AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Hostia || Lamâshtu
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Hostia || Lamâshtu
Día domingo. La primavera floreciendo, embelleciendo los atardeceres damasco y las iluminaciones sepia, pintando las pieles de un dorado y haciendo las melenas resplandecer. Los rayos del sol que se escapaban por las cortinas entreabiertas enardecían las llamas del cabello de Amane, quien lo cepillaba con esmero y delicadeza, mirándose al reflejo del gran cristal instalado en el tocador de la habitación. Su esposo la miró a través del mismo, contemplándola aún sin vestirse. Se quedó unos segundos detenido, durante los cuales Amane sentía que el corazón se le iba a salir por la boca, perseguida por el miedo irracional a ser descubierta, dejando de lado el razonamiento de que, cubría tan bien sus pasos y su fachada era tan plausible, que literalmente no tenía de qué sospechar. Pero Amane cargaba su verdad como quien carga una cruz, y sufría cada segundo que Jean Fay la miraba sin decir palabra. Después de lo que la pelirroja vivió como una eternidad, el inquisidor llevó su atención a los botones de sus mangas. Amane dejó salir el aire que había retenido y tragó saliva—. Sé puntual esta noche, Amane. Regresaré para cenar y me gustaría que pasásemos tiempo juntos —Jean no usaba un tono autoritario con ella, pero le hacía entender perfectamente lo que quería decir. Trevor ya tenía tres años, y cualquier mujer de la edad de Amane ya le habría dado más hijos. Era esperable de ellos que hicieran crecer la familia, y todo el tiempo que pasó antes del primogénito había levantado más de un solo comentario. Seguramente, por el tiempo que nuevamente empezaba a pasar, alguno más había llegado a los oídos de su esposo, recordándole—como si fuera fácil de olvidar—de la importancia de la familia.
Se había engañado durante años pensando que su esposo no le hacía daño ni a las moscas, pero no podía borrar el recuerdo del momento exacto en el que asesinó a su Domitor. Desde entonces, era lo único que veía cada vez que le miraba, incluso si le sonreía. Algunas noches se desvelaba pensando que la había dejado con vida para torturarla, para forzarla a vivir esta vida en calidad de esposa y madre, anhelando por siempre el reencuentro con la vampiresa que le dio de beber de su sangre durante cinco años. Sabía perfectamente que, a pesar de haber trabajado meticulosamente para ganarse su confianza y haberla obtenido lo suficiente como para ser incluida en misiones y cacerías de vampiros, él era un inquisidor por excelencia ante todo, y la desconfianza era su mejor arma para combatir lo sobrenatural. Se vio casi ahogada en su mar de pensamientos, pero se compuso para, siempre a través del espejo, asentir una vez, como se espera de cualquier mujer sumisa. Y para continuar el día enfocada en su papel, intentando mentalizarse para la noche, decidió asistir a misa y confesarse, aunque en realidad sólo inventaba un par de trivialidades que decirle al cura. Al salir de la iglesia, pasó por el convento, caminando a paso lento, observándolo con especial atención. Y la vio pasar. Se detuvo en seco. ¿Podía ser cierto...? Entró al recinto del convento, acelerando su andar y bordeó sus paredes, llegando hasta la zona trasera, extrañada de no ver a las monjas devolviéndose después de la misa. Si lo que había visto era cierto, no le importaban las consecuencias, tenía que verla.
—¿Hay alguien ahí?
