temor, todo lo contrario; estar frente a él, a pesar de su altura, de sus hombros anchos, de sus manos grandes, de su sonrisa seductora y de aquella mirada felina, le daba una profunda seguridad. Algo muy íntimo le decía que Grimaldi no era capaz de hacerle daño, y no le gustaba sentirse de aquella forma, pues toda su personalidad estaba construida en base a la reticencia hacia el sexo opuesto, que la colocaba bajo su yugo para destruirla. No sabía en qué momento todo había cambiado, pero las estructuras de Bárbara iban desmoronándose una a una, a medida que transcurrían los minutos en compañía del miembro de la familia real de Mónaco.
—Estamos de acuerdo —dijo, y se inclinó levemente sobre el escritorio para buscar uno de los tantos papeles que sus trabajadores le habían dejado. Era una mujer de pocas palabras, claro estaba. Asimismo, le era bastante imposible hilvanar una frase coherente con aquellas emociones a flor de piel, por lo que procuró desviar su mirada de él. Se dijo que era momento de calmarse y concentrarse. Dio con aquella bendita hoja, la tomó entre sus dedos y la leyó por encima. —En éste papel, Monsieur, está detallado el hecho de que no tiene ninguna propiedad para dar como garantía. Ni un metro cuadrado de tierra que a mí me dé la seguridad de que no perderé ni un centavo dándole el préstamo —le extendió el informe para que él lo leyera, aunque Bárbara sabía que él era consciente de eso.
—La esclavitud por deudas fue abolida, por consiguiente, el panorama para usted y su familia es bastante gris —comentó una vez que se acomodó en la silla, absolutamente erguida y el mentón levemente levantado. Sus manos descansaban en el regazo, una sobre la otra. —Sinceramente, no veo con qué argumentos fácticos logrará convencerme. Y no crea que no comprendo los ideales románticos de la recuperación del territorio, la herencia familiar, que son igualmente valiosos que las propiedades, pero en el ámbito que nos estamos desenvolviendo, no sirven para cumplir con las obligaciones que nos conciernen. Usted me agrada, pero ambos sabemos que con eso no es suficiente —descansó levemente en el respaldar, los codos en los apoyabrazos y los dedos unidos a la altura del pecho.
Sin embargo, algo no estaba funcionando bien. Desde que Maximilien Grimaldi había cruzado el umbral de la puerta, en el vientre de la viuda se había instalado una especie de cosquilleo que no podía describir de forma racional. Algo generaba él que no le permitía el sosiego, que le provocaba cierto vértigo y, al mismo tiempo, una paz irremediable. ¿Cómo era posible que una sola persona provocara tantas sensaciones contradictorias? El monegasco no le inspiraba temor, todo lo contrario; estar frente a él, a pesar de su altura, de sus hombros anchos, de sus manos grandes, de su sonrisa seductora y de aquella mirada felina, le daba una profunda seguridad. Algo muy íntimo le decía que Grimaldi no era capaz de hacerle daño, y no le gustaba sentirse de aquella forma, pues toda su personalidad estaba construida en base a la reticencia hacia el sexo opuesto, que la colocaba bajo su yugo para destruirla. No sabía en qué momento todo había cambiado, pero las estructuras de Bárbara iban desmoronándose una a una, a medida que transcurrían los minutos en compañía del miembro de la familia real de Mónaco.
—Estamos de acuerdo —dijo, y se inclinó levemente sobre el escritorio para buscar uno de los tantos papeles que sus trabajadores le habían dejado. Era una mujer de pocas palabras, claro estaba. Asimismo, le era bastante imposible hilvanar una frase coherente con aquellas emociones a flor de piel, por lo que procuró desviar su mirada de él. Se dijo que era momento de calmarse y concentrarse. Dio con aquella bendita hoja, la tomó entre sus dedos y la leyó por encima. —En éste papel, Monsieur, está detallado el hecho de que no tiene ninguna propiedad para dar como garantía. Ni un metro cuadrado de tierra que a mí me dé la seguridad de que no perderé ni un centavo dándole el préstamo —le extendió el informe para que él lo leyera, aunque Bárbara sabía que él era consciente de eso.
