[Libre] Las cosas siempre pueden ir a peor... O no.

Últimamente Aurora estaba más sensible e histérica de lo normal. El que su bebé fuese a nacer en breves no le ayudaba. Todavía no tenía una vida mínimamente acomodada como para dar a luz sin problemas y proporcionarle a su descendiente lo que necesitaría. Aun por encima, las deudas se le acumulaban. El vampiro que pasaba cada semana por la calle donde tanto ella como otros sin techo pedían limosna, había aumentado la cantidad de dinero que le debían de pagar para que los dejase continuar con sus vidas sin utilizarlos como alimento.

Las soluciones se le acababan, no sabía cómo continuar. Había recorrido París buscando un trabajo que pudiese llevar a cabo en su estado, pero por ahora no había encontrado a nadie que la quisiese contratar. Las exigencias de los empleos que había tenido durante estos últimos meses eran demasiado fuertes para una mujer en su último mes de embarazo, y por ello tenía otra fuente menos de ingresos.

La preocupación se podía notar en su cara. Hoy era el día en el que ese chupasangres vendría a aprovecharse de los más necesitados, y esta vez ella sería una de sus víctimas. No tenía suficiente para pagarle. Podría aparecer en cualquier momento, y acabar con todo lo que había logrado hasta este entonces.

Su mirada inquieta avistó al varón a lo lejos. Sus pasos eran lentos y pesados, y sus aires de superioridad se podían notar a kilómetros. No iba a quedarse quieta ahí, siempre había estado luchando por su hijo. Este no podía ser el final.

Se levantó con rapidez, y comenzó a correr. Sabía que él se daría cuenta, pero actualmente era lo único que podía hacer para intentar salvarse. Un callejón llamó su atención. Estaba bastante apartado, y si tenía algo de suerte, no se fijaría en éste. Se agachó e intentó que su figura no destacase, escondiéndose detrás de un pequeño muro.

Cerró los ojos, y al escuchar unos pasos firmes, llevó las manos a su cabeza. ¿Cómo había podido ser tan ilusa? Estaba claro que la encontraría, daba igual dónde. A esa clase de seres sobrenaturales les resultaba extremadamente fácil dar con quien buscaban, con el simple hecho de conocer su olor corporal.

En la mente de la joven sólo existía la posibilidad de que esas pisadas fuesen de ese terrible hombre que tanto miedo le daba. Pero quién sabe, no todo es lo que parece... O sí.

Aquella noche, Kahud le había dicho que no saliera, puesto que las calles estaban atestadas de algunos cazadores de su raza y tenía que ser extremadamente cuidadosa para no encontrarse con ninguno. Resultaba completamente difícil divisar o reconocer a uno, iban en las mismas pintas humanas y sabían mezclarse muy bien en la sociedad, para luego arrancar el corazón de los seres, ellos creían, no debían existir bajo su nombrada jurisdicción. No obstante, Kida no reconocía voz de juicio en su cabeza, en sus noches libres de su tarea como bailarina en el circo disfrutaba de los placeres mal vistos por la alta sociedad y se paseaba sin recato alguno por las zonas que habían sido su escuela en la tierna niñez de una familia relegada a la miseria.

Era de ya de noche, cuando sus piernas le llevaron al mercado ambulante, aún existía vida nocturna por el lugar, comerciantes de todos los tipos y formas llamando a sus posibles clientes con sus voces estridentes, tratando de convertirse en el mejor postor en ofrecer sus productos. Miró durante un rato en los puestecillos, sin un solo franco en su bolsillo, se deleitó con algunas pequeñas maravillas alimenticias que reposaban en las más altas pirámides estructuradas por los mercaderes. Lanzó un suspiro, en el arte del robo, su hermano era el mejor, podía ser un joven callado y retraído que se limitaba a seguir los designios gitanos, pero a la hora de tomar lo que no le pertenecía, Kahud era perfecto. Kida en cambio, le costaba mucho más salir desapercibida, ya fuera por su apariencia o por su enorme torpeza, la imposibilidad de controlar sus poderes aún cuando llevaba media vida tratando de dominarlos o el simple hecho de que pensaba mucho después de accionar sus piernas para escapar. Fuese cual fuese la razón primordial, esa noche no robaría, se permitiría solo el placer de saborear imaginariamente todos aquellos apetitosos manjares que se desplegaban a través de los puestos de los comerciantes y luego iría a por un trago clandestino, lejos de la mirada desaprobadora de la clase social más alta.