Se había engañado durante años pensando que su esposo no le hacía daño ni a las moscas, pero no podía borrar el recuerdo del momento exacto en el que asesinó a su Domitor. Desde entonces, era lo único que veía cada vez que le miraba, incluso si le sonreía. Algunas noches se desvelaba pensando que la había dejado con vida para torturarla, para forzarla a vivir esta vida en calidad de esposa y madre, anhelando por siempre el reencuentro con la vampiresa que le dio de beber de su sangre durante cinco años. Sabía perfectamente que, a pesar de haber trabajado meticulosamente para ganarse su confianza y haberla obtenido lo suficiente como para ser incluida en misiones y cacerías de vampiros, él era un inquisidor por excelencia ante todo, y la desconfianza era su mejor arma para combatir lo sobrenatural. Se vio casi ahogada en su mar de pensamientos, pero se compuso para, siempre a través del espejo, asentir una vez, como se espera de cualquier mujer sumisa. Y para continuar el día enfocada en su papel, intentando mentalizarse para la noche, decidió asistir a misa y confesarse, aunque en realidad sólo inventaba un par de trivialidades que decirle al cura. Al salir de la iglesia, pasó por el convento, caminando a paso lento, observándolo con especial atención. Y la vio pasar. Se detuvo en seco. ¿Podía ser cierto...? Entró al recinto del convento, acelerando su andar y bordeó sus paredes, llegando hasta la zona trasera, extrañada de no ver a las monjas devolviéndose después de la misa. Si lo que había visto era cierto, no le importaban las consecuencias, tenía que verla.
—¿Hay alguien ahí?
Amane Fay- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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Re: Hostia || Lamâshtu
HOSTIA
Convento | Amane Fay | París, Francia
"El dolor es un horror que fascina"
— Aldous Huxley
— Aldous Huxley
EEl potestativo aprisionamiento experimentado noche tras noche por la sanguinaria monja antes de despojarse de toda su somnolencia, es más que rutinario para su tétrica vivencia;
antes de volver a su forma inhumana debe asegurarse de que absolutamente nadie pueda ingresar a su habitación, puesto que, después de todo no es sencillo ir a dormir teniendo una forma que evidentemente ella no puede soportar por un tiempo prolongado, y con la que no se siente completamente bien, no por el hecho de lucir extrañamente hermosa, sino porque nunca va a sentirse conforme siendo un atroz monstruo devora sangre, que no puede dejar de vivir con las temibles voces que rondan su cabeza, las voces de todas las personas a las que ha asesinado sólo para el beneficio de ella misma.
Pero aquél domingo, repleto de personas que salían sosteniendo sus cruces debido a la misa anteriormente realizada, no podía dormir tranquilamente; la luna no paraba de susurrarle cuán tentativa era la sangre, y la saliva no dejaba de brotar entre su lengua: estaba totalmente hambrienta.
Afortunadamente ya se había hecho muy tarde, según el reloj que se encuentra siempre sobre su mesa, ya eran más de las 11, la hora perfecta puesto que ningún individuo decide pasar por las calles en aquél intervalo de tiempo, aquél temeroso intervalo de tiempo, atestado por un sinfín de mitos que sólo se relacionan con la iglesia, y con el todopoderoso luchando contra los miles de demonios que se levantan para poseer a las personas, absorber sus almas, y claramente, también sus vidas, y, de todas maneras, sus invenciones no se encontraban tan lejos de volverse en una realidad.
Las tinieblas no dejaban de invadir los pasillos del convento, la luz no se podía colar por ningún lugar entre el techo o las paredes, puesto que, todo se encontraba increíblemente muy bien encubierto, y esto a Lamâshtu no le molestaba en lo absoluto, de hecho, era un espacio magnífico para eclipsar el abrumador aroma puro y divino que se entrelaza entre las alfombras y el ambiente de todo el lugar, y así, escabullirse era muy sencillo, y lo hizo de una manera vertiginosa para que nadie la descubriera haciendo cosas indebidas, y con indebidas me refiero a no salir a tan altas horas de la noche, conociendo que esto no le agradaba en lo absoluto a la madre superiora, pero al final, salió por una de las ventanas de la cocina, ansiando cada vez más y más sentir el exquisito sabor de la sangre resbalándose entre su boca.