—La esclavitud por deudas fue abolida, por consiguiente, el panorama para usted y su familia es bastante gris —comentó una vez que se acomodó en la silla, absolutamente erguida y el mentón levemente levantado. Sus manos descansaban en el regazo, una sobre la otra. —Sinceramente, no veo con qué argumentos fácticos logrará convencerme. Y no crea que no comprendo los ideales románticos de la recuperación del territorio, la herencia familiar, que son igualmente valiosos que las propiedades, pero en el ámbito que nos estamos desenvolviendo, no sirven para cumplir con las obligaciones que nos conciernen. Usted me agrada, pero ambos sabemos que con eso no es suficiente —descansó levemente en el respaldar, los codos en los apoyabrazos y los dedos unidos a la altura del pecho.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: The sky all day is as black as night | Privado
La observó detenidamente, la estudió pero trató de no parecer muy invasivo. Con otros posibles aliados, benefactores o enemigos que quería quitar de enmedio, se mostraba amenazante, en cada uno de sus movimientos les declaraba la guerra y se proclamaba vencedor de la misma a la vez, era así de contundente. Pero ahora se mostró más reservado, más abierto, más…, sí, suave si se quiere. Maximilien se dijo mentalmente que era porque el capital sería lo que finalmente le daría su ansiada victoria, pero conforme pasaban los minutos, esa versión de su propia historia dejaba de tener credibilidad y bases sólidas.
Trató de no prestar atención a esos pensamientos y mantuvo una sonrisa ladina en el rostro. Encantadora más que arrogante, aunque algo había de eso, le era inevitable. Se inclinó al frente para recibir el documento y comenzó a leer con el ceño fruncido. Levantó la mirada al escucharla hablar y desde luego que entendió. Algunos segundos más mantuvo el papel entre ambos pares de pulgar e índice, para luego colocarlo en el escritorio y deslizarlo hacia ella con la yema de los dedos.
—Comprendo —dijo de manera neutral—, antes de continuar con lo que quiero decir al respecto, quisiera aclarar que me sentiría más cómodo si me llamara Maximilien. —La sonrisa se acentuó, pero en esta ocasión pareció un gesto digno de Loki, el dios del engaño. No que quisiera timarla, pero era un truco. Para esas alturas, eso sí, ya sabía que a Bárbara no se le podía engañar, aun así debía hacer uso de las armas que ya tenía dominadas, y su refinamiento principesco formaba parte del arsenal.
—Como sea. Sí, tiene usted razón, la familia real ahora mismo no cuenta con nada en su poder, aunque por derecho, el Palacio del Príncipe en Mónaco es… de mi hermano —habló con una pasión que pocas veces se permitía—, sé que usted necesita cosas concretas, por eso le recomendaría descartar lo que dice ese documento… —Señaló con el mentón el papel entre ambos. Dijo aquello casi con desdén.
No tenía un plan para una situación así y se dio cuenta que había subestimado a Destutt de Tracy. Era joven, pero para nada ingenua. Creyó que el mero peso del apellido Grimaldi sería suficiente; había sido suficiente antes, y aquí se había topado con pared. Aguardó unos segundos y se relamió los labios. Una vez más, no en vano era el cerebro detrás de esa empresa que se antojaba imposible y que, con él al mando, estaba a nada de concretarse.
—Le sugiero, en cambio… —habló de nuevo y se removió en su asiento, recargando el peso en el otro lado de su cuerpo—, que investigue lo que Iñaki Aramburuzabala tiene. Hombre de negocios español, seguro se sorprenderá y quedará satisfecha. No le estoy ofreciendo algo ajeno, él será mi fiador —declaró y Dios santo, qué demonios estaba haciendo, nada de eso lo había hablado con su padrino, no estaba seguro que fuera a aceptar.
Se mantuvo sereno, nada de lo que cruzaba por su mente se reflejaba en su rostro o en su voz. Había lidiado con cosas difíciles, pero en ese instante, Bárbara Destutt de Tracy fue la más complicada de sus misiones. Era eso, quizá, por eso no la veía hacia abajo o con intenciones de intimidarla, porque era el rival más digno que se había encontrado. La veía como una igual, con todo y su juventud y aparente fragilidad. Maximilien pensó en ese instante que, de tener oportunidad, le podía enseñar como sacar todavía más provecho de esas cualidades; era obvio que la mujer se conocía, y aún así, le pareció que se comportaba distinto a las veces anteriores en las que ya se habían visto.
