Santos y soldados |Privado| (Lakme)

La nieve caía, abundante, cubriendo suelo y cadáveres sin distinción. Mi cuerpo emanaba un vapor casi sobrenatural fruto del esfuerzo producido tras la revuelta. Mi respiración, agitada, amenazaba con desgarrarme la garganta a cada bocanada de aire que se abría paso hasta mis pulmones, dándome la oportunidad de aferrarme a un nuevo sorbo de vida cada vez que el frío se me clavaba en el interior del pecho como un millón de agujas.

El paraje era desolador. De los supervivientes, sólo yo quedaba en pie. El resto, mutilados o gravemente heridos se arrastraban por la nieve y el hielo tratando de no caer en la desesperanza de una muerte segura, presas del frio o de esas mismas heridas. Veía la sangre que aún no se había congelado resbalar por mis ropas, mi piel y mi cabello, incapaz de distinguir cuanta era propia y cuanta ajena. Atragantado por la falta de aire, tosí fuertemente, llevando la mano de la espada a cubrir mi boca, en un intento infructuoso de parar el incesante flujo de sangre que emanaba de ella.

Con andares torpes, mi figura embotada en un cuero negro como la noche caminó los escasos metros que me separaban del látigo que reposaba en el lugar en el que hacía apenas media hora lo había dejado, esperando a ser desenrollado para aplicar su justo castigo. El cuero sustituyó al acero de mi mano y mi mirada se elevó hacia aquella espalda desnuda que, sus vecinos, habían tratado de salvar sin éxito, provocando una matanza sin precedentes en la que soldados, hombres de Dios y gitanos habían muerto por igual.

El cuerpo del niño temblaba de frío y miedo; podía olerlo y, aunque no iba a disfrutar con ello, sabía que era un mal necesario. Aquel era el precio que había que pagar por coquetear con la oscuridad y acceder a un don al que sólo Dios debería tener acceso.

-Soy inocente… lo juro- gritó el niño cuando el primer chasquido del látigo desgarró el aire, anunciando que su siguiente objetivo sería la carne enrojecida por el frío.

-Y puede que así sea… - inspiré, reprimiendo un nuevo espasmo -pero eso queda entre tú y Dios- sentencié firme, haciendo de tripas corazón al ver reflejado al niño que, hacía apenas un año, había adoptado en Jerusalén y que había caído muerto tras una semana enfermo. Pero era mi deber y no podía titubear.

Elevé el brazo, no sin esfuerzo, haciendo que el látigo describiera una circunferencia perfecta en el aire, dispuesto a golpear al condenado.

Pero no fueron las múltiples heridas que acababan de infligirme las que me hicieron desplomarme de rodillas en el suelo, fulminado como un pajarillo al ser abatido por una flecha. Un mal mucho peor venía a cobrarse su trofeo haciendo que el pentagrama de mi pecho comenzara a arder como si del mismísimo infierno se tratase y regalándome unas horrendas visiones de fuego, muerte y desesperación.

Qué confundido estaba cuando, inocente de mí, pensaba que serían los gritos de aquel niño y no los míos los que, cruelmente, aquel viento gélido arrastraría hasta los confines del mundo sin que nadie más los oyera.