Y no tardó mucho tiempo en ocultarse tras las paredes de un pequeño espacio que se encontraba próximo, utilizando sus encantos de demonio para atraer la atención de una de las pocas personas que se atrevían a dar un paseo por los estrechos caminos rocosos que se suponen están malditos por todos aquellos feroces esperpentos que, sin dudarlo mucho, se llevan la vida de todos los seres que están tras sus brazos, y claro que Lamâshtu no negaba el hecho de que ella fuese uno de aquellos engendros que no tienen conmiseración por nadie, asegurando su vida en el infierno, porque aquél sí que existía, y ella era quien lo generaba.
Sus pupilas se dilataban cada vez que olfateaba el gustoso aroma de un mortal, apeteciendo impulsivamente aquella sustancia carmesí que la mantiene cada día con vida, y que de alguna u otra manera, la lleva a aquél nirvana que la deja satisfecha por un largo tiempo, y en aquél instante, no tardó mucho en descubrir la fragancia de una mujer de cabellos intensamente rojizos, que hacían contraste con su piel blanquecina, y la pulcra curiosidad que destilaba al percatarse de una extraña criatura, que se ocultaba tras el insaciable deseo de avidez, y unos imponentes ojos centelleantes que atraían sin saberlo el merodeo de la hermosa dama.
Pero entonces, decidió dirigirse hacia la parte trasera del convento, puesto que allí las paredes eran inmensamente altas, manteniendo cualquier sonido dentro de la habitación, encerrándolo como si éste fuera un pequeño pájaro que nunca salió de su jaula; y escuchó la dulce voz de la mujer, que preguntaba inocente si alguien se encontraba allí, desconociendo el hecho de que le estaba haciendo una pregunta al mismísimo diablo, esperando la respuesta de alguien mucho más indefenso a él.
—¿Quién pregunta? —musitó afectuosamente la mujer de horrible aspecto, asomando uno de sus ojos entre la luz que se colaba por la entrada del lugar.
Lamâshtu- Nosferatu Clase Media
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Fecha de inscripción : 13/04/2018
Localización : París, Francia
Re: Hostia || Lamâshtu
Para su decepción, nadie acudió a su llamado. Entonces se dijo a sí misma, ¿qué había estado pensando? No podía haber sido su Domitor a quien vio. Quizás después de todo este tiempo, aún le quedaban secuelas tras tantos años siendo una esclava de sangre. Se devolvió a la mansión Fay, esta vez a paso constante. Pasó el día merodeando por los jardines, ausente, absorta en los pensamientos que se pasaba la vida intentando evitar. Una sirvienta acudió a ella, haciéndole ver que había comenzado a chispear. Era primavera, sin embargo no parecía importarle a las nubes grises. El cielo lloraba, contagiando a las rosas de su nostalgia. Amane reparó en las rojas, que parecían desangrarse. Cada imagen le servía para fomentar su memoria visual. Su fuerza de voluntad la había abandonado, y no podía escapar del hechizo de los recuerdos de aquellas épocas tan imborrables como irrecuperables. Fueron más de tres veces las que la sirvienta tuvo que insistir, para hacerla reaccionar—. Madame, le ruego me acompañe hasta la chimenea del salón del té. ¿No ve que llueve a cántaros? ¡Venga conmigo, Madame Fay, va a coger un resfriado! —la pelirroja acabó asintiendo con suavidad, dejándose guiar por la sirvienta más longeva a su servicio. La había traído a la mansión consigo cuando se casó con Jean. La sirvienta Marie, ahora canosa y arrugada, se encargó de ayudarla a cambiarse de ropa y secarse frente al cálido fuego que quemaba la leña sin cesar. Amane perdió su mirada entre las llamas. Ni siquiera los llantos de su hijo podían romper el encanto. La lluvia se fue tan repentinamente como llegó, abrieron los cielos y brindaron un atardecer digno de ser pintado. La cazadora sostenía una taza de té frío cuando otra de sus sirvientas le entregó una carta. Era de Jean.