—Vamos a suponer que lo que posee Aramburuzabala la convence, ¿qué proseguiría, Bárbara? ¿Puedo llamarte así? —Supo perfectamente lo que estaba haciendo. O casi, porque existió también una necesidad de prolongar el encuentro, de seguir estudiándola pero no como enemiga o como aliada, sino como algo más… como Bárbara, así de simple.
Última edición por Maximilien Grimaldi el Lun Feb 25, 2019 10:48 pm, editado 1 vez
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: The sky all day is as black as night | Privado
El ego de Bárbara brincaba victorioso. Había una faceta suya que disfrutaba de acorralar a los hombres, de ponerlos contra las cuerdas de sus propios deseos. Ella marcaba el límite, era la que decidía si sí o si no. Su palabra era la única, la que se respetaba, y había visto a más de uno sudar como un caballo, empapando su ropaje elegante. Claro que estaba segura de que no vería nunca así a Maximilien Grimaldi, mas disfrutó de haberlo sorprendido. ¿Qué clase de banquera sería si no investigaba a aquellos que buscaban su beneplácito? Sin embargo, a pesar de ese costado suyo que se regocijaba, había otro, al que estaba intentando acallar de todas las maneras posibles, que la obligaba a lanzarse al abismo, que le gritaba que lo ayudase, que confiase, que se dejase llevar por la pasión de aquel caballero. Quizá, porque la viuda se daba cuenta de que no fingía el amor por su patria ni la esperanza de recuperar lo perdido. Era genuino, y una mujer como ella, no estaba acostumbrada a los actos sinceros, mucho menos del sexo opuesto. Descreída de la humanidad, había preferido colocarse en un pedestal sobre Grimaldi y contemplarlo desde allí. Se sintió, una vez más, una completa idiota.
—De ninguna manera lo llamaré por su nombre de pila —comentó con seriedad y medida lentitud. —Mucho menos en éste contexto, Monsieur —remarcó, premeditadamente, la última palabra.
Debía aceptar que involucrar a Aramburuzabala había sido un gran golpe. No lo vio venir, y a pesar de saber que estaba improvisando, decidió seguirle el juego. Conocía perfectamente al hombre, en especial, porque era el dueño de la propiedad colindante con la suya, y una maniática del control como Bárbara, debía saber todo sobre quienes la rodeaban. Vagamente, recordó que sus informantes le habían hablado de la relación entre la exiliada familia real monegasca y el adinerado español. Lo había cruzado en alguna que otra oportunidad, le había parecido muy serio y correcto, y era vox populi la incontable fortuna que poseía en sus arcas. Maximilien le pareció un hombre inteligente, y no tuvo dudas de que lograría que su padrino –había terminado averiguando el vínculo que los unía- se arrojase a aquella empresa que no tenía ni pies ni cabeza.
—En caso de que Aramburuzabala aceptase unirse, es con él con quien debería venir en una próxima oportunidad —concedió Bárbara, dándole una pequeña esperanza. —Los términos cambiarían y podría acceder a que el Banque de France quedase vinculado en ésta locura, en la que un hombre de tanto prestigio serviría de garante —se apoyó en el respaldar y se atrevió a aflojar la tensión por unos instantes, mientras tamborileaba suavemente los dedos sobre una de las hojas que Maximilien le había devuelto.