Toda su vida había estado llena de rechazos, su padre los había rechazado: a ella, a su madre y a su amado hermano; en París, algunos la habían rechazado por su magia y otros habían rechazado a su amada y pequeña familia y mucho después había sentido el profundo odio que sentían algunas mujeres al encontrarla tendida en la cama de algunos grandes señores, dándoles el placer que ellas eran incapaces de otorgarle a sus maridos por el mismo recato disparatado del que tanto hacían alarde.

En medio de sus pensamientos más profundos se topó de lleno con una joven mujer escondida en un callejón, su postura le indicaba a la joven hechicera que se encontraba asustada. Se compadeció de ella al encontrarse con que estaba embarazada. Le tendió una mano y con una sonrisa amigable le preguntó—: ¿Necesitas escapar?

Aurora no quería abrir los ojos. El miedo la consumía rápidamente, y sentía que todo lo que había construido se iba a desmoronar en menos de un minuto. ¿Qué podía hacer? Estaba encerrada en ese callejón, no tenía otra opción más que quedarse quieta y esperar a saber cuál sería su suerte.

Miles de recuerdos se le pasaron por la cabeza, ya que en ese momento era lo único a lo que podía aferrarse. Rememoró el día en el que sus padres le regalaron por primera y última vez una muñeca de tela; el calor que le transmitía Kray en su forma de licántropo, y su manera de abrazar tan característica que obligaba a dejar atrás todos los problemas; observar las puestas de sol en la playa y disfrutar del olor salado del mar; y la primera vez que su bebé le dio una pequeña patada, proporcionándole a la joven la tranquilidad de saber que éste estaba bien.

Desde que se había quedado embarazada, por vergüenza y mil cosas más se había apartado de sus seres queridos. Todos estos meses la soledad la había devorado excepto en ocasiones puntuales. No le gustaba para nada esa sensación, pero ella misma la había elegido.

De repente, escuchó una voz femenina que la apartó de esos pensamientos. No se lo podía creer. Esos pasos tan temibles no eran de aquel vampiro, sino de alguien que por lo que parecía, se ofrecía a prestarle ayuda. Abrió los párpados y allí estaba, delante de ella, una mujer morena con una presencia y un cuerpo de infarto. Los rasgos de su cara eran característicos y bien modelados, y estaba segura de que bastantes hombres y mujeres caían rendidos a sus pies.

Aurora tenía curiosidad, ¿qué haría ahí, y cómo se habría fijado en ella, si estaba escondida? A lo mejor no se había ocultado bien del todo, y tampoco era tan difícil de encontrar. Pero no era momento para hacerse ese tipo de preguntas. La miró a los ojos, y sin poder pronunciar palabra alguna, cogió su mano con fuerza y se levantó con ayuda de la mujer.

Necesitaba escapar, sí. No quería poner a más gente en peligro, pero si se quedaba quieta sabía que la cosa no acabaría bien, así que aceptó su propuesta. -Ayúdame, por favor.-

Sabía que tendrían que correr, y no era algo que actualmente se le diese demasiado bien a causa del peso a mayores que albergaba en su cuerpo, pero tenía que sacar fuerzas y hacerlo. En ningún momento soltó la mano de la chica. Ni siquiera se daba cuenta de este gesto. Para ella, ese agarre era un punto de apoyo y seguridad.

De nuevo, fijó la mirada en la muchacha y se dispuso a hablar, con la voz algo temblorosa. -Hay un... Hombre que me está persiguiendo. No le quedará nada para llegar hasta aquí. Tenemos que correr.- Tuvo que medir sus palabras. Podía ser que la mujer que tenía enfrente no conociese lo sobrenatural, y si ese fuese el caso y mencionase la existencia de los vampiros, se metería en un buen lío.  

Apretó algo más la mano de su salvadora, y la incitó con un movimiento de cabeza a salir corriendo de ese callejón. Tenían que darse prisa o las cosas no acabarían bien para ellas.