—Dígale a Marie que prepare la cena para Trevor, le dé de comer y lo haga dormir. Regresaré tarde. Tampoco espere a Jean —dijo tras lanzar la carta al fuego. Encima de su vestido, ató una capucha larga de tercipelo oscura alrededor de su cuello. El carretero le preguntó si la llevaba a algún sitio al verla, pero Amane se limitó a negar con la cabeza. Transitó las calles prácticamente vacías con su capucha puesta, haciendo sombra a su rostro y ocultando su distintiva cabellera. Regresó al convento, exactamente al lugar donde la había visto—¿Hay alguien ahí? —insistió, parándose donde lo había hecho en la mañana. Esta vez, su voz se hizo oír con más fuerza, con más determinación—¿o era desesperación lo que se hacía oír? La luna nueva hacía de ésta una noche aterradoramente oscura. Su estado mental presente le hacía implausible no recibir una respuesta. Amane Fay demandaba darle sentido a lo que vio, y estaba convencida de que encontraría aquí respuestas. No podía tratarse meramente de momentos de frenesí provocados por una imaginación disparatada. Había visto demasiado en este mundo como para conformarse con explicaciones mundanas. Entonces la escuchó. Se trataba de la voz más dulce que había escuchado. Supo inmediatamente que no era su Domitor quien había acudido. Curiosamente, no era decepción lo que experimentaba, era... algo más—. Amane de Fay, para servirla —contestó, haciendo una leve reverencia en la dirección que había oído la voz. Instintivamente supo diferenciarla de una voz corriente, pues era capaz de identificar lo que producía en ella como sobrenatural. Sus instintos de cazadora parecían lanzar advertencias a puñados desde la superficie de su conciencia, incluso llevándole al ojo de su mente la reunión con Annabeth y toda la información que ésta le había entregado. Nada de eso importaba. Ni siquiera la luna podía contar lo que estaba por ver. Ni siquiera la luna se encontraba presente para ser testigo.
«Ha surgido algo de urgencia que requiere de mi presencia fuera de la capital. Regresaré dentro de un par de días. Ante cualquier eventualidad, escríbeme a la dirección indicada en la parte posterior. —J»
—Dígale a Marie que prepare la cena para Trevor, le dé de comer y lo haga dormir. Regresaré tarde. Tampoco espere a Jean —dijo tras lanzar la carta al fuego. Encima de su vestido, ató una capucha larga de tercipelo oscura alrededor de su cuello. El carretero le preguntó si la llevaba a algún sitio al verla, pero Amane se limitó a negar con la cabeza. Transitó las calles prácticamente vacías con su capucha puesta, haciendo sombra a su rostro y ocultando su distintiva cabellera. Regresó al convento, exactamente al lugar donde la había visto—¿Hay alguien ahí? —insistió, parándose donde lo había hecho en la mañana. Esta vez, su voz se hizo oír con más fuerza, con más determinación—¿o era desesperación lo que se hacía oír? La luna nueva hacía de ésta una noche aterradoramente oscura. Su estado mental presente le hacía implausible no recibir una respuesta. Amane Fay demandaba darle sentido a lo que vio, y estaba convencida de que encontraría aquí respuestas. No podía tratarse meramente de momentos de frenesí provocados por una imaginación disparatada. Había visto demasiado en este mundo como para conformarse con explicaciones mundanas. Entonces la escuchó. Se trataba de la voz más dulce que había escuchado. Supo inmediatamente que no era su Domitor quien había acudido. Curiosamente, no era decepción lo que experimentaba, era... algo más—. Amane de Fay, para servirla —contestó, haciendo una leve reverencia en la dirección que había oído la voz. Instintivamente supo diferenciarla de una voz corriente, pues era capaz de identificar lo que producía en ella como sobrenatural. Sus instintos de cazadora parecían lanzar advertencias a puñados desde la superficie de su conciencia, incluso llevándole al ojo de su mente la reunión con Annabeth y toda la información que ésta le había entregado. Nada de eso importaba. Ni siquiera la luna podía contar lo que estaba por ver. Ni siquiera la luna se encontraba presente para ser testigo.
Amane Fay- Esclavo de Sangre/Clase Alta
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