—Puede llamarme por mi nombre —y no supo por qué se tomó aquella licencia. —Pero no frente a otras personas —se percató de que estaba dando a entender de que se verían a solas, en privado, e hizo un esfuerzo sobrehumano para controlar el calor que le subía por el pecho hasta el rostro. —Quiero decir que, si llegamos a cruzarnos en algún evento, debería mantener el protocolo. En un ámbito como éste —con un movimiento curvo de su mano, señaló la oficina— en el que deberemos vernos por las cuestiones que nos aúnan, puede decirme Bárbara —explicó. —Tras el espectáculo lamentable que di en nuestro primer encuentro, no tengo el valor suficiente para pedirle que no lo haga —y sonrió, con una franqueza que ni ella misma conocía, y también con tristeza y con cansancio, tal vez demasiado agotada de las máscaras, de las barreras, de las distancias que ponía ante el mundo. Alzó la mirada y la fijó en los zafiros de Maximilien, y sintió el cimbronazo en sus propias estructuras, esas que habían comenzado a desintegrare.
—De ninguna manera lo llamaré por su nombre de pila —comentó con seriedad y medida lentitud. —Mucho menos en éste contexto, Monsieur —remarcó, premeditadamente, la última palabra.
Debía aceptar que involucrar a Aramburuzabala había sido un gran golpe. No lo vio venir, y a pesar de saber que estaba improvisando, decidió seguirle el juego. Conocía perfectamente al hombre, en especial, porque era el dueño de la propiedad colindante con la suya, y una maniática del control como Bárbara, debía saber todo sobre quienes la rodeaban. Vagamente, recordó que sus informantes le habían hablado de la relación entre la exiliada familia real monegasca y el adinerado español. Lo había cruzado en alguna que otra oportunidad, le había parecido muy serio y correcto, y era vox populi la incontable fortuna que poseía en sus arcas. Maximilien le pareció un hombre inteligente, y no tuvo dudas de que lograría que su padrino –había terminado averiguando el vínculo que los unía- se arrojase a aquella empresa que no tenía ni pies ni cabeza.
—En caso de que Aramburuzabala aceptase unirse, es con él con quien debería venir en una próxima oportunidad —concedió Bárbara, dándole una pequeña esperanza. —Los términos cambiarían y podría acceder a que el Banque de France quedase vinculado en ésta locura, en la que un hombre de tanto prestigio serviría de garante —se apoyó en el respaldar y se atrevió a aflojar la tensión por unos instantes, mientras tamborileaba suavemente los dedos sobre una de las hojas que Maximilien le había devuelto.
—Puede llamarme por mi nombre —y no supo por qué se tomó aquella licencia. —Pero no frente a otras personas —se percató de que estaba dando a entender de que se verían a solas, en privado, e hizo un esfuerzo sobrehumano para controlar el calor que le subía por el pecho hasta el rostro. —Quiero decir que, si llegamos a cruzarnos en algún evento, debería mantener el protocolo. En un ámbito como éste —con un movimiento curvo de su mano, señaló la oficina— en el que deberemos vernos por las cuestiones que nos aúnan, puede decirme Bárbara —explicó. —Tras el espectáculo lamentable que di en nuestro primer encuentro, no tengo el valor suficiente para pedirle que no lo haga —y sonrió, con una franqueza que ni ella misma conocía, y también con tristeza y con cansancio, tal vez demasiado agotada de las máscaras, de las barreras, de las distancias que ponía ante el mundo. Alzó la mirada y la fijó en los zafiros de Maximilien, y sintió el cimbronazo en sus propias estructuras, esas que habían comenzado a desintegrare.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: The sky all day is as black as night | Privado
A cada minuto que pasaba, a cada palabra que salía de la boca de Bárbara, Maximilien quedaba más y más convencido de lo inteligente que era la mujer. Convencido y encantado, por supuesto. Aunque en ese instante, la sagacidad ajena no estuviera jugando a su favor. Al menos, no se percató de lo mucho que la mujer obnubilaba su pensamiento, sino se habría sonrojado y eso no podía permitírselo.
Escuchó y asintió. Habría querido que su padrino no fuera en persona, ya tenía suficiente con tener que pedirle este enorme favor. Sabía que Iñaki lo quería como a un hijo y que haría todo por él, pero tal vez algo así de grande y grave era el límite y le iba a tocar averiguarlo. Entrelazó los dedos y descansó las manos en el regazo.
—Hablaré con él. Me temo que me volverá a tener por aquí —dijo. Con suerte eso sucedería. Pero Maximilien no era hombre que confiara en el azar, no podía dejar las cosas así, tenía que amarrar todos los cabos antes de dar el siguiente paso. Su gran misión no era una guerra que involucrara a Europa, era algo tan preciso que podía compararse con una cirugía.
Entonces sonrió y la preocupación de tener que hablar con su padrino pasó a segundo plano cuando le permitió llamarla Bárbara bajo ciertas circunstancias. Apenas fue a formular una respuesta inteligente, cuando otra idea llegó a él de manera repentina.
—Y dime, Bárbara… —Claro que se aprovechó de inmediato de permiso que obtuvo—. ¿Cómo debo decirte, si, por ejemplo, te invitara al teatro a un palco privado? —Sus ojos azules parecieron querer despojarla de la ropa y sus secretos, de sus ataduras, de sus prejuicios y tabúes.
—Aramburuzabala está de viaje. Fue a las tierras de la corona española en el Nuevo Mundo. Tardará unos meses. No puedo imaginarme no verte durante tanto tiempo —soltó y supo perfectamente lo que estaba haciendo. Aún así, el coqueteo era muy real. Esta mujer quitaba el aliento, sólo que si quería que su reconquista triunfara debía andarse con cuidado. Pero creyó que una ida al teatro no le afectaría a nadie.
Se puso de pie de manera rauda. Apoyó los nudillos de la diestra sobre el escritorio, provocando que quedara un poco inclinado al frente.
—En dos noches se presenta Cimbelino. Cuento con el palco de mi padrino. Me gustaría que pudiéramos vernos en otro contexto. Si quieres pensarlo, puedes enviar tu respuesta con un mensajero, sabes dónde me estoy quedando. —Sonrió—. Por ahora no podemos hacer más, hasta que pueda venir Aramburuzabala, ¿no es así? Así que te dejo, eres una mujer muy ocupada —dijo. La verdad era que quería verla, sí, en un ambiente más neutral.
Terminó de inclinarse y tomó una mano de Bárbara que estaba a su alcance para besarla, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Espero aceptes mi invitación, y pueda llamarte por tu nombre en el teatro. —La soltó con suavidad.
Giró sobre sus talones y se encaminó a la puerta, pero se detuvo a la mitad del camino y se volvió hacia ella.
—Por cierto, aquella vez que nos conocimos… no me pareció un espectáculo lamentable. Sólo los verdaderamente fuerte demuestran sus sentimientos. —Guiñó, se giró y retomó su camino hasta la salida.
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 31/01/2016
Localización : París
Re: The sky all day is as black as night | Privado
No era inmune a sus encantos. Bárbara se preguntaba si alguna mujer lo era. Y a pesar de siempre haberse sentido completamente diferente a sus congéneres, ahí estaba, tan humana como cualquier otra, controlando la revolución que se había desatado en su mente y, para qué negarlo, en su cuerpo también. Enteramente respondió a su mirada, que parecía querer devorarla de un solo bocado, ¿o tal vez lentamente? Se sintió vulnerable y poderosa a la vez, porque a pesar de que todo su ser se había estremecido, nunca un hombre la había mirado de aquella manera. Muchos habían intentado engatusarla, pero ninguno había logrado hacerle mella; hombres que podían poner al mundo a sus pies, que tenían riquezas y encantos. Y ahí estaba Maximilien Grimaldi, un príncipe sin reino, adoptado, que luchaba para que al trono llegase su hermano y que su familia recuperase el poder y el prestigio de antaño. A él lo tenía comiendo de su mano porque la necesitaba para cumplir sus objetivos, y por un instante la idea de que estuviera usándola para acortar caminos, la perturbó.
Por supuesto, ¿para qué otra cosa le dedicaría aquellas palabras dulces? Todos los hombres que se acercaban a ella lo hacían con mismo fin: obtener su favor. Lo cierto era que a Bárbara, Maximilien Grimaldi la afectaba. De cierta forma, ella le había conferido aquella autoridad. Pero se admitía convertida en una presa fácil, instándose a mantener la compostura, a no mostrarse débil ante él. Y no le gustaba sentirse así, y al mismo tiempo, el vértigo que le generaba era indescriptible. Le hubiera encantado poner en palabras las emociones que comenzaban a desatarse, lentamente; toda su vida habían estado amarradas, incapaces de manifestarse, y allí estaban, tan presentes que la asustaban.
El contacto la tomó por sorpresa y estuvo a punto de retirar la mano, pero no hubo fuego. La piel no le dolió, ni entró en pánico. De hecho, hasta se sintió a gusto, y fue incapaz de correrle la mirada, más por el asombro en el que estaba sumida que por una cuestión de atracción. A pesar de las ideas negras que se habían instalado, Bárbara llegó a la conclusión de que ella también quería volver a verlo y volver a sentirse de aquella forma: viva. A punto estuvo de aceptar su propuesta, pero recordó la fecha y el entusiasmo se esfumó.
—Lamento tener que rechazar su propuesta —y en la voz se la notaba acongojada. —Es el aniversario de la muerte de mi madre — ¿por qué se lo contaba? — y preferiré quedarme en mi hogar luego de oficiar una misa para ella.
La joven viuda se puso de pie, para acompañarlo hasta la puerta.
—Pero no faltará la oportunidad de volver a cruzarnos —aseguró, con una sonrisa muy suave curvándole los labios. —Tenemos importantes asuntos en común. Revisaré nuevamente la documentación y veré si es posible que avancemos hasta el regreso de su padrino —giró el picaporte y volteó para mirarlo.
—Ha sido un gusto, Maximilien —y su nombre brotó con absoluta naturalidad.
Recién cuando la puerta se cerró, Bárbara cayó en la cuenta de que lo había despedido de una manera tan informal. Regresó a su escritorio, se sentó y contempló su mano, allí donde Grimaldi había depositado un beso. Se le había grabado la sensación en la piel, y parecía que todos aquellos secretos sangrantes que se escondían bajo su dermis comenzaban a sanar.
Por supuesto, ¿para qué otra cosa le dedicaría aquellas palabras dulces? Todos los hombres que se acercaban a ella lo hacían con mismo fin: obtener su favor. Lo cierto era que a Bárbara, Maximilien Grimaldi la afectaba. De cierta forma, ella le había conferido aquella autoridad. Pero se admitía convertida en una presa fácil, instándose a mantener la compostura, a no mostrarse débil ante él. Y no le gustaba sentirse así, y al mismo tiempo, el vértigo que le generaba era indescriptible. Le hubiera encantado poner en palabras las emociones que comenzaban a desatarse, lentamente; toda su vida habían estado amarradas, incapaces de manifestarse, y allí estaban, tan presentes que la asustaban.
El contacto la tomó por sorpresa y estuvo a punto de retirar la mano, pero no hubo fuego. La piel no le dolió, ni entró en pánico. De hecho, hasta se sintió a gusto, y fue incapaz de correrle la mirada, más por el asombro en el que estaba sumida que por una cuestión de atracción. A pesar de las ideas negras que se habían instalado, Bárbara llegó a la conclusión de que ella también quería volver a verlo y volver a sentirse de aquella forma: viva. A punto estuvo de aceptar su propuesta, pero recordó la fecha y el entusiasmo se esfumó.
—Lamento tener que rechazar su propuesta —y en la voz se la notaba acongojada. —Es el aniversario de la muerte de mi madre — ¿por qué se lo contaba? — y preferiré quedarme en mi hogar luego de oficiar una misa para ella.
La joven viuda se puso de pie, para acompañarlo hasta la puerta.
—Pero no faltará la oportunidad de volver a cruzarnos —aseguró, con una sonrisa muy suave curvándole los labios. —Tenemos importantes asuntos en común. Revisaré nuevamente la documentación y veré si es posible que avancemos hasta el regreso de su padrino —giró el picaporte y volteó para mirarlo.
—Ha sido un gusto, Maximilien —y su nombre brotó con absoluta naturalidad.
Recién cuando la puerta se cerró, Bárbara cayó en la cuenta de que lo había despedido de una manera tan informal. Regresó a su escritorio, se sentó y contempló su mano, allí donde Grimaldi había depositado un beso. Se le había grabado la sensación en la piel, y parecía que todos aquellos secretos sangrantes que se escondían bajo su dermis comenzaban a sanar